“Oscuras sílabas de sangre”. Reflexión lingüística y existencial en la joven poesía española Mario Martín Gijón En el panorama poético español coexisten desde hace ya décadas varias corrientes, deudoras de distintas concepciones de la actividad poética. En la última década hemos asistido a la maduración de la obra de un grupo de jóvenes autores que han renovado la reflexión crítica sobre el lenguaje y la preocupación existencial propias de una poesía que suele englobarse bajo el desafortunado marbete de “poesía metafísica”, que podríamos sustituir por el de “poesía de indagación”, propuesto por Vicente Luis Mora. En este artículo se presenta la obra de un grupo de poetas que comparten tanto una posición inconformista respecto al lenguaje, como una angustia existencial, que se aferra a la palabra para combatir la ineludible soledad del hombre frente a su destino. Se trata de nueve poetas, que también tienen en común haber nacido en los años setenta y haberse dado a conocer a finales de los noventa: Esther Ramón (1970), Julieta Valero y Rafael-José Díaz (1971), José Luis Rey (1973), Marcos Canteli (1974), Joan de la Vega (1975), Juan Antonio Bernier (1976), Julio César Galán (1978) y Ana Gorría (1979). Sus propuestas poéticas nacen arraigadas en el conocimiento, en todos ellos, de varias tradiciones poéticas, entre las que destaca la renovación de las vanguardias en la lírica hispanoamericana y, dentro de la poesía peninsular, por la afinidad con algunos poetas relativamente marginados de la generación de los cincuenta. Además del reconocimiento a las poéticas de José Ángel Valente o Claudio Rodríguez, resuena en sus versos una interpretación creadora del vitalismo ante la angustia de poetas como Alfonso Costafreda, Luis Feria o César Simón, que enseñaron a estos poetas que la poesía es una búsqueda, un tanteo con la extraña materia del lenguaje, y un palpar en las profundidades inquietantes del ser. “Una dialéctica casi física” Todos estos poetas mantienen una relación conflictiva con el lenguaje, en la que las palabras son cuestionadas, precisamente por su necesidad de que digan más de lo que suelen decir, pues a pesar de su imperfección, no contamos con otro instrumento para indagar sobre la realidad y sobre nosotros mismos, como si tuvieran siempre presente el verso de Antonio Gamoneda, uno de los maestros incuestionables de este linaje poético: “Es perverso el lenguaje pero es enjundia de mi cuerpo”. Muy claro lo expresa Julieta Valero, cuando declara que la poesía ha de recuperar “su función primera, ontológica, espiritual”, aspiración que supone una permanente lucha para expresar lo inefable, que Valero ve como una “dialéctica hermosa, misteriosa, casi física”, y que ha llevado a la poeta madrileña a crear uno de los lenguajes poéticos más novedosos en el panorama actual, en el que la frecuente relexicalización de los significantes produce efectos deslumbrantes ya en el verso libre de Altar de los días parados (2003) pero más depurado aún en los versículos de Los heridos graves (2005). Para Esther Ramón, esta lucha con el lenguaje tiene como objetivo fijar la realidad fluyente, hacer fuerte lo frágil, que ella percibe en la naturaleza, ya sea la del bosque en deshielo en Tundra (2000), la de los animales detalladamente sacrificados en Reses (2008), o la de los mineros en los poemas ya aparecidos de su inminente Grisú. Como ha señalado Juan Carlos Suñén, el lenguaje, en Esther Ramón, “no conoce calma, ni justicia, ni lógica, sólo su propia arrogancia (se arroga, sí, se elige forma)”. Pero si Valero suscita la emoción mediante la repentina sustitución de los significados previsibles por significados anómalos y sorprendentes, los versos de Ramón, más inquietantes que emocionantes, ofrece al lector imágenes abiertas para su interpretación. Más intimista, pero no por ello menos extrañada respecto del lenguaje, es la poética elaborada por la joven Ana Gorría, y que simboliza el animal que da título a su último libro, Araña (2005). La araña es, para Gorría, comparable a la poeta, por ser el único animal que crea a partir de sí, alcanzando un cierto equilibrio entre reflexividad y transitividad. Las palabras segregadas desde el interior resultan ser lo más aproximado a sí misma, pero no otorgan sino una identidad fragmentada, que se refleja en unos poemas breves, fragmentarios y dispersos, como jirones tejidos (textos) dolorosamente, que componen una “sintaxis en ceniza”. Frente a la dolorosa extracción del lenguaje en Gorría, o el combate cuerpo a cuerpo de Valero con las palabras, en otros poetas domina una concepción de la poesía como milagro sobrevenido, hallado. Así, Rafael-José Díaz ha desarrollado desde su primer libro, El canto en el umbral (1997) una poética de la liminalidad, deudora de la “antepalabra” valentiana a través de Sánchez Robayna, que en Díaz encuentra su materialización en los estados intermedios entre sueño y vigilia, en las Moradas del insomne (2005), donde el canario espera encontrar las palabras para llegar al “umbral en que todo es transparente”. También José Luis Rey sigue creyendo que la inteligencia puede dar “el nombre exacto de las cosas”. La fe de Rey en la inspiración poética, casi ingenua por inconmovible, ha originado la monumental obra La luz y la palabra (2001) compuesta por “veinte libros”, en la que Rey se proponía desarrollar una “metafísica de la luz”. El torrencial verso libre del cordobés, ligado siempre a un asociativismo verbal con tonos épicos, resulta una propuesta interesante que recuerda el surrealismo más amable, por ejemplo el aventurero y cosmopolita de Cendrars. Más acendrado, aun a costa de su ocasional hermetismo, es el verso libre de Julio César Galán que, sobre todo en Tres veces luz (2007) se muestra rico de imágenes visionarias, consecuente con una concepción según la cual “cada cosa es un viaje” o “una correspondencia” que ha de establecer el poeta, pero no por una armonía prestablecida que el vate fuera el único en discernir, sino por la firme voluntad de hacer más bello y más soportable el mundo, por una pasión de domeñar el lenguaje que encuentra su recompensa en sí misma, como el alpinista encuentra su satisfacción en vencer a la montaña. Frente a la pasión creadora, casi demiúrgica, de Rey o Galán, el poco prolífico Juan Antonio Bernier muestra una actitud más pasiva, de “indagación contemplativa” podríamos decir, siguiendo a Vicente Luis Mora, en el que la contemplación de la naturaleza hace madurar, dentro de sí, “el fruto cierto” del poema, que surge conciso, y claramente estructurado, muy lejos del fragmento desgarrado de Gorría. Concisión y desgarramiento aúnan, en cambio, los poemas en prosa o los brevísimos versos de Joan de la Vega, muy consciente de la precariedad del lenguaje, pero también de que las palabras sostienen “el único peso que nos une”. De la Vega, que en sus poemas en prosa reunidos en Ladino (2006) apostaba por una concepción de la palabra poética como “subversión o revelación” y que ha escrito poesía en catalán y en castellano, ha declarado recientemente sentirse “más cerca del silencio que de la palabra” por la falta de sinceridad inherente al lenguaje. Para Marcos Canteli, en cambio, su constatación de que el poema es “marca de una imposibilidad: la de dar cuenta de sí mismo, de su condición, naturaleza” no le ha llevado al silencio, sino a persistir en una obra siempre cambiante, empeñado en la lucha interior que supone cada poema “contra su estar-hecho-de-palabras”. Canteli, admirador de José-Miguel Ullán, es quizás el más ‘metapoético’ de estos autores, y en él, su forma de luchar con el lenguaje no consiste en dar nuevos significados a las palabras (como en Valero) o en crear imágenes visionarias (como Galán) sino en una denodada desestructuración del lenguaje, que tuvo en la elipsis y el tachado algunos de sus recursos predilectos ya que, según afirma en su sombrío (2005) “la escritura sana / cuando incorpora sombras”. En su último libro, Catálogo de incesantes (2008), Canteli, al recurrir al collage, pretende revelar el esencial azar de la comunicación lingüística. Los poemas, que conforman “teselas”, “mallas” o “flujos” según su disposición, han sido compuestos a partir de palabras y sintagmas recogidas por el autor y luego ensambladas “hasta que el poema (si hay suerte) surge”. “Tensar el ojo indirecto” Todos estos poetas de la indagación pretenden dar una nueva visión de la realidad; por ello, el campo semántico de la mirada, la luz, los ojos, tiene una presencia fundamental. El calificativo de “poeta de la mirada” que Eduardo Moga aplica a Canteli, sería en rigor válido para todos ellos, aunque con distintas modulaciones. En el asturiano, es una mirada consciente, encendida, desentumecida, que filtra y descompone la percepción o, como se dice en enjambre (2003), que trata de ir “cada día forzando la visión. Para que el mundo aparezca”. Para Esther Ramón, es necesario “tensar el ojo indirecto” para aprehender los inusitados significados que la naturaleza, siempre fluyente, puede brindar a la mirada que logra percibir todo bajo una luz extrañada. En la poeta madrileña, sin embargo, la mirada no tiene un carácter reordenador, ‘fabril’ como en Canteli, sino que cree que los significados están ya escritos en el mundo, y sólo hay que aprender a “leer las palabras que escribe la corriente”. A medio camino entre ambos, Julio César Galán es consciente de la necesidad de “la transfiguración de la pupila” para descubrir las relaciones ocultas bajo la pátina de lo habitual y, frente al naturalismo de Ramón, pone en práctica la divisa de “humanizar las cosas”, para hacer habitable un mundo a la medida del poeta, regido por un cierto “misticismo materialista”. En Juan Antonio Bernier está también presente este deseo de integrarse en la naturaleza, pero su actitud es más contemplativa, buscando la “sensación que llega sin esfuerzo”. Aunque es consciente de que sólo el mirar da significado, como expresa su poema “Anciano en la espesura”, se empeña sin embargo en una mirada neutra, que no transforme sino que refleje “la familiar mirada con que el bosque nos mira”. Los dos versos que cierran Así procede el pájaro (“Luz de dentro / mis ojos”) inciden en la procedencia interior de la mirada, que podría dar pie a una tematización menos mimética de la percepción. Una similar idea de la interioridad de la mirada aparece en Rafael-José Díaz, aunque en el canario, consecuente con su poética de la liminalidad, adquieren una especial importancia los párpados, verdadero ‘umbral’ entre la visión del mundo y el sueño, según se desarrolla en Los párpados cautivos (2003). La mirada de Díaz, nostálgica de eternidades, pretende una “impugnación de todo transcurrir” que, en lugar de fijar lo fluyente como tal (como es el caso de Esther Ramón) aspira a la eternización de ciertos momentos, por lo que en Díaz, la mirada y la memoria de lo visto prácticamente se confunden, como se expresa en su poema “Visibles ojos invisibles”. Pero frente a esta nostalgia por momentos únicos, Julieta Valero (quizás la menos ‘visual’ de estos poetas) sabe que “todo habita en cada uno de nosotros” y que, por ello, frente a un mundo casi siempre inaceptable, hay que pedir “domicilio para la transfiguración”. ¿Cómo? Para Valero hay que “poner a los ojos altura”, lo que se traduce, como en Julio César Galán, en un salto hacia lo visionario. Y es que para quien considera que “el rostro es una enfermedad” que oculta más que revela, sólo cabe rechazar que “nadie me imponga la vigilia” y construir su propio mundo, con su propio lenguaje. Consideración de la que estaba muy lejos la Ana Gorría de Clepsidra (2004), donde el deseo erótico encontraba reposo en la imagen de un rostro, o de un movimiento del amado, que se trenzaba en las pupilas, pero que se acerca a la visión de Valero en Araña, poemario mucho más desolado, cuando las pupilas se topan con la “opacidad” de las cosas. Con “los ojos clavados en el techo” y “el yunque del insomnio sobre los párpados” (escenario familiar a Rafael-José Díaz), la poeta toma conciencia de que sólo recogiendo la voz dentro de sí misma puede dar a luz una “primavera en secreto”. “La interrogación absoluta y constante del existir” o “ese bendito insomnio que dicen yo” Como he mencionado al principio, todos estos poetas comparten una preocupación existencial, que resultaría pueril o pedante llamar “metafísica”, pues más bien es física, corporal y propia de todo ser humano que toma conciencia de su destino: La mortalidad, el dolor, el paso del tiempo, son tenidos muy en cuenta por estos poetas, aunque cada uno de ellos formule su expresión, y sus soluciones para ello, de forma diferente. Destaca, por diferente, la visión radicalmente optimista de José Luis Rey sobre la existencia del poeta. Siguiendo quizás de manera demasiado literal y dogmática a Heidegger, para Rey, el poeta es el hombre más libre, pues resulta ser “el sujeto-rey de un espacio propio: el umbral de todo espacio, el lugar de la escritura donde, por nosotros y para nosotros, el Ser es revelado”. Por ello, su vida “teje la belleza, crea la luz y después sobrevive en esa obra” y “cualquier muerte es sólo salto al interior de esa obra: al interior de la luz”. La fe del poeta cordobés en la palabra desemboca en una especie de consustanciación del autor con su obra, según expresa en un poema de La luz y la palabra: “seremos el pan que amanece despacio / nosotros que lo hicimos”. En Rafael-José Díaz, la angustia y la rebeldía ante la perspectiva de la desaparición y el olvido suele situarse en un escenario nocturno, de insomnio, que es también, como vimos, el momento de la creación poética o, en su poemario Llamada en la primera nieve (2000) en la uniformidad de los paisajes nevados. Aunque ocasionalmente aparece una visión similar a la de Rey, de supervivencia del hombre en su obra, en la que la “palabra de transfiguración” es liberada por el poeta como un ave que vuela hacia el lector futuro, pues al fin y al cabo no somos sino “oscuras sílabas de sangre”, suele predominar un ansia unitiva, de fusión en una realidad superior y perfecta, que se cree percibir en ciertos momentos de integración con la luminosa naturaleza canaria, pero que otras veces se revela impermeable a cualquier tipo de panteísmo e indiferente al sufrimiento humano. En sus últimos poemarios, este ansia unitiva encuentra satisfacción, no por efímera menos intensa, en la felicidad amorosa. En Juan Antonio Bernier, el “dulce y agudo dolor de estarse vivo” no surge, como en Díaz, de determinados escenarios, sino que viene de dentro, del propio mundo somático, por ejemplo al prestar atención al latir del propio corazón que hace temer que se detenga de pronto, o al considerar la corriente de su sangre, el “cauce tibio que recorre / la hondonada del ser”. Bernier, poeta contemplativo, parece aspirar a un ideal de ataraxia, de sencilla paz en el mundo, cuyo ejemplo es la “pureza del árbol desnudo / que se sueña suficiente”. A Julio César Galán, en cambio, “la conciencia o memoria de la muerte”, no le pilla de sorpresa como a Bernier, sino que es una presencia familiar de quien está acostumbrado a “introducirse en el hueco / caótico de uno mismo”. Como en Díaz, esta inmersión en las profundidades del yo suele producirse en “la antesala de la noche”, como se titula, aleixandrinamente, la primera parte de El ocaso de la aurora (2004), donde la noche es el momento en que la muerte se siente más cercana y que amenaza con silenciar incluso la escritura. Este poemario, sin embargo, marca una graduada progresión del sujeto poético, cuyo “deseo de seguir existiendo es irreducible”, hacia un territorio luminoso, pero muy distinto del propuesto por la “metafísica de la luz” de José Luis Rey, pues aquí, más que aspirar a ninguna dudosa trascendencia, la conciencia y la experiencia del dolor conduce a la celebración vital, apostando por “responder / a los latigazos de la muerte con destellos / de alboradas”. También Julieta Valero cree necesario adentrarse sin temor en los entresijos más dolorosos de ese “bendito insomnio que dicen yo”, mediante un severo examen de nuestros límites y fracasos que, cree Valero, nos dicen más que nuestros logros: “Te pliegas, te concentras en tus mutilaciones / y restando, restando conoces al fin, / quién eres y al fin dejas / de fallecer”. La madrileña, no obstante, sabe muy bien que identificar el hallazgo de unas palabras acertadas con la sensación de estar más viva no es sino un bello espejismo, seguramente patológico (pero, pregunta desafiante, “qué pasión no lo es”) y que no puede curar la fría desesperación nihilista que, si logra ser superada, deja a los agotados por ella “una desesperanza tan pura / tras la que sólo queda, al fin, existir”. Esta indagación en nosotros mismos, no tan paradójicamente, nos conduce a la solidaridad con el prójimo, pues todos somos “heridos graves”, por el dolor, la angustia y la mortalidad, y todo herido merece ser al menos nombrado. Por su parte, la mirada de Esther Ramón, más que solidaria, resulta piadosa, compasiva, sobre las víctimas de un mundo regido por la violencia. Ramón asume la lección que la fría mirada de la serpiente le imparte en “Deshielo” (que iba a ser el título de Tundra) de absorber los seres en su poesía, compartir su dolor y aceptar la pesada responsabilidad de expresarlo pues “los cuerpos / son letras que atrapas / con tu lengua precisa, / con mi lengua, y al tragarlas / nos duplican y hacen pesado”. Esta postura ética también exige la memoria de los difuntos, “golpear los tambores de los muertos, / dormir sus tumbas, caminar / sus nombres”. La delicada sensibilidad de Esther Ramón no le permite aludir al sufrimiento humano sino indirectamente, destacadamente a partir de Reses, que no son sino los “seres” que comparten la carne como dimensión última y vulnerable, estableciendo inquietantes paralelismos en las escenas de matanza donde la crueldad de quienes matan (que no por ello los exime de compasión) encuentra su contrapunto en la nobleza de esas ovejas y bueyes que marchan al sacrificio. Frente a esta palabra solidaria o compasiva de Ramón o Valero, la poesía de Joan de la Vega representa el extremo del mayor ensimismamiento y tenacidad en la búsqueda de una respuesta a la “interrogación absoluta y constante del existir”, desde el punto de vista del solitario que dice “no” al “libro de la comunidad” y “al dulce veneno de la emoción” y que constata el silencio culpable, la ausencia de Dios. En De la Vega, la angustia existencial se hace más hiriente no en las noches de insomnio como ocurre en Díaz, Galán o Gorría sino en el anonimato de la gran urbe, ejerciendo su “oficio de náufrago” entre las “caras que comprenden e ignoran la enmarañada esencia”. Y, aunque De la Vega mantenga un cierto escepticismo respecto a la palabra (en las antípodas de Rey o Díaz) sabe que para luchar contra la angustia, que está “hecha de carne”, sólo cabe esperar “que el sueño verbal / no se detenga”. Conclusión: La poesía como un “viaje hacia sí” En definitiva, en estos nueve poetas, que no forman grupo ni escuela, y cuya nómina con toda seguridad podría ampliarse con nombres igualmente valiosos y diferenciados, puede percibirse un muestrario de diversas actitudes partiendo, por una parte, de un común inconformismo hacia el lenguaje, que perciben, en palabras de Miguel Casado (de evidente raigambre bajtiniana) como un “núcleo de conflictos” que cada uno de ellos intenta resolver por su vía personal, destacando recursos como la resignificación léxica, la ruptura sintáctica, la elipsis o el asociativismo verbal. Los frutos de este empeño suponen una renovación de los lenguajes poéticos propios de una concepción de la poesía que, por la desaparición o el estancamiento de algunos de sus mayores referentes, precisaba de aire fresco. Hay que insistir, empero, en que esta “dialéctica casi física” que los poetas comentados entablan con las palabras no viene casi nunca motivada por una voluntad experimentalista que se agote en sí misma, sino por una convicción de que las palabras, a pesar de su imperfección, pueden aportarnos luz sobre nosotros mismos y ser el vehículo de un “viaje hacia sí” que también puede ser, si encuentra la acogida lectora que sin duda estos poetas merecen, un viaje hacia los otros.