LORENZO SILVA LA ESTRATEGIA DEL AGUA (2010) Capítulo 15 IGUAL DE LEJOS DE TODAS PARTES Tenía la vaga sospecha de que esa noche tardaría en atraparme el sueño, y no me equivoqué. Después de la cena, fui con Chamorro dando un paseo hasta donde había aparcado su coche. Tras separarme de ella, caminé solo por la Gran Vía, desde Alcalá hasta la plaza de España. Siempre me ha gustado recorrer esa calle de noche, cuando se desmonta el inocuo escaparate comercial en que se convierte de día y le asoman los dientes que la acreditan como el corazón de la ciudad indómita a la que pertenece. Entre todas las ingenuidades que cometen los que ostentan el poder, pocas se recuerdan tan estériles como la que en su día se permitieron los tristes vencedores de aquella triste guerra: empecinarse en cambiarle el nombre a esa calle, patrimonio de todos sus transeúntes, para apropiársela en beneficio de una idea única de la patria y de todo lo demás. Los madrileños nunca dejaron de conocerla por su nombre originario, y con el tiempo la calle acabó escupiendo las placas postizas para recobrar las auténticas. Inútil empeño el de quien trata de embridar el corazón, ya sea el propio o el ajeno. Me gustaba deambular entre los turbios y frágiles seres de la noche que pueblan la Gran Vía cuando cierran las tiendas. Adivinar bajo su faz hosca el alma quebradiza, la memoria remendada, los sueños en cuarentena permanente. Lo suyo era un teatro, como casi todo, pero, si había de elegir, prefería su comedia a la que representaban los probos, los ortodoxos, los irreprochables. Esos que en otro tiempo, de fachadas blanqueadas por decreto, solían acudir allí, en momentos de oscura verdad, para retozar en antros de perdición que hoy apenas si guardan el recuerdo de lo que fueron. Porque Madrid es así: en su chulería y su urgencia por morder los días, no halla el momento para homenajearse. Las autoridades lo intentan, recordando efemérides y toda clase de fruslerías sentimentales; pero la costra dura de la ciudad repele su vana prosopopeya. Cada día y cada noche se abalanza contra sí misma, con las uñas fuera y las mandíbulas apretadas. Nunca fue animal doméstico que ronronea satisfecho bajo las caricias del amo, sino fiera que ruge a la intemperie para acallar el hambre y el miedo. Pasear por la Gran Vía de noche me ayudaba a sentir a Madrid así: como en el fondo me gustaba que fuera, y como la añoraba cuando estaba lejos, intentando desentrañar alguna muerte en lugares más pequeños y apacibles. Ahora, excepcionalmente, estaba husmeando allí, en las tripas de mi propia ciudad, aunque hubiera levantado el cadáver a unos cuantos kilómetros. Porque Madrid es demasiado efervescente para caber en un término municipal. Y por mucho que crezca su constelación de cemento, sus arterias de asfalto mantienen el organismo sincronizado en un solo latido, hasta sus más remotas extremidades. También me gustaba sentir aquella conexión, que desde el centro lleva hasta Alcobendas o Móstoles o Getafe o Coslada; tan Madrid como la Cibeles o Neptuno, tan incomprensibles sin ella como a la inversa. En cierto sentido, las ciudades son mucho más reales que los países, o por lo menos su realidad es más inequívoca. Se afirman sobre su continuidad física, y sobre la continuidad no menos física del sudor y la respiración de sus gentes, más allá de las demarcaciones artificiales sobre las que tratan de imponer su precario designio los ayuntamientos. Uno puede dividir un país, de hecho muchos lo consiguen cotidianamente; pero no hay modo de dividir una ciudad. Todos los que alguna vez lo intentaron, acabaron fracasando. Tanto da que alcen muros, de hormigón, de ideologías o de lenguas. La ciudad los derriba siempre, para seguir bullendo conforme a su lógica primaria y animal. Quizá por eso sea una de las más poderosas construcciones humanas, desde las polis de Grecia hasta las cosmópolis del presente. La muerte de Óscar Santacruz, me dije mientras rebasaba Callao y bajaba ya hacia la plaza, era un crimen que le iba como un guante a mi ciudad. Aún me quedaban muchos extremos por esclarecer, pero en todos los aspectos que iba desvelando participaba de su fiereza. Desde la propia forma de matar, hasta las motivaciones y las actitudes que se intuían detrás del crimen. Todo denotaba un pragmatismo crudo, un predominio brutal de la necesidad y el interés. Pensé, sin el menor dramatismo, que sobre esos materiales intrínsecos a su esencia, a su alma forjada por el afán de tantos fugitivos, arribistas y trasterrados, Madrid nunca construiría una ensoñación romántica en torno a su propia identidad, como otras ciudades; ni falta que le hacía. Por no necesitar, ni siquiera necesitaba que la quisieran. Y sin embargo, el hecho cierto era que muchos de los que andábamos por sus calles, en una especie de alarde masoquista, la amábamos sin remedio. Quizá sea porque, en medio de toda su rudeza, Madrid sabe besar como pocas saben. Tan inopinada y dulcemente como sentí que me besaba cuando llegué a la Plaza de España y de pronto el viento me barrió la frente y me la despejó de sombras. Tuve la tentación de alargar el paseo por la plaza, para disfrutar a fondo de esa sensación intensa, de ese estremecimiento que me proporcionaba la certeza de estar vivo. Y no me resistí. Bajé a saludar a mi viejo amigo de la lanza y a su compadre, que cabalgaban en mitad de la noche con el entusiasmo intacto. No sé temblar ante un trapo de colores, pero confieso que ante aquellos dos tipos sentí al instante erizárseme el vello, y que si alguna es mi bandera y mi pertenencia, ellos la representan como nadie. Tomé el metro allí mismo, en Plaza de España. Una hora más tarde estaba metido en la cama con Epicteto. Supongo que no me habría importado cambiarlo por alguna otra compañía, pero era lo que había y tampoco lo lamenté. Empecé a leer su Manual por obligación: la que a título personal me imponía, respecto de aquel libro que Óscar Santacruz había tenido en su cabecera, mi convicción de que el carácter de la víctima es una pieza crucial en cualquier caso de homicidio. Pero, al cabo de unas pocas páginas, me sorprendí devorándolas con verdadera fruición y no poca curiosidad. Hacía acaso veinte años que había tenido noticia, somera e incompleta, de aquel hombre y sus filosofías. Si no recordaba mal, alguna vez había llegado a hojear el Manual, pero no estaba seguro de haberlo leído entero y lo que de él se me había quedado era una impresión superficial y genérica: la idea de que, como cualquier estoico, Epicteto aconsejaba no tomarse demasiado en serio la adversidad ni amargarse por lo que no depende de nosotros. Y en efecto eso dejó escrito, pero también otras muchas cosas, entre las que no pude por menos que leer con especial interés los pasajes que Óscar había subrayado. Eran numerosos, y no sólo estaban en el texto del Manual, sino también en el de las Disertaciones, el extenso repertorio de las enseñanzas del pensador que la posteridad le debe a su discípulo Arriano, y donde se encuentran algunas de sus más conocidas ideas. Como su metáfora sobre el alma y sus avatares: El alma es como un barreño de agua; las representaciones, como el rayo de luz que incide sobre ella. Cuando el agua se mueve, parece que también se mueve el rayo de luz, y sin embargo no es así. Y cuando uno desfallece, no son las artes ni las virtudes las que se confunden, sino el espíritu en que residen. Y una vez que se restablece, se restablecen también ellas. El agua otra vez (y ya íbamos por la tercera), aunque el sentido de este pasaje fuera diferente, y bastante más íntimo que el de los consejos del estratega chino, por ejemplo. Las cosas que a veces sentimos que nos pasan no son en realidad las que nos están pasando, sino las que nuestra alterada percepción nos induce a ver. Podía entender, por alguna experiencia en carne propia, qué utilidad le prestaba a Óscar este razonamiento del viejo filósofo. Otros de los fragmentos que había subrayado encajaban en el estoicismo más convencional: Recuerda que eres el actor de un drama, con el papel que quiera el director: si quiere uno corto, corto; si uno largo, largo; si quiere que representes a un pobre, represéntalo con nobleza: como a un cojo, un gobernante, un particular. De lo que se seguía esta advertencia: Si tomas a tu cargo un papel por encima de tus fuerzas, no sólo faltas a la compostura en él, sino que además das de lado lo que podías llevar a término. Y para armarse de la paciencia que requería la lucha en la que se había embarcado, Óscar debía de acudir a estas palabras: Nada importante se produce de pronto, ni siquiera la uva o el higo. Si ahora me dijeras: “Quiero un higo”, te responderé que hace falta tiempo. Deja primero que florezca, luego que dé fruto, luego que madure. Pero me llamó sobre todo la atención, por razones obvias, la reiteración con que había marcado en el texto las frases que se referían al riesgo de perder la vida y a las consecuencias que debía extraer el filósofo de ese fatídico desenlace. Desde luego, había señalado la última frase del Manual, una cita de Platón que a su vez es evocación de lo que dijera Sócrates cuando hubo de enfrentarse a su destino: A mí, Ánito y Meleto pueden matarme, pero no perjudicarme. Y también todos los párrafos de las Disertaciones relativos a esta misma materia. Me impresionó el contenido en el capítulo Sobre la imperturbabilidad: Si quieres conservar el cuerpecito, la haciendita y la honrilla, te digo: prepárate tanto como puedas y además observa tanto la naturaleza del juez como la de tu oponente. Si hay que abrazarle las rodillas, abrázale las rodillas; si hay que llorar, llora; si hay que gemir, gime. Y cuando sometas lo tuyo a lo exterior, sé esclavo en adelante y no andes cambiando de idea, ahora queriendo ser esclavo, ahora no queriendo, sino simplemente y con todo tu discernimiento o lo uno o lo otro: o libre o esclavo, o cultivado o inculto, o gallo con raza o sin ella. O aguanta los golpes hasta morir o ríndete de inmediato. No sea que aguantes muchos golpes y al final te rindas. O lo que había recuadrado del capítulo Cómo hay que luchar contra las circunstancias difíciles (que había subrayado casi por entero): Las circunstancias difíciles son las que muestran a los hombres. Cuando des con una, recuerda que la divinidad te prueba oponiéndote a ese duro contrincante. Pero recuerda que la puerta está abierta. No seas más cobarde que los niños, sino que igual que ellos cuando algo no les gusta dicen: “Ya no juego”, tú también, cuando te parezca que las cosas están de esa manera, di “ya no juego” y márchate. Pero si te quedas, no te quejes. O en fin, la descripción de la muerte que había entresacado del más que significativo capítulo Qué es la soledad y quién el solitario: Abre la puerta y te dice: “Ven”. ¿A dónde? A ningún lugar terrible, sino a aquel de donde procedes, a donde los seres queridos y emparentados contigo, a los elementos. Cuanto había en ti de fuego irá al fuego; cuanto había de terreno, a la tierra; cuanto de aéreo, al aire; cuanto de acuático, al agua. No hay Hades, ni Aqueronte, ni Cocito ni Piriflegetonte, sino que todo está lleno de dioses y genios. Quien pueda pensar estas cosas y vea el sol, la luna y las estrellas y disfrute de la tierra y el mar, ¿se encuentra solo? No pude evitar sonreír al advertir en la penúltima frase la cita encubierta de Tales de Mileto, el filósofo presocrático que entre los cuatro elementos señalaba al agua como origen de los demás y superior a todos. Agua eres y al agua has de volver, con los tuyos y en paz al fin. Aquella idea recurrente, una vez más. Aferrado a ella y a sus libros, Óscar Santacruz se había prohibido la rendición y el miedo. Pero, entre todos los que había marcado, había un párrafo que parecía tener para el difunto un valor singular. Cuando menos, era el único que se había molestado en recuadrar con tinta roja: Alimentado en estas reflexiones, ¿aún importa dónde estés para ser feliz, dónde has de estar para agradar a los dioses? ¿No están igual de lejos de todas partes? ¿No ven por igual lo que sucede en todas partes? Eran quizá las tres de la mañana cuando por fin apagué la luz. Y durante una buena media hora me quedé con aquellas antiquísimas palabras, que habían atravesado tantos siglos de ignorancia y barbarie, revoloteando entre los pliegues de mi cerebro. Recordé que Epicteto había sido un esclavo al que después de su manumisión habían expulsado de Roma (junto a todos los filósofos de la ciudad), y que había vivido el resto de sus días en Nicópolis, un villorrio de segunda en las afueras del Imperio, respetado por su sabiduría pero en la más absoluta pobreza. En su contexto vital, aquella reflexión sobre la lejanía de los dioses a cualquier sitio cobraba un sentido nada desdeñable. Como el que también podía tener para Óscar Santacruz, a la luz de su propia peripecia. O para mí mismo, en medio de aquella madrugada y de aquella vida que acaso no era la que un día me propuse. Las tres horas escasas de sueño me supusieron una reparación sólo parcial. De hecho, mi mente no empezó a registrar impresiones realmente utilizables de lo que me rodeaba hasta que me hube tomado el segundo café. Entonces me di cuenta de que ya había llegado a la oficina y de que, si bien Chamorro y Arnau no se encontraban allí, sí estaban sus cosas y tenían las pantallas de sus respectivos ordenadores encendidas. Mientras esperaba a que arrancara el mío, entró la sargento. Venía con una carpeta bajo el brazo, y en su rostro una expresión de energía que casi me apabulló, por contraste con mi apatía. –Buenos días, mi brigada –dijo, con voz alegre, que trocó en grave en cuanto me vio de frente–. Vaya por Dios. Menudo careto que traes puesto hoy. Parece que estuvieras asistiendo a tu propio funeral. –Me quedé leyendo hasta tarde –dije. –No sé si preguntarte qué estuviste leyendo. Por cómo te ha dejado, no parece que vaya a animarme a pedirte que me lo prestes. –Uno de los libros de Óscar. Epicteto. –¿Y quién es ése? –Filósofo estoico, siglos I y II después de Cristo. Un tipo interesante, e interesante también lo que parecía aportarle a Óscar. Chamorro me sopesó con el recelo que en ella era habitual, ante este tipo de inclinaciones mías, tan alejadas de su mente analítica. –¿Me resumes dónde está el interés? –preguntó no obstante. –El de Epicteto, por donde lo mires. Era esclavo de un ex esclavo de Nerón, que lo acabó liberando. Lo echaron de Roma por pensar, que entonces como ahora no estaba bien visto, y se fue a vivir y a enseñar a una ciudad de Grecia, de donde ya no iban a expulsarlo. Allí tenía un cuartucho infecto y su única posesión de valor era una lámpara de metal. Cuando se la robaron, lejos de lamentarse, se dijo que la culpa era suya por tener algo tan lujoso y se agenció una de barro cocido. De ahí viene una de sus frases célebres: Acusar a los demás de los infortunios propios es un signo de mala educación; acusarse a uno mismo es el signo de que la educación ha comenzado. También formuló una suculenta teoría sobre cómo los hombres que dependen de algo ajeno siempre están en venta, que no deja de tener su aplicación en este curro nuestro. Y muchas más cosas, con las que no te aburro. Pero él no escribió nada. Sólo sabemos de sus enseñanzas por lo que apuntaron sus alumnos. Chamorro se quedó pensativa. Por mucho que me hiciera objeto de su displicencia, nunca dejaba de tomar nota de todo. –Vale, ya veo por qué te desvelaste. ¿Y en relación con Óscar? –Varias cosas. Por ejemplo, ¿sabes cómo describe Epicteto el alma? –Ya sabes que no lo sé. –Como un barreño de agua. –Un dato muy concreto y aprovechable. –No me seas cenutria, Vir. Alza un poco el vuelo. Nuestro Epicteto era un estoico. Es decir, alguien que enseñaba a desdeñar el padecimiento que tiene que ver con lo exterior, y a dar la vida sin pestañear, cuando se trata de defender lo que dicta la propia conciencia. El estoico no teme a la muerte, si mantiene la integridad de su alma. –¿Sugieres que…? –Deduzco que Óscar no ignoraba el riesgo que estaba corriendo. Y que lo había asumido. Jugaba sus cartas con inteligencia, siguiendo las arteras enseñanzas de Sunzi, adaptándose al terreno y buscando los agujeros del adversario. Pero había aprendido a desprenderse de todo, y si la cosa iba mal, incluso estaba preparado para desprenderse de sí mismo. A lo que no estaba dispuesto era a dejarse doblegar.