1. La madre de todas las desgracias El padre Simeón Te llamas Igi W. Manchester. Tienes treinta años y tu vida es un interminable día de lluvia. Es algo que no debes olvidar jamás. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias. ¿Entiendes? Sí. Bien. Ahora puedes abrir los ojos. En el techo de tu habitación hay una frase (que no has escrito tú) que dice: Sigue durmiendo. No debes hacerle caso. Levántate. ¿Aunque todavía sea de noche? No te equivoques. Hace muchos años que es de noche. El sol (recuérdalo bien) debe empezar a lucir dentro de ti. Eres tú (Igi W. Manchester) el que debe hacer que un día vuelva a amanecer en la ciudad de Madrid. ¿Entiendes? Sí. Bien. Por el pasillo de la pensión te encuentras con el señor Nausía. Te recuerda que le debes cinco meses y te pregunta cuándo le vas a pagar. ¿Qué le respondo? Le dices la verdad. El señor Nausía, entonces, te propone un trato: Que desocupes tu habitación y te instales en el sillón de orejas del cuarto de estar. ¿Lo acepto? Le miras a los ojos y le dices lo siguiente: Me llamo Igi W. Manchester. Tengo treinta años. Mi vida entera es un interminable día de lluvia. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias. ¿Sirve de algo? No. El señor Nausía te dice que si no aceptas su última oferta (la de instalarte en el sillón de orejas del cuarto de estar), será mejor que te vayas a la calle y que no vuelvas más. ¿Qué hago? Das un portazo. El ascensor no funciona. Los escalones están llenos de mendigos. Tienes que caminar por encima de ellos para salir a la calle. ¿A qué calle? Las calles de Madrid ya no tienen nombre. Esta calle por la que caminas (en realidad) es una avenida que atraviesa la ciudad de punta a punta. ¿Quieres que le pongamos un nombre? La podemos llamar Avenida del Hambre. ¿Te parece bien? Sí. Deberías haber cogido el paraguas. El agua cae sobre los tejados, sobre las farolas, sobre los charcos. ¿Y sobre los contenedores de basura? También. La lluvia tiene un sonido monótono y adormecedor, como si el cielo rezara (por nosotros) una letanía. Uno, cuando escucha la lluvia, solo puede entornar los ojos y dejarse invadir por la tristeza. ¿Yo también? La verdad es que tú no deberías. Atraviesas la Avenida del Hambre y caminas por encima de las ruinas del museo del Prado. Entre sus escombros duermen los mendigos. Una mano te agarra de un tobillo. Alguien te pide un trozo de pan. Echas a correr. ¿Me he asustado? Un poco. Te guareces de la lluvia en una parada de autobús. Te acuerdas de que ya no pasan autobuses. La gente (decían) ya no tiene necesidad de ir a ningún lugar. Pero es mejor que no pienses en los viejos tiempos (de los que, por otra parte, ya apenas te acuerdas). Es mejor que lo reduzcas todo a lo más básico: Tienes hambre. Debes encontrar comida. ¿Dónde? Has llegado al antiguo Jardín Botánico. Por aquí (ahora) deambulan los desempleados. El olor de las plantas (la lluvia no puede evitar, a pesar de todo, sacarle el olor a todo lo que moja) te recuerda aquellos paseos que dabas, al caer la tarde, al lado de una mujer. Pero ya te he dicho que no sirve de nada pensar en los viejos tiempos. ¿Por qué? Porque no. Terminas de subir la calle y llegas a la iglesia de los Jerónimos. Está rodeada de alambres para contener a los mendigos, que se amontonan (recostados como animales) en las escaleras de la entrada. ¿Qué hacen ahí? El padre Simeón abre la ventana de la sacristía y lanza una bolsa de basura. La bolsa de basura (negra, de veinte litros de capacidad) vuela por encima de la alambrada y cae a los pies de las escaleras. Los mendigos (que parecían aletargados) se levantan. La lucha por la basura (apréndelo de una vez) es encarnizada y cruenta. No sabía que el hambre era esto. Desengáñate. Todavía no sabes lo que es el hambre. Un par de agentes de policía se acerca a ti y te pide la documentación. Uno de ellos te llama pordiosero. ¿Le contesto? Pues no. Te duele tanto la cabeza que te la reventarías contra una pared. Repito: ¿Qué te pensabas que era el hambre? No sé. En la esquina de la calle hay una tienda de alimentación. ¿Entro? Sí. Paseas por el pasillo de la fruta y estás tentado de estirar la mano y guardarte una manzana en el bolsillo. ¿No lo hago? No. Esta vez no. El vigilante (¿en qué se transforma un hombre cuando le das un uniforme?) camina detrás de ti, a menos de dos metros de distancia. Sabe que se te está pasando por la cabeza la idea de estirar la mano y meterte una manzana en el bolsillo. Es más, está deseando que estires la mano y te guardes una manzana en el bolsillo. Nada le gustaría más (nada compensaría más sus largas horas de aburrimiento) que tener un motivo para retorcerte el brazo por detrás de la espalda y echarte a la calle de una patada en el culo. Te acercas al mostrador. Le dices al dependiente que no tienes dinero. Solamente quieres una manzana. Nada más. La lluvia (en la calle) golpea contra el asfalto. El vigilante te retuerce el brazo por detrás de la espalda y te echa a la calle de una patada en el culo. El suelo está helado. La lluvia cae encima de ti. Pones una rodilla en el suelo, luego la otra rodilla, luego un pie, después el otro pie, mientras dices (en voz baja, para ti mismo): Me llamo Igi W. Manchester. Tengo treinta años. Van a necesitar algo más que una patada en el culo para conseguir que (tras una caída) no me vuelva a levantar. ¿Y me levanto? Sí. Te sientes mal. Primero meas contra una tapia y después te acuclillas entre dos coches y te pones a cagar. Levantas los ojos al cielo. Te acabas de convertir (y lo sabes) en uno de esos hombres que cagan entre dos coches. Tengo frío. Has llegado a la antigua calle de Alcalá. La gente espera a la puerta del supermercado. ¿Qué espera? Salen dos vigilantes nocturnos (ya todo es nocturno en la ciudad de Madrid). Arrastran (entre los dos) seis enormes bolsas de basura. Las llevan al callejón y las tiran dentro de los contenedores. Luego vuelven al supermercado y cierran la puerta. Alguien te empuja y te tira al suelo. ¿Por qué? Levantas la cabeza. La gente entra en el callejón y vuelca los contenedores de basura. Has visto un paquete de galletas. ¿Soy uno de ellos? Me preguntas si eres uno de ellos. ¿Tan pronto has olvidado que la pérdida de identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias? Perdona. Te levantas y corres al callejón. Te abres paso a codazos. Alcanzas la montaña de basura y metes las manos hasta los codos. Alguien te da un empujón y te aparta a un lado. Debes ser más agresivo. De lo contrario te quedarás sin comer. No quiero quedarme sin comer. Ves que un niño se guarda un trozo de pan debajo de la camiseta. Se lo quitas por la fuerza y sales corriendo del callejón. ¿Adónde? Te apartas cien metros. Te acuclillas detrás de un árbol y empiezas a morder el mendrugo de pan. Te duele la boca. Es como si te empezaran a salir los dientes otra vez. ¿Voy a por más? Mejor quédate donde estás. Los dos agentes de policía (los que te llamaron pordiosero) han entrado en el callejón. Les dicen a los mendigos que saquen las manos de la basura y que vuelvan a sus casas (nadie sabe muy bien a qué casas se supone que deberían volver). Luego agarran al niño, se lo llevan a un portal y le pegan un par de hostias. ¿Por qué? No es que haya hecho nada (aparte de comer basura, que está prohibido). Es mera gimnasia. A los agentes les apetecía soltar un poco los músculos. Se lo decía uno al otro: Estoy acartonado y como entumecido. ¿Me detienen? No. Óliver Cruzas la carretera del Acantilado y entras en el parque del Retiro. La hierba está llena de gente que duerme (o que no tiene fuerzas para levantarse). ¿Hay sitio para mí? No. Sigues avanzando. Te vas metiendo en lo más profundo del parque. Una mujer se pone a tu lado y te pregunta si quieres que te la chupe. ¿Quiero? Le contestas que no. Ella te dice que tiene un hijo al que alimentar. Estás a punto de recomendarle que vaya a los contenedores de basura, pero te callas (seguramente las chupadoras de pollas fueron comedoras de basura que decidieron dejar de serlo). Le preguntas su nombre. ¿Cómo se llama? Se llama Olivia. Te pregunta (es evidente que no tienes dinero) qué estás haciendo en esa parte del Retiro. Miras a tu alrededor. Las mujeres han hecho un pequeño jardín de arena para dejar a sus hijos mientras trabajan. Los hombres (como sombras entre sombras) entran y salen de los arbustos. Olivia se detiene un momento y se estira una media. Te pregunta si has leído A las que amamos, de Alexandar Tisma. Lo leí en la universidad. Olivia te coge de la mano y te lleva a otro lugar del Retiro, cerca del estanque. Debajo de un arce plateado hay una vieja barca de madera. Dentro de la barca está su hijo. Se le adivina (en la piel de la nuca, en los ojos inclinados, en la única línea de la palma de la mano) una enfermedad mental. Se llama Óliver. Le pregunta a su madre si ha traído algo de comer. Le contesta que no. Óliver no llora. Óliver (con la transparencia de los animales) se entristece. ¿Me invita a entrar en la barca? Sí. Miráis cómo cae la lluvia. Debajo del arce plateado no os mojáis. Os fijáis en las luces de la ciudad, que brillan (sin calor) más allá de las verjas del Retiro. Olivia te dice que la vida en la ciudad de Madrid se ha convertido en una novela de Peter Hanke. Todo es simple y terrible. Tú dices que sí. La lluvia cae sobre el estanque y lo llena de burbujas y de ondas. ¿Es bonito? No. Olivia mira a su alrededor y saca un libro. Lo abre por una página cualquiera y pasa las yemas de los dedos por el papel. Te dice que nunca olvidará la primera vez que leyó a Kenzaburo Oé. Padres de niños enfermos. Niños sin hígado, que echan excrementos de color blanco. Pronto deja de hablar. ¿De qué sirve levantar el dolor al cielo? El cielo sólo responde con lluvia. Y la lluvia hace lo único que sabe hacer: Caer. Vienen hombres. Se oyen voces en la oscuridad (sombras que se mueven entre sombras). Olivia se guarda la novela, sale de la barca y se va a trabajar. ¿La sigo con la mirada? No. El niño te observa. Te pregunta si eres el novio de su madre. Le dices que no. Óliver (vuelve a entristecerse) juega con una hoja que se ha caído del arce plateado. Dice que su madre ha tenido muchos novios. A él (sin embargo) no le ha gustado ninguno. Todos se apartaban de él. Como si pudiera contagiarles lo mío (dice). Está muy delgado. Coges al niño de la mano y lo sacas de la barca. Te pregunta dónde lo llevas. Le dices que vais a buscar comida. Óliver da un salto y dice: Yupi. ¿Dónde encuentro yo comida? Por esta zona del Retiro no hay ningún tipo de iluminación. Óliver te aprieta la mano. Le dices que no tenga miedo. Tú mismo le protegerás de los animales salvajes (sean cuales sean). Óliver dice: Mi madre me ha dicho que todos los animales han desaparecido. Sintieron vergüenza del hombre y se fueron. Hay niños pequeños que jamás hemos visto un animal. Nuestras madres nos cuentan historias de perros y de gatos y nosotros no sabemos qué imaginarnos. Hay dibujos en los libros. Le hablas de los pájaros. Óliver suelta una carcajada y dice que eso sí que no se lo cree. ¡Animales que pueden volar! Y suelta una carcajada. Me gusta cuando se ríe. Llegáis al estanque y le preguntas a Óliver si tampoco quedan carpas debajo del agua. Óliver te mira con los ojos encendidos. Eres tan gracioso. Animales debajo del agua. ¿Cómo diablos iban a respirar? Tú no respondes. ¿Volvemos a la barca? No. Por suerte, encuentras un contenedor de basura (de tamaño mediano) que aún no ha sido saqueado. ¿Por qué? Levantas la tapa (de color naranja) y ves que (efectivamente) está lleno de bolsas de basura. Coges la que está más arriba y la abres. Hay dos medios plátanos y un cartón de zumo de pera. Te agachas al lado de Óliver y le dices que habéis encontrado comida. Óliver te da un beso en la mejilla y dice: Yupi. ¿Dónde nos lo comemos? Entráis en un teatro de títeres y os sentáis en la grada. Le dices a Óliver que no se lo coma todo (hay que dejar algo para mamá). Óliver sonríe cuando oye la palabra “mamá”. ¿Eres su novio? (te pregunta). No. Os coméis los medios plátanos y os bebéis la mitad del zumo de pera. ¿Comprendes ahora por qué nadie buscaba en esa basura? Le han echado lejía (a veces lo hacen para alejar a los mendigos). Joder. No puedes hablar. Tu lengua se ha puesto tan gorda que crees que acabarás ahogándote. Abres la boca e intentas vomitar. Estás perdiendo el conocimiento. Luego todo es oscuridad. Quiero volver en mí. Ya. Bueno. Da igual lo que quieras.