Narrativa argentina Desmitificación del pasado La última novela de Martín Caparrós, A quien corresponda, busca desnudar los usos hipócritas de la militancia de los años setenta por la vía de una ficción que se parece mucho a un ensayo rabioso Sábado 19 de abril de 2008 | Publicado en la Edición impresa Por Jorge Urien Berri De la redacción de LA NACION A quien corresponda Por Martín Caparrós Anagrama/320 páginas/$ 49 Las novelas sobre la represión y los desaparecidos no admiten, por lo general, términos medios: salen bien o salen mal. En cambio, A quien corresponda , de Martín Caparrós, se ubica en un inestable término medio. Inestable porque si se la juzga solo como novela, el resultado no es satisfactorio, pero si se la toma por lo que en realidad es, un rabioso ensayo encarnado -"puro grito, pura opinión", la definió el autor entrevistado por adn CULTURA-, la obra vale y a pocos dejará indiferentes su intento de desmitificar a los desaparecidos y desnudar el uso hipócrita y casi industrial del mito por parte del kirchnerismo y otros oportunistas. Por supuesto, no hay ningún retorno a la perimida teoría de los dos demonios. Caparrós, autor de varias novelas como Ansay o los infortunios de la gloria , No velas a tus muertos , El tercer cuerpo , Valfierno (Premio Planeta 2004), también es autor, con Eduardo Anguita, de los tres tomos de La voluntad , donde se rescata la militancia revolucionaria. En este sentido, A quien corresponda es una continuación crítica de La voluntad por otros medios. Los de la ficción. Treinta años atrás, Carlos Hugo Fleitas había comandado un grupo montonero y por escasos minutos salvó su vida al eludir una emboscada en la que cayó su pareja Estela, también montonera. Nunca más supo de ella, salvo que estuvo prisionera en un campo de concentración o "chupadero". Ni siquiera logró averiguar si eran ciertas las sospechas de Estela sobre su embarazo. Nada supo porque tampoco lo deseó, y no por indiferencia o desamor. No saber era no sufrir más. En esas tres décadas que siguieron a los cuatro o cinco años más intensos de su vida, Carlos, a quien lo único importante que le ocurre es la ausencia de Estela, revisa su pasado y el de sus ex compañeros y, sin renegarlo, lo somete a un tamiz hipercrítico que a Caparrós le permite llegar a la provocación, nunca gratuita y siempre fundada. "Es humillante -y triste y fastidioso- pensar que los tiempos más felices de mi vida sucedieron cuando estaba embarcado en un error tremendo", recapitula Carlos. En el extremo opuesto, Juanjo, otro ex montonero, es ahora un ministro bonaerense satisfecho que ha hecho las paces con el pasado y el presente sin haberlos cuestionado. Juanjo insiste en ofrecerle un empleo estatal que Carlos vuelve a rechazar repitiéndole que él, Juanjo, gobierna "para los mismos ricos que eran nuestros enemigos de entonces". La revisión de Carlos y su certeza de haberse embarcado en aquel "error tremendo" nace de lo que considera un hecho probado: cuando ellos tomaron las armas la Argentina era un país mejor, y su lucha y su derrota permitieron la construcción de un país peor, con mayor pobreza y concentración de riqueza, instituciones más débiles y, a diferencia de los primeros años setenta, ya sin esperanzas de cambio. "Somos la generación más fracasada de esta larga historia de fracasos que es la historia argentina. [...] es casi incomprensible que muchos de los jóvenes más resueltos, más animosos cayéramos en la trampa de un milico jubilado: que, decididos a construir el socialismo, siguiéramos a un viejo populista medio facho", dice Carlos, el único personaje que logra un cierto espesor narrativo. Los otros solo entran y salen de las páginas para acicatear sus planteos, dar pie a sus réplicas y mover un relato básicamente discursivo. No es que fallen como personajes, sino que el autor no quiso más de ellos. Juanjo no insiste en emplear a Carlos y le ofrece ponerlo en contacto con turbios personajes que pueden decirle qué ocurrió con Estela. Carlos duda, pero le han descubierto una enfermedad terminal y emprende los dos descensos al infierno. En el de Estela se topa con la figura de un sacerdote que alentaba a los torturadores en el campo de concentración. Caparrós quiere darle entidad al cura desde las cavilaciones de Carlos, que lo imagina e intenta comprender cómo se transformó en un monstruo. En esos tramos la novela se empasta y el cura, como Juanjo, no dejan de ser clisés. En cambio, los diálogos imaginarios de Carlos con Estela, cuando él le pregunta si debe vengarse del sacerdote, sirven para seguir disparando su furia transida de dolor y compasión: "¿No es espantoso que no tenga más remedio que decirte que moriste al pedo? [...] ¿Viste que los llaman los desaparecidos? Nosotros, que quisimos ser tantas cosas, terminamos siendo los desaparecidos. [...] ¿No te ofendés si te digo que no eran los mejores? [...] Los que murieron no fueron los mejores -ni los peores. Tuvieron menos suerte. [...] Nos inventaron como ángeles [...] para poder robarnos nuestra historia, para convertirnos en chicos y chicas ingenuos que queríamos mejorar el mundo; sí, es cierto, pero queríamos mejorarlo con un revólver en la mano. Lo cual no nos hace peores, nos hace diferentes del relato. [...] Para eso les robaron su historia, flaca, a ustedes: los transformaron en los desaparecidos." Desde el punto de vista narrativo, A quien corresponda no puede equipararse con Recuerdo de la muerte , de Miguel Bonasso, ni con Villa , de Luis Gusmán, ni con El fin de la historia , de Liliana Heker. Pero hasta algunos pequeños hilos que al final no quedan bien atados confirman que Caparrós eligió la forma de la novela solamente para prestarle una carne ficticia a uno de los discursos más dolorosos de la ficción y no ficción contemporánea argentina. De ahí, quizás, el epígrafe del autor al comienzo: "Este relato debería ser pura ficción. Sería fantástico".