DAMASCO Desde el mirador, Damasco era un jardín de luciérnagas en aquella noche deliciosa y quieta de junio. Aquellas luces verdes de las cerca de 700 mezquitas de todas las épocas que se alzan por doquier parecían ojos: el vigilante y multiplicado ojo del Islam en esta ciudad que desde hace tres mil años y de forma ininterrumpida ha sido sucesivamente aramea, asiria, griega, persa, romana, árabe, mongol, mameluca, otomana y otra vez árabe, pero que sigue siendo esa mezcla obstinada de razas y culturas, tan remota que da vértigo asomarse a su historia, un espejismo flotando en el oasis del tiempo. Allá abajo el tráfico caótico y muy sudamericano también, el enjambre de taxis histéricos, de coches abollados, de combis repletas y zigzagueantes. —Me hace pensar en Lima —dije y de inmediato me arrepentí, recordando al escritor Mario Bellatín, una noche en El Escorial, contando que el dictador Odría había descorrido las cortinas de su hotel en Tokio exclamando conmovido, acaso maravillado de la similitud entre la moderna ciudad japonesa y su diminuto pueblo andino: «¡igualito a Tarma!» —¿En serio? ¿ A Lima? Dinorah me miró, invitándome a continuar. A ella esa referencia le parecería seguramente extravagante. O quizá no. Quién sabe. Sus ojos impacientes parecían reflejar el verdor que hay en el canto de los muecines, también la curiosidad porque yo iniciara mi explicación. Me encogí de hombros un poco, indiqué que me refería a que por la noche, vistas desde tan lejos, en fin, algunas ciudades se parecen un poco entre sí. Ella miró hacia la ciudad que extendía su tráfico caótico allí abajo y movió la cabeza pensativa, seguramente recordando otro tráfico igual de crispado, otras calles de esquinas vagamente mudéjares, parques extensos y descuidados, la vieja universidad de San Marcos. De pronto se levantó un viento raudo e intenso y sentí la tibieza de su cuerpo frágil estrechándose contra el mío y contuve el repentino deseo de pasarle un brazo por los hombros. «Sí, quizá se parece. Muchas ciudades tienen un parecido que encontramos inesperadamente», dijo. Pero no era sólo eso, ni tampoco tenía que ver con los aromas damascenos o coloniales. Como otras ciudades del Medio Oriente, Damasco asume ese aire perturbado y belicoso que también he encontrado en otras capitales hispanoamericanas, eso que trae consigo la pobreza y que hermana tanto: el día anterior, nada más salir del Cham Palace, en la tumultuosa avenida Maysaloun, advertí esa primera y tenue similitud, una impresión que se desvanece muy rápidamente, claro. Vendedores callejeros de naranjas, un exaltado hervor de bocinazos, hombres en cuclillas mendigando furtivamente, colegiales alborotadores, comerciantes anunciando su mercancía con megáfonos chirriantes y oxidados. Y combis, infinidad de combis, esas furgonetas de transporte de pasajeros que en Lima califican de «asesinas» a causa de los innumerables accidentes mortales que provocan con su temeridad de rebaño incontrolado. También la parte moderna de la ciudad, por donde me había llevado Dinorah hacía menos de una hora, buscando el restaurante donde habíamos quedado con el director del Cervantes, me pareció similar a cualquier otra ciudad hispanoamericana. Sin embargo, una vez constatado esto, Damasco emerge ante nuestros ojos con toda su terrible belleza de ciudad antiquísima: acercarse al Zoco Al-Hamidiyah, por donde hace mil años cruzaban perezosas caravanas de camellos, es sumergirse atropelladamente en una página de las mil y una noches. Cada recoveco de la ciudadela antigua, cada calleja inverosímilmente en pie, cada edificio exhausto por el peso de los siglos parece una advertencia o una amenaza. Una ciudad tan antigua siempre es para sus habitantes como una espada pendiendo de la crin de un caballo. —En todo caso, Damasco invita a la flânerie—me confió Dinorah, muy divertida. Luego se colgó de mi brazo con una liviana familiaridad indicándome así que debíamos volver, y nos encaminamos a su pequeño Saipa, aparcado un poco más allá—. Ahora iremos al café Al Nawfara. Te encantará—prometió con un susurro. Pero no hacía falta que me entusiasmara más. Desde que salimos de mi charla en el centro cultural, Dinorah se había mostrado con una complicidad deliciosa y gentil, y se unió de muy buena gana a la cena con que el amable Antonio Gil, director del Cervantes, nos obsequiaba después de mi conferencia al cónsul peruano, a mí y a otros invitados. Dinorah estaba radiante en aquella cena, sonriente y atenta frente a mí, de vez en cuando dirigiéndome sus miradas cómplices, sus sonrisas tranquilizadoras cuando alguien acaparaba mi atención por demasiado tiempo, preguntándome por la reacción española después de los recientes atentados de Atocha, un tema inevitable y espinoso en esa región del Medio Oriente. Por eso, cuando finalizó la cena le pregunté si le apetecía tomar algo, ya que partía de regreso a Madrid al día siguiente. Claro que sí, me sonrió. «Te llevaré a un lugar hermoso» dijo con un entusiasmo sincero y yo imaginé fugazmente algunas tonterías inconfesables. Y así fue como llegamos a aquel mirador espléndido que ahora debíamos abandonar para ir al Al Nawfara, el café de las mil y una noches. Antes de subir al coche eché un último vistazo a los minaretes verdes de aquel paisaje nocturno. Sentía muy cerca la respiración de Dinorah, su perfume ligeramente cítrico, espié sus cabellos rojizos recogidos en un moño elegante, su perfil, como grabado en una vieja moneda asiria: era ya mi segunda noche con ella. «La flânerie», había pronunciado con una entonación cantarina: eso que dicen los franceses —recordé mientras serpenteábamos hacia la ciudad — y que en español puede ser callejear, brujulear, pasear sin rumbo fijo. *** Sí, Quizá era cierto eso que me dijo ella en aquel mirador, mi segunda noche en Siria, después de la cena ofrecida por el Cervantes: Damasco invita a pasear por sus callejuelas desde muy temprano, me habían advertido ya algunos amigos, cosa que yo aún no había hecho porque la tarde anterior, nada más pisar la ciudad, la entretuve retocando la charla del día siguiente, y por la noche recibí una llamada del director del Instituto para disculparse por no poder atenderme ese día pues tenía una jaqueca espantosa. Realmente ho-rro-ro-sa, enfatizó. —Más bien— añadió con cierto tono melancólico que yo atribuí a su dolencia—. Le dejo, junto con mis disculpas, el teléfono de la persona que le servirá de intérprete y guía. Le pasará a recoger en un par de horas para llevarlo a cenar. Por cuenta del Instituto, naturalmente. El director se despidió rogándome nuevamente que le excusara y asegurándome que al día siguiente pasaría por mí un coche para llevarme a la sala de conferencias, que iríamos luego a cenar a un lugar magnífico y que, por favor, hoy tratara de pasarlo bien, la persona que me asignaron estaría a mi entera disposición, era un chico de Móstoles muy majo y que vivía hacía mucho tiempo en Siria. Incluso se había convertido al Islam. Así que con el teléfono del intérprete converso que había garrapateado en una tarjeta del hotel me quedé un momento sin saber qué hacer, mirando la ciudad, las luciérnagas islámicas encendiéndose una a una, hasta trasmutarse en un enjambre vagamente amenazador. Siempre dudo cuando estoy fuera de casa, siempre parece vencerme una intempestiva pereza y me debato entre quedarme en la habitación del hotel zapeando por la arcana televisión local, o simplemente salir a dar una breve vuelta, sin ningún plan, esquivando a los taxistas, a los conserjes solícitos y eligiendo calles más bien anodinas, como si realmente hubiera llegado a esa ciudad para quedarme a vivir, y entonces resulta mejor reconciliarse pronto con lo cotidiano, no hacerse a los prestigios turísticos del lugar. Pero en ambos casos, lo que más me molesta o me confunde es asumir un programa para ese mismo día, tener que citarme con mis anfitriones que ya me esperan en el lobby, impacientes y gentiles, y entonces es menester esforzarse en olvidar la pesadez del viaje, las ganas de abrir la maleta y sacar el after shave y el cepillo de dientes, los pantalones y las camisas, la novela que pondré en mi mesilla de noche y que a veces ni siquiera llego a leer: olvidarme de esa copa que me reservo a manera de silenciosa bienvenida y tener que bajar apresurado, a veces con la misma ropa arrugada del vuelo, para entregarme a un programa de horario exacto e inflexible, de anfitriones tan abrumadoramente solícitos que a menudo me espantan con su gentileza sin resquicio. De manera que sin director del centro cultural ni perro que me ladrara, me metí el teléfono y el nombre del intérprete al bolsillo y bajé al bar del hotel para tomarme un dry martini y esperar a que viniera por mí. Flotaba en el lobby un rumor de voces mullidas, amortiguadas por la cascada que caía en el centro del vestíbulo, entre mesitas de cerezo y sillones esponjosos donde los huéspedes leían parsimoniosamente Le Figaro¸ The Times, New Herald o la prensa local, bebiendo sus infusiones o sus copas casi sin hablar: siempre hay ese ambiente claramente transeúnte y fugaz en los hoteles, gente que espera, que acaba de llegar, que se está yendo, que mira el reloj o se abandona en un rincón a ojear una revista sin mayor interés. Mejor se está acodado en la barra del bar, hay ahí una sensación menos intensa de que el tiempo se esfuma inútilmente: uno se entrega al cauteloso ceremonial de conversar con el barman, solicitarle una copa y pedirle que la prepare de tal o cual manera: mejor corteza de limón que aceituna en el dry martini, Perrier para acompañar el campari, más bien seco el Manhattan y, qué sé yo, son como pequeñas claves para iniciar una conversación que se mantendrá siempre en unos límites urbanos, razonables, propios de quien está de paso. El barman del Cham Palace era un hombre de manos elegantes y bigotes canos, muy cuidados, cuyo inglés, aunque vacilante, sonaba con dignidad. Le pedí unos cacahuetes y un dry martini muy, muy seco. No me había dado cuenta de que cerca de donde me encontraba, una joven de vestido negro ceñido se acomodaba frente a un piano y que otra chica, una rubia de dientes blanquísimos, recogía un micrófono de una mesita contigua al piano. El barman se apresuró a explicarme que interpretaban melodías americanas suaves, jazz, pop melódico, cosas así. La cantante demostró tener una voz vibrante y cristalina y la pianista acometía con mucho entusiasmo viejos temas de jazz: entre ambas eran una bastante pasable imitación de Diana Krall. De esqueletos sobrios y europeos, de hecho pensé que lo eran hasta que al cabo de cuatro o cinco canciones hicieron una pausa que fue recibida por algunos tibios aplausos y se sentaron a una mesita alejada de la barra, hasta donde me llegaban sus voces árabes, llenas de jotas y palabras ásperas. Les sirvió té un camarero rubio y de bigotito que les dijo algo y las hizo reír. Me sorprendió que muchos sirios fueran rubios, de cabellos rizados y bigotes recortados con esmero, como el presidente Bashar al Assad, que se parece sorprendentemente al príncipe Felipe de Borbón. Tanto como Rudolph Rassendyll al rey de Ruritania en El prisionero de Zenda… Pues bien, los sirios —al menos los de Damasco— se parecen muchísimo a su presidente: bigotitos castaños, cabezas germánicas, cabello corto y rizado. Y muchas mujeres más bien son tirando a rubias, muy blancas, poco mediterráneas. Como la chica que se me acercó mientras yo pedía un segundo dry martini y pronunciando mi nombre correctamente me extendió una mano frágil y de dedos largos. —Mucho gusto —dijo y su rostro se iluminó con una sonrisa, como si realmente estuviera diciendo mucho gusto—. Soy Dinorah Manssur, su intérprete y guía. *** Mientras yo recordaba la noche anterior, cuando Dinorah se me presentó en el hotel, el Saipa color burdeos descendía veloz por la estrecha carretera que nos había llevado a aquel mirador desde donde Damasco se ofrecía inquieta e inabarcable, colmada de mezquitas. Dinorah conducía con esa soltura un poco agresiva y vigilante que es tan típica entre los conductores peruanos, seguramente habría aprendido a hacerlo en Lima. Se lo dije así y soltó una risita divertida, llegábamos ya a un semáforo para entrar en una rotonda que nos conduciría nuevamente hacia la ciudad vieja. Que no creyera eso, dijo entre halagada y divertida, en Lima nunca había aprendido a manejar porque su padre puso el grito en el cielo cuando ella insinuó que tal vez debería sacarse el carnet. «El brevete, el brevete» se corrigió así misma, levantando un dedito pedagógico al recordar la palabra peruana. Era cierto que seguramente con tantos años fuera del Perú y el trabajo de traductora al que se había dedicado a tiempo completo desde su regreso a Damasco su castellano se había ido neutralizando un poco y sus giros no resultaban nada limeños, me dijo. Por eso me costó identificar su acento cuando se presentó en el lobby del Cham Palace para decirme que el intérprete y guía que el Cervantes había puesto a mi disposición —el mostoleño majo y converso— se encontraba indispuesto y ella había accedido a reemplazarlo. Por un momento me sentí un estorbo para tanta gente y en tan poco tiempo. Llevaba menos de cuatro horas en Damasco y ya parecía un incordio: dos indispuestos y una chica que perdía seguramente su día libre. Balbuceé unas disculpas, la invité a sentarse a mi lado, a que por favor me aceptara una copa o un café. Pero ella seguía sonriendo con amabilidad y creí en ese momento descubrir en su sonrisa cierto travieso regocijo por mi desconcierto pues yo esperaba a un tío —quizá uno con tocado árabe y barba de emir— y no a una chica. ¡Y mucho menos aún peruana!, como supe después. «Bueno, peruana, peruana…no del todo. En realidad aunque haya crecido y estudiado en Lima soy de aquí, de Damasco», matizaría Dinorah más tarde. Esa noche, antes de salir del hotel, aceptó acompañarme a beber algo —se dirigió al barman con dos frases rápidas y el hombre le puso al momento un botellín de ginger ale y un vaso con hielo— ya que cuando ella llegó yo acababa de pedir mi segundo dry martini. Llevaba un traje sastre que sólo podría calificar de muy decoroso y una blusa de seda gris perla. La falda que se le subió un poco al sentarse ella en el taburete de la barra me mostró unas rodillas hermosas, redondas y apetecibles como frutas en su plenitud. Pero Dinorah, pese a la sonrisa gentil que iluminaba su rostro cada vez que alzaba sus ojos verdes hacia mí para explicarme algo o contestar alguna pregunta, permanecía como atrincherada en un cortés ensimismamiento que atribuí a la forma rápida de marcar las distancias que con seguridad su trabajo requería. Mientras tomaba a sorbitos su ginger ale y yo la miraba con disimulo, imaginé lo que tendría que enfrentar con cierta frecuencia: acompañar varias horas al día a forasteros de paso —como yo mismo—, llevándolos a comprar al gran bazar fruslerías para sus esposas e hijos, a caminar por la ciudad vieja, a beber un típico té de manzanilla y escaramujo y a cenar quizá el invariable menazzelleh; estar con ellos todo el día, digo, seguramente daba pie a situaciones confusas de equivocada intimidad. No era difícil imaginar que en más de uno de esos hombres para quienes Dinorah oficiaba de intérprete debía brotar, como de un pozo, el agua inesperada de las ilusiones eróticas más irrazonables. No, no era difícil imaginar a aburridos hombres de negocios, sobreexcitados gestores culturales o poetas libertinos, ansiosos por echar una cana al aire, contemplado a su preciosa guía en la lejanísima y misteriosa Damasco. Además, Dinorah tenía unos pómulos vagamente eslavos, una nariz fina y breve, los ojos grandes, de un verde burbujeante y algo exótico, y aunque vestía con una cuidadísima reserva en la que era fácil adivinar muchas horas invertidas en la elección de su atuendo —y hasta en el cauteloso aroma a mandarina de su perfume— era imposible no admirar sus labios frescos o las bellas piernas que cruzaba y descruzaba lentamente. Era imposible, al cabo de un tiempo, no imaginar sus mejillas arreboladas por la pasión. Casi con tristeza me pregunté qué papel me tocaría interpretar para ella. ¿Imaginaría Dinorah que al cabo de un momento empezaría un lento y baboso asedio, que a las pocas horas insistiría en ofrecerle un trago, que buscaría la manera de rozar sus manos como al descuido o peor aún, hacerle un comentario más rijoso que halagüeño, estimulado por el par de tragos que acababa de beber? «No, no me pareciste de ese tipo», me dijo la noche siguiente a nuestro primer encuentro, soltando nuevamente su risita juguetona cuando después de contemplar la ciudad desde aquel mirador el Saipa enfiló por una ancha avenida sin mucha circulación (la vida nocturna de Damasco es puntual y discreta, desfallece con una prontitud excesiva) que nos llevaría hacia un café muy bonito, según me había dicho Dinorah, «un café de intelectuales y escritores» añadió con un tono algo burlón cuya afabilidad acentuó dándome una palmadita en el envés de la mano. De manera, pensé yo algo más tranquilo, que no me consideraba de ese tipo, y que seguramente ella también había estado haciendo sus cálculos la noche anterior cuando se presentó en el Cham Palace, evaluando quién sería yo, cómo me portaría, si sería un pesado, uno de ese tipo, pues inevitablemente, entonces, habría gente de ese tipo. No me atrevía, claro, a preguntarle nada y me limité a contemplar las avenidas oscuras, algo desoladoras, que el coche cruzaba velozmente, como una flecha lanzada contra el futuro, contra ese tiempo que vendría y ya tejía sus trampas sin que yo, en ese momento, siquiera me hiciera una idea de lo que me esperaba.