■ ESTEBANWERFELL Encuadcrnados la mayoria en piel y severa-meme dispuestos en las estanterías, los libros de Esieban Wcrfell llenaban casi por entero las cua-tro paredes de la sala; cran diez o doce mil volu-menes que resumian dos vidas, la suya y la de su padre, y que formaban, además, un recinto cahdo, una muralla que lo separaba del mundo y que lo protegia siempre que, como aqucl dia de febrero, sc sentaba a escribir. La mesa en que escribia —un viejo mucble de roble— era también, al igual que muchos de los libros, un recuerdo paterno; la lia-bía hecho irasladar, siendo aún muy joven, desdc el domicilio familiar de Obaba. Aquella muralla de papel, de páginas, de pa-labras, tenia sin embargo un resquicio; una vcnta-na desde la que, mientras escribia, Esteban Wer-fell podia ver cl cielo, y los sauces, y el estanque, y la caseta para los cisnes del parque principal de la ciudad. Sin romper su aislamiento, aquella vcnta-a sc abría paso cntre la oscuridad de los libros, y miugaba esa otra oscuridad que, muchas veces, — 31 — crea řantasmas cn cl corazón de los hombres que no han aprendido a vivir solos. Esteban Werfell contcmpló durante unos instantes el cielo nublado, entrc blanco y gris, de aquel dra de febrero. Después, apartando la vista, abrió uno de los cajones de su escrítorio y sacó de alli un cuaderno dc tapas duras que tenia nume-rado como el duodecimo, y que era, en todos los dctalles, exactamente igua! a los otros once cua-dernos, ya escritos, de su diario personal. Eran bonitos los cuadernos de tapas duras. Le gustaban. A menudo solia pensar que los estro-peaba, que las historias o las rcflcxiones que acos-tumbraba guardar en ellos frustraban cl buen destino que a todo cuaderno —al cuaderno dc tapas duras, sobre todo— \c cabia tener. Quizá fuera excesivo pensar asi acerca de algo como los cuademos. Probablemcntc. Pero no podia evitarlo, y menos cuando, como aqucl dia, se disponi'a a abrir uno nuevo. ^Por que pensaba siempre en lo que no dcseaba pensar? Su padre le habia dicho una vez: No me preocupa que tengas pájaros en la cabeza, lo que me preocupa es que siempre scan los mismos pájaros. Era verdad, pero nunca habia sabido las razones que le impulsaban a ello. El impulso que cmpujaba a sus pájaros de siempre era, de todos modos, muy fuerte, y Esteban Werfell no pudo resistirse a la tentación de levantar los ojos hacia la estanteria dondc guar-daba los once cuadcrnos ya escritos. Alii estaban, medio escondidas entrc los tratados de Geografia, — 32 — las páginas que daban fe de su vida; las que rete-nían los momentos hermosos, los hechos más im-portantes. Pero no se trataba de un tesoro. Ya no había ningún brillo en ellas. Releerlas era como mirar papeles manchados de ceniza; era sentir vergüenza, era ver que crecían sus deseos de dor-mir y de olvidar. ^•Cuadernos de letra muerta —susurró para si. La expresión tampoco era nueva. Pero no podia dejar que esa forma de pensar le apartara de la tarea para la que se habia sentado ante la mesa, ni que, como tantas otřas veces, lo llevara de un mal recuerdo a otro mal recuerdo, cada vez más abajo, hasta una tierra que» desde hacía mucho tiempo —desde su época de estu-diantc de Geografia—, él llamaba Cabo Desola-ción. Era ya un hombre maduro, sabía luchar contra sus propias fuerzas. Y lucharía, llcnaría aqucl nucvo cuaderno. Esteban Werfell cogió su pluma —que era dc maděra, y que sólo utilizaba a la hora de redactar su diario— y la mojó en el tintero. 17 de febrero, de 1958, escribió. Su letra era bonita, era pulcra. Al otro lado de la ventana el cielo se había vuelto completamente gris, y una lluvia fina, invisible, oscurecía la hiedra que cubría la caseta de los cisnes. Aquclla vision le hizo suspirar. Hubie-ra preferido otra clase de tiempo. No le gustaba que el parque estuviera vacío. Volvió a suspirar. Luego mojó la pluma y se inclinó ante el cuaderno. — 33 — He rcgresado de Hamburgo —comenzó— j con el propósito de escribir un memorandum de mi vida. Pero no lo llevaré adelanre de forma ordenada y exhaustiva, como podría hacerlo —quizá con toda la razón— aque! que a si mismo se tiene por espejo dc una cpoca o una sociedad. Desde luego, no es cse mi caso, y no sera asi como lo haga. Yo me li-mitaré a contar lo que sucedió una tarde de háce mucho tiempo —de cuando yo tenia ca-torce aňos, para ser más exacto—, y las con-secuencias que esa tarde trajo a mi vida, que fueron grandes. No es mucho, lo que cabe en unas cuantas horas, para un hombre que ya está en el otoňo dc su vida, pero es io único que tengo para contar, lo único que merecc la pena. Y es posible que no sea tan poco. Al fin y al cabo, soy un hombre que siempre se ha dedicado a la enseňanza, y ya se sabe que la tarima de las aulas propicia más el estreňi-miento que la aventura. Se endereíó en la silla a esperar que sc secara la tinta. EI día seguía gris, pero la Uuvia era mucho más íntensa que minutos antes, y su sonido, el sordo murmullo que producia al chocar contra la hicrba, Uegaba hasta la sala con claridad. Y tam-bién habia un cambio en los alrcdedores del es-tanquc: los cisnes estaban ahora fuera de su case-la, y batían sus alas con inusual vioiencia. Nunca habia visto asi a los cisnes. č Les gustaría mojarse? (O era la falta de espectadores lo que les alcgraba? — 34 — No lo sabía, pero tampoco merccia la pena pcrder el tiempo con preguntas tontas. Era mejor que lo utilizara para repasar lo que acacaba de escribir. Jamas conseguia un buen comienzo. Las pa-labras se negaban a expresar fielmente lo que se les , como si fueran perezosas, o como si no tu-vieran fuerza suficiente para hacerlo. Su padre soh'a decir: Nuestro pensamiento es arena, y cuando intentamos recoger un puňado de ese pensa-miento, la mayor parte de los granos se nos escu-rren entre los dedos. Y era verdad. Por ejemplo, él anunciaba un memorandum, y hubiera sido más exacto hablar de reflexion, porque eso era justa-mente lo que quería hacer: partir de lo sucedido en una tarde de su adolcscencia y extraer de ello una buena reflexion. Y no era ése el único paso en falso, habia más. Podia tachar lo escrito y empezar de nuevo, pero no quería. Iba contra sus reglas. Le gustaba que las páginas estuvieran inmaculadas, lo mismo las suyas que las de los demás, y se semía orguUo-so de que, por su puleritud, sus alumnos le apo-daran con el nombre de un conocido jabón. Ade-mas ^para qué preocuparse en buscar un buen comienzo? También en el segundo intento come-tc-ría errores. Siempre habría errores. Valia más que continuara adelante, precisando, corrigiendo poco a poco su mal comienzo. Volvió a mirar hacia el parque. Ya no había Císnes en el cstanque, se habían refugiado todos en la caseta. No, tampoco a ellos les gustaba la Uuvia de febrero. — 35 — pedía De todas maneras —continuo—, la pretension de cntrcsacar los momentos cspecia-l les de nuestra vida puedc ser un grave errors Es posible que la vida sólo pueda ser juzgada en su totalidad, in extenso, y no a trozos, no) tomando un día y quitando otro, no separan-j do los aňos como las piezas de un rompeca-; bezas para acabar diciendo que tal fue muy bueno y tal muy malo. Y es que todo fo que vive, vive como un no. Sin cortes, sin parados.' Pero, siendo eso verdad, también es ínne-gable la tendencia de nuestra memoria, que es casi la contraria. Como a todo buen testigo, a la memoria le agrada lo concreto, le agrada seleccionar. Por compararla con algo, yo dim que actua como un ojo. Nunca, en cambio, como lo hari'a un contable especializado en inventarios. Por ejemplo yo puedo ver ahora la caseta de los cisnes del parque, cubierta de hiedra desde el suelo hasta lo alto del tejado, oscura de por si y más oscura aún en dŕas de Iluvia como el dc hoy; puedo veria, pero, en rigor, nunca la veo. Čada vez que levanto la vista, mi mirada se desliza sobrc el monótono color verde o negro de las hojas, y no se detiene hasta que encuentra la mancha rojiza que hay en una de las esquinas del tejado. Ni siquiera se lo que es. Quizá sea un trozo de papel; o una primula que ha querido brotar alii; o una teja que la hiedra ha dejado al descu-bicrto. De cualquier manera, a mis ojos les da — 36 — igual. Abandonando la oscuridad, buscan siempre ese punto de luz. Esteban Werf ell levanto la vista hacia la mancha rojiza. Pero tampoco aquella observación le sacó de dudas. Lo mismo podia ser una primula que un trozo de papel o de teja. Pero, dcspués de todo, el detaile no importaba. Más importaba lo que acababa de escribir acerca dc la memoria. Decir que a U memoria le agradaba lo concreto resultaba imprecise No era cuestión de gusto, sino de neccsidad. De esa manera actúa el ojo —siguió— y también, si mi idea es corrccta, la memoria misma. Olvida los días corrientes; busca, en cambio, la luz, los días seňalados, los momentos intensos; busca, como en mi caso, una remota tardc de mi vida. Pero ya es suficiente. Es hora de que co-mience con el relato propiamente dicho. Esteban Werfell se sintió alrviado despucs de rematar con un trazo aquella primera página de su cuaderno. Ya estaba, ya había perřilado la intro-ducción de lo que quería contar. No sabía a cien-cia cicrta por qué actuaba de esc modo, con tantos rodeos y demoras, pero era algo muy propio de él, siempre habia sido asi. Nunca eseribía o hablaba directamente, nunca se relacionaba francamente con la gente que le rodeaba. Despucs de tantos aňos, aceptaba aquella falla de su carácter, su ti- — 37 — midez, su cobardia; pero aún le dol/an las opon, nidades que había pcrdido por cIJo. En su ^ todo había sído sílcncio. pasívidad, rctiro. Pero vol via a dcsviiirse. A hora no se tratata de su forma de vivir, sino de su forma do redact« y tan poca trascendencia tenia el que diera rodeoj como el que no los diera. Nadie leerŕa jamas su diario mtimo, Por mucho que a voces fantascaxa imaginándose un lector —en aquc.IJa misma mesa, después de su muerto— examinando sus cuader- nos, no lograba crcérscla No, no Iiabna lector aiguno. Era un poeo rídículo preocuparse tamo por el estilo. Miró hacia el paique a la vcz que mojabaíl pluma en el tintero. Sin los paseantes de costum-bre, bajo la /Juvia, los alrcdedorcs del cstanqui parecian más solitaríos que nunca. Los aľroyuetó surgidos euere la lirerba se rizaban al pasar p<* encima de las pied reci i las. ^^^ Hie incipit ■—eseribió—, aqui comienzai história de la tardc en que, por pfimera \ mi vida, fui llevado a '■» *'"'"■ mi vuU ( u T en t,uc'f>or Pri"iera \ «wrccanos.vvivf.r.....»:-j. iug3r cacorrľ.V ° a ia !Sfes,a-Tenřa ed CSbyav,v,aconmipadrccnu" umWd0mÍn8°' y y° hab,'a quedado en J pľŕaľrT" Van0S COmPa"^os de la c. OU.Ĺ ulCqUe'aunoscincokitómetroíde rdi P,' co™truido junto al ferroca- r ll« °' r0?Piend» Por primera vez las vÉTa SUľBan nUesrra ^™> ™ ™in' Paneros dec.d.eron presentace on easa mu — 38 cho .unes de la hora convenida para, en cuan-les hube abierto la puerta, hacerme Ia peti- 10 ción que yo menos podia esperar. —Por favor —me dijeron—, acompananos a la iglesia, ven con nosotros a cantar los sal-mos dc esta tarde. Di al ingeniero Worrell que te deje, dile que para ir a cantar salmos no bace falta tener fe. Era raro que actuaran asi. Con tanto atre-vimiento, quiero docir. Y la palabra atrcvi-miento está bien empleada en esta ocasión, ya quo el hacer visitas —en tanto que suponia ver una casa ajena por dentro— tenia, en Obaba, la consideración de una mala cos-lumbro; algo parecido al girarse hacia una persona que se está desnudando. Además, mi padre era extranjero, un extraňo, un enemigo, y todo el mundo sabía lo mucho que odiaba la iglesia y la religion. Vicndolo desde ahora, no me cabe duda de que fue el canónigo de Obaba —un hombrc e Loyola— quien alentó aquella propuesta. Desde su punto de vista, yo debía de ser un alma en peligro; un niňo que, al faltarle la madre —clla había muerto al naccr yo—, sc hallaba a la completa mereed de un hombre odioso, de un hombre que no dudaria en arrastrar a su hijo hacia el abismo en que él msmo vivřa. El canónigo debió pensar que no había mejor mancra de atraerme que la de alerse de la amistad que yo tenia con mis compaňeros de escuela. — 39 — El odio c n t n? d canóľJigo y mi padre era, por decirlo asi, exclusivanientc inte|e tual. Tenia que ver con algo más que conl actitud iconoclasta que cl ingeniero Werfd) habi'a adoptado nadá más encargarse de la dl. j reccióri de las minas de C >baba. V ese aígomis era ini existencia. Para decirlo con palabr« que un dŕa ese uch é al maestro de la escuela, yo no era elfruto legítimo cle >ando el domin-go, anduviéramos por separado, Lo único que se conseguía de esa lorma era perder tiempo, pues había veces en que ellos termi-naban sus cantos diez o quince mi nu tos antes de lo normal, minutos que eran preciosos cara a no llegar tarde al cine, pero que, al ca-b<>, nunca se aprovechaban; por mi culpa, cla-ro, porquc yo era su amigo y no les qucdaba otro remedio que esperarme. -Siempre Uegamos después de comenza- ■ la pelíeula —resumió uno de ellos—, y a ie parece que es una tonteria hacer cinco Qlometros en bicicleta para luego no ente- rarnos de nadá. Ks mucho mejor que ande- mostodos juntos. El argumento era, como va hc dicho, bas-* burdo, ya quc l0 norma) era que la cc_ ■ alargara y no lo contrario. Sin emb largo, no les contradije. En cl fondo, yo — 41 — deseaba enrrar en la iglesia. V no $ó]J un lugarprobibido para mí—v n0r|] deseable—, sino también por la necesjj sentía de ser un joven normal, un joj Yo era, junto con mí padre, la única pi dc Obaba que jamas había pisado aaij cio, y ciaro, sólo rem'a catorec aňos, J gustaba que me seňalaran con el dedo. ] La propuesta era, pues, favorable a m| seos, y no discuti Jo que me decian. Melj a senalarles la puerta de la bibjjoteca. Al taba mi padre A él era a quic-n Eeníanfflj dir el permíso. No, yo no me atrevia,« que se lo pidieran ellos. Sin embargo,« esperaba su consentimiemo. Me parecia^l mi padre Ics despediria con un ^rito, que» iba a actuar—-precisamente aquel do« en contra de unos pn.-viples .\-,:c ha! pugnado toda su vida. —Si quierc ir que vaya — escuché «JUJ ce$. Primero me sorprendí, y luego measusi rue como si todos los cris tales de la ventafl* hubiesen roto de golpe. (Por que decia No paraba de Hover. Aplastaba la hierba i maba charcos cada vez má?; profundus. Pronto-todo cl parque se convertiria en una balsa. Estcban Werfell junto sus manos sobre cuaderno. No, con catorce aňos no podia C ■42 — —Sä-ä Ties Weilos que, con,o lucgo ,, eran cnemigos deel s proti__________ ť 1* anuellos que, CUM.U .uwb» larados del que era un ,rgUUoso e intratable; y eso mismo pen-;hn _sc lo dijo una mna que jugaba Xa-queeratancruelquetratabaa £*■£» de la minay cl sonrcu, ..be.aafirmauvamentc.Y.enreahdad, [abaaqueUaimagenporquecareaadecual- quicr otra. a frase que más veces le había oído dc niňo. :fo pronto comenzarían las m alas noticias. día era la mina, que cerraba; otro eran los va- s adquiridos en la Bolsa, que quebraban de- ndole casi sin fortuna; otro más era la carta de — 43 — Para la época cn Estehľ„ , - ""1 ^ X» h»bía desists MoriÄn' vo veria a Alemania. Su hijó Z,H ' un^™^d»lCma„a.ASI-púeľe4SrUJ esa „madôn no tuviera luer«!"'"«'««ľ«« í-«re4«<- w «Dec,?,!' ^ '"'" daba?i »a estaba perdiľa "d<,U'Cr """'"•l -iCuandocallarán.'-grúó. continm qUCN-ra ,an or8"»oSo>, se preguntó.| mornemoleuniaasupadre. Werfe» hn^" ^ más humiWe> el in8enic,° werten hub.cra aceptado mejor la vida de Obaba.| GnW« ° ,'ás inte%«e, también. 1 nnmva, eso era ia inteligencia, la capacidad de| adap arse a c , ier sjwaci .n ei F■ 1 adaptarse ,amas bajaba a los infiernos. Por cl con- rario, alcanzaba la ŕelicídad. ,-De que Ic habán «rvdo a Su padre los libros, las lecturas, las ideas? MIO para acabar derrotado. Sólo los mezqmnoí* aytan a U Vidat solfa dccir 5U )rc pcro ya n0 •'"•' dc ',cllird" con íl. N, tampoco estaba de — 44 — aber v su- «Uvieiamiximaqueumasabtos .„aqucUodcquecuantoma-ssabe wire. Tal como se lo dccía a sus ^aconsecucnciasólopodíadarsc eldaňo del saber. En los s.gu.cntcs, lbligadotriunfarsobreelsufnrmento. „snes parecían calmados. hsteban seriell mojo su pluma en el tintero y extendió su ,ulcra letra sobre la parte superior de una nueva : staba decidido a incorporar sus reflcxio-il cuaderno. Incluso cn las situaciones más difíciles hav un momenio en cl que dejar de luchar se «erte en algo deseable y placcniero. Asi por cjemplo, un náufrago siempre acaba re-ciliándose con cl mar; au n aquel que, des-pucs dc haberse desangrado intentando sal var i barco, ha dcsaíiado a las olas durante toda noche, bajo las estrellas, rodeado de pe-B, en completa soledad. No importa lo que hecho, ni su apego a la vida: el final es pre dulee. Ve que no puede más, que na-Uega, que no divisa ninguna costa; y en-• acepta, descansa, se entrega al mar no un mňo que sólo quiere dormir. ;r» mi padre era demasiado orgulloso. a naufragado, si, y no le quedaba otro nedto que doblegarse; pero no lo aceptaba, «seaba el pUccr ultimo dc la derrota. 'ondio con brusqucdad: «Si quiere ir que J se encerró en su biblioteca, el ú ntco — 45 — s'""^Obaba , ^«PfdWeeldinerofÄi^ Pond-o .Sc l,m„6 a dcsli zarunľľ* «W»J° dc la puerta. N„4 ah, °a momento. ,í)S«-aba en j En cuanto consťguí eí dinero salj >s en tropei, empujándonos unos ígual que cuando cl maestro nos daba —. w «lau'im nos daba penz so para eí reerco. Después, a pie y con la cicletas cogidas por eí manillar, emprendiit la subida de la cuesta que en Obaba llamab» de los canónigos. Ľra im día desapaciblc de primave chubascos ca.sj contínuos y rachas de vim y las eunetas del Camino rebosaban ď En los trechos donde se habían desbonä ías fjores de man/.ano arrastradas por la c< rrientu cubrían casi todo el suelo. Nosoi las pisábamos al pasar, y era como si pisan-mos alfombras blane.ts. Caminäbamos con energia, empujaM las bieicletas que, como dijo uno de miscťrt paňeros, Andres, pesaban más cucstí a ba. AI final del camino, en lo más a la eolina, sc impom'a la pimtiaguda torr«' iglcsia. , ^ Habia alegna en nuestro grupo. Reia^af por cualquier cosa, y jugábamos a comp los diferentes sonidos que hacían los I de nuestras bieicletas. <-<;Estás content^ teban?», y yo Jes decia que si, que aqi — 46 — ^miento para mi, que tenia mucha a1\ - ■ Y nervioso? ;No estás ncrvio-iesdedaqueno. Pero silo estaba,y Ida sk más. El momento sc aproximaba. hubiera dicho mi padre, pronto estana aOtraParte. . ", Un instante dcspués, entraba en la iglcsia porprimera vez. U pucrta era pesada y muy grande, y tuvC que empujarla con todo cl peso de mi cuerpo. —Antes de entrar tienes que hacer la serial de la cruz —me dijo Andres. I .e respondi que ibia. Entonces mojó mis dedos con los - y dirigió los movimientos de mi mano. —jQué sitio más oscuro! —exelamé nadá más entrar. El contraste entre la luminosidad de íuera y la penumbra del interior me cega- ba. No distinguía nadá, ni siquiera cl pasíllo central que tenia delante. No hables tan alto —me pidieron los nnpaňeros al tiempo que me adelantaban. Lejos de mí, donde yo me figuraba el final el pasillo, ardia una gran vela. Era el único unto de luz de todo cl edificio. Di unos "nos pasos en aquella dirección, pero volví Senerme. No sabía hacia dónde tenia que X mis compaňeros parccían haber desapa- rccido. 1 A* a ľ'°S seSuían fiÍ°s en la Hama del otro 'del Pasil'o pero, poco a poco, iba viendo cosas. Rcparé en las vidrieras, que eran Y en los reflejos dorados que salían de — 47 — una columna ccrcana a la gran vela. Con i odo, no me atrevia a moverme. —No tengas miedo, Estcban. Soy yo —es-j cuché entonces detrás de mí, y a pesar de la advertencia sufri un sobresalto. Antes de que tuviera tiempo de nada, un brazo largo y huesudo me rodeó por el cue-| llo. Era el canónigo. —Vamos, Esteban. No tengas miedo —rc-pitió acercando su cara a la mi'a. El olor de sus ropas me resultaba muy ex-| traňo. —La llama de esa vela no se apaga minca, Esteban —me susurró scnalando hacia adelante con la mano que le qucdaba libre—. Cuando nos toca encender una nueva, siem-prc lo hacemos con el ultimo fuego de la anterior. Piensa en lo que significa eso, Esteban. iQné crecs que significa? Yo estaba demasiado asustado para poder pensar, y sentía vergüeiiza cada vez que el canónigo pronunciaba mi nombre. Mc quedé callado. —Significa —eomenzó él—, que esa luz que nosotros estamos viendo ahora es la mis-ma que vierou nucstros abuelos, y también los abuelos de nucstros abuelos; que es la misma luz que contemplaron todos nuestros ante-pasados. Desde hace cientos de aňos, esta casa nos une a todos, a los que vivimos ahora y a los que vivieron antes. Eso es la Iglesia, Esteban, una comunidad por encima del tiempo. — 48 — Era claro que el argumento no se acomo-daba a las circunstancias de mi vida. La Iglesia no sólo unía, también separaba; el que yo es-tuviera alii era un ejemplo de ello. Sin embargo, no contradije al canónigo. En realidad, me sentía humillado, como si mi exclusion dc aquella comunidad hubiera sido un defecto o una mancha. Un sudor fn'o me cubrió toda la piel. Sonriendo, el canónigo me indicó que fal- taban bastantes minutos hasta el comienzo de la ceremónia, que los aprovechara para ver el altar y todas las demis partes del edificio. Y, dejándome solo, se alejó hacia una puerta lateral que conducia al coro. Escuché el ťrufrú dc sus ropas incluso despues de que hubiera desaparecido de mi vista. A menudo creemos que las cosas son de por si grandes o de por si pequeňas, y no nos damos cuenta de que lo que llamamos tamaňo no es sino una relación entre las cosas. Pero se trata justamente de eso, de una relación, y por eso puedo decir ahora que, propiamente ha-blando, jamás he vuelto a ver un lugar más grande que la iglesia dc Obaba. Era cien veces mayor que la escuela, mil veces mayor que mi habitación. Adcmás la penumbra borraba los límites de los muros y de las columnas, y alc-jaba los medallones y los nervios del techo. Todo parecía más grande de lo que en realidad era. En uno de los libros ilustrados que por -49 — entonces leía se contaban las aventuras de una expedición que había quedado atrapada den-f tro dc una montaňa hueca, y yo asocic las ilustraciones de aquel libro con el lugar que estaba viendo. Por su aspecto, desde luego, pero también por la asfixia que, tal como les! sucedía a los personajes de la história, yo co-menzaba a sentir. Seguía recorriendo el pasa Ho, pero tenia la impresión de que me ahoga-ría antes de alcanzar la Hama del altar. Vi entonces que una anciana vestida de negro llcgaba hasta el fondo del altar y al/.aba una palanca. Inmediatamentc, toda la iglesia se iluminó. El cambio me hizo bien, y comencé a respi-rar mejor. No es una montaňa vacía por den-j tro, pensé alíviado. Es mas bícn un teatro como los que mi padre conoció en Hamburgo, un edificio de esos en los que se canta opera. La mayoría de los reeuerdos que tenia mi padre giraban en torno al teatro, y yo mc sa-bía de memoria los argumentos y coreogra-fías de las obras que él había visto en la Opera de Buschstrasse o en cl Schauspielhaus, asi como muchas anécdotas de actores o actrices dc la época. La comparación entre lo que había imaginado hablando con mi padre y lo que veía me pareció includible. Si, la iglesia era un teatro. Con un gran escenario central, con imágenes de hombres barbudos, con si-llas y bancos para el publico. Y todo era dorado, todo brillaba. — 50 — Una nota musical, grave, casi temblorosa, recorrió toda la iglesia, y al girar la cabeza hacia el coro vi a unas veinte mujeres arrodi-lladas en sus sillas. Movían sus labios y me miraban fijamente. Bajo la presión de aquellas miradaSj corn hacia la puerta que había utilizado el canóni-go. Un instante después, subia de dos en dos las escaleras que me llevarían donde mis com-paňcros. Cansado, Esteban Wcrfell dejó la pluma so-bre la mesa y levantó la vista hacia la ventana, pero sin ver nadá concreto, sin ni siquiera darse cucnta de la algarabía de los cisnes del estanque. Uno de sus pájaros acababa de cruzar por su mentě, inte-rrumpiéndole, obligándole a pensar en el sentido de aquel duodecimo cuaderno. ^De que servía re-cordar?, ^no era mejor dejar el pasado como estaba, sin removcrlo? «Sólo a los jóvenes les gusta recordar», pensó. Pero cuando ellos hablaban del pasado, hablaban en realidad del futuro, dc los micdos y deseos que tenían respecto a ese futuro, de lo que le pedían a la vida. Además, nunca lo hacían en solitario, como él. No entendía bien su afán por recordar. Quizá fuera una mala seňal. Seňal de que todo había terminado por completo» de que ya no quería vivir más. Sacudió su cabeza como para ahuyentar sus pensamientos, y rcparó, por fin, en lo que sucedía al otro lado dc la ventana. Alguicn que, refugián- — 51 — dose de la llitvia, se habi'a situado a un lado de: caseta, echaba migas de pan a! estanquc, y los cis-J nes nadaban de un lado a oiro chillando como 1<9 cos. *1 loy no ha ha b i do paseantes, tend rán hanfl bre», perisó. «Volvamos al coro*, se dijo luego. ] Nadá más entrar yo en el coro, el canónigo { se levantó de la banqueta del órgano donde cstaba sentado, y extendió los brazes hacía adelante. —El pequeňo Werfell está al fin entre no-j sotros. Alegrémonos todos y demos grácia« por cllo —dijo con voz casi dulcc- Enlazando sus manos se puso a rezar cn 1 ako, y todos mis compafieros le síguieron. —Bicnvenido, Esteban. De ahora en ade- I lante pertenecerás a miestra comunidad, serás J uno de los elegidos —me aseguró después. Mis compaňeros me mirabati como si nunca I antes me hubieran visto. Andres era cl encargado de repartir los li- I bros de cánticos. A mi me entregó un ejem-J plar casi nuevo. —No tc preocupes, Esteban. Bastará que > vengas un par de domingos para que te pongas a nuestra altura. Scguro que acabas siendo el mejor de todos —me susurró. Las páginas del libro eran muy i inas y tenían los bordes dorados. Una cinta roja indicaba los salmos del día. Cuando el canónigo me pidió que me sen-tara a su lado, la mirada de mis compaňeros se volvió aún más íija. Yo vacilé un poco. Com- — 52 — prendía que aquello era un privilegio, pero temía la proximidad física del canónigo. Aún recordaba cl desagradable olor de sus ropas. —No tengas miedo, Esteban. Sube a sen-tarte aquí —me dijo el canónigo a la vez que empezaba a tocar. Las maderas del suelo del coro vibraban. Me extraňó que el órgano tuvicra dos te-clados y que para tocarlo fuera necesario mover los pies. A veces, la melodía se volvía ca-prichosa, con altos y bajos muy acentuados, y el canónigo parecía bailar sentado, balan-ceándose sobre la banqueta y empujándome. Me costaba aeguir el hilo de los salmos, no conseguia concentrarme. Para cl tercer cántico ya habia cerrado el libro, y me limitaba a estar sentado y mirar lo que tenia delante. Allí estaban mis compaňeros, abriendo y cerrando la boca; y allí abajo seguían las mu j eres arrodilladas; un poco más lejos, la Hama de la vela despedía reflejos ana- ranjados. De pronto, la llama comenzó a elevarse. Al principio me pareció que se movía por si misma, como si algo la impulsara desdc la base. Pero luego, cuando ya volaba por enci-'na de las escaleras del altar, vi que no, que la llama no viajaba sola, sino de la mano de una adolescente de pělo rubio. Ella era la que volaba, con suavidad, sin un aleteo. «Viene hacia mí», pensé. La luz de la llama me cegaba. — 53 — La adolescente voló a través de todajM iglesia hasta situarse delante de mí. Se detuvJ entonces sobre el aire, a unos dos mctros del suelo del coro. El órgano había cnmudecidoJ —^Sabes lo que es el amor, Estcban? —-nw preguntó con dulzura. Lc respondi afirmando con la cabeza, y\ quise levantarme de la banquets para podea vcr su cara. Pero la luz de la llama me impedi'aj cualquier movimiento- —^Puedes qucrenne? —volvió a pregun-i tar, y por un instante vi sus labios, ligera-J mente entreabiertos, y su nariz. —Si —le responds Me pareeía la úníca respuesta posible. —Pues ven a buscarme, Esteban. Ven a; Hamburgo —dijo clla—. Maria Vockel, Joj hamesholf, 2, Hamburgo —aňadió a contii nuación. Dicho e$o, giro y comenzó a alejarse hacial el altar. Yo grité que si, que ina a Hamburgo y que la buscarfa, pcro que no se fucra tail pronto, que se quedara un poco mas. —No es nada, Esteban, no es nada. Estate tranquilo —-eseuché entonces. Estaba caidd en el suelo del coro, y el canónigo se inclinabaj sobrc mí. Andres me daba aire agitando unaj partitura. —jMaria Vockel! —exelamé. —Tranquilo, Esteban. Sólo ha sido uff marco. Había un matiz dulec en la voz del canóni-i — 54 — go. Me ayudó a levantarme y pidió a Andres que me acompaňara a dar un paseo. —Sera mejor que no vayas al cine, Esteban. Más vale actuar con prudencia —me aconsejó al despedirnos—. ^No irás, vcrdad? —insistió. Pero la imagen de la adolescente de pělo rubio ocupaba por completo mi mente, y no me scntia con fuerzas para responder. Fue Andres el que lo hizo por mi: —No irá, seňor, y yo tampoco iré. Me quedarč con el, por si acaso —prometió. El canónigo dijo que de acuerdo y volvió a la banqueta del órgano. La ceremónia tenia que continuar. Nada más salir fuera me senti mejor, y mi mente comenzó a aclararse. Muy pronto, la imagen de la adolescente de pelo rubio fue perdiendo consistencia y desapareciendo; tal como desaparecen los sueňos, tal como se vuelvcn inconsistentes las motas de polvo en cuanto el rayo solar deja de iluminarlas dircc-tamente. Pero alii estaba mi compaňcro de escuela, Andres, para impedir que la escena que yo había vivido en el coro no se perdiera del todo. A el, que tenia dos o tres aňos más que yo, le preocupaban mucho las cuestiones sentimentales; era imposible que olvidara un nombre de mujer. —^Quién es Maria Vockel? —me preguntó al fin. Fue en ese instante cuando recuperé la — 55 — imagen, en cuanto oí su nombrc. Volví a veria volando de una parte a otra de la iglesia, y re-cordé sus preguntas. Pausadamente, se lo conté todo a Andres. —Es una pena que no le hayas visto la cara —comentó dcspucs. Parccía muy interesado] en aquel detaile que faltaba en el retrato dc la chica. —Sólo la nariz y los labios. Pero creo que es más bonita que todas las chicas de Obaba. —Se lo decía tal y como lo pcnsaba, con la vehemencia un poco disparatada de los ca-torce aňos. —No creo que sea más bonita que la chica del bar —repuso muy scrio. —Perdona, no queria ofenderte —me excuse. Acababa de recordar lo irritable que era Andres cuando sc trataba de la belleza feme-nina. Desde su punto de vista —que ya en-tonces, en plena época adolescente, me pare-cía un poco estúpido— ninguna mujer podia compararse con la camarera que él persegura. Empleaba todas sus horas libres en buscar un dinero que luego, los sábados a la tarde, le permitiera pasarse las horas bebiendo en una de las esquinas del mostrador del bar. Bebiendo y sufriendo, claro, porque ella habla-ba con todos mcnos con él. Aquella chica, la más bonita del mundo. —^No me perdonas? —ínsístí. No queria que sc fuera, necesitaba un interlocutor. — 56 — —Si —cedió. ■—^Dainos un paseo? —propuse. No queria Ír directamente a casa, necesitaba tiempo para ordenar las sensaciones que en aquel momento sc agolpaban en mi cerebro, —^Enbicicleta? —Prefiero ir andando, la verdad. Tengo muchas cosas en que pensar. Tomamos por un sendero que, partiendo de la iglesia, rodeaba el valle donde se junta-ban los třes pequeňos rios dc Obaba. Era es-trecho, y no muy adecuado para dos cami-nantes como nosotros, obhgados a tirar de nuestras bicicletas; pero el paisaje que podia verse desde él me atraia mucho. Era verde, ondulado, salpicado de casas blancas; la clasc de paisaje que todo adolescente interna describe en sus primeros poemas. ■—Parece un valle de juguete —dije. —Si, es verdad —respondió Andres, no muy convencido. —Sc parece a los belenes que vosotros po-néis en Navidad —afiadí deteniéndome. Co-menzaba a sentirme eufejrico. La extrafia vision que había tcnido en el coro de la iglesia habia emborrachado mi corazón. Por fin habia dejado de Hover, y los cisnes aprovíjchaban la calma para buscar restos de comi-da en las orillas del estanque. El amistoso pasean-te que les habia dado de comer avanzaba ahora por el camino principal del parque, hacia la ciudad, — 57 — con su bolsa blanca del pan doblada bajo el brazoj Atraido por el nuevo aspccto que iba toman-] do el dia, Esteban Werfell dejó su cuaderno y se acercó a la venrana. «;Qué joven era entonces!», suspiró, recordando la conversacion que habiaJ mantcnido con Andres. Era muy joven, si, y además vivía atormentaJ do por los comentarios que oi'a sobre el ingcniero] Werfell y sobre su madre, atormentado y corn fundido, buscando en los libros ilustrados el afecto y la seguridad que no encontraba en la es-cuela o en las calles de Obaba. Su corazón era, por lo tanto, un pequeňo Cabo Desolación, y un buen terreno para una fantasia como la de Maria Voc-kel. Quen'a creer en la realidad de aquella adolescente rubia, queria creer en sus palabras. Al fin y< al cabo, ella no se habia prescntado de maneral muy diferente a la que acöstumbraba alguna de las i heroinas de sus novelas. Aun despucs de tantos aňos, a Esteban Wer-1 fell le parecia exacto considerar a Maria Vockelj como su primer amor. Paseando por el sendero que rodeaba al pequeňo valle, se habia sentido melancólico, sonador, idcntico a Andres. Por primers vez en su vida, creía comprendcr lo que su compafiero sufría por la camarera del bar. -—Tú al menos la puedes ver. Yo no la veré nunca. El recuerdo de sus palabras le hizo sonreir. Eran ridiculas, igual que la mayoria de las que habia escrito en el diario personal de aquella época. Pero negar el pasado era una tonteria. — 58 — —