XXXVI Llegaron los días de la patria, con sus blanqueados en las casas[1], sus banderas en las puertas de calle y sus salvas de ordenanza en la fortaleza de Hidalgo[2]. Latió el corazón de los cívicos con la idea de endosar el traje marcial, para lucirlo ante las bellas; latió también el de éstas con la perspectiva de los vestidos, de los paseos y de las diversiones; pensaron en sus brindis patrioteros, los patriotas del día, para el banquete de la tarde; resonó la canción nacional en todas las calles de la ciudad, y Santiago sacudió el letargo habitual que lo domina, para revestirse de la periódica alegría con que celebra el aniversario de la independencia. Pero los días 17 y 18 del glorioso mes no son más que el preludio del ardiente entusiasmo con que los santiaguinos parece quisieran recuperar el tiempo perdido para las diversiones durante el resto del año. Los cañonazos al rayar el alba; la canción nacional cantada a esa hora por las niñas de algún colegio, con asistencia de curiosos provincianos que llegan a la capital con propósito de no perder nada del 18; la formación en la plaza y la misa de gracia en la Catedral; el paseo a la Alameda, la asistencia a los fuegos y al teatro, no son más que los precursores de la gran diversión del día 19: el paseo a la Pampilla. No es Santiago en ese día la digna hija de los serios varones que la fundaron. Pierde entonces la afectada gravedad española que durante todo el año la caracteriza. Es una loca ciudad, que con alegres paseos se entrega al placer de populares fiestas. En el 19 de septiembre, Santiago ríe y monta a caballo; estrena vestidos de gala y canta los recuerdos de la independencia; rueda en coche con ostentación ataviada, y pulsa la guitarra en medio de copiosas libaciones. Las viejas costumbres y la moderna usanza se codean por todas partes, se miran como hermanas, se toleran sus debilidades respectivas y aúnan sus voces para entonar himnos a la patria y a la libertad. Una descripción minuciosa de las fiestas de septiembre sería una digresión demasiado extensa y que para los santiaguinos carecería del atractivo de la novedad. Los habitantes de las provincias las conocen también, por la relación de los viajeros y por las que en sus pueblos se celebran a imitación de la capital. Omitiremos, pues, esa descripción para contraernos a los incidentes de la historia que vamos refiriendo. A las oraciones del día 18, los voladores de luces anunciaban el principio de los fuegos artificiales. Cada uno de estos cohetes que estallaban a grande altura eran saludados por la multitud apiñada en la plaza, con mil exclamaciones, entre las que los ¡Oh! y los ¡Ah! del soberano pueblo formaban un coro de ingenua admiración. En un grupo, compuesto de la familia de doña Bernarda y de sus amigos, se discutía el mérito de cada cohete y se prodigaban saludos a las personas conocidas que pasaban. Amador daba el brazo a doña Bernarda; Adelaida descansaba en el de un amigo de la casa, y Edelmira, a pesar suyo, había aceptado el de Ricardo Castaños, que se aprovechaba de la ocasión para hablar a la niña de su amor inalterable. A la sazón entraba otro grupo a la plaza, compuesto de las familias de don Dámaso y de don Fidel. Leonor había tenido el capricho de ir a los fuegos y había sido preciso acompañarla. Doña Engracia con su marido cerraban la marcha de la comitiva, llevando a la izquierda a una criada que cargaba en sus brazos a Diamela. Adelante caminaban Matilde y Rafael, en amorosa plática; Leonor y Agustín, hablando de cosas indiferentes, y Rivas daba el brazo a doña Francisca, que trataba de entablar con él alguna romántica conversación. Pero Agustín no se contentaba con que le oyesen los que llevaba a su lado, y hacía en voz alta la descripción de los fuegos de París. La comitiva se detuvo en un punto inmediato al que ocupaba la famiIia de doña Bernarda. -¡Oh, en París un fuego de artificio es cosa admirable! -exclamó Agustín, en el momento en que cuatro arbolitos lanzaban al aire sus cohetes inflamados. -¡Oh! ¡Ah! -exclamó al mismo tiempo la multitud, en señal de aprobativa admiración. -¡Ay, la vieja[3]; esconde a Diamela! -gritó doña Engracia, al ver salir en dirección a ellos, del arbolito más próximo, uno de los cohetes que llevan ese nombre. La turba aplaudió la confusión que la vieja introdujo en un grupo de espectadores, al través del cual pasó con la velocidad del rayo. -¡Cómo aplaudirían si viesen el bouquet en París! –dijo Agustín-. ¡Eso sí que es magnífico! -Oh, retirémonos de aquí -exclamó doña Engracia, al ver el inminente peligro en que Diamela se había encontrado-. ¡Pobrecita -añadió, tomando a la perra en sus brabros-, está temblando como un pajarito! Doña Francisca, entretanto, no abandonaba su intento de conversación romántica. -Nunca me siento más sola -decía a Rivas- que en medio del bullicio de la muchedumbre; cuando se vive por la inteligencia, todas las diversiones parecen insípidas. Un fuego graneado de chispeadoras viejas, que pasó sobre la cabeza de la familia, ahorraron a Martín el trabajo de contestar. -Aquí va a sucedernos alguna avería -dijo doña Engracia, ocultando a Diamela bajo la capa. Para calmar los temores de la señora, la comitiva se dirigió a otro punto más seguro, pasando por delante de doña Bernarda y los suyos. -¿Quién es esa que va con Rafael? -preguntó doña Bernarda. -Es la hija de don Fidel Elías -contestó Amador. -Lo engreído que va, ni saluda siquiera -repuso doña Bernarda. Adelaida palideció al ver a Matilde y a Rafael pasar a su lado. La historia de Rafael le era bien conocida para poder calcular la importancia de lo que veía. -Mira, mira -dijo Agustín a Leonor, mostrando a Adelaida-, aquélla es la niña con quien me querían casar. -¿Y la otra es la hermana? -preguntó Leonor. -Sí. -¿Esa es la enamorada de Martín? -La misma. -Es bonita -dijo Leonor. Martín pasó con su pareja, haciendo un ligero saludo a las Molina, y Edelmira, al contestarlo, ahogó un suspiro. -Si yo supiese que usted quiere a ese jovencito Rivas –la dijo el oficial-, yo me vengaría de él. -Y Agustín no nos mira tampoco -dijo doña Bernarda-; cI francesito quiere hacerse el desentendido. Los volcanes que estallaron en aquel momento llamaron hacia ellos la atención de doña Bernarda. Los fuegos se terminaron por el castillo tradicional, con los ataques obligados de buques. Ningún incidente ocurrió que tuviese relación con los personajes de esta historia, los que se retiraron a sus casas pacíficamente y algunos de ellos reflexionando sobre el encuentro que habían tenido. Alberto Blest Gana, Martín Rivas ________________________________ [1] Pintar las fachadas de las casas y comprar atuendos nuevos era una ceremonia tradicional en Chile para la celebración de la fiesta nacional. Posteriormente, han ido desapareciendo estas costumbres. La compra de vestimentas nuevas se conserva todavía en las capas populares sobre todo rurales. [2] No existe actualmente. [3] Vieja, ´buscapiés´.