La musa sigue llevando vaqueros: tres maneras de vestir la realidad Luis Bagué Quílez En la ultima poesía espaňola confluyen varias direcciones: rea-lismo vitalizador, simbolismo que conjuga sugerencia y refleXION, Y DISTANCIAMIENTO IRÓNICO. LUIS BAGUÉ QUÍLEZ REPASA ALGU-NAS DE LAS OBRAS QUE ENCARNAN ESTAS TENDENCIAS. La musa y los vaqueros En su articulo «Una musa vestida con vaqueros», de 1994, Luis Garcia Montero reclamaba una poesía cercana a la vída, en la que los artificios culturalistas se sustituyeran por una atenta mirada a la realidad. Ese nuevo realismo exigia un lenguaje ilustrado que cristalizaba en un conjunto de rasgos estéticos: la desacralización del oficio de poeta, la conciencia del carácter convencional del arte, la apariencia de naturalidad, la búsqueda de la verosimilitud y la construcción del sujeto no como un conjurado, según había postulado el paradigma sesentayochista, sino como un complice de la experiencia transmitida en los versos. Estos planteamientos no irrumpian entonces con la fuerza de la originalidad; al contrario, continuaban algunas de las lineas esbozadas por la vertiente figurativa, una vez que su remozado vitalismo se habia instalado en el horizonte contemporáneo. Sin embargo, la sugerente imagen de la musa con vaqueros, codificada en el poema «Garcilaso 1991» (Habitaciones separadas, 1994), expresaba con singular contun-dencia las premisas de un tipo de poesía que no se contentaba con tomar el pulso a la cotidianeidad, sino que articulaba un renova- do compromiso con las palabras de la tribu y con el discurso de su tieinpo. A lo largo de los aňos siguientes, en los que el mapa cognitive) posmoderno cambió de piel al compás de la ideológia, la Urica espaňola siguió reflejando las mutaciones del presente: las derivas del pensamiento debil, la impugnación del fin de la história o las modalidades de una subjetividad surgida de las cenizas de la tradición romántica. A comienzos del siglo XXI, los jóvenes autores habitan un territorio donde la movediza categoría de lo real constituye aún la piedra angular del edificio artístico, pero donde se advierte una progresiva tendencia a difuminar los límites de la representación. La reivindicación del fragmento, la vivificación de la cultura o la vuelta a una perspectiva simbolista son tres maneras de vestir una realidad que ha hecho de lo provisional un valor permanente. Las páginas siguientes intentan acotar las principales sendas por las que transitan los poetas del tercer milenio. Se trata de una tentati-va necesariamente incompleta y deliberadamente parcial, pues la proximidad respecto del objeto de estudio obliga a un ejercicio de metonimia en el que las partes son sintomas de un todo conflicti-vo. No obstante, si se evita la tentación de mirar los aconteci-mientos actuales con cristal de aumento, se aprecia un entramado discursivo que invita a reilexionar sobre el papel de la lirica en nuestra sociedad. Deconstruir a la musa Una de las direcciones más destacadas de la ultima poesia es aquclla que recupera algunos aspectos consustanciales a la corriente figurativa (el desencanto, la irónia, la intertextualidad), al tiempo que incorpora otros elementos propios del panorama posmoderno (el fragmentarismo, la diseminación del sujeto, la indagación metateórica). En esta tendencia convergen varios libros que aspiran a crear una nueva realidad a través de la decons-trucción de la realidad aparente: Desvelo sin paisaje (2002) y Echado a perder (2007), de Carlos Pardo; El hombre que salió de la larta (2004) y Notas de verano sobre ficciones de invierno (2005), dc Alberto Santamaría; Adiós a la época de los grandes 82 caracteres (2005), de Abraham Gragera; En otra parte (2005), de David Mayor; A veces transparente (2004), La sal (2005) y Estudio de lo visible (2007), de Mariano Peyrou, y Crisis (2007), de Juan Carlos Abril. Este inventario de títulos permite descubrir diversas caracteristicas significativas de sus autores. La mayoria de ellos sugieren una paulatina disolución de los referentes que rodean a la experiencia poética. Desvelo sin paisaje y En otra parte propugnan la suspension del contexto; Adiós a la época de los grandes caracteres propone la despedida de los gestos grandilo-cuentes, los personajes de una pieza y las palabras gastadas por el uso, y Crisis enuncia un doble desengaňo: la inquietud que se atis-ba tras el horizonte de la madurez y el fracaso del lenguaje para decir y decirse. En cualquier caso, las obras anteriores participan de un pro-yecto similar. Frente al desorden vital y la ausencia de expectati-vas, los poetas deciden refugiarse en un mundo habitable, adapta-do a la escala de su intimidad. La desconfianza en la capacidad de la palabra para atrapar el momento tiene como consecuencia que la riqueza perceptiva adquiera mayor importancia que el matiz lingiiístico. Asi se observa en Estudio de lo visible, de Mariano Peyrou, y en ciertos versos que muestran una especial atención a la visibilidad del efecto estético: «las cosas han guardado / el ritmo secreto de lo visible» (Santamaría), «impongo / una vision miope» (Pardo), «ver significa primavera» (Abril). La constatación de que la realidad puede expresarse mejor mediante la mirada que mediante el verbo no implica rendir pleitesía a la poética delsimu-lacro auspiciada por Baudrillard y plasmada con briliante vacur-dad en la saga cinematográfica de Matrix. La contaminación visual de estos poemas no supone una mera celebración del caracter evanescente de nuestra época, sino más bien una advertencia sobre la amenaza que se oculta en una sociedad donde todo es susceptible de convertirse en imagen. En sintonia con ešte mensaje, los autores citados cultivan una lirica centrada en los pequefios avatares cotidianos, en los porme-nores que afectan a la primera persona. Esta actitud genera una suerte de contraépica levantada sobre los cimientos de la épica subjetiva que difundió el grupo granadino de la otra sentimenta-lidad. La degradación de la epopeya desemboca en la erónica de 83 tin personaje que sabe que su única heroicidad consiste en vivir una vida desapercibida. Sin embargo, el sujeto necesita reconocer su identidad en medio del caos circundante. En ese sentido, la autonominación desempeňa un papel esencial. Por un lado, fun-ciona como una estrategia por la que quedan homologados el hablante y el autor. La afirmación del yo poético es un medio de singularizar la propia insatisfacción, lejos de las fisuras posmo-dernas. Por otro lado, la configuración de un individuo con nom-bres y apellidos verificables potencia el distanciamiento irónico entre el poeta y el personaje de sus versos. En esta encrucijada, los nuevos autores contravienen las evidencias del pacto autobiográ-fico -«escribi que mi nombre no era David», escribe David Mayor- o deciden dotar a la subjetividad de una dimension colec-tiva -«Perdurará mi nombre, hasta / donde sé, en las personas / que vuelvan a llamarse Carlos Pardo», confiesa Carlos Pardo-. La desmitificación del sujeto es simultánea a la del paisaje en el que se desarrolla su existencia. Las estampas de la naturaleza y las secuencias de la ciudad se someten a un proceso de dislocación verbal que redunda en la cosifícación de los personajes y en la per-sonificación de Jos objetos. La refutación del lenguaje como por-tador de verdades eternas da lugar a que también se relativice el estatuto aparentemente inmutable de la realidad y la ficción. La cosifícación de los seres urbanos es habitual en algunas viňetas en las que los paseantes se transforman en figuras inmóviles, iconos o emblemas filtrados por el objetivo de una cámara. Los transe-úntes que esperan a la entrada de un museo se erigen en símbolo de la periféria del presente, y ni siquiera la amada se libra de una descripción metafórica que actualiza los cuadros de Giotto: «Te quiero al modo de los viejos / pintores del trecento, í humana y geométrica, / ojos negros, piel blanca, / rebeca roja / y camiseta verde militar» (Carlos Pardo). Más común es el procedimiento inverse, que confiere a los objetos una categoría humana. Para ello se retoma el ideario genesíaco de los ereacionistas y la metafora disolvente del surrealismo. Ejemplo de lo primero es «un árbol», de Mariano Peyrou, donde el autor fabrica un árbol de palabras que el lector puede modificar a su antojo, con la condi-ción de que no pretenda desvelar su auténtica naturaleza: «lo que no puedes hacer es entenderlo». Muestra de lo segundo es «Un 84 diablo entre nosotros (Tarde de supermercado)», de Alberto San-tamaría, donde la presencia de lo inorgánico adquiere connota-ciones semejantes a las de la greguería ramoniana: «Una fregona, despeinada en su abandono, soporta el grito de una puerta de emergencia». Más cerca de la sensibilidad contemporánea se encuentran «El susurro del polvo», de Abraham Gragera, una elégia borgiana dedieada a los objetos que sobrevivirán a la ausencia del poeta, y «El autor juzga a sus personajes», de Carlos Pardo, para quien la firmeza de los objetos contrasta con las dudas y vacilaciones del sujeto poético. Otro rasgo posmoderno de los eseritores agrupados en esta corriente es.su tendencia a contemplar el diseurso como un palimpsesto. Con esta finalidad, reeurren a las citas ajenas, litera-les o manipujadas, que insertan en sus textos después de pasar por el tamiz de la paródia. El humor -o, más coneretamente, la ironía-favorece la ruptúra de las expectativas, las digresiones y los apun-tes marginales. La relevancia que Alberto Santamaría concede al paratexto de sus composiciones se traduce en una compleja estra-tigrafía cultural. La mezcla entre la cultura literaria y la cultura pop suprime las fronteras entre ambos lenguajes, pero además pone al deseubierto la voluntad mistifieadora de metapoemas como «Odias la poesía (Gamoneda revisitado)» y «La poesía / el juego (Sobre un motivo de Vicente Núfiez y un terna de Family)». Entre los mecanismos que utilizan estos autores sobresalen igual-mente la oposición entre los poemas y los epígrafes que los pre-ceden o la oscilación entre el léxico coloquial y la jerga especiali-zadá. Carlos Pardo da prueba de ello en su obra, cuya afinidad con el universo de Angel Gonzalez quedaba patente desde el «Epílogo» de El invernadero (1995): «No veo otra salida / si cada reflexion que me conmueve / ya está escrita en Tratado de Urba-nismo». La lección de Angel Gonzalez se evidencia asimismo en los desenlaces de algunos poemas, que no desdeňan ni el ripio ni la paródia: «jAy escolasticismo / dáme más / de lo mismo!», versos que afiaden una desenladada impugnacióll al Juan Ramon Jimenez que solicitaba de la «intelijencia» la facultad para obtener el nombre exaeto de las cosas. La dilución de la musa realista conduce a una poc.su .umente con los juegos de la posmodernidad, aunque niuy erítica COn res II!. pecto a su corolario moral. Frente al encogimiento de hombros o la adopción del conŕormismo, los autores mencionados proponen una indagación en la estructura profunda de la contemporaneidad sin abdicar del impulso Iúdico. La experimentación con el lengua-je, la paródia de la tradición, la defensa del fragmentarismo o la supresión del contexto son los ejes de una poética que acaso se cimienta sobre un vacío de certezas, pero que no renuncia al por-venir. Vestir a la musa Un modo de ensanchar la vertiente figurativa consiste en enri-quecer la experiencia personal con la experiencia cultural, desde la premisa de que la identidad se construye también con las pelícu-las que el sujeto ha visto, la música que ha escuchado o los cua-dros que ha tenido ocasión de contemplar. Dicha premisa cristali-za en una interpretación de la labor creativa como un poster infi-nito, lo que guarda claras similitudes con la cosmovisión del sesentayochismo. Las nociones de lo pop y lo kitsch, legitimadas por Susan Sontag y recogidas por Castellet en el prólogo de Nueve novísimos, eran ya una llamada de atención sobre la nece-saria apertura de la intimidad al entorno sensitivo. Sin embargo, la formación táctil de la personalidad que anunciaron los autores del 68 se mineralize en una retroalimentación estética, a manera de un callejón sin salida que daba a otro callejón sin salida. Al filo del tercer milenio, varios poetas reactivan la comunicación entre arte y vida. La insistencia en esta segunda faceta produce una vivifica-ción de la cultura, cuya integración en el discurso no se lleva a cabo mediante la simple superposición de referentes, sino que requiere un planteamiento más complejo. La imagen irracional, la libertad verbal, el torrente metafórico o la combinación entre cripticismo y desarrollo lógico no suponen el rechazo del anec-dotario privado ni del confesionalismo directo. La apuesta por una mayor amplitud reflexiva descubre nuevos itinerarios lincos, segun se aprecia en el recorrido de Elena Medei o Veronica Aran-da En la primera, la evolución desde el desplante juvenil de Mi primer bikini (2002) a la busqueda de las raices familiäres en Tara (2006) es solidaria con un deseo de profundizar en la identidad femenina. En Veronica Aranda, la experiencia de la alteridad que protagonizaba Poeta en India (2005) se desplaza en Tatuaje (2006) hacia el balance de un aprendizaje artístico y vital. La pesquisa de la emoción estética no implica que se supriman los filtros destinados a evitar la impudicia sentimental. De hecho, los autores actuales potencian la ficcionalización del discurso a tra-vés de la mascara y el alter ego. La tension entre el rostro y la mascara, que alimenta la (con)fusión en una sola identidad, es la médu-la de libros como Las mascaras (2004), de Antonio Lucas, y Cara Mascara (2007), de Álvaro Tato. Desde distintos puntos de vista, ambos cuestionan la separación entre el egotismo y los disfraces subjetivos. Esta actitud se plasma en los abundantes homenajes literarios elaborados por los poetas del periodo, que despliegan una variada panoplia de recursos expresivos: el diálogo con un interlocutor ausente, las modalidades del monólogo dramático, la técnica epistolar o la mezcla entre el retrato y el pastiche. No obstante, Ja literatura no es la única proveedora de mitolo-gías. La presencia de multiples fuentes discursivas indica la importancia del acervo popular en los poetas jóvenes. No se trata ahora de un indiscriminado afán de culturalismo ni de una revision de los formantes pop orientada a desvelar las paradojas que subyacen tras la realidad. La disparidad de referencias acredita la naturalidad con la que se imbrican dentro del texto materialcs de valor y alcance muy diverso. La fascinación por el lenguaje del tebeo proporciona un ejemplo elocuente de que los productos de la subcultura pueden llegar a constituir un motivo legítimo para la representación Jŕrica. Asi sucede en obras que emplean los meca-nismos del cómic como excusa para una introspección de mayor calado: es el caso dejuegos de niňos (2003), de Ana Merino, que ensaya una autobiografia surcacla por una perspectiva infantil. En otros casos, la esforzada sintesis entre imagináciou y experiencia se vence a favor de la primera, según reflejan Jas semblanzas de superhéroes incluidas en I.ibro de Uroboros (2000), de Álvaro Tato, y el mosaico de voces que componen La piel del vigilante (2005), de Raul Quinto, inspirado en la novela gráfica Watchmen, de Alan Moore. Al hilo de esta renováciou de los formatos populäres, cabe destacar la reescritura de la canción espaňola en Tatua- ii/ je, de Veronica Aranda. Aquí, los motivos de la copla se interiori-zan sin asumir la desmitificación kitsch, al contrario de lo que ocurría en el primer Vazquez Montalbán. Los titulos de los poe-mas, que reproducen fragmentos de coplas, se completan con leves variaciones sobre el modelo original: «Llegó desde el Mar Rojo / en un barco febril» o «Me apoyaba en el quicio del recuer-do». Una función similar cumple la fotografia en la ultima parte de FA jersey rojo (2006), de Joaquin Pérez Azaústre, un ejercicio de voyeurismo que comprende la glosa de fotos famosas («El beso», de Robert Doisneau), la meditación sobre el oficio de fotó-grafo («La retina») y la confección de tarjetas postales («La ■playa», «Mar») o de retratos eróticos («El vestido naranja», «El jersey rojo»). La conexión entre la poesía y determinadas discipli-nas aledaňas abarca desde el diálogo con la estética cinematográ-fica que mantiene Ariadna G. Garcia en Napalm. Cortometraje poético (2001) hasta la inmersión en la dramaturgia que postula Ál varo Tato en Cara Mascara (2007), pasando por el homenaje a las letras del blues en Al fin has conseguido que odie el blues (2003), de Javier Cánaves. Junto con la ampliación de los temas, una característica relevante de los autores surgidos en este momento es la utilización selectiva de procedimientos vanguardistas. Las vanguardias, con-vertidas ya en tradición, aportan un tono lúdico y exponen el anhelo de eliminar los limites entre la experiencia artística y la praxis vital. La enseňanza de los ismos favorece la subversion del lenguaje -«El horimento bajo el firmazonte», de Carmen Jodra Davó- y la inserción de elementos paratextuales a modo de collage, -«éste es mi contestador telefónico», de Vanesa Pérez-Sauqui-llo—. La plantilla vanguardista también puede sustituirse por un corolario netamente posmoderno, como en «Variación sobre un terna de Edgar Lee Masters», de Bruno Mesa, que invierte el sen-tido del poema «William Jones» a partir de la distorsión del men-saje original. La omnipresencia de la cultura no excluye la inclinación cívica. En «Irene Nemirovsky», de Elena Medel, la cobertura estética es un excipiente del compromiso, ya que el texto incide en los vín-culos entre la História en mayúscula y la história en minuscula. La identificación entre la joven autora andaluza y la escritora ucra- 88 niana asesinada en Auschwitz trasciende las fronteras cronológi-cas y unifica las vivencias de las dos mujeres, según se desprende del anafórico «Yo soy» que pauta los versos: «Yo soy tú y a la vez yo», «Yo soy Finlandia en 1918 / y tú eres un corazón más en un mundo vacío». El esteticismo no se resuelve en un enfrentamiento con cl esti-lo realista, a diferencia de lo que había sucedido en las encendidas querellas de la generación previa. El afán de vestir a la musa se vuelve compatible con la transitividad comunicativa gracias al equilibrio entre arte y vida, la procedencia popular de las fuentes y el sacrificio de la exhibición erudita en aras de la rehumaniza-ción. En suma, la cultura se incorpora como núcleo de una iden-tidad receptiva a los estímulos del mundo en el que vive. Desnudar a la musa La ultima corriente analizada propone una remoción de los aspectos accesorios de la poesía figurativa: la liviandad, el humo-rismo efectista, la retórica coloquial y el soporte anecdótico. El intento de salvar los escollos de una dicción demasiado transparente deriva o bien en el repliegue introspectivo, o bien en el adel-gazamiento de la narratividad a favor de la reflexion. Ambas posi-bilidades certifican una voluntad de despojamiento tamizada a través del simbolismo. Esta ruptúra interna del discurso experien-cial tiene su origen en el articulo «Un nuevo simbolismo» (1998), de Luis Mufioz, que proclamaba una lirica que permitiese superar el debate entre una poesía de corte realista y una poesía de ascen-dencia metafisica. Se trataba, en esencia, de regresar a la tradición simbolista para abolir las barreras entre la profiindización gnose* ológica y el deslumbramiento ante lo cotidiano. El pcnsamiento analógico, la construcción imaginativa y cl apoyo cn cl máti/, abrf an una senda que ya habían transitado, en la literatura europea, Ungaretti, Monlale, Rilke, Eliot, Verlaine, Mallariné, Ĺaforgue, cl Antonio Machado de Soledades o el Juan Ramón Jiménez de Pit: dra y cielo. Siguicndo este ejemplo, el nuevo simbolismo exigía una progresiva renováciou de los recursos estilísticos y una matlu-ración de las experiencias recogidas en los versos. HO La indagación simbolista pretende hallar un equilibrio entre lo sensitivo y lo meditativo. A principios del siglo XXI, numerosos autores manifiestan, en sus declaraciones teóricas, el deseo de sin-tetizar la vocación comunicable con la inquietud intelectual. En su poética para la antológia Veinticinco poetas espaňoles jóvenes (2003), Juan Antonio Bernier afirmaba: «Me interesa tanto cono-cer, saber, comprender, como sentit que conozco, que sé, que comprendo». En la misma dirección se pronunciaba Lorenzo Oli-ván en su respuesta al cuestionario de La lógica de Orfeo (2003), aunque privilegiaba la faceta reflexiva sobre la sensorial: «Pero los poetas que más me gustan son aquellos en los que lo sensorial se va cargando de reflexion, y lo simbólico va adquiriendo dimen-siones en parte filosóficas». En efecto, la paulatina orientación hacia el simbolismo se observa en algunos poetas que habían sur-gido en la etapa de plenitud experiencial, como el citado Luis Muňoz, que ha apostado por una via de ascesis expresiva desde El apetito (1998) hasta Querido silencio (2006). En su ultima entrega hasta la fecha, los espejismos y trampantojos existenciales se ponen al servicio de una depuración verbal que aspira a desnudar el discurso de toda retórica. Otros autores más jóvenes, como Andres Neuman, alternan en títulos sucesivos la plantilla figura-tiva (El columpio, 2002) y la atmosféra de contornos brumosos (La canción del antilope, 2003). La conjunción entre la clausura introspectiva y el anclaje material define varios poemas que acuden al simbolo para ofrecer una vision trascendida de la naturaleza. El tópico del espacio natural como un libro susceptible de ser descifrado a la luz de la medita-ción planea en «Amanece en el bosque», de Juan Antonio Bernier. A su vez, el paisajismo interiorizado custodia la memoria familiar o matiza el dolor subjetivo en «La memoria y el árbol», de Josep. M. Rodriguez. En consonancia con el Antonio Machado de «A un olmo seco», la naturaleza oculta un mensaje sobre la regenera-ción de la materia en «Bodegón», de Rafael Espejo, y «Jardín del cementerio», de Andres Neuman, donde en cada lápida «cuelgan pequeňas flores del almendro». La pincelada paisajistica es el pretexto para una recreación de numerosos temas ligados al temporalismo elegiaco. No es casual que el inventario de los koinoi topoi fijados por la tradición litera- 90 ria ilustre los títulos de Constantes vitales (2004), de Javier Almii-zara, y Lugares comunes (2006), de Camilo de Ory La conciencia sobre la transitoriedad de la vida se nutre de sustancia moral en distintas composiciones que hacen alusión al fugit irreparabilc tempus: «Perecedero», de Luis Muňoz; «La piedad por lo efimc-ro», de Pelayo Fueyo, y «Nocturno», de Rafael Espejo, que inclu-ye un rotundo epifonema: «Y todo se resume en la palabra / fugax». Otras piezas oscilan entre elégia y celebración, si bien el talante neoestoico apenas alcanza a redimir la pulsion hedonista. La precariedad de la condición humana impregna de incertidum-bre metafísica los tópicos de la brevedad de la rosa, que reclabora Juan Antonio Bernier en «Nueva formulación de la dištancia», o el carpe diem, al que recurre Javier Almuzara en «Carpe diem o fabula de la mariposa ilustrada», que combina la tersura clásica con la paródia posmoderna. La palpitación simbolista presta especial atención al papel de la metafora como base del pensamiento analógico. Asi se advierte en algunos libros que remiten a una sensación física, pero que pue-den leerse en una dimension cercana a la alegória. Frío (2002), de Josep M. Rodriguez, ahonda en la polisemia del frío que ya había introducido Luis Garcia Montero en Las flores del jrío (1991). Este concepto se interpreta como un síntoma de la desolación individual y de la perplejidad ante el relativismo ideológico. Alre-dedor de esta noción gravita Lafiebre (2005), de Andrés Navarro, cuya calcinación elegíaca no es ajena ni a la intensidad personal ni al pulso de los tiempos. Desde distinto prisma, ciertos autores muestran menos interes por las limitaciones de los sentidos que por las contradicciones que anidan en el sujeto y en la sociedad. Con Mácula y Árbol desconocido (2002), Martin López-Vega avanza hacia una consideración sobre la huella del ticmpo y los embates de la realidad. Finalmente, Javier Rodriguez Marcos des-arrolla en Frágil (2002) un discurso comprometido con la extra-ňeza de la mirada y con la indefensión del hombre de la calle freute a las injusticias colectivas. La evolución de ešte simbolismo reformula la diseusión sobre la utilidad de la poesía que tanta controversia había generado en las filas experienciales. Ľvidentemente, la utilidad a la que se refie-ren los poetas actuates no se enmarca en la doctrina del socialica- 01 lismo ni se sustenta en la fuerza de palabra como arma cargada de futuro. El debate sobre la utilidad se traslada más allá de la dico-tomía poesía comprometida / poesía ensimismada para instalarse en el terreno de las decisiones éticas. En ese entorno, el concepto ilustrado de moral privada resulta más rentable que el concepto materialista de conciencia cívica. El testimonío del presente esta-do del mundo conduce a um poetka del vado que ha sustituido la desesperación por la desesperanza, el agonismo retórico por un sereno desconsuelo, según sugiere Ben Clark al inicio de Los hijos de los hijos de la ira (2006): «Ya no habría consuelo en nuestras almas. / Habíamos llegado tarde al mundo». Sobre el trasfondo de un universo fracturado por las desigualdades, brota la preocupa-ción por la palabra. En esa dirección han de valorarse «Las pala-bras precisas», de Javier Almuzara, y «Otra poética», de Javier Rodriguez Marcos, que enuncia una lirica de mínimos estéticos para una sociedad de mínimos morales: «Porque cada palabra / corre el riesgo de ser / la palabra de más». Los poetas más jóvenes no siempre coinciden en su enfoque del compromiso. En la década de los ochenta y noventa, el discurso de la utilidad solía orientarse hacia la denuncia del pasado, mediante el correlato histórico o la apropiación de la memoria colectiva -el recuerdo remoto de la guerra civil, las precarias con-diciones de la posguerra, los anos de la transición-. En cambio, los autores contemporáneos enlazan con el pasado en la medida en que les permite tomar impulso hacia el futuro, como manifiesta el mencionado Los hijos de los hijos de la ira. El diálogo entre Ben Clark y el libro de Dámaso Alonso que le sirve de modelo está mediatizado no sólo por las diferencias en el mane j o del lenguaje o por el diverso contexto politico, sino por las propias expectati-vas vitales de sus autores: mientras que Dámaso Alonso redactó Los hijos de la ira a los cuarenta y cinco afios, como se lee en «Insomnio», Ben Clark publico su opera prima a los veintiuno. En consecuencia, el balance histórico de Dámaso Alonso se reem-plaza por una inquietud que ha de conjugarse en el futuro. Esa misma relación con los precursores literarios se aprecia en «Pala-bras para una hija que no tengo», de Andres Neuman. En él, Neuman actualiza la lección de «Palabras para Julia», de José Agustín Goytisolo; sin embargo, lo que era real en Goytisolo se transfor- 92 ma ahora en hipótesis. De ešte modo, las recomendaciones de Neuman se diluyen «en el futuro» al que alude la sección de El tobogan en la que se integra ešte poema. El simbolismo se convierte en un medio propicio para desnu-dar a la musa. El aguafuerte paisajístico, la recreación de los temas eternos y el equilibrio entre lo sensorial y lo reflexivo conforman los pilares de una lirica que ha de embridar tanto su propensión impresionista como su inclinación especulativa. La poesía se apoya en el uso de la metafora para capturar la existencia y en el empleo de las palabras justas para designarla. Al mismo tiempo, la utilidad vuelve a ser una cuestión polémica en aquellos autores que intentan radicarse en el presente o proyectarse hacia el futuro. En definitíva, las tres maneras de afrontar la realidad que se han desglosado en estas páginas demuestran que los nuevos poetas acaso ya no cantan «el desgastado azul de tus vaqueros» que había exaltado Garcia Montero, pero aún siguen sometidos a «la ley que tus vaqueros imponen», según confiesa Alberto Santamaría en su poema homónimo. Y es que, a pesar de las contingencias de la móda y de los vertiginosos cambios de temporada, la musa sigue llevando vaqueros 6 93