GOIC, Cedomil, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. 1. Época colonial. Barcelona, Ed. crítica 1988, pp. 182-185. JUAN BAUTISTA AVALLE-ARCE UNIVERSALISMO EN LA CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA DEL INCA GARCILASO Al analizar la obra del Inca soslayaré su traducción de León Hebreo. Lo hago así porque es evidente que esta obra, por su propia índole, nos niega la originalidad de pensamiento. Pero no la marginalizaré sin decir que, a mi entender, ella constituye un nuevo acto de fe, de fe de humanista. Con esta obra el Inca se sabe acreditado para merecer un puesto en la república de los mejores. El Inca se une así, por este oficio tan denigrado del traductor, a esa falange de apátridas idealistas que al tocarse el alma con el dedo adquieren conciencia de que sí es posible una humanidad sin escoria. Acto de fe humilde, como cumple en un novato, pero que asocia para siempre el nombre del Inca a lo mejor del humanismo neoplatónico. Habiendo marginalizado los Diálogos de amor, La Florida se convierte en su primera obra en el tiempo. Al escribirla, el Inca nos hace presente, en toda oportunidad favorable, la concepción que él tiene de la historia como programa de acción. Que la historia tiene un fin ejemplar y eminentemente ético es idea viejísima, al punto que para la época de Polibio ya constituía una convención literaria (como nos recuerda éste al comienzo de su Historia universal), y con este mismo valor convencional de la historia, Diodoro Sículo tratará de realzar el mérito de su Biblioteca Histórica (como dice sin ambages en el prefacio). Siglos más tarde, con apoyo en esta convención, pero soslayando las implicaciones éticas, Maquiavelo construyó el gran edificio de sus Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, en los que la ejemplaridad de la historia sirve para fundamentar un claro programa de acción política. Nuestro Inca asimila todo esto y lo ensambla con su caudal de lecturas y experiencias, y volviendo a poner en primer plano las implicaciones éticas, nos brinda una historia programática y ejemplar. En este sentido, La Florida puntualiza en toda ocasión el cómo y el por qué ese territorio se debe atraer al seno católico, a la «república cristiana», como él la llama, con lo que evidencia su comprensión de ese universalismo dinámico de la historia que anima al cristianismo. Detengámonos aquí un momento para analizar la carga ideológica que tiene el término «república cristiana», y cómo encaja esto dentro del concepto de historia como programa que tiene el Inca. En primer lugar, «república cristiana» es denominación propia de un medievalismo conceptual puro, ya que con ese término se escudan la res publica generis humani y la ecclesia universalis que caracterizan al más cendrado pensamiento político del Medioevo. Sin embargo, la realidad histórica en que le toca vivir al Inca Garcilaso niega en redondo la validez o vigencia de tal concepto, al menos fuera de España. En segundo lugar, el ingreso al seno de la «república cristiana» implica en efecto, y para el territorio en cuestión, la metamorfosis de un estado informe a un estado histórico. Y esto nos lleva a desembocar de nuevo en la visión cristiana del objetivo común de la humanidad. O sea, en resumidas cuentas, que ese concepto de historia programática que el Inca esboza en La Florida obedece a una clara intención universalizadora. Pero para nuestro historiador hay un instrumento elegido para esa universalización: el imperio español. Y por aquí se empieza a matizar con colores propiamente hispanos el adocenado pensamiento de la historiografía medieval y eclesiástica. Porque este mestizo peruano nos ha confrontado con esa característica forma de vivir y pensar que sustenta en vilo al siglo XVI español: el providencialismo mesiánico. La idea de la acción diaria de Dios en el quehacer histórico del hombre estaba arraigadísima en la Edad Media. Frente a esto, España se distingue por permanecer fiel a esa idea hasta mucho más acá de la Edad Media y darle un giro estrictamente personalista: Dios interviene en forma directa en la historia española y señala así a esta nación como el instrumento de su Providencia. Imperialismo y providencialismo se convierten así en las dos caras de la medalla. El Inca acepta todo esto en forma implícita, como que son los supuestos mentales que sostienen la fábrica de su Florida. El universalismo consiguiente e ineluctable se realiza en su idea de la historia como programa de acción política, asestado, a su vez, al logro de esa «república cristiana», que si el Inca concibe como realidad empírica —malgré tout— se debe al desempeño eficaz que siempre supuso la idea imperial hispana. Y esta idea de la historia se veía reforzada, dentro del cuadrante de lecturas del Inca, y desde un punto de vista laico, por historiadores como Maquiavelo y Guicciardini, tan admirado este último por él. No pensemos, sin embargo, en nuevos romanismos. El universalismo del Inca llevará el claro sello de la idea imperial hispana, ya que como dice en esta su primera obra histórica: «Pudiera ser que (la Florida) hubiera dado principio a un imperio que fuera posible competir hoy con la Nueva España y con el Perú ... Por lo cual muchas y muchas veces suplicaré al Rey nuestro señor, y a la nación española, no permitan que tierra tan buena y hollada por los suyos y tomada posesión de ella esté fuera de su imperio y señorío, sino que se esfuercen a la conquistar y poblar, para plantar en ella la fe católica que profesan ... Para que se aumente y extienda la santa fe católica y la corona de España, que son mi primera y segunda intención» (libro VI, cap. XXI). Universalismo católico y universalismo imperial van de la mano, como es propio, aunque en una supeditación jerárquica que a este último le crea obligaciones sin darle derechos. Dentro de esta concepción tradicional, sin embargo, uno se imagina al Inca viéndose a sí mismo como el estratega que conducirá esta idea a través de la época de los primeros Felipes a nuevas órbitas y nuevas consecuciones. Dentro de este gran cuadro ocurren, sin embargo, extrañas reticencias y supresiones en el relato de los acontecimientos históricos. Y esto va contra todos los tópicos acumulados en el tiempo que tratan de definir la misión de la historia, a partir de aquel resobado texto de Cicerón en el Orator, en que la define como «testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magister vitae, nuntia vetustatis». Estas supresiones en La Florida son frecuentísimas, e ilustraré sólo dos de los tipos principales. Al narrar las andanzas de Pánfilo de Narváez, escribe el Inca: «Pánfilo de Narváez le había hecho ciertos agravios que por ser odiosos no se cuentan» (libro II, parte I, cap. I). Y más adelante, al hablar de la deshonrosa acción de dos militares, dice: «Los dos capitanes, que por su honra callamos sus nombres ...» (libro II, parte II, cap. XII). Estas supresiones por prurito ético caracterizan toda la obra histórica del Inca, sin excepción. Las reticencias se hacen tan consustanciales a su forma de relatar la historia, que se ha creído ver en ellas la influencia de los analistas quechuas, los quipucamayus, que suprimían en sus cuentas los reinados de los malos soberanos. No creo necesario en absoluto acudir a tan dudosa influencia. Me parece, al contrario, que en un historiador como el Inca, que participa tan plenamente de la concepción ética y ejemplar de la historia que caracteriza a Europa al menos desde la época de Polibio, en un historiador con ese tipo de preocupaciones tal género de reticencias es natural. Otro gran moralista, Juan Luis Vives, a quien el Inca cita con respeto, escribió largamente en su De disciplinis (parte II, libro V, cap. I) acerca de la teoría y el sentido de la historia, y se lamentaba allí de que la historia perpetuase las infamias. La obra de Garcilaso cae de lleno dentro de esta concepción moralista, que para su época, por lo demás, se ve secundada por el pirronismo. Así, el pirronista francés Charles de la Ruelle, sieur de Mavault, en su Succintz adversaires contre l´histoire (Poitiers, 1567), censura a la historia porque causa daño al hablar mal de las personas. La historia, según él, se debe comportar de acuerdo con los cánones sociales aceptados. La distancia que separa, en cualquier otro sentido, a Vives de la Ruelle es índice de la difusión en el siglo XVI de la tendencia a controlar el relato histórico por cuestión de principios. Mucho más tarde, el Inca llevará esta concepción a sus consecuencias lógicas, al escribir en su última obra, la Historia general del Perú: «Los cuales pudiéramos nombrar, pero es justo que guardemos la reputación y honor de todos» (libro VIII, cap. IV). O sea, que se concibe al historiador como depositario del honor colectivo, ya que él es quien lo preserva y transmite a través de los tiempos; con lo que volvemos al tema reiterado del Inca: la responsabilidad moral del historiador.