Cuando el tren mixto descendente número 65 (no es
preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación
situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros
de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando
dentro de los coches, porque el frío penetrante de la5
madrugada no convidadas a pasear por el desamparado
andén. El único viajero de primera que en el tren venía
bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles
si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este
10nombre, como otros muchos que después se verán, es
propiedad del autor.)
—En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuya
voz se confundió con el cacarear de las gallinas que en
aquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidado
15llamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperan
a usted con las caballerías.
—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios!—dijo el
viajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeadero
algún sitio donde descansar y reponerse antes de
emprender un viaje a caballo por este país de hielo?
20No había concluído de hablar, cuando el conductor,
llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio,
marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la
palabra en la boca. Vió éste que se acercaba otro empleado
con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase
al compás de la marcha, proyectando geométricas series de
ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del
5andén, formando un zig zag semejante al que describe la
lluvia de una regadera.
—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntó
el viajero al del farol.
10—Aquí no hay nada—respondió éste secamente, corriendo
hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de
votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones, que
hasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad,
murmuraron dentro de sus cestas.
—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa—dijo el
caballero para su capote.—El conductor me anunció que15
ahí estaban las caballerías.
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa
mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió una
obscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por
cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto20
de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura
que recordaba al chopo entre los vegetales; vió los sagaces
ojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo
resplandecían; vió la mano morena y acerada que empuñaba
una vara verde y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear25
el hierro de la espuela.
—¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echando
mano al sombrero.
—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría—será
el criado de doña Perfecta, que viene a buscarme a este30
apeadero para conducirme a Orbajosa.
—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca
corre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de ser
buen ginete. Verdad es que a quien de casta le viene...
—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.
—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama
usted?
—Me llamo Pedro Lucas—respondió el del paño pardo,5
repitiendo la intención de quitarse el sombrero; pero me
llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del
señorito?
—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas
y un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tome10
usted el talón.
Un momento después señor y escudero hallábanse a
espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo
que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas
desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable
15caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar
todo, hombres y mundos. Una jaca de no mala
estampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría
los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado,
aunque seguro; y el macho, cuyo freno debía regir
20un joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaría
el equipaje.
Antes de que la caravana se pusiese en movimiento,
partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosa
cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando
25cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo
tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó el
vapor por el silbato y un aullido estrepitoso resonó en los
aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito
blanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír su
30enorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.
Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba
a amanecer.