LARRA ARTÍCULOS DE COSTUMBRES En Madrid, a pesar de no ser todavía la corte de los Reyes, ya se trató de construir una plaza, y se cree que la primera estuvo situada enfrente de la casa de Medinaceli; después se trasladó a la plazuela de Antón Martín ; otra hubo en el Soto-Luzón, y últimamente la que existe en el día fuera de la puerta de Alcalá, revocada en almazarrón, cuya magnífica construcción hace honor a la España y a la arquitectura, y parece querer rivalizar con los circos romanos : una trabazón sin fin de tablas sin cepillar, de una solidez nada propia para desafiar a los siglos, hace temer que este inculto maderamen retrograde a hacer parte de la tierra de que se separó, volviendo a tomar raíces los leños y troncos casi enteros que le componen, y que existen encubiertos con un disimulo nada común, o por lo menos 5 que los aficionados se vuelvan un lunes a su casa con el anfiteatro en las espaldas: verdadera imagen de la fragilidad de las obras humanas. Los hombres pasan extrañamente de unos extremos de locura a otros : no había mucho que la nobleza, celosa del alto honor de morir en las astas de un animal, no permitía que plebeyo alguno le disputase la menor parte, e inmediatamente se desdeña de lidiar con las fieras, hasta el punto de declarar infame al que va a sucederle en tan arríesgada diversión : efectivamente, desde entonces unos cuantos hombres infamados pueden enriquecerse con el precio de su vida, tan vilmente alquilada a la pública diversión, a no tener las costumbres de su calidad. Pero, si bien los toros han perdido su primitiva nobleza ; si bien antes eran una prueba del valor español, y ahora sólo lo son de la barbarie y ferocidad, también han enriquecido considerablemente estas fiestas una porción de medios que se han añadido para hacer sufrir más al animal y a los espectadores racionales : el uso de perros, que no tienen más crimen para morir que el ser más débiles que el toro y que su bárbaro dueño; el de los caballos, que no tienen más culpa que el ser fieles so hasta expirar, guardando al jinete aunque lleven las entrañas entre las herraduras; el uso de banderillas sencillas y de fuego, y aun la saludable costumbre de arrojar el bienintencionado pueblo a la arena los desechos de sus meriendas, acaban de hacer de los toros la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado. Así es que amanece el lunes, y parece que los habitantes de Madrid no han vivido los siete días de la semana, sino para el día en que deben precipitarse tumultuosamente en coches, caballos, calesas y calesines fuera de las puertas y en que creen que todo el tiempo es corto para llegar al circo, adonde van a ver un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo, que se van a disputar el honor de ver volar sus tripas por el viento a la faz de un pueblo que tan bien sabe apreciar este heroísmo mercenario. Allí parece que todos acuden orgullosos de manifestar que no tienen entrañas, y que su recreo es pasear sus ojos en sangre, y ríen y aplauden al ver los destrozos de la corrida. Hasta la sencilla virgen, que se asusta si ve, 1a sangre que hizo brotar ayer la aguja de su dedo delicado, que se desmaya si oye las estrepitosas voces de una pendencia, que empalidece al ver correr a un insignificante ratón, tan tímido como ella, o al mirar una inocente araña que en su tela laboriosa de nada se acuerda menos que de hacerla so daño; la tierna casada, que en todo ve sensibilidad, se esmeran en buscar los medios de asistir al circo, donde, no sólo no se alteran ni de oír aquel lenguaje tan ofensivo, que debieran ignorar eternamente, y que escuchan con tan poco rubor como los hombres que le emplean, ni se desmayan al ver vaciarse las tripas de un cuadrúpedo noble que se las pisa y desgarra, sino que salen disgustadas si diez o doce caballos no han hecha patente a sus ojos la maravillosa estructura interior del animal, y si algún temerario no ha vengado con su sangre, derramada por la arena, la razón y la humanidad ofendidas. El artesano irremisiblemente asiste y se divierte, tal vez a buena cuenta de lo que piensa trabajar en la semana, pues el resto de la anterior pagó su tributo acostumbrado la noche del domingo en el despacho de vino[15] de que es parroquiano, y donde acabó de perder la poca cabeza que le quedó por la tarde de la cuajada y baile con que celebró el paso por el Avapiés de su pacientísimo Criador, según costumbre religiosa; estos parcos españoles se contentan con ser dichosos el domingo y el lunes, y reservan para los demás días, en que ya no hay harina en casa, el trabajar la obra y las bien andadas costillas de la mujer, como si quisieran indemnizarse en su pellejo del dinero mal gastado : bien que hay alguna que no sabría vivir sin este desahogo, porque cree que éstas son las pruebas de cariño más marcadas que puede dar un marido español y cariñoso: todo es a lo que el cuerpo se acostumbra. Una clase de entes no va a estas funciones : esa bandada de sentimentales que han pasado el Bidasoa; que en sus aguas, como pudieran en las del Leteo, se despojaron de todo lo español que llevaban, y volvieron a los dos meses haciendo ascos de su antiguo puchero, buscando la calle en que vivieron, y no sabiendo cómo llamar a su padre ; éstos están fuera de combate, y tienen sobrada dicha con que no los obliguen a gastar paño de Tarrasa en sus vestidos, con que los dejen desafiarse o todos los días a primera sangre, tropezar, pisar, enderezar el lente, pegar con el látigo, insultar y hacer reír a todo el mundo en el prado, en el teatro, en las concurrencias ; disputar mucho sobre las óperas, sin entender una nota de música y hablar una jerigonza de francés, italiano, inglés y españól, etcétera: para éstos son insípidos los toros, y repiten con énfasis: función bárbara. En estas fiestas, donde se ejercita la ternura, ¿qué fruto no puede sacar el filólogo? ¡ Qué extrañeza de voces, que no están escritas en ninguna parte, y que forman un nuevo idioma, no conocido sino del que frecuentó las Maravillas, las Vistillas, el Avapiés y el Barquillo!; un idioma cuya riqueza y caudal no se extiende más allá de una docena de palabras expresivas y enérgicas y que, bien fraseadas, hacen depender su inteligencia de sola su diversa modulación. ¡Oh pueblo lacónico y de una penetración singular ! Una sola palabra te significa admiración, enojo, rabia, celos, engaño, placer, novedad, venganza, etc. ; ella es el requiebro que dices a tus amadas, y el insulto que profieres contra tus enemigos, etc. Y entre tanto existe en el globo una nación en que emplea el hombre toda su vida en acumular voces para poderse hacer entender de sus semejantes, y tal vez muere anciano sin conseguir saber su lengua. Venga a los toros el chino, y aprenderá a decir mucho en pocas palabras de la perspicacia de los españoles ; venga todo el mundo a unas fiestas en que, conio dice Jovellanos, el crudo majo hace alarde de la insolencia; donde el sucio chispero profiere palabras más indecentes que él mismo; donde la desgarrada mano la hace gala de la impudencia; donde la continua gritería aturde la cabeza más bien organizada; donde la apretura, los empujones, el calor, el polvo y el asiento incomodan hasta sofocar, y donde se esparcen por el infestado viento los suaves aromas del tabaco, el vino y los orines. Concluiré este artículo con las dos composiciones [16]poéticas siguientes, que, por hacer relación a los toros, no disgustarán tal vez a los apasionados. (De El Duende Satírico del Día. Cuaderno tercero, mayo 1828.) Larra, Artículos de costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 28-33. ________________________________ [15] Despacho de vino. Nombre nuevo con que algunos cosecheros han ennoblecido sus tabernas. [16] Las dos composiciones... Estas dos composiciones, que aquí no reproducimos por su extensión y por no hacer a nuzstro propósito, son la de don Nicolás Fernández de Moratín A Pedro Romero, torero insigne, y la de don Pedro Calderón de la Barca, El toreador nuevo, cuento, (N. del E.)