135 los molineros, al fin alarmados por los perros, allá en su roca del centro del Guadiana, que desbordaba sus aguas en torrente, vigilasen también con escopetas. Temeroso de un tiro, destinado a no se supiese cual ladrón que los perros husmeaban, volvió a internarse en las frondas. Recorríale la espalda un calofrío. Enfrente, cortados a pico, los negros acantilados del río parecían los del infierno. Melchor llevaba la navaja abierta. Lo que en aquel escándalo de perros buscasen los molineros y el Gato, debía de ser el hombre del garrote y de las barbas que a él le dio el alto poco antes. Y se estremeció Melchor, sintió que la sangre se le helaba; llegado a un velo de ramaje, tras el cual aparecía alumbrada por la luna una glorieta, la sombra de otros árboles, enfrente, ofrecíale de improviso la confusión de un cuadro horrendo: era, sobre la hierba, como dos personas caídas una sobre otra en lucha sorda de gemidos y mordiscos; la de encima, rugiendo de rabia como un tigre, y cuyas piernas negras veíanse agitadas al borde de la luz, con las uñas quizás en la garganta, estaría acabando de estrangular a un infeliz que sólo lanzaba ya estertores sofocados... Clavados los pies, erizado el pelo y con la inútil navaja en la mano, el pobre Melchor sufría temblando el terror de la macabra y espectral escena de asesinos. Recordaba al hombre de las barbas, sin quitar de aquello que tenía delante los ojos muy abiertos. Su oído recibía, además, el asombro de advertir que eran de mujer, entre los bramidos de la fiera, los llantos y los ayes dolorosos... ¡Ah, sí, de mujer!... y dijérase que la estaban rasgando las entrañas... El pavor teníale paralizado. Querría esperar, huir... y a pesar suyo miraba aquello, escuchaba aquello. Entre las convulsiones espantosas de los dos cuerpos y los gemidos de la martirizada, de la moribunda, una cosa inexplicable, que parecía un tumulto de bofetadas o de besos, estalló. Hubo en seguida otra especie de agitación terrible de agonía, en una última y más larga explosión furiosa como de rebuznos o bramidos, y todo quedó un instante en el silencio y la quietud de muerte del crimen consumado... Callaban los mirlos, asustados por las frondas. Únicamente seguían ladrando los perros... El hombre aquel, el asesino, para lanzarla quizás al río, iría a cargar ahora con la muerta... 136 Pero el asesino, el hombre aquel, se levantó, salió a la luna, ordenándose la ropa... y la muerta, con sorpresa de Melchor, seguía quejándose en el suelo. Hablaron, y sus palabras, más que por su significación, por su metal, claváronse en el propio corazón del aterradísimo testigo. -«No es nada eso, mujer. Ya pasará. Esta vez no ha podido ser como la otra.» -«¡No, no, don Pedro; me ha hecho también mucho daño!»... ¡Ah!, ¡oh! ¡Dios!... ¡las voces! ¡las figuras de los dos, asimismo alzada ella de la sombra, y saliendo con los senos al aire, a encorchetarse el justillo a plena luz!... ¡Oh, Dios! ¡Gran Dios!... ¡¡Petra!! ¡¡Petra!! Eran... ¡Petra y don Pedro Luis Jarrapellejos!... ¡¡Petra!! ¡Su Petra!... ¿Cómo dudaría Melchor de la repentina transfiguración que la clara luna estaba haciéndole del crimen?... A la estupefacción, al horror de la traición, cayó de sus manos la navaja -lo que antes no había podido lograr ni el horror de lo horroroso-. Ni oyó perros, ni vio luna, ni vio más; habían ellos desaparecido, removiendo ramas frente a él, y él quedó como imbécil... en una suspensión del mundo y de la noche, contra un tronco. Al rato se sorprendió medio tendido junto al tronco y llorando con todo el desconsuelo de su ser. Luego, a un salto del corazón, se clavó las uñas en las sienes y dejó instantáneo de llorar. Ya no ladraban los perros. Cogió la navaja. Partió, ciego de rabia. Debió matarlos; quizá pudiese matarlos todavía... Desde el borde de los álamos, los divisó lejos, muy lejos. Noche cruel de sombras y fantasmas, de brujas y de perros. ¡Sí, de brujas que todo lo cambiaban a los ojos de Melchor!... El blanco fantasma de ella, de la que él aguardó en el soto, sola y casi llegando ya a la era, iba delante y a gran distancia, no de un hombre, sino de dos que juntos y apresuradamente por la derecha se apartaban en demanda del camino. Sin darse cuenta, emprendió Melchor el de su era. Iba lento, obseso con la idea de aquella Petra que tendría que ser ahogada por sus manos. Se detuvo a la mitad, en el peñón donde estuvo antes el hombre de las barbas. Fumó un cigarro; después otro cigarro. La impaciencia de retorcerle el gañote a la traidora, le presentaba como un siglo la espera al día siguiente. Por dos veces sus manos, agarrotadas contra el suelo cual si fuese en la garganta de «su Petra», ¡la zorra!... habían arrancado 137 dos pequeños haces del rastrojo...; y esto estaba sugiriéndole ideas a su impaciencia... Dormida ya, ella; dormido el Gato, si había vuelto de las liebres; dormidos todos..., él llegaría a la parva, sigiloso, prenderíala fuego por cuatro o cinco sitios..., y ardería como pólvora, seca y más que seca del sol... y arderían... De pronto un fulgor rojo le alumbró, y le hizo creer de nuevo en brujas y fantasmas. Se incorporó. Miró. ¡Oh, Dios; gran Dios, Virgen!... Como si hubiese bastado su intención, la era, la parva de Petra, estaba ardiendo... Fue, en un solo segundo, una sábana de chispas y de llamas, que llegaban hasta el cielo...; fue una hoguera de resecos crujidos formidables, en el centro de la cual, lanzando gritos, retorcíanse siluetas negras de demonios... 138 139 V Octavio le había dicho una vez a su amigo el profesor: -«Aunque te parezca mentira, hay en este pueblo, tan groseramente sensual, una especie de academia de poetas.» Y así era cierto. Desde antiguo, en el viejo salón artesonado con maderas negras, de don Pedro Luis, reuníanse los poetas los jueves por la tarde. Jueves, hoy, don Pedro Luis, acompañado por el médico Barriga y por el juez, había llegado de una boda, cuando ya los otros vates aguardaban. Boda popular, de rumbo, gracias a la simpática protección que le dispensaba al Gato el señorío, Barriga venía con unas migajas de pestiños en la barba y un poco alegrito de aguardiente. Versos de Gabriel y Galán leía Sidoro idílicamente conmovido; y puesto que el nombre y los libros de Gabriel y Galán formaban el evangelio del cenáculo, dejáronle leer, entrando los tres (Barriga tropezó) religiosamente de puntillas. «Labriego, ¿vas a la arada? Pues, dudo que haya otoñada más grata y más placentera para cantar la tonada de la dulce sementera. 140 ¿Qué has dicho? ¿Que el desdichado que pasa el eterno día bregando tras un arado, jamás cantó de alegría, si alguna vez ha cantado? Es una queja embustera la que me acabas de dar...» -¡Bravo! -cortó Barriga. Sabíanse las divinas estrofas de memoria, como los salmos de un rito, y siempre producíanles los mismos entusiasmos. Cordón lloraba de ternura. Don Pedro Luis Jarrapellejos exclamó una vez más lo que había exclamado tantas veces: -¡Ah, señores! ¡Qué gratas para el alma estas reuniones que la purifican y la templan contra todas las durezas del vivir! Seguía Sidoro, pálido de tan intensa e inefablemente impresionado: «Es una queja embustera la que me acabas de dar. ¿Ignoras que yo sé arar? Pues deja tú la mancera y oye, que voy a cantar.» «¡Bruuú!» -¿Qué? (Nada; don Pedro Luis que eructó.) «Labriego poco paciente, si crees que sólo tu frente baña copioso sudor que absorbe innúmera gente, sal de tu error, labrador. Lo dice quien es tu hermano, quien canta tu lucha brava; lo dice quien por su mano siega la mies en verano y el huerto en invierno cava.» -¡Bravo! -¡Bravo! -subrayaron ahora don Pedro y don Atiliano de la Maza, limpiándose el sudor, del calor tremendo de la sala, cual si fuese el de 141 la hoz con que segaran o el del azadón con que cavasen-. Hubo un silencio de santa comunión con los labriegos, bajo aquellas invocaciones al trabajo. Sonaba una carcoma en la pata de un sillón. Sidoro prosiguió sonoramente: «¿Qué sabes tú del tributo que el mundo al trabajo rinde? ¿Qué sabes tú...»38 En todas las casas decentes del pueblo, gracias a la propaganda de los vates, y de Orencia (que odiaba las novelas), había tomos de Gabriel y Galán para leerlos en familia durante las veladas invernales. Códigos de moral sencilla expresados con belleza soberana, y cuya difusión gratuita entre los pobres habríase llevado a efecto, a propuestas del ingenuo señor don Atiliano de la Maza, de no haber sido porque el sagaz Jarrapellejos opuso una objeción: los braceros no sabían leer, casi ninguno..., y los que sabían, era mejor que no leyesen, ante el temor de aficionarlos y que pasasen luego a lecturas peligrosas. -¡Oooh! -admiraron los demás, cayendo en el porqué no se les concedía atención a las escuelas ni a los decretos del Gobierno sobre enseñanza obligatoria-. Ya, verdaderamente, la cierta labor instructiva en que aquel trasto forastero de Cidoncha (¡cómo tendrían que llamarle al orden, a seguir!) se obstinaba con su gente del Liceo, estaba dándole a don Pedro la razón: a La Joya iban llegando suscripciones de El Socialista, y la Conquista del Pan y otros folletos subversivos...39 38 Fragmentos del poema “Ara y canta” (Campesinas, 1904), que da una visión idílica del campesinado en un fuerte contraste con el reflejo que ofrece Trigo de este mismo mundo rural. 39 El socialista (1886-1913) fue un semanario (convertido en diario en 1913), fundado por la agrupación socialista de Madrid, de orientación republicana y socialista (en él publicaría Trigo nueve artículos en los años 1888 y 1889, uno de los cuales, “La prostituta”, le costaría un proceso judicial al director, Pablo Iglesias. Vid. Pecellín Lancharro, M. “Lecciones populares de marxismo”, prólogo a Las plagas sociales, UBEX, 2000). La conquista del pan es la obra capital del anarquismo comunista. Su autor fue Peter Kropotkin. El motín, citado unas líneas más adelan- 142 Mas no todos los de la reunión hallábanse tan gentilmente consagrados a la alta vigilancia espiritual del pueblo, libres del trabajo corporal, como el gran Jarrapellejos, don Atiliano y aun el médico y el juez. A despecho de castas y de clases, juntábalos en fraternidad admirable, aquí, si no por los paseos y en el Casino (donde reservábase don Pedro a las otras amistades de sus múltiples aspectos de político, galanteador y propietario), el sentimentalismo, la etérea advocación de la poesía. Sidoro, por ejemplo, el lector de la meliflua voz, era un carrocero de obra basta, suscriptor antiguo de El Motín, concurrente en el Liceo a la tertulia de Cidoncha, y que no obstante su desmelenada traza de anarquista, componía fábulas morales; y Cordón, un viejo amanuense de notario, poseedor de tres cercas que él mismo cultivaba, aunque desatendíalas por hacer sonetos y acudir a este cenáculo40 , y que había vendido otra y una yegua para imprimir su Historia de La Joya desde el tiempo de los godos, escrita en quince años. Sin falta acudía también un joven jorobadito, constructor de jaulas de perdiz, hijo de un barbero, aficionado a los clásicos y aventajadísimo discípulo de don Pedro Luis en las composiciones amorosas; tanto, que ya su competencia le inspiraba inquietudes al maestro. -«Hombre, Raimundete -solía ladino éste aconsejarle-, cuídate, toma el sol; no debieras entregarte de ese modo a la poesía. ¡Vas quedándote en los huesos!» Pero quienes sostenían verdadera competencia, una competencia enconada, que, fuera de la cordialidad de la Academia, les hacía hablar mal unos de otros, eran Cordón, Barriga y el hidalgo y narigudo setentón don Atiliano de la Maza. A los tres dábales la especialidad por los sonetos. Los nuevos de la semana leíanselos y los discutían los jueves. Cordón resultaba invencible por el número: mil seiscientos diez y ocho contaba ya el libro infolio41 , de sellado papel de notaría, que aportaba bajo el brazo. Barriga, que escribíalos más científicos, tenía sólo ciento nueve, y don Atiliano, cuatrocientos, de absoluta perfección gramatical. Armaban te, fue un semanario fundado en abril de 1881 por José Nakens y tuvo siempre un fuerte tono anticlerical (su fundador se vio envuelto en el atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII y pasó dos años en la cárcel). 40 Cenácuto, en el original. 41 Infolio: libro no impreso, elaborado artesanalmente. 143 discusiones sobre si debía decirse revólveres o revólvers, al menos o a lo menos, friéndose o friyéndose... y por carta consultaban con frecuencia al sabio lingüista y sacerdote madrileño don Julio Cejador42 . Veinte días llevaban a la sazón, con motivo de haberle llamado don Pedro cuadrúpedo a una oveja; en la de dilucidar si debiera nominar cuadrúpedos (cuatro pies) a las mulas y los gatos y los perros solamente, o a toda clase de «bichos y animales» que tuviesen cuatro patas, las ranas inclusive... Cejador mismo, menos versado en Zoología que en Gramática, pasó sus ciertas dudas antes de sacarlos del apuro. Por cuanto al juez de primera instancia, granadino, gordo, hombre bilioso y arrugado, de párpados cargados, de tardos movimientos de galápago, cultivaba la prosa nada más, y en su rígida fe prefería las historias de los santos. Ya se le veía requerir el fajo de cuartillas (igual que todos, porque Sidoro terminaba la hermosa composición del poeta inimitable) cuando una criada apareció llamando al dueño de la casa. Le buscaban. -Haber dicho que no estoy, hija, Basilia. ¿Quién es? -La señá Cruz, la del tío Roque Salazar. Mu apurá la pobretica. -¡Ah! -hizo eléctrico el cacique, partiendo disparado. Halló a la contristada en el portal y la condujo al despacho, a la profundidad de aquel despacho lleno de chismes y sillones y escopetas y polvorientos legajos de papeles, donde mil veces habíanse tratado igual los más arduos secretos de la política del pueblo y los finales ajustes de galantes aventuras. ¿Vendría la rebelde a ceder y puntualizar lo de Isabel?... Lloraba en la sombra de un pañuelo negro muy echado hacia los ojos. Iba a cumplirse un mes de la prisión de su marido como autor del fuego de las eras... Sentados frente a frente, ella a plena luz, Jarrapellejos la observaba. Su rostro tenía una inteligente expresión de dignidad, una suerte de serenidad activa, a través del llanto mismo y del dolor, que no lograba quebrantar el servilismo ni la humillación de esta visita. -Don Pedro -dijo al fin la desdichada, conteniéndose las lágrimas como a la sola voluntad de contenerlas-; mucho me ha costado decidirme a molestarle. Le debemos a usted dinero, nos es ahora más difícil que nunca pagar, y... 42 Julio Cejador: filólogo y literato español (Zaragoza, 1864) de orientación estética muy conservadora (de ahí su prestigio en el entorno provinciano de La Joya). 144 -¡Bah, Cruz! -la interrumpió el rumboso, pronta la mano a la cartera-, comprendo tu situación y la de la pobre Isabel, y cuanto necesitéis más para salvarla... Pero ella le interrumpió a su vez, secamente: -No; no se trata de eso, gracias, aunque haya recordado el favor que usted nos hizo cuando vengo a pedirle otro favor. Dicen que mi Roque será llevado en estos días a la ciudad, a la cárcel de la Audiencia. ¿Sabe usted algo? -No. Pero, es lo natural, en cuanto el sumario concluya. Lo único que he oído es que está para acabarse. -¿Y se lo llevarán? ¿Y serán capaces de condenármelo a presidio?... -Desgraciadamente hay que temerlo. Dependerá de la prueba del sumario. Me he informado un poco, tratándose de amigos, claro está, y no resulta favorable. Dejó correr la triste nuevas lágrimas, y luego exclamó, vibrando de amargura: -¡Don Pedro, por Dios!... ¿Y puede nadie consentir infamia semejante? ¿Puede usted, ni el pueblo entero, con sólo conocerle, pensar que no sea inocente Roque? -Mujer, te confieso -dijo el cacique tras una piadosa pausa- que me sorprendió el ver que le prendían; sin embargo, una ofuscación la sufre el más honrado, sin prever las consecuencias, y sus motivos tendrá el juez cuando no le ha puesto en libertad. Sollozó la Cruz, estremecida. Dobló la frente en martirio y en vergüenza; cruzó en un gesto implorador los dedos de las manos, y expresó: -A eso vengo, don Pedro; a pedirle, por lo que más quiera en el mundo, que usted le saque de la cárcel. -¿Yo? -¡Usted! ¡A eso vengo, a eso he tenido que venir, por ser usted quien es, y no obstante lo... ocurrido entre nosotros! Clara la alusión a la entrevista de aquella tarde con Sabina, que tanto hubo de enojarla. Don Pedro sonrió labios adentro. La fiera o la alta comedianta del pudor empezaba a sometérsele. -Pero... ¡yo, mujer! ¿cómo disponer una cosa que está fuera de mi alcance? Únicamente la autoridad del señor juez sería la indicada para hacerlo. 145 -¡Cuando vengo, don Pedro de mi alma, a pesar de los pesares... será porque sé de más que aquí, contra esta injusticia que clama al cielo de llevar a presidio a un inocente, y contra todo y para todo, no hay por encima de usted más juez ni más autoridad! -¡Te engañas! -protestó afable el así reconocido por la esquiva como todopoderoso, y de ello inmensamente satisfecho. Quiso dejarla en la sensación de su miseria. Sacó despacio un puro, lo encendió y dijo soltando con el humo la suave insinuación de las palabras: -Pero, bueno; supongamos un instante que no te engañases, Cruz, y que mi influjo con el señor juez fuese de tal fuerza que alcanzara a conseguir la libertad de un procesado. Y... qué, ¿qué me pedirías? -¡Pues... eso... la libertad de mi marido! -insistió, ansiosa y vaga la infeliz, sin comprender adónde quería llevarla la preparación de la pregunta. -La libertad... y que siguiese la causa... hasta que pasada a la Audiencia, le tuviesen de nuevo que prender. Es decir, la libertad por unos días. -¡Oh, no! ¡La libertad, y que el juez rompiese sus malditos papeles para siempre! -Bien, bien..., me pedirías, entonces, ¡fíjate!... que le exigiese a un público funcionario de alta responsabilidad, una prevaricación, una tradición a sus deberes. -¡Una justicia! ¡Roque es inocente! ¡Lo juro por los ángeles del cielo! ¡Aquella noche, yo misma tuve que despertarlo en la parva, de mi lado, cuando el fuego en la otra era a mí me despertó! ¡Es mentira que empezase por la nuestra! Reaparecía la altiva dolorosa. Lento y dulce don Pedro, tornó a abrumarla: -La inocencia de Roque, puesto que la afirmas, será verdad, para él, para ti, para la pobre Isabel que asimismo sufre y llora. Ten en cuenta, sin embargo, que contra vuestros testimonios, que no pueden menos de parecer interesados, están el de Sabina la dulcera, el de Petra, el de Melchor y, lo que es más grave, el del guarda, que por sí solo hace fe. -¡Qué guarda! ¡Un asesino! ¡Y qué testigos, Dios mío! -No es conmigo ahora cuestión de recusarlos, mujer, que para mí, ya ves que basta tu palabra a hacerme creer en lo que dices. Error 146 judicial posible y todo, y mientras no pueda llevársele al juez otra convicción, el hecho de lo que tú deseas, juzgándolo sencillo, es esta enormidad: un juez que ateniéndose a los trámites de una causa no tiene otro remedio que creer culpable al encausado, un juez que la sobreseyese por influjos o sobornos míos, y... ¡fíjate, fíjate bien, Cruz!..., en consecuencia, un juez y un señor, que por haber pedido el uno lo ilegal, y por haberlo el otro concedido, habrían faltado a las leyes, a su honor y a sus decoros... -¡Oh! -¿Lo dudas?... A su honor, a sus decoros, y hasta a su sentido de conservación... porque quienes tal hiciesen expondríanse incluso a ir codo con codo al presidio de que tú ansías librar a Roque... ¡Y a tanto comprenderás que no deba uno prestarse así como se quiera! Nuevo silencio. Cruz, abrumada en la butaca, de rigor de realidad o de incrédula tortura, clavaba los ojos en la estera. Los alzó al oír que el amo de la casa, y del pueblo, y como del mundo y de lo horrible y espantoso, la decía, con más cruel melosidad: -Me pides en resumen que falte y haga faltar a otro a cuanto para un hombre respetable constituye su respeto, su honor y su decencia..., eso me pides, y me lo pides tú, ¡tú, Cruz! tan alarmada en la defensa de tu honra porque alguna vez mi afecto hacía tu hija... Veamos, oye, escucha -prosiguió, cambiando el tono ante la leve inmutación de la que no tenía derecho a la sorpresa-; supongamos todavía que yo, sacrificándome, lograra llegar a complacerte... ¿cuáles gratitudes me hubiesen con vosotras de obligar?... Al venir a buscarme con ánimos de una tal solicitud... ¿no has pensado, di, que el sacrificio que me exiges es tan grave que merezca otro (y tú sabes cuál es) siquiera un poco parecido, de tu parte? No contestó la requerida. Un trismo43 más amargo de su boca marcó el frío de desamparos de su alma. -Siquiera un poco -concretó Jarrapellejos, en paso pleno a la franquezaporque no es igual lo que llamáis «vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía, expondríame 43 Trismo: contracción de los músculos meseteros (los que mueven la mandíbula inferior). 147 al escarnio de la pública opinión y al castigo de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya, ¿qué arriésgase?... ¡nada! Al revés... hubiera de ganar, en todos los sentidos. Por lo pronto salvaría la de su padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun así no fuese peor para una joven que el verse señalada con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario, no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y consideradísima como señora respetable. Tu caso, vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi condición son incapaces de causarle daño a una chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble, que antes me cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el tiempo, sería también una señora, se casaría con su novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser un hombre de provecho, en vez de un pelagatos) o con el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo! Pálida Cruz, muy recogida en sí misma y muy abiertos los ojos hacia el suelo, suspiró. Él recalcó, dando una palmada en la mesa, e indicando inmediatamente a su derecha la caja de caudales: -¡Yo te lo prometo! Y no debes dudar que le sea difícil cumplirlo a don Pedro Luis Jarrapellejos, a mí, a quien juzgas tan capaz de mandar en la justicia..., a quien te invita en garantía a que ahora mismo tomes de esa caja mil duros más, si gustas. Acepta. Déjame pasar esta noche... en tu casa; y mañana, para encontrarla trocada por siempre de la pena al alborozo, de la estrechez a la abundancia, volverá a ella tu Roque. Rígida la figura negra de Cruz, se levantó; quedó momentáneamente apoyada en la butaca, y como una sombra dolorosa partió en demanda de la puerta. -¡Cruz! ¡Cruz! ¡Oye! Estupefacto don Pedro, la miraba. ¿Qué quería significar la muda y repentina decisión? ¿Iría a consultar con Isabel, con el marido?... Abría. Salía. -¡Cruz! ¡Cruz! ¡Pero... mujer!... Bien... ¡Piénsalo! ¡El plazo es corto!... ¡Siempre espero, no lo olvides! 148 Solo ya, el un poco defraudado omnipotente, apoyó la sien en la mano, el codo contra la mesa, y cerró los ojos. -«¡Vendrá!» -fue la reflexión que le hubo acudido en un segundo. Volvió al salón, y díjole al juez, de asiento a asiento, inclinándosele al oído: -Lleve usted aún más despacio la causa esa del incendio, don Arturo. El jorobadito leía una composición de nocturnos de Chopin y marquesas empolvadas44 . Mirando a su discípulo, don Pedro pensaba en Isabel. No habíale mentido a Cruz en lo de «la noble lealtad de su cariño». Ya él propio, pesaroso de mantenerle a Zig-Zag el equívoco de la deshonra de la esquiva, tardó apenas veinticuatro horas en confesarle la verdad. -«No, no fue Isabel, sino Petra, la que tú viste conmigo anoche por la luna». Le refirió la entrevista con Sabina. Cuando él estaba oyéndola contar el casi escándalo que la armó Cruz al oírla, segunda edición del que le hubo formado a la Sastra poco antes (¡enojaríala que la tuviesen en lenguas de alcahuetas!), llegó con el cántaro Petrilla, tan crecidita y tan mona con su boca de piñón, que inmediatamente se antojó de ella don Pedro y declaróselo a la madre; consultada la chicuela, resistió al principio, avergonzada, ¡natural!... pero quedó pronto conforme. Cien duros el ajuste, y previo pago. Admiró Zig-Zag el precio respetable: -«Bueno, claro, ¿era mocita?» -«Ah, toma, pues si no, ¿qué gracia iba a tener?» La madre lo garantizaba, y el más que experto pudo en el trance confirmarlo. ¡Sí, sí; no era hombre de quien pudiese perdurar la vengativa vanidad de dejar creer deshonrada a la honradísima! Harto sufría Isabel desde que a la mañana siguiente del incendio prendieron a su padre. Procesado el infeliz por más o menos probabilidades de culpa, y por habilidades del Gato, ni el mismo don Pedro Luis, con todo y ser el magno dignatario que de las públicas cuestiones de La Joya y su comarca conocía los más recónditos misterios, sabía lo que en ésta pudiese haber de fondo de verdad. 44 Como antes sucediera con los versos de Gabriel y Galán, pero por distinta razón, los «nocturnos de Chopin y marquesas empolvadas» son motivos, de filiación romántica y modernista, por completo ajenos a la realidad de la novela, característicos de una poesía provinciana elaborada de espaldas a su propio entorno. 149 La clave teníala el Gato, en la malvada intimidad de su conciencia. Él le prendió fuego a las eras. Despierto aquella noche por los perros, y echando de menos en la parva a la Petrilla, supúsola de aventura con el novio. Cogió la escopeta y comprobó que también Melchor faltaba de su parva. Rondó, descubrió de lejos a Zig-Zag, recordó inmediatamente el fracaso de su querida con la Cruz, y empezó a dudar si Petra estaría con Melchor o con don Pedro. Puesto de espía ¡oh!, la vio últimamente llegar escoltada por éste. Primero siguió a don Pedro, que ya se había reunido con Zig-Zag, resuelto a esquivarse de la luna y, en un sitio a propósito, descerrajarle un tiro por la espalda. Mas no halló el sitio oportuno, siguiéndoles buen trecho; y el no poder matar también al otro impunemente, con una vieja escopeta de un cañón y de carga por la boca, le hizo desistir. Vuelto a la era, la rabia por la chica, cuya virginidad le habían birlado, igual que la de las hermanas, le impulsó al deseo de abrasarla viva al mismo tiempo que a la madre. Sobrevino el incendio, acudieron las gentes, y antes que nadie los vecinos, entre ellos Roque... Por cuanto a Petra, escapó libre, y Sabina con unas chamuscaduras en el pelo. Pues bien; al nuevo día, cuando el Juzgado empezó las actuaciones, el Gato tuvo otra idea diabólica que, garantizando «su inocencia», y aun su vigilancia como guarda, pondríale en situación de ser gratificado por aquel a quien no le pudo largar el escopetazo. Fue a verle, y le plantó: «Misté, don Pedro; sé que la Isabel y su madre se le niegan, entestás45 ..., y a pesá del dineral que las ofrece..., y vea osté aquí que como esto del necesitá y de la miseria es custión de apreta más o menos que te ajogo, por el fuego de anoche se pue metel al padre en chirona, y quear a dambas en el brete de que no tengan más remedio que ablandase. Afigúrese, don Pedro Luis de mi arma, lo que despué de la langosta, en mayo, y de la deuda con osté, y de quemá la era, será de la chica y de la Cruz si se las obligase a vendé la ermita y la tahona pa atendé a los papelorio der Jusgao». Don Pedro iba abriendo tanto así de ojo. Recto, sin embargo, rechazó: -«No, Ramas; no dudo que fuese decisivo; pero, sin razón, por nada haría una judiada». -«Es que la hay -repuso el Gato, que llevaba madura su intención-; 45 Entestás: tercas. 150 primeramente, yo, que vigilaba cumpliendo mi debé, vide a Roque sentao, como d’estudio, e’una peña der rastrojo; luego le vide jui, apenas er fuego escomenzó..., pa fingí que gorvía a apagalo con su gente; y si se tie en cuenta, d’una parte, que debía está desesperao, porque las cuatro espiga que tenía no le hubián de da pa saldale a usté la deuda, por lo que, mar pagao, quemándolas, se quedría disculpá con la desgracia, y si s’atiende, ademá, que debía encontrase irritao por la zapatiesta que su mujer tuvo con Sabina por la tarde, na e particular tie que, temiéndome a mí, y no siendo quién pa buscanos cara a cara, quisía tamién metele mecha a la parva por achicharral en venganza a la Sabina». ¡Hombre! ¡Hombre!... Cambiaba el asunto. De añadidura, unos espartos secos recogidos por el juez junto a la hoguera, y con los cuales sin duda el fuego se inició, parecían pedazos de otras sogas iguales que «supo» encontrar el Gato en el sombrajo de tío Roque. En fin, que meditó don Pedro: el azar favorecíale, sin que él pusiera nada de su parte. -«¡Hala! -le dijo al Gato, de paso que le gratificaba, por lo pronto y por su buen servicio como guarda, con un billete de diez duros-. Ve y presenta la denuncia». A las dos horas, Roque ingresaba en la cárcel. Y el Gato, radiante con sus cincuenta pesetas, se fue a una taberna y púsose a beber y a comentar la prisión de Roque Salazar con los señoritos del Curdin. Borracho Saturnino, en el período bravo de león, juró que «ni el profesor ni nadie se había de acostar antes que él con la Fornarina, aunque fuese robándola una noche». Asimismo, con su borrachera, el Gato volvió a su domicilio a punto de las once; empezó por atizarle una felpa a la Sabina, hasta que le entregó el dinero recibido de don Pedro por la venta de Petrilla; llamó a Petrilla, púsola como un reverendísimo guiñapo; tiró de puñal, por último y, quieras que no, trincó a la madre del pescuezo, la enchiqueró en un cuarto... y en la cama del de enfrente tumbó a la chica y la gozó, mientras que a través de la cerrada puerta gritábale la otra: -«¡Sí, sí, anda, ladrón..., cabrito...; pero te chinchas, que s’acostao cuarenta veces con Melchó, y le hamos vendío el virgo lo menos a catorce!» El Gato, al quitársele de encima a la muchacha, la escupió en la boca y le partió un labio y le hinchó un ojo de dos terribles puñetazos. Cogió su escopeta y su bandolera de chapa. Salió. Se fue a las eras. 151 No había hecho más que desaparecer calle arriba, cuando calle abajo, lleno de sudor y de tamo, llegó Melchor y entró en la casa. Empuñaba la navaja en el bolsillo, iba con la santa intención de darle a Petra un navajazo en la barriga. Se asombró y se apiadó al encontrarla llorando en un rincón y sangrando de la boca. No la veía desde anoche, temeroso él de acudir al fuego que creeríase prendido por su bruja voluntad. Sacaron a la madre del encierro, y ésta la emprendió inmediatamente con la hija a bofetadas. -«¡Cochina... si tú también lo estabas deseando! ¡So guarra!... ¡Hija de... tu tío!» Contaba a gritos lo que acababa de pasar, y aquello otro de los catorce que precedieron a don Pedro; y las bofetadas y las coces para la muchacha arreciaban de tal suerte, que a fin de librarla de ellas tuvo que emplear Melchor todo su esfuerzo. Como loca escapó Sabina hacia las eras, en busca del Gato, para seguir llenándole de insultos... Curó entonces Melchor a su novia, con trapos y vinagre; y en la gratitud de ella y en el estupor de él, por la inesperada extensión de los catorce del agravio (del agravio que creía él de uno, de don Pedro), Petra, enternecida, tuvo que ponerse a confesarle que su madre exageraba..., que únicamente, desde hacía seis meses, y por acuerdo de ambas y precios varios (nunca menos de veinte duros), se había acostado con cinco señoritos... ¡Ah! Pero le quería a él, tan sólo a él, a Melchor; y le abrazaba y le besaba, mirándole con pasión llorosa por el ojo que habíale dejado la venda descubierto, y se disculpaba de haberle faltado anoche, en razón a que los cien duros de don Pedro, que ahora habíalas quitado el Gato sinvergüenza, pensó ella dedicarlos a comprar una tierrita y el ajuar para la boda... ¡No, no quería imitar a las hermanas en su oficio! Naturalmente, acabaron cerrando la puerta y acostándose... Treinta días después, y no sin que, de buen acuerdo el novio, Petra -siempre como mocita garantizada por la madre- les sacase lo bastante para una viña y el ajuar a otros cuantos señoritos, el último el Garañón, y el penúltimo, tras de Mariano Marzo, que en una soberana y generosa turca largó setenta duros, Gómez..., con lujo de despachos cerrados inclusive, se casaba con Melchor. Y ésta era la boda de rumbo popular en que, a más del Gato, Gómez, el Garañón, Mariano Marzo, Exoristo, Saturnino y otros cinco o seis del Curdin, habían estado Barriga, el juez y don Pedro Luis Jarrapellejos, 152 antes de venir a reconfortarse el alma con Gabriel y Galán, con el idílico y supremo cantor de las costumbres patriarcales. Todos le habían cambiado largas sonrisas a la novia, hecha, por cierto, una monada; y observándose mutuamente, había ido pensando de los otros cada uno: -«¡Bah, la quiere conquistar! ¡Si el pobre Melchor y éstos supiesen que ya la tengo yo pasada de registro!...». 153 VI Otra boda de rumbo aristocrático, cuyos grandes preparativos traían preocupadas y absortas a las gentes, era la del conde. La casa de doña Antonia veíase convertida en centro de reunión de las muchachas. Ernesta no salía, atareada dirigiendo las costureras, bordadoras y encajeras, que llenábanla de ropa blanca los armarios. Aparte la recibida del Louvre, de París, y de los trajes encargados a Paquín, tres de regio fausto, y once al madrileño Córdoba, modelos de La femme chic servíanla para ir confeccionando verdaderos prodigios de sábanas, cuadrantes, stores46 misteriosas, manteles, servilletas, servilletitas para dulce, para té, para champaña... -«¡Qué barbaridad! ¡Y que no olvida la corona! comentaban las amigas-. ¿A santo de qué necesita tanto la criatura?» Surtido el conde de estas cosas de servicio general por los ajuares de sus tres esposas difuntas, sólo explicaríase la esplendidez de Ernesta (que acompañada de tita Antonia, y recibida por la madre de Saturnino había inspeccionado una mañana su futura residencia) porque no la gustase nada de las otras o porque quisiera echar el resto en trapos, ya que no aportaba capital al matrimonio. Volvíala loca el condesado. 46 Stores: estores, cortinas. 154 No veía nada en aquellos excelentes figurines, que no se la antojase. Un día, las cajas de París, entre sombreros, corsés y medias por docenas, trajéronla unos extraños gorros y bastones. Otro día, las cajas de Londres trajéronla un raro vestido de falda corta. Las amigas, que ignoraban el uso de esto, así como el de muchas de las confecciones que bajo la personalísima inspiración de Ernesta iban floreciendo con sus sedas y matices delicados, alegrábanse, al objeto de informarse, de que la ingenua Jacoba Marín la interrogara. -«Un saut de lit, mujer» -«Un pase de table» -«Un traje de lawn-tennis» -«Un alpenstok» -«Un plaid y un pasamontañas47 » -«Bueno; pero ¿para qué?» -«Para al levantarse» -«Para la mesa, corrido encima del mantel» -«Para apoyarse y abrigarse en las montañas, por la nieve» -«Para...» -«¡El colmo! Nieve aquí, con un sol de justicia, y pensar en jugar a la pelota como un chico...» -«¡No, niña, nieve, en los Alpes, cuando viaje!» -aclaraba Ernesta-. Y Orencia, en nombre de las demás, dándoselas de avisada, aclarábala también: -«¡Sí, tonta, hija, la pelota, el lawn-tennis... pareces simple!...» Proyectaban una sociedad de tennis, que las distrajese en el invierno. Y a la verdad, si tales lujos fuesen un derroche innecesario, según el propio conde, sonriendo, en sus discretas y breves visitas de las doce, le indicaba a la novia alguna vez, había que conceder, al menos, que Ernesta superaba en elegancia y distinción a las tres condesas anteriores, y a cuanto nadie pudiese haber soñado nunca en La Joya. Oíanla las joyenses señoritas; miraban y remiraban cada nuevo encanto de encajes y de cintas cada tarde, y sentadas en la honda sala convertida en taller, con luces al jardín, charlaban al mismo tiempo que aprendían. Incluso las más envidiosas y rebeldes se habían rendido a la íntima evidencia de que era Ernesta una excelsa profesora del buen tono, del buen gusto; y, en tal sentido, siquiera, digna como nadie de la condal corona que tanto prodigaba. La iban imitando, poco a poco. Aunque a la reunión de curiosas los muchachos no asistían, dos, Cleofé y Gilito Antón, eran admitidos con sus novias; y así, junto a aquél, la simpática Eduvigis Porras, que antes cuidaba siempre de reír detrás 47 Otros objetos suntuarios nunca vistos en La Joya: salto de cama, sobremantel, traje de tenis, un bastón para la nieve, una manta de viaje... 155 del abanico, por no mostrar el sarro de los dientes de abajo, a pleno descuido reíase ahora, luciéndolos tan limpios; así también en otro rincón, amartelada con el primo, guapísimo en la elegancia azul de un uniforme de cadete, Purita Salvador, que tiempos atrás solía avergonzarse de las manos, podía despreocupada cruzárselas de dorso sobre el vientre, para lucir lo repulido de las uñas, de paso que disimulaba la enorme hidropesía todo lo posible. La enfermedad no la amenguaba el buen humor y la alegría de ir con el novio al cine, a los paseos, a las reuniones. -¡Pobre Purita! ¿Cuándo te operan? -¡No sé! -respondía mimosa ella a estas preguntas de cariño-. Mamá y Barriga querían inmediatamente; pero ya esperaré a que se case Ernesta, a que la feria pase y a que Gil se marche a la Academia. -¡Haces bien! -aprobábanla todas, y en especial Orencia, tanto porque la rubita aprovechase las diversiones del verano, cuanto porque, como vecina, servíala de disculpa para acompañarla y estar entre las jóvenes. Y era Orencia, cabalmente, la que más sabía sacar de la «profesora de buen tono». Sus dientes, sus uñas, su pelo, que nunca, a la verdad, estuvieron en el abandono de las otras, rechinaban de brillo y nitidez. Los pies se los cuidada de manera que ya podía acostarse sin medias con Pedro Luis, y la daba pena no ir descalza a las visitas. Además, atenuada de pinturas, andaba en autoobservaciones al espejo para acabar de desecharlas; y en idénticos designios parecían metidas la preciosa, la cojita Encarnación Alba, Dulce Marín y las Jarrapellejos. Un recuerdo le turbaba frecuentemente a la femenina tertulia el regocijo: el de Octavio. Ausente por heridas de orgullo, por herida también del corazón, quizás inconfesable, su sombra parecía flotar sobre los aprestos fastuosos de esta boda. Partido hacia Madrid apenas confirmó los propósitos del conde, se trasladó luego a San Sebastián, más tarde a Biarritz, y, ya exaltado en la emoción nueva de las lejanías y lo extranjero, a París..., desde donde hacía un mes iba enviándole a Dulce Marín breves saludos en postales de vistas lindísimas y con el timbre especial de procedencia: -Tour Eiffel: première étage; seconde étage; troisième étage. -Bois de Boulogne: restaurant du lac. -Bal Tabarin. -Taverne 156 Olimpia...48 Estas últimas reproducían mujeres lujosas como reinas, frenéticamente desaprensivas como diablos en orgías de mágicos salones. «¿Eh?... Mirad, ¡de Octavio!... ¡mira, Ernesta!» Miraban, miraba Ernesta..., y las otras notaban cómo la futura condesa palidecía, perdiendo largo rato su atención febril a las cintas y a las sedas: «¿Eh? ¡mira, mira qué mujeres!... ¡se comprende que en París se olvide La Joya! ¡que no quiera Octavio volverse de París!» ¡Bien elegida la maligna y desahogada Dulce para mortificar a Ernesta con los desdenes del ausente!... No la nombraba éste, jamás; no indicaba siquiera dirección para que Dulce pudiera contestarle. Una de las postales reproducía la avenida de los Campos Elíseos con dos divinas amazonas, en bombacho, montando a horcajadas, como hombres. Otra, del Cabaret49 de L’Enfer, de Montmartre, acompañábase de una cajita dentro de la cual venía un minúsculo y monísimo esqueleto... Dudas. ¡Ah! Contempláronlo sombrías. ¿Querría el altivo expresar que su pasión por la falsa, que el despecho y el dolor que hiciéronle alejarse de ella en fuga de casi trágica melancolía, hubiesen muerto, o simplemente mandaba el esqueletito de pasta de marfil, articulado con alambres, como muestra del esprit de los franceses?... ¡Ah! ¡ah! ¡París! ¡El prestigio que le daba a Octavio aquel París, donde nunca había estado nadie de esta Joya, ni el conde, con ser conde!... Y Ernesta, meditando esto, abrumada por la dolida y simpática admiración creciente que todas le rendían al que pudo ser su novio; dudando, además, si encargarse de calzón o de falda un traje de amazona (¡claro, bah, aprendería la equitación!), dijérase que continuaba dirigiendo los tantos primores de su ajuar, más con el pensamiento puesto en la hechicería del París de maravilla, donde Octavio se encontraba, que no en la misma Joya, donde ella hubiese de vivir sin rumbos de condesa. Sentía los latigazos de desdén de estas postales. Su parquedad aún la acentuaba el hecho de saberse que el altivo, al mismo tiempo, le escribía largas cartas a Cidoncha. 48 Lugares turísticos de París, la torre Eiffel, el bosque de Bolonia (el más grande, junto con Vincennes, de los parques de la ciudad), la sala de bailes Tabarin y la taberna Olimpia. 49 Cavaret, en el original. 157 Tampoco en ellas la nombraba. «Querido Juan: ¡Cuánto al dejar esas tierras, y con la pena de tener que compararlas, se siente uno como nuevo, como un hombre que renaciera a las grandezas del mundo sobre el olvido y la vergüenza de las pequeñas mezquindades que ahí nos encarroñan! El Bidasoa opera tal milagro. Basta cruzarlo para recibir la oleada noble de la vida. Es inconcebible, pero cierto; un río, un puente... y atrás quedan unas verdes montañas, por cuyo embellecimiento no hizo nada nadie, sino Dios; una raza famélica y enclenque, y unas mujeres que le prestan ridículas seriedades e importancias de ídolo chino a su beldad..., mientras que, a la opuesta orilla, el paisaje salpicado de cultivos, de chalets, es bello y artístico, los hombres fuertes y con cara de salud, y las mujeres, bonitas todas porque comen, llanas y afables, como quien sabe que no es ningún don sobrehumano la belleza...» Aparte tal única y vaga alusión a lo que pudo haberle convertido en ciego juguete de la hermosa casquivana, lo demás de la correspondencia consagrábalo el viajero a comentar sus impresiones. Amenas e instructivas las cartas, Cidoncha se las leía a los del Liceo, por lo que contenían de transcendentes, y a Isabel por lo que entrañaban de filosófico consuelo para la infelicidad de la infeliz, que él no podía dulcificar de otra manera. El cariño a ella y a la madre, acrisolábaselo en veneraciones santas al martirio de las dos. Consternada Isabel cuando sobrevino aquello tan absurdo de ver a su padre preso, encima de que el incendio acababa de arruinarlas, llorando, y relacionándolas con la infamia de la prisión, le había referido a Juan, ya que antes, por delicadeza, no lo hizo, las proposiciones de don Pedro. Y por delicadeza, por respeto a los decoros de la digna, Juan hubo de dominar sus indignaciones sin pedirle cuentas al déspota, que fácilmente se sinceraría de su no intervención en el proceso, y no quiso siquiera desenmascarárselo a la gente del Liceo, concitando contra él los odios populares. Una cualquier imprudencia, degenerada en escándalo, pudiera excitarle los enconos de un modo todavía más peligroso para ambas desdichadas. Sólo a Octavio le escribió lo del encarcelamiento de Roque, limitando la amargura de su queja a esta apostilla: -«¡Miserias de La Joya! Motivos hay para creer que obedece todo al vil maquiavelismo de un desesperanzado de Isabel». Y como el deslumbrado de París no 158 pareció concederle a esto mucho aprecio, lo mismo que no parecía interesado por absolutamente nada que a La Joya se refiriese, Cidoncha, que no le hablaba del pueblo, ni de Ernesta y su boda, respetándole la voluntad de olvidos no volvió tampoco a hablarle del asunto. Los ímpetus de Cruz, capaces de engendrar el peligroso clamoreo, supo aplacarlos a fuerza de consejos sensatísimos. Pagándole en gratitud y estimación, ella le autorizó a visitarlas, como novio de Isabel, por hallarlo preferible a que se siguieran viendo en casa de los abuelos. Poco o mucho, algún respeto infundiría para quienes carecían de mejor amparo contra las villanías de La Joya y del bárbaro cacique; y, por lo pronto, tuvo la eficacia de limpiar de grotescos tenorios la escalinata de la cruz. Desamparadas, sí, a no contar el moral apoyo de la prudencia, del talento de Cidoncha, y de su firme fe en el triunfo final de la justicia. El aislamiento en que ya vivían de siempre, por la falta de vecindad en el descampado de la ermita y por la especie de secuestro que el asedio de los señoritos habíala impuesto a Isabel entre las gentes de su clase, acrecíase ahora casi hasta el horror al apestado -no obstante la recóndita piedad que inspiraba el desafuero que con el buen Roque cometíase-, por el mero hecho de sospechar todo el mundo que danzaba en la cuestión don Pedro Luis. Lloraban ellas, lloraban... iban a ver al preso en compañía de Cidoncha, y, dignamente rechazándole a éste los pobres auxilios pecuniarios compatibles con su sueldo, trabajaban con ahínco en la tahona ayudadas por el viejo abuelo en los acarreos de la jara y de la leña. Juan sentía más de una vez una lágrima en los ojos al ver aquel pan, que bien podía decirse que Isabel amasaba con su llanto. ¡Isabel! ¡Su Isabel! ¡La buena de cara y alma dolorosa, que tenía como jamás la expresión inefablemente bella de la Pura que él pintó y que ya lucía en las procesiones el estandarte de las Hijas de María! Volvió a contemplarlo una tarde, el lujoso estandarte aquel de seda azul, de barra y cruz de plata, y la congoja del corazón hízole pensar que él, para que entre la crueldad bestial del pueblo la paseasen con fervor de seres otras vírgenes esclavas, había exaltado en efigie de mártir a la divinamente humana Isabel que al lado suyo y de la madre iba lenta recorriendo hacia la cárcel su calvario. Fue tanta la emoción de Juan en esta tarde, ya vueltos a la ermita, al ver llorar a las dos mujeres abrazadas, que, llorando también, de un 159 impulso abrazó con el mismo abrazo a ambas y las estrechó a su corazón a la vez que proponía: -«Cruz, Isabel... ¿Quieren? ¡A escape! ¡Desde hoy mismo, Isabel... lo arreglamos todo y nos casamos!...» ¿Sorpresa? De la precipitación, de la inoportunidad; no de la intención. Preso el padre, debía esperarse, a fin de que no fueran luto y dolor los contentos de la boda. Todavía el ansia del noble por compartir el martirio, por adquirir con mayor responsabilidad el derecho a defenderlas, le hizo en los días siguientes insistir; pero Isabel le glosaba dulce las razones de la madre; y entonces, solos muchas veces -porque aquélla abandonábalos para atender a sus quehaceres, para salir incluso a la venta del pan, confiadísima en la virtud de su hija y en la corrección del futuro yerno, no necesitadas en manera alguna de la ofensa de guardianes-, sentados uno junto a otro, o ella amasando y la silla de él cerca de la artesa, charlaban de sus esperanzas, fiadas al fin a los estudios del profesor para unas oposiciones, o leían las cartas de Octavio y las iban comentando gentilmente. «Sí, es desastrosa la comparación de España con Francia. Aquí se adquiere el triste convencimiento de que ése es un país pobre, atrasadísimo, punto menos que perdido. Ni los que más creen tener, tienen nada que merezca la pena en cuanto salen del marco patrio de miseria. Los grandes hoteles de Biarritz, por ejemplo, reservados a los potentados del mundo, por rara casualidad ofrecen en sus listas un nombre español. En cambio, el Hôtel Salins, modesto, de diez o quince francos, aunque cómodo, aloja a lo más conspicuo de la aristocracia madrileña. -«¡Estamos así mejor, como en familia!» -discúlpanse, al modo de aquel que viajaba en tercera por comodidad-. Menos mal que se conforman; y menos mal, también, que, gracias al automóvil que no olvidan nunca traerse, les dan a sus plebeyos compatriotas una impresión de fausto por la playa, por las calles. No comprendo, querido Juan, cómo los hombres políticos que viajan puedan recruzar la frontera sin un firme designio de reconstitución interior, en todo, que nos libre de vergüenzas ante Europa». -Es listo, es buenísimo ese Octavio, ¿verdad? -decía Isabel. El profesor, enteramente obligado con ella a las sinceridades, respondía, procurando no ofender las ausencias del amigo: -Sí; cuando menos, es de lo mejor que suele encontrarse por ahí. Su defecto capital es el orgullo. 160 Leía otra carta: «He atravesado la Francia, desde Hendaya hasta París, y ante el jardín que es esta tierra, con sus ríos canalizados, con sus hermosos cultivos, con sus limpias aldeas como vergeles en donde a menudo humean las máquinas agrícolas, me ha hecho llorar el recuerdo de aquel expreso que me trajo por los ingratos llanos de Castilla, con sus pueblos sucios de moscas y de estiércol, tan maravillosa como estúpidamente cantados por la musa de Gabriel y Galán, por la prosa de Unamuno y por el pincel de Zuloaga. La historia, la tradición, la rutina, nos ahogan, nos aplastan. Es necesario romperlas para surgir hacia el presente, hacia el progreso». Otra carta decía: «Madrid, ¡oh! ¿Ves la calle de Alcalá en un día de toros con Bombita50 (creo que no puedo concretarte motivo de mayor animación...)? Pues así están todos los días y a todas horas, de gente y de coches, los bulevares y cualquier calle del centro de París. Pero, además, ¡qué diferencia de todo con todo! En Madrid parece que, al edificarlo, faltó el terreno, según se iba trazando cada calle y cada plaza; aquí cada plaza y cada calle tomó el espacio necesario para ofrecer inmensas perspectivas. No podrás imaginar nada más grandiosamente bello que esta enorme urbe, capital del mundo y como del alma de la civilización, cruzada de aeroplanos por los aires, de lindas naves de transporte por el río, de un verdadero tumulto de coches y de autos y tranvías por el suelo, y de trenes a setenta kilómetros de marcha por debajo de la tierra. Las estatuas, generalmente, en vez de ser de mármol, son doradas, de metal; una alada maravilla, con ellas, en triunfos de trofeos y de caballos, el puente de Alejandro III. Las del Hôtel de Ville brillan perdidas en lo alto como áureas gracias del moderno arte sobre las vetustas y seculares moles de granito. La de Juana de Arco tiene la guerrera solemnidad del histórico heroísmo contemplando lo moderno. 50 Bombita: Ricardo Torres Reina (Tomares, Sevilla, 1879) comenzó a torear como banderillero en agosto de 1895 en la Plaza de Jerez de los Caballeros. En Madrid hizo su presentación en marzo de 1897 y el 20 de septiembre de ese mismo año en la feria de San Miguel de Sevilla confirmó su alternativa de manos de Guerrita. Fue muy popular la competencia entre Bombita y Rafael el Gallo. Falleció en Sevilla el 19 de noviembre de 1936. 161 La de Alfredo de Musset, blanca, ésta sí, está familiarmente en medio de las gentes, en el rincón grato de una acera, y las lindas midinettes51 se paran a leer en el pedestal de piedra el verso de suspiro... ¡Oh, Juan!, lo infecto, lo mezquino de nuestras ciudades, Madrid, Sevilla, muchas veces mantenido con su prístina porquería en nombre de lo histórico, aquí, y sin que nada por ello pierda lo históricamente digno de conservación, no existe más. El arte y la vida tumban cuanto les estorba con sus propios hálitos de creador progreso, haciendo sobre lo viejo florecer sus maravillas». Más metidas en la intimidad de las costumbres, otras cartas eran de este estilo: «Con mis prismáticos, con mi Baedeker52 , pláceme, igual que a Víctor Hugo, mirar a París desde la imperial de los tranvías. Me toman por inglés. Huyo de españoles. De rato a rato, a pie, por barrios diferentes, busco al azar lo pintoresco. La Foire de Paris, celebrada anualmente en un antiguo Cuartel de la Place de la République, sirve para exponer las novedades industriales de creación francesa: he comprado tinteros, timbres, microscopios, juguetes ingeniosísimos, cien monadas diminutas; un franco, dos; serán novedades en España dentro de muchos meses, y costarán quince o veinte pesetas. Pueblo que come, que come (insisto en ello, porque es fundamental), los restoranes excelentes y baratos abundan: en uno de la Porte Maillot sirviéronme ayer el almuerzo de un franco cincuenta, que importaría cuatro o cinco pesetas en Madrid: así comprenderás que los obreros, las muchachas de taller, con sueldos de seis a doce francos, los frecuenten; la música de su conversación los anima. Pienso que las mujeres de Francia son más delicadas por razón de su lenguaje, lleno de inflexiones musicales. No hablan; parece que cantan. Habitúalas el oído a la armonía y acaban por ser armónicas. No tomes esto, Juan, como una observación optimista de viajero dispuesto a embelesarse. Tiene su importancia y hasta su fisiológica explicación dentro de la orgánica y 51 Midinettes: modistillas. 52 Baedeker: guía de viajes (nombre tomado del apellido de una familia de libreros alemanes). En 1855 apareció Paris und Umgebund, traducida pronto a todas las lenguas de Europa, uno de cuyos ejemplares maneja sin duda el protagonista. 162 refleja receptividad emocional educativa; si no, fíjate en qué bien, sin verlas, por el timbre de la voz, sabe uno distinguir a una marquesa, por ejemplo, de una bruta lavandera: ésta nos lastima con monótonas rudezas; aquélla cautiva con su ritmo. Lo saben los cómicos, que para representar papeles de príncipe hablan con damas aflautadas. En cambio, al jurrajamalajá de los salvajes le sobran las rudas jotas y las erres. También a nuestro idioma español le sobran todavía muchas erres y jotas de salvaje, mucha rudeza de la que transmite de constante e insensible modo al alma popular. Aquí, diríase que todas las mujeres son marquesas. Y marqueses los hombres. Aprenden unas y otros desde niños. Delicadísimos espíritus tal vez formados por el pentagramático dulzor que les empieza a arrullar desde la cuna. Crecen, y van a tomar el sol en los jardines, echándoles pan a los pájaros; los veo yo, así, por las mañanas, en las Tullerías, en Luxemburgo53 , rodeados, acosados de esos mismos gorriones que en España huyen de las trampas y peñascazos de los chicos. Crecen más y van al Barrio Latino a aprender nuevas suavidades de libros y de amores; el Bul Mich (Boulevard Saint-Michel), es un encanto a media noche; las terrazas de los cafés están llenas de parejas juveniles: son el estudiante de Medicina, de Leyes, de Letras, y la obrerita romántica y gentil, acaso futura grande artista, quizás presunta gran cocota, que llena de idílicas visiones de Alfredo de Musset54 , se entrega a su amor y a su lindo amante sin pensar en el precio y en la tasa, que es lo primero en que se fijan las modistillas madrileñas. No de otra suerte estos alegres muchachos, en el gran libro de la realidad, del amor, de los amores, de lo más hermoso de la vida, aprenden sutiles gentilezas que ya siempre perduran en su trato y su veneración a la mujer. Los estudiantes españoles, sin estas criaturas deliciosas, al revés, se ven forzados a trocar su ilusión de flor en desengaño con sucias prostitutas que les envenenarán la sangre de enfermedad, y el alma, para siempre ya y para con todas las mujeres, 53 Luxemburgo: lugares céntricos de París, la Plaza de la República, la Porte Maillot (el más excéntrico, entre la Porte Dauphine y de Camperret, a medio camino entre el Arco de Triunfo y el Sena), las Tullerías (un jardín situado entre el Louvre y la Plaza de la Concordia) y Luxemburgo (otro jardín junto al bulevar Saint Michel, mencionado más adelante). 54 Alfredo de Musset: poeta romántico francés (1810-1917). 163 de idea de venta y de cosa deseadamente despreciable, de bestialidad, de tiranía, de grosería... Comprende, pues, querido Juan, que una masculina juventud cual la de aquí, educada en el culto a las mujeres, a las flores y a los pájaros, pueda engendrar una gran nación de hombres, respetuosa para todo, y para los derechos del débil especialmente. ¡Mi afán, cuando vuelva a ésa (y habrás tú de ayudarme), te lo juro, se cifrará en ser diputado, por deberes de conciencia, por derechos de razón, para ver de ir haciendo en nuestra pobre patria, cuanto antes, algo muy distinto de lo que por culpa de ministros débiles o tontos y de tiránicos caciques, nos tiene desde hace tiempo convertidos en el justo oprobio de la Europa! Francia, París, admírate, me van sirviendo para aprender españolas vergüenza y dignidad» Algunas de las cartas, las que eran como ésta, especialmente, arrancaban a Isabel mudas lágrimas por La Joya, por la España de atraso y maldición en que se ahoga y en que cometíanse infamias y brutales desconsideraciones como la que se estaba realizando con su padre, y con ella misma involuntariamente puesta a puja de estúpidos postores... Y el novio, entonces, para atenuar aquel penoso exceso de consuelo que habríala dado la reflexión de no ser ella la sola desdichada en un país de generales desdicha y tiranía -consuelo extraño, producido a costa de amargárselo después con el ansia inasequible de otros lejanos parajes en los que las gentes, según lo que Octavio relataba, disfrutasen las venturas plenas de la justicia y de la humana dignidad-, dedicábase, siempre exacto, siempre ecuánime en sus juicios, a desvirtuar en no pequeña proporción las visiones alucinadas del viajero. Juan hallábase persuadido de que la civilización, representada en su máximo esplendor por Europa, y aunque rodando a torrentes hacia un próximo porvenir magnífico, cruzaba moralmente todavía, a pesar de sus automóviles y aeroplanos y telégrafos, un período semibárbaro. Entre unas naciones y otras apenas hallaba más diferencias que un poco de riqueza y de sabiduría industrial y comercial; pero, en el fondo, todas lo mismo, bastando sacar ligeramente las brillanteces de Londres, de París, para que apareciese, y tal vez más espantoso en el contraste, lo inicuo, lo podrido, lo brutal... Bastábale leerle a Isabel los telegramas extranjeros de la Prensa, en comprobación de sus palabras. Un periódico cualquiera, del día -El Socialista-, de los que él solía llevar por los bolsillos: 164 «Londres, 12. -Según una estadística sobre la mendicidad en esta capital, resulta que en 1º de enero del año actual había en Londres 7.654 pobres menos que en igual fecha del año anterior. En proporción con la población en general, hay actualmente en la capital de Inglaterra un 21,7 por 1.000 de mendigos. En 1872 esta proporción era del 43 por 1.000. Dícese en el documento de donde entresacamos estos datos, que la disminución del pauperismo que viene observándose desde 1910 se debe a la ley que asegura pensiones para la vejez. -Bernard Murdock55 ». El Imparcial56 : «París, 14 (6,25 tarde). Tres muchachas de veintitrés, diez y nueve y ocho años, y un joven de quince, hermanos los cuatro, y apellidados Brucker, se han arrojado esta madrugada al Sena, de donde fueron extraídos por la mañana sus cadáveres. La causa del espantoso suicidio colectivo ha sido la absoluta carencia de los más indispensables elementos de subsistencia. La infeliz familia tenía forzosamente que mudarse hoy de domicilio, arrojada a la calle por el casero, y ni aun ropa poseían los cuatro hermanos para salir a la luz del día. El padre de los jóvenes suicidas está a punto de volverse loco de dolor. -Romero». También de El Imparcial: CRÍMENES SOCIALES Un sabio muerto de hambre (De nuestro redactor en París) 55 Bernard Murdock: periodista inglés (1865-1948). 56 El imparcial: diario de difusión nacional (1867-1933), de ideología liberal moderada, que cubrió ampliamente los pormenores del crimen de Don Benito (1902), del juicio (1903) y de las ejecuciones (1905). 165 París, 20 (10 noche). A los ochenta y ocho años y en espantosa miseria, abandonado de todo el mundo, ha muerto hoy en París el famoso ingeniero Carlos Tellier, creador de la industria del frío. Los recursos que anteayer le concedieron algunas Sociedades, al saber por los periódicos la triste situación en que se hallaba, sólo le han servido para la mortaja. Y, sin embargo, Carlos Tellier es uno de los hombres que han producido más riqueza en el mundo. Hay mil grandes Compañías que funcionan gracias a los inventos de él, de los cuales se han derivado numerosas y florecientísimas industrias. En 1868 demostró la utilidad del frío seco para la conservación de las carnes, y en 1876, el «Frigorífico», buque construido por inspiración suya, llevaba carne fresca de Francia al Plata. Gracias a este procedimiento, se pudo traer a Europa desde la América del Norte diez mil huevos de salmón y se logró aclimatar y extender por nuestros países este preciadísimo pescado. Enumerar sus inventos sería excesivamente prolijo. Citemos sólo la utilización del gas pobre, que él demostró el primero prácticamente, abaratando así de un modo enorme la fuerza motriz. Sería curioso averiguar el número de centenares de millones que ha puesto en circulación en el mundo el ingenio singularísimo de este «apóstol del frío», como Pasteur le llamó, muerto de hambre en la ciudad europea donde más resplandece el lujo superfluo. -Romero»57 . -Así también Londres y París, a pesar de su delicadísimo culto por los pájaros -concluía Juan-, conservan hacia el niño y la mujer toda la indelicadeza imaginable. Junto a los ejércitos de destripadores, de apaches58 , 57 Tellier: Carlos Tellier (1928-1913), inventor del frío industrial. Desprovisto de espíritu comercial, murió casi en la miseria. Es autor de un libro titulado Historie d’une invention moderne. Le frigorifique (París, 1910), nombre dado, como se dice, al buque construido bajo su inspiración que llevaba carne de Francia a Argentina. Tellier muere el 19 de octubre de 1913: en la novela se recoge una nota de prensa, tal vez real, de El imparcial que cita una información periodística de “nuestro redactor en París” fechada el día 20 (pero no cita el mes). 58 Apaches: delincuentes, malhechores (el término se extendió desde París a otras grandes ciudades europeas). 166 de bandidos como los Bonnot y Caillemin59 de la banda trágica, tienen ejércitos de prostitutas, precisamente reclutadas, para escarnio de la humana dignidad, para escarnio del respeto hacia los débiles, entre esas obreritas de los versos de Musset, que extasían a Octavio, y tiene ejércitos de asesinos infantiles, como ese de quince años que acaba de degollar a toda una familia60 . Y, ya ves, Isabel, ciudades, naciones que por insensibilidad moral y falta de organización del trabajo y de escuelas, dejan morir de hambre a sus mujeres honradas y sus sabios, convierten a los niños en ladrones y a los trabajadores en pordioseros o bandidos y fuerzan a las muchachas a la prostitución en grado tal (130.000 prostitutas Londres; 72.000 París -últimas estadísticas-), no deben, no pueden pasar por más dignas ni cultas que España... 59 Callemín, en el original. La banda de Jules Bonnot (a la que pertenecía Raymond Callemin) actuó entre diciembre de 1911 y abril de 1912, cometiendo una serie de robos y crímenes sin otro propósito específico. 60 Alusión al “caso Redureau”, que conmocionó a toda Francia a principios de siglo: un niño asesinó a toda su familia y a la criada. André Gide utilizaría, más tarde, este episodio en una obra, El caso del inocente niño asesino, incluida en No juzguéis (1930). 167 VII Despertó (Dix-her, m’siú!); vio por el entreabierto balcón la columnata de la Madeleine; oyó el rugir de los autobús y el cri de los vendedores de journaux del boulevard... y oyó en seguida, más claro... un... un... rebuzno formidable... ¡Oh, sí! El auténtico rebuzno de un borrico. Esto acabó de despabilarle. Anie, la Madeleine, los autobús... ¡cuán lejos! El hombre de París, el hombre que había estado en París, el hombre que había gozado en París la intensa y etérea felicidad de lo supremo, cuyos ecos de sonido o de luz perduraban en sus orejas y sus ojos..., rendido del largo viaje ¡despertaba en La Joya! Se incorporó, para protestar, para convencerse. La realidad le impuso su evidencia. Pas plus de aquella coquetona chambre d’hôtel. Pas plus de aquella gentil femme de chambre (dix-her, m’siú!) que entre- baillant61 la fenêtre le llamaba con su voz de música y suspiro62 . Casi 61 Entrevaillant, en el original. 62 Numerosos galicismos de fácil traducción: los vendedores de periódicos del bulevar, la habitación de hotel, la criadita (que lo despierta anunciándole la hora y entreabriendo las ventanas). 168 lloró, el ungido de París; el penetrado por la pasión selecta de París hasta los huesos. El símil era un tanto estrambótico, pero exacto: París le pareció una inmensa y diáfana y tibia perfumería en donde habíanle trasminado las espirituales esenciales sensuales y suaves y exquisitas de todos los progresos. Se levantó, todavía con aquella ágil elegancia de París, y dispúsose a arreglarse. No dix her, sino «las once», en neto castellano. Un sol bárbaro, insolente, abrasador, como por civilizar, el sol de España, tendíase por la paja blanca de la estera. La calle, llena de carros, mostrábale enfrente las tapias viejas del lagar. Malditas las ganas que sentía de volver a ver a Mariano Marzo, al Garañón, a Jarrapellejos... (¡oh, las jotas y las erres españolas!)... Pasó al baño. Se entró en él. No lo halló mal instalado, a la verdad, con la ducha y los grifos frío y caliente; sin embargo, el agua no se supiera qué tenía, que no acariciaba como el agua de París. Ya bañado, duchado, y envuelto en el ropón de mangas que se acordonaba a la cintura, abrió completamente la ventana. Entre el ramaje de su jardín divisó el jardín y los corrales del conde. Recordó leve a Ernesta -apenas un latido el corazón-. -«¡Pse!» -hizo, encogiéndose de hombros. -Hijo, niño, Octavio... ¿Se puede?... ¡Date prisa! Su madre. Se abrazaron efusivos. Volvió a salir la noble dama, a fin de que acabase cuanto antes. Ella iba a vestirse también. Tarde. La ceremonia de los desposorios del conde celebraríase a las doce. No podían dejar de asistir, como parientes. Tanto como la madre se alegraba de que el hijo hubiese llegado la noche antes, sin avisar, cuando no le aguardaba nadie, pudiendo así concurrir al primer solemne acto de la boda, Octavio deplorábalo. Echado de París, después de dos meses y de un gasto de once mil y pico de francos, que hubo de alarmarle al revisar cuentas un día, aún resolvió estirar su estancia una semana, sin escribir siquiera, con pretexto de ir a Londres (no se movió del adorable Boulevard des Italiens63 ), y con el solo objeto de dar tiempo a que Ernesta hubiera consumado la porquería de este matrimonio, anunciado para entonces. 63 Boulevard des Italiens: situado en la zona de los grandes bulevares y enmarcado por la Opéra y la Opéra Comique, fue una de las más elegantes zonas entre el Directorio y 1914. 169 La fecha fue diferida por un retraso de zapatos o corsés, a última hora. Bien. Asistiría. Al cabo, el asistir o no asistir no le formaba más que una simple cuestión de repugnancia. -¿Se puede? Limpiábase los dientes. Otra vez le interrumpían. -¿Qué, Modesta? -El señorito Cidoncha, que está aquí. -¿Se puede, Octavio? ¿Se puede, hombre? ¿Se puede? -¡Hola, sí, Juan! ¡Pasa! ¡Demonio! Le fue al encuentro. Estrecháronse a dos manos. Juan acababa de saber la llegada del viajero. -«¡Ni un mal telegrama, tú!» No le pudo escribir a Londres, porque únicamente, en la última carta, le había dicho que partía. -«¡De modo que Londres también! Y ¿qué tal Londres?» -«¡Ah, pues... brutal!» -condensó, mintiendo y esquivándose, el que, aparte de haberlo ya mentido por disculpa, juzgaba casi una obligación de su visita europea el no haberla reducido a un solo gran país-. En sendas butacas un instante, Octavio le dio al amigo un cigarrillo egipcio; y, desde lejos, yendo de un lado a otro del amplio tocador, proseguía la charla a la vez que se arreglaba. -¡Londres! ¡Oh, Londres!... ¡Cuéntame de Londres! Porque fuese de sus predilecciones, o porque ya Octavio en la correspondencia hubiésele hablado demás de lo francés, el profesor recaía en sus curiosidades de Inglaterra. Y Octavio se desentendía. Enorme Londres, soberbio, sí...; pero ¡nada como la Ville Lumière de los ensueños! Había allí, en todo, cosas estupendas. A título de confirmación, enseñábale las que había hecho facturar, llegadas antes que él, y que estaban en un rincón del tocador, todavía con un embalaje. Una motocicleta magnífica, de doscientos treinta francos (seiscientos, lo menos, en España); una escopeta de reses, por trescientos once francos (en España más de mil) y una mandolina ensamblada de nácar, marca Ocelli, por doce, cuando sólo el estuche valdría en Madrid cincuenta. -¿Tocas tú la mandolina? -¡Ca, no! Hiciéronmela comprar su excelencia y su increíble baratura. ¡Una monada! Lo malo, y lo vergonzoso para este pobre país nuestro, son las aduanas. ¿Se concibe que nada pague más de su valor?... Pues, hijo, en Irún, derechos: la mandolina, trece pesetas, la escopeta ciento y pico, y la motocicleta, ¡agárrate!, doscientas noventa 170 y tres. Total, con lo que traigo además en los baúles, al pie de mil pesetas. ¡Asqueroso! ¡Inverosímil! Le enseñaba, le iba enseñando también lo que traían los baúles, puesto que removíalos para ir sacando ropas... Preciosidades, aun sin salir de lo que podría llamarse chucherías: anillos de joyería artística, para su madre y para él, con ágatas y aguas marinas que lucían como tenues esmeraldas; máquinas fotográficas y encendedores de último sistema; dos bastones-paraguas (uno, obsequio a Juan), de seda absolutamente impermeable, como goma, y tinteros y estereóscopos y doce estatuitas de bronce, lindísimas, que representaban los principales personajes wagnerianos... Wotan, Sigfredo, las Walkyrias, Lohengrin...64 -¡Habrás gastado un caudal! -¡Un disparate! Pero... ¡Qué mujeres, Juan! ¡Qué mujeres, sobre todo! Y como al decirlo, queriendo o sin querer, en la doblez de una camisa saltó un retrato en marco primoroso, el feliz no tuvo sino entregarlo, en prueba. -¡Mira! Desnuda enteramente. De pie, como una Venus, y semivuelta de cadera. Prodigiosa. Mientras Cidoncha, deslumbrado de belleza, se extasiaba contemplándola, Octavio, tras el biombo, se despojó del batón ruso de baño, y se puso calcetines, camiseta y calzoncillos... Salió, tal que un jockey, mostrando entre las sedas la apolínea desnudez de las rodillas, la rubia blancura torneada de los brazos (¡bah, sí, podían haberlo tomado en París por un inglés príncipe de sangre!), y todavía el otro miraba a la perfecta estatua aquella de marfil. -¿Quién es? -Lo ignoro. ¡Verás! Lo ignoro, y, sin embargo, el retrato está hecho expresamente para mí. Fíjate: esta sortija -la trajo de la piedra del lavabo- es la misma que, en fe de dedicación, tiene ella puesta. -¡Sí, verdad! -accedió el que había pensado que fuese aquélla la fotografía de cualquier célebre beldad, comprada en una tienda. 64 Personajes de obras citadas más adelante, con la excepción de Lohengrin, compuesta entre 1846 y 1848 y estrenada en agosto de 1850 en el Hoftheater de Weimar. 171 -La conocí en la Gran Ópera. Representaban El oro del Rhin65 . Yo estaba en un palco principal con los Arago, una familia amiga de mi familia de Sevilla, y en el próximo apareció la deidad que ves ahí; pero, vestida, naturalmente, y... ¡con qué vestido, Juan!... (luego te lo enseñaré, en otro retrato que la hice hacer para conservarla también con el recuerdo del encuentro)... Un vestido, un traje... de emperatriz, y no hay mejor comparación: todo de tisú de oro, desde el escote hasta los pies, y sin más adornos, en la áurea figura escultural, que la diadema de perlas del pelo y el collar de perlas del escote. Acompañábanla otra dama y un señor. Al principio, intrigada por los gemelos que desde muchos sitios la enfocaron, recorrió la sala con los suyos. Serían las cinco de la tarde. No me advirtió. Pasaron juntos dos o tres actos de la ópera, y allá, a las nueve, cuando hubo el descanso para cenar, en el restorán del mismo teatro, por supuesto, advirtió la primera vez mi admiración al salir contiguamente de los palcos. Perdidos en la suntuosidad de las escaleras de mármol, sus ojos, como mis ojos, durante la cena, no obstante la lejanía de las mesas, supieron encontrarse a través de la elegante confusión. Vueltos a los palcos, ya no hubo más Wagner para nosotros. En la semiluz, me miraba, la miraba. Ella junto al antepecho, de frente al escenario, espalda a espalda con la señora de mi amigo; yo, detrás de ésta, al fondo. Una vez, a la insistencia de su atención, verdaderamente descarada, la figuré un beso..., y ¡oh, Juan!, se sonrió. -¡Chiquillo! -admirose Juan, mirando el retrato nuevamente. -Sufrí en dos horas lo indecible. No tenía a quién preguntar quién fuese, y parecíame descortés dejar a los Arago, a la salida, por seguirla, sin contar lo fácil de perderla en el tumulto o en la marcha de su auto. Iba a terminarse la Ópera, y me resolví a la segunda apremiante audacia de sacar una tarjeta, con mis señas, claro, de París. Se la mostré al disimulo. Gesto afirmativo de la excelsa; imposible, sin embargo, alargar el brazo a ras del costado mismo de aquel señor, que debía de ser su marido; dejé, pues, caer la tarjeta dentro del palco de ella, lo más cerca que pude de sus pies; la vio y creí haberla enojado de lo que 65 El oro del Rhin: primera parte de El anillo del Nibelungo, de Wagner, estrenada en Munich en septiembre de 1869. 172 pudo juzgar, en cuanto al procedimiento, torpeza temeraria, porque no volvió a mirarme. -Debiste esperar, dársela en las apreturas del pasillo. ¡Eso te quería significar! -Sí, tal vez. Cuando partimos, antes que ellos, mi pobre tarjeta seguía en el suelo desairada. Pero, ¡Juan! ¡oh, Juan!... al otro día, despertábame la urgencia de un neumático66 en mi cuarto del hotel: «Ce soir, huit heures, attendrez-moi67 à Luna Park, porte gauche. Voulez bien me dire, poste restante Boulevard Saint Germain, tout de suite, si vous y seriez. -L’OR DU RHIN»68 . -¡Demonio! -Excuso relatarte el final de la aventura. La soberbia, la magnífica, se me dio en regalo dos noches. Dos noches, y adiós, luego, para siempre; fue la condición. Fumaba opio, aspiraba éter en gardenias y bebía y me hacía beber pasión por todos los rincones de mi alma y de su alma. -Carne, traducido a lo mortal. -¡Lo que quieras! ¿Cocota69 ? ¿Duquesa? ¿Actriz?... No logré saberlo. Hacíame llamarla Irma, o L’Or du Rhin, porque era rubia y en recuerdo del oro de su traje, y afirmábame riendo que no era sino el «maniquí de un gran modisto, dedicada a lanzar modas». Quince mil francos, el vestido que llevó al teatro aquella noche. Respeté el capricho de la soberana caprichosa. Nada intenté por descubrir su condición. Sin embargo, vivía en las inmediaciones o en el propio aristocrático Boulevard Saint Germain, puesto que desde aquella posta me escribía, sabía el inglés y el italiano, conocía fundamentalmente las literaturas extranjeras, y todo esto lo hallaba yo más encajado en las cualidades de la altísima gran dama. A mis súplicas, y siempre paradójica, la que me negó su nombre, accedió a darme esos retratos. Matinal y última entrevista, para hacerlos. Dos. Vestida, uno; el otro... ése; y ambos 66 Neumático: nombre dado a la carta, telegrama o tarjeta enviada por tubo neumático. París fue la primera ciudad que instaló este procedimiento postal (1867). 67 Atendrez-moi, en el original. 68 “Esta noche, a las ocho, espéreme en Luna Park, junto a la puerta izquierda. Dígame, a vuelta de correo al Bulevar Saint Germain, inmediatamente, si irá usted allí”. 69 Cocota: mujer galante (galicismo). 173 con igual serenidad delante de mí y delante del fotógrafo. El hombre, al segundo, volvíase loco viendo caer los tisús de oro y los encajes y batistas a la alfombra. -¡Qué barbaridad! Pero... ¿así? ¡Qué barbaridad! -continuaba admirándose Juan, siempre con los ojos en aquella prueba viva del retrato. Octavio concluyó: -Y nada más de mi Or du Rhin. Mintiendo gentil, seguramente, me había advertido que se iba lejos, fuera de Francia, al cabo de unas horas. Cerrada la Ópera con la tetralogía de Wagner70 , no volví a verla, ni a saber dónde poder buscarla del inmenso y encantador París. ¡Más que encantadoramente parisino, Juan, el lance..., me parece! -¡Demonio! -concedió el estupefacto profesor con una postrer mirada a la hierática insolencia de la ignota-. Pero yo que tú, ¡la sigo! ¡Vaya si la sigo! Octavio tomó el retrato, lo restituyó eucarísticamente al baúl, y dijo, poniéndose al espejo la corbata: -No, Juan; aparte de ser una tontería dejarse monopolizar por una, habiendo tantas bellas mujeres en París, hubiese constituido, una vez más, el eterno y bochornoso contraste de la espiritual cortesanía francesa con la sanchezca tosquedad española. ¡Ah, esto se ve de un modo tan triste, apenas pasada la frontera, y principalmente al regreso, que hiere hasta sin bajar del coche que te trae: en las estaciones de Francia, siempre que el convoy vuelve a arrancar, oyes: -Messieurs les voyageurs, à la voiture, s’il vous plaît! Cortesía: s’il vous plaît!, ¿sabes?... para nada lo olvidan jamás aquellas gentes. Entras en España, y dicen: «¡Señores viajeros, al tren!», con el si os place a paseo. Te internas, y ya sólo gritan secamente: «¡Viajeros al tren!» Sigues, recto como al África, y ladran: «¡Al tren!», aún dispuestos a morder y como a meterte en el vagón a linternazos. Rió Cidoncha. Continuó Octavio poniendo ejemplos del «tristísimo contraste». Particularmente entre las mujeres francesas y españolas hallaba de diferencia un mundo. Creía que el amor adoptaba aún 70 Tetralogía de Wagner, El anillo del Nibelungo, formada por cuatro partes, El oro del Rhin (compuesta en 1852), La Walkyria (1852), Sigfrido (1851) y El ocaso de los dioses (1848). 174 entre nosotros la salvaje arcaica forma de pasión (locura, enfermedad), por la escasez de bonitas, dignas de tal nombre; así, cada uno que veíase en propincuo trance de lograr una, defendíase del perruno acoso de los otros (celos), incluso a tiros y patadas. Los celos y la pasión, por la profusión de hermosas y por su graciosísima franqueza, habrían pasado en Francia a los abismos de la histórica barbarie. Allí, el Amor, era lo que debía ser, lo que sería en la tierra entera cuando dejasen de seguir siendo gacelas las mujeres, y perdiese sus trágicos arreos traidores de caza y de conquista: una magnífica amistad sublimada por todos los agrados, por todos los respetos... Callaba, callaba Juan; sonreíase con la fría indulgencia del impávido cuyo firme juicio no se deja nunca enteramente dominar por el ajeno, aun trayendo el sello de autenticidad y la garantía de sensatez de este «viajero de Europa»; y el «viajero de Europa», un tanto desencantado por el fuego de entusiasmos que no lograba transmitir, enmudeció también unos segundos, mirándose a la luna del armario su elegancia, y una leve arruga, del baúl, en la levita... -Bien, y tú, querido Juan -le interrogó luego, afable, ganoso de poner asimismo interés y la posible admiración en los gustos del amigo-, ¿qué tal por aquí? ¿qué tal la hermosa Fornarina? Cidoncha, que examinaba ahora el bastón-paraguas del obsequio, lo dejó para decirle: -Mal. Muerta de pena. Sigue preso su padre. Octavio se volvió: -¿Preso?... ¿Cómo, preso? ¿Por qué? -Preso, sí; en la cárcel, por lo que te escribí del incendio. -¿De qué incendio? -Del incendio de las eras. -Ah... de las eras... ¿y tú me lo escribiste? Según Cidoncha temió, lo había olvidado, o no había reparado siquiera en ello, con su deslumbramiento de París. Volvió a referírselo, y, esta vez, enterándole del fondo del suceso relativo a las bajas propuestas e intenciones de don Pedro... -¡Ah! ¡Quita! ¡Por Dios! -¡Lo que oyes! -insistió Cidoncha, tranquilo al fin de ver al noble Octavio indignadísimo-. Tuvo la avilantez de repetírselo a la pobre Cruz cuando fue a rogarle que libertase a Roque: -«La entrega de la 175 hija, e inmediatamente el marido fuera de la cárcel». ¡Así se lo plantó! ¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! Octavio trinaba. Su rostro fulguraba de aversión. Prometía reparar a toda costa aquella infamia. Iba a hablarle al miserable, a quien hasta ahora había guardado miramientos excesivos, y no respondía de poderse contener sin escupirle... Pero Cidoncha, el sensato, tan conocedor de los personales arrestos del amigo cuando llegaba la ocasión, como de la pública y omnímoda influencia del cacique, encarecíale la prudencia y le rogaba que ni remotamente se diese por enterado de su vil designio en el asunto. -¿Sabes?... Desentendidamente. Como un favor, y nada más. Te lo suplico. De otro modo, nos expondríamos a agravar la situación de esas desdichadas. No olvides que el tal Jarrapellejos, a más de ser acreedor de ellas por dos mil pesetas, tiene a su mando a todo títere, y al juez y a la justicia. -¡Y yo una estaca con que romperle la cabeza!... Exageras tu temor; pero, en fin, te atenderé..., seré discreto. Hoy mismo, lo primero, voy a... Titubeó. Iba a haber dicho: -«Voy a darte las dos mil pesetas para Cruz, a fin de que salga de su deuda.» Sino que le acudió instantáneo el enorme gasto hecho en sus dos meses de París, y limitó las piedades del impulso: -Hoy mismo, ahora mismo le hablaré. ¡Ah, qué España, qué España, Juan! Caciques, pueblos como éste, y un conjunto de vergüenza ya insufrible. La dignidad nacional, no lo dudes, sólo se puede aprender... en el extranjero. Hasta que uno compara, no advierte en qué grado de mortal asfixia nos tiene sumidos la barbarie. ¡Te juro que vuelvo otro, muy otro, dispuesto a levantar bandera de salvación, y tú has de ayudarme, en esta maldita Joya que por sus latentes riquezas merecería ser un paraíso! Le llamaban, de parte de su madre, ya dispuesta. Cogió los guantes, la chistera y el bastón, y saliendo hacia el piso bajo con Cidoncha, repetía: -¡Diputado, diputado, pronto, por los dignos procedimientos del sufragio popular!... Luego ministro, Juan, ministro... ¿Por qué no?... En un país donde lo son tantos botarates. ¡Yo estaba en una obcecación estúpida queriendo esperarlo todo, a fuerza de sonrisas falsas (que de 176 hoy más serían serviles, criminales) del conde, de don Pedro Luis, de caciques, de los amos!... Sin tiempo de más, pues reuníanse con la señora, un apretón de manos selló este pacto en que el uno comprometiese a altas y generosas rebeldías con alma y corazón, y el otro a ayudarle, a secundarle, con todo el corazón, con toda su alma, también, de frío y tenaz propagandista. Diez minutos después, Octavio y su madre llegaban algo retrasados a casa de doña Antonia. Entraron punto menos que como en un templo, de puntillas, y dando la mano, en saludo, a los más próximos. La ceremonia se estaba celebrando. Lleno el saloncito, aunque sólo se había invitado a los íntimos, la concurrencia, de pie, agolpábase en torno a la mesa del lunch71 y a otra pequeña en donde estaban los novios y el cura. Éste leía el acta de esponsales por encima de los lentes. Había en un ángulo un altar improvisado, con un Cristo. Olía a esencias, y creyérase que olía a incienso. Entre hombros de muchachas y plumas de sombreros, Octavio veía a Ernesta de espaldas. Imposibilitado de mirar su cara, de momento, miraba a las otras. No sabía qué de ellas le chocaba. Orencia y Dulce Marín le hacían visajes afables desde enfrente. No estaban tan ridículas ni cursis como él creyó encontrarlas. Dijérase que no eran las mismas... Manos y uñas bien cuidadas, dientes blancos, rostros pintados menos payasescamente... Lindas, lindas, qué diablo; y lo mismo, más allá, las Rivas y la cojita miniatura Encarnación... Ahora, sí; ¡ah!... ¡los trajes!... Terminó el cura de leer, y firmaron Ernesta, el conde y los testigos. Removiose todo el mundo. Unos rodearon a los desposados, reiterándoles sus plácemes; otros agolpáronse a saludar al «parisién». Disputábanse su mano. Ya se hablaba en alta voz. Dulce le mostraba gratitud por las postales, por el «mono» esqueletito. Siendo todavía difícil romper del uno al otro grupo, Octavio seguía viendo por detrás a Ernesta..., gentil, más gentil de lo que él creyó volver a hallarla, en las elegancias de las sedas negras del vestido... Pero, se volvió, de pronto, ella, sin verle a él, un poco emocionada por la solemnidad del acto; y 71 Lunch: almuerzo. 177 él, abroquelado en desdeñosa hostilidad, recibió la estupefacción de su belleza de sultana... Un rato hubo en que quedaron sus ojos prisioneros del hechizo...; tanto, que Dulce lo advirtió, y díjole maligna: -«Está guapa, ¿eh? ¡Bien guapa... la condesa!» Para rehacerse, para sonreírle a Dulce en simple concesión de monosílabo el desdén, tuvo instantáneo que evocarse las beldades feéricas72 del Olympia, de Marigny...73 , su Or du Rhin, sobre todas, y los quince mil francos del tisú de oro de aquella noche de la Ópera. Bastó. Sobró. Pudo inmediatamente acercarse con su madre a Ernesta y al conde, sin emoción, sin curiosidad siquiera por la índole compleja de la que el contacto de las manos y el cruce de miradas hubiésenla causado a ella, para obligarla a abatir la suya en vergüenza al suelo... Una mínima y estúpida vergüenza de coqueta, tal que la habría sentido por partida doble, por partida múltiple, si estuviesen también aquí el capitancito del tejado... y los cien más que allá en Valladolid habríanla tal vez enamorado a lo gato por las tejas... No sabía si entristecerse o alegrarse, el altanero. ¡Pobre conde! ¡Pobre pariente tonto..., y en cuán poco reparaba la dignidad del dignísimo viejo así que se trataba de... acostarse con una joven legalmente! Con idéntico cortés desprecio olvidado de ambos, mientras se tomaban a la mesa los refrescos de grosella y los sorbetes, gozó las satisfacciones de un triunfo de interés y curiosidad mayor que el de la propia desposada. Su aureola de París subyugaba a las muchachas, a los hombres, al conde mismo. Le acosaban a preguntas. -«Qué, ¿se lleva el glasé74 en los trajes?» -«¿No se llevan grandes los sombreros?...» Le admiraban la petaca, la corbata, la levita... de corte irreprochable. Olímpico, le costó trabajo desentenderse de los demás para apartarse con don Pedro Luis a un rincón y hablarle de Roque. Petición de gracia; fórmulas de absoluta corrección, según lo prometido. 72 Feéricas: fantásticas, propias de leyendas o cuentos de hadas. 73 del Olympia, de Marigny. El Olympia fue un famoso music-hall situado en el número 28 del Boulevard des Capucines, una de las calles más animadas del centro de París. El théâtre Marigny, edificado bajo el reinado de Napoleón III, está situado en la avenida del mismo nombre. 74 Glasé: tal vez gazé, gasa. 178 -¡Ah, sí, Roque! Volveré a informarme del juez, y veremos de ponerle en libertad, Octavio, si es posible humanamente. No puedes imaginarte la piedad que me inspira el desdichado, y la pena que me dio la pobre Cruz cuando estuvo a verme. Ya la prometí hacer por ellos cuanto pueda, y no pierdo de vista la cuestión. Díselo a tu amigo. Giró en redondo Octavio; le dejó, asqueado de su hipocresía, por no escupirle. Y, sin embargo, era la verdad que aquel hombre que llamábale de tú, que le trataba mimosamente desde niño, y a quien quiso como íntimo su padre, infundíale respeto. Pasaban días. En su biblioteca, en sus habitaciones, rodeado de los objetos que constituíanle los recuerdos del viaje, Octavio complacíase en permanecer solo horas y horas, entregado melancólicamente a su pasión profunda por París. Por París, en su conjunto de diáfana gran ciudad maravillosa; no por determinada mujer alguna de las que allí con sus varias bellezas y elegancias hubieron de revelarle el verdadero sentido paradisíaco y dulce del amor. Amaba a París intensamente, locamente, triste, muy tristemente al encontrarse lejos de él, como a una extraña y multiforme diosa que resumiera todos los encantos de la vida. «París... capital de la Vida» -hubiese definido él de buen grado-; y en los estereóscopos y en las lupas, traídos de París, extasiábanle con delicia igual los retratos de divinas que le ungieron con sus besos, de la Olga Stelly, del Olympia; de la Gaby Vilbert, de Marigny; de la Mado Yot, de Tabarin; y las áureas estatuas del Hôtel de Ville y del puente de Alejandro. Miraba, miraba al fin de un modo sagrado, predilecto, a morirse de mieles del dolor, las dos fotografías de su Or du Rhin... Los libros, fieles antiguos compañeros, habían perdido la facultad de distraerle. Largos ratos proyectaba hablar seriamente con su madre, convencerla, y trasladarse a París, ambos, para siempre. Hacíale desistir la idea de los cuatro o cinco mil francos mensuales que habrían de serle necesarios, y a que no alcanzaban sus rentas, ni con mucho, si hubiera de proseguir normalmente la vida de relativo fausto que llevó en París y que París necesitaba. Ir a resignarse a la estrechez bajo una 179 imposición de economía, resultaba absurdo a todas luces, y fuese preferible gozar del paraíso aquel cuando pudiese, a temporadas... Porque esto, sí, ¡bah, sí volvería!... Huyendo de tal pasión, que le obsesionaba hasta permitirle contemplar indiferente por lo alto del jardín aquella casa del conde, en que había de estar pronto Ernesta; que insensibilizábale hasta inducirle al como traidor conato de olvidos y abandonos para España, cogía la motocicleta, o un caballo, y dábase largos paseos de estudio, en comienzo y preparación de sus políticos deberes. ¡Pobre patria, tanto más digna de cariño cuanto más decaída a la presente condición por torpezas de sus hombres!... Leguas y leguas de rañas, de estériles jarales que se pudiesen roturar; tierras que debieran cambiarse de cultivo; latifundios a repartir entre los pobres; saltos de agua en futura industria utilizables, y puntos de la ribera de más sencilla acometida para el riego de los campos... Cidoncha, el inteligentísimo sociólogo y profesor de Agricultura, le acompañaba en las investigaciones de alrededor del pueblo o del pueblo mismo. Así, una tarde, estudiaron juntos, Guadiana arriba, interrogando a los molineros de seis molinos, las ventajas de sustituirlos por fábricas modernas. Así, fijándose en lo grande y lo pequeño, hablaban de la construcción de un ferrocarril de enlace, informábanse de las necesidades de los trabajadores, examinaban prados para alfalfa y vegas de fácil regadío, en donde la remolacha permitiese la industria del azúcar. Y así también, otra tarde, guiados por Barriga, quisieron ver hasta qué extremo el paludismo constituíales a los pobres un azote. Barrio de pescadores. Casuchas sucias, chicas, sin cristales, llenas de moscas, con el burro en la cocina, con una sola alcoba, donde tenían que dormir amontonadas las hijas con los padres, en daño de la moral, y convertidas por el sol en hornos del infierno, donde recocíase el sudor de los enfermos y el acre vaho de la miseria y de las redes y los peces. En una, sobre un camastro, una extenuadísima mujer se abrasaba al calor de la terciana, procurando acallar con sus flácidos pechos agotados el llanto de dos mellizos; la abuela, cojeando por los reúmas y por sus setenta y cinco años, hacíala a la lumbre de taramas caldo de peces y morcilla. El médico se renegó. Aquello, que a un sano le 180 haría echar el estómago por la boca, mal podía servir para la enferma. ¡No disponían de otro alimento! Acongojado Octavio, las dejó dos duros y prometió buscarles ama a las criaturas. En la de al lado estaban con la fiebre cinco, de siete que eran la familia. El cuarto, cerrado el ventanillo por el sol, olía a diablos vivos, propiamente. Lleno de verdes vómitos, el suelo de tierra apisonada; las mantas, de mugre; las sábanas, de pringue oscura y humedad, como si las hubiesen arrastrado por un charco. Encima de una silla veíase una cazuela con unos puches repugnantes: -«¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Comen eso?» -inquirió Octavio horrorizado. -«No. Es que, a más del paludismo, tienen sarna. Es pomada mercurial». En cambio, Barriga comprobó que comían melón, por las cáscaras de debajo de las camas. Rascándose, Octavio se apresuró a salir. Les dejó otro duro. Ya en la calle, respiró. Cruzaron a la casa de enfrente. No había más que una enfermita de once años, pero sola. El padre pescaba. La madre y la hermana mayor, lavanderas, lavaban en el río. Tenía un pez frito y aceitoso, a medio devorar, encima de la almohada. Rogó que avisasen a cualquier vecina; quería agua y se le había acabado en los botijos. Rascábase también, mientras iba respondiendo a las médicas preguntas. Otro duro la dejó Octavio, que en la puerta preguntó: -¿Tiene sarna? -Sí. A consecuencia de jugar juntos en la calle los chiquillos y de no poder bañarse, es decir, curarse bien, la sarna abunda por el barrio. -Pero hombre... ¿y lavanderas? En otra casa, la habitación de los enfermos, hortelanos, hallábase atestada de serones de pimientos, tomates y lechugas. Más arriba, un zapatero confeccionaba sus botas al lado de un pequeñín con sarampión, y la vivienda inmediata alojaba a una familia entera con fiebre: padre, madre, suegra de la madre y cuatro hijos. No tenían para comer, ni quien los cuidase. Pescador el dueño, no podía pescar. Sin embargo, desde el mismo lecho tendió el brazo y le vendió peces a una vieja que entró por ellos. Olían los peces, de tres días. Le rogó a la vieja que se los llevase a pregonarlos a mitad de precio por las calles. Se opuso Octavio, entregando en compensación unas pesetas. -«¿No estaban podridos? ¿Por qué, además, teníanlos en la alcoba y no fuera, en la cocina?» -«¡Porque se los comería la burra, hambrienta como todos, señorito!» Al salir, vieron la burra, flaca como un sable, 181 royendo las aneas viejas de un sillón. -«¡Cierren, tengan la bondad -gritó el enfermo desde el cuarto-, que s’escapa!»... Octavio sentíase sin valor para seguir. El cuerpo le picaba. Creía tener sarna, sarampión y todo lo tenible. Un entierro los cruzó; el sacristán, el cura y la caja de caridad del Municipio. Ni un alma detrás. Era el cadáver de aquel hidrópico infeliz, cuya mujer murió de parto, por la siega. Cuando partían de otra casa, les alcanzó la vieja, que iba ya pregonando los peces. -«¡A las bogas, las bogas, las bogas... frescas y vivas!...» -¡Caracoles! Juan, tristemente callado hasta entonces, comentó: -¿Eh?... ¡Lo que comemos! Lo que comen los ricos, incapaces de entender cuánto convendríales que no fuesen pobres los pobres, que, al fin, trabajan para ellos y los surten. La limpieza se aviene mal con estas miserias absolutas, lo mismo que el pudor. ¡Cuántas veces en un par de zapatos o en un kilo de tomates, no irán a la casa que más presuma de higiene y de cuidados, los gérmenes de todos los infestos! Bah, la idiotez burguesa es inconcebible: se comprendería que les importase poco el malestar de los humildes, si no fuese porque de ellos reciben la lavada ropa, que les puede llevar la sarna; el pan, que les puede acarrear el tifus, la tisis, el sarampión; y hasta la famélica mujer prostituida que les contagia la sífilis transmisible a la dignísima señora y a la casta... -¡Sí, sí, Juan! ¡Horrendo, horrendo! -aplaudíale Octavio-. ¡Por egoísmo burgués, aunque fuese, debía triunfar la democracia! Barriga ilustró la afirmación del profesor con científicos ejemplos. Sabía de una respetabilísima familia de La Joya, con sífilis de herencia: aquellas honestas señoritas no acertarían nunca ni a soñar que, pescada por el padre, allá en su juventud, afligíalas la misma ignominiosa enfermedad de que ellas pudieran haberse contagiado concurriendo desvergonzadamente a los prostíbulos. Sabía asimismo de unos niños a pique de quedarse ciegos por oftalmías purulentas contraídas al nacer, de la honrada madre, gonorreica75 sin saberlo. 75 Gonorreica: blenorrágica, afectada por la inflamación de una membrana de la uretra (contraída por enfermedades de transmisión sexual en el esposo). 182 Y un cuadro, reconfirmación de realidad, en cierto modo, de lo dicho por Cidoncha y por Barriga, les llamó un momento la atención. En la calle solitaria, a la sombra de un hastial76 , charlaban con aires de misterio una joven enlutada y la Sastra, la inmunda celestina. Una virgen más en venta, seguramente, acosada por el hambre. Sería la huérfana de cualquier otro infeliz como el hidrópico, y sería la Sastra la emisaria de cualquier husmeador de las desgracias, como el Garañón, como Jarrapellejos, si no de alguno más miserable todavía que al primer contacto hubiésela de dar el contagio de la sífilis. Pero de esto no hablaron Octavio y el profesor, en reparos hacia el Barriga tenorio que no desaprovechaba con solteras y viudas de buen ver las iguales ocasiones que deparábale su oficio; ambos hallábanse enterados de que a la sazón era su querida la mujer de un albañil fallecido hacía seis meses. Siguieron las visitas. La misma cosa siempre; la mayor parte de aquellos infelices, sin comer, sin asistencia y sin quinina; no habiendo podido pagar la iguala se la negaba el farmacéutico. A pocos socorría la Asociación de San Vicente, por ser requisito indispensable las cédulas de confesión. En el pueblo no existía sino un hospitalillo reservado para los grandes accidentes. Y Octavio, pronto vacío el portamonedas, se encontró con que la miseria persistía delante de él interminable. ¿A qué ver más?... Volvería otro día, mejor provisto de dinero. Hacía falta poner fin a tanta angustia... Pero Cidoncha, ahora regresando los tres al centro de La Joya, manifestaba su criterio de frío y piadoso pensador acerca de la limosna. Enteramente ineficaz para remediar nada de un modo duradero, parecíale a Juan que la única verdadera limosna, una limosna noble y trascendente, cifrábase en la siembra de ideas capaces de apresurarle a la humanidad su porvenir de redención. Dentro de sus medios limitados, él ejercitaba de tal ideal manera la limosna: aparte sus agrícolas enseñanzas del colegio, teóricas y prácticas, y de las cátedras de dibujo, geometría, mecánica y otras ciencias y artes industriales en el Liceo concurridísimas, aparte también los periódicos y folletos difundidos por el pueblo..., acababa de fundar una singular biblioteca 76 Hastial: Parte superior triangular de la fachada de un edificio. 183 ambulante cuyos socios, por dos reales al mes (y eran ciento y pico), proveíanse mensualmente de buenas remesas de libros útiles o recreativos, como manuales científicos o técnicos, buenas novelas, etc., etc., que mediante recibo iban leyendo en sus casas. En cambio, un duro, dos, diez..., en dos o en diez o en veinte casas de las mil del pueblo que los necesitarían, de los millones y millones de casas de la tierra entera que tendrían miseria igual..., y ¿qué?... Un día sin hambre, de unos pocos, que tornarían a sufrirla idéntica al siguiente..., y el mundo rodando igual con su ruido fanfarrón de cristianas caridades, de asilos, de hospitales, de refugios, y los pobres muriéndose de piojos y crónica miseria por las puertas y las calles. La limosna, en suma, y sin que Juan negase y dejase de bendecir el efímero y microscópico bien que producía, sólo era útil para calmar neciamente la conciencia de quien creía remediar el dolor general de la injusticia, porque un minuto siquiera consolaba el que tenía delante de los ojos... Le sobraba la razón. Este juicio, por lo demás, era el de todos los modernos altruistas; Octavio recordaba la célebre novela en que había Zola evidenciado la esterilidad de las cristianas caridades, solas o asociadas, contra la miseria de París... -¡Concho! -tuvo de improviso que exclamar-; pero... ¿qué es esto? ¿Se han casado estos chiquillos? Purita Salvador, con su enorme vientre hasta la boca, con su madre, con su primo Gil Antón, que lucía el azul uniforme de cadete, en paseo de higiene por la Ronda. Le explicaron. Nada de casada. Hidrópica, enferma la infeliz. Barriga iba a operarla en el otoño. -¡Ah! Saludados los dos grupos, volvieron los de éste su interés al paludismo. Barriga conservaba recortadas, y las leyó (detenidos los tres bajo un gran árbol), las últimas instrucciones de la Dirección de Sanidad: proponían la desecación de charcas y pantanos, la no exposición de los trabajadores al sol durante las horas de calor fuerte; plantaciones de eucaliptos; alambreras que no dejasen a los mosquitos pasar puertas y ventanas, y el uso diario y preventivo de una especie de licor compuesto de quinina, ron y café. Florido estilo el de las instrucciones; y más, leído por el altisonante lector de Gabriel y Galán en los poéticos jueves de don Pedro. Como que 184 era el mérito esencial de Barriga, el de saber prestarle a lo científico bellos aspectos literarios. -Efectivamente, señores; los mosquitos, el exanofele77 de un modo predilecto, según ha demostrado Laveran78 , descubridor del germen productor de la malaria... Le interrumpió Cidoncha: -¡Hombre!... ¿desecar charcos... y pantanos?... Pues, ¿acaso anteayer mismo no ha traído todo lo contrario la Gaceta? Un plan de Gasset79 sobre creación de pantanos y zonas de riegos. ¿A qué carta, entonces, vamos a quedarnos; a la del Ministerio de Fomento o a la de la Dirección de Sanidad? Cierto. Octavio sublevábase. ¡Qué imbecilidad! ¡Qué tejer y destejer! ¡Cosas de España! Arbitrismos80 . Proyectos y proyectos, a bofetada limpia los unos con los otros. Y lo peor era que no pasaban nunca del papel, que quedaban incumplidos por igual. -No, Octavio. Lo peor -insistió Cidoncha- es la falta de sentido común que los inspira. Nada tan cómico como el consejo de llenar la península de plantaciones de eucaliptos, cuando no hay los suficientes pinos y robles, por ejemplo, como no sea la recomendación de quinina y alambradas, y de que no tomen el sol, a unos braceros españoles que no se pueden mantener ni con gazpacho. Los gobernantes no saben de estas cosas, ni los médicos metidos a gobernantes, tampoco, por lo visto. No está el ideal de la Higiene en poner al hombre en un fanal hasta limpiar el mundo de microbios, dejándoselo convertido en limpia bola de marfil, bajo 77 Exanofele: anófeles, mosquito cuya hembra es transmisora del parásito causante de las fiebres palúdicas. 78 Laveran: Carlos Luis Alfonso Laveran (París, 1845), descubridor del microbio de la malaria en 1880, en Argel. En 1907 recibió el Premio Nobel por sus trabajos sobre las fiebres palúdicas y los hermatozoides. 79 Gasset: Rafael Gasset y Chinchilla (Madrid, 1886), ministro en distintos gobiernos con Silvela, Moret (ministro de Fomento en 1905, 1906 y 1909), Canalejas (en 1911) y Romanones (también de Fomento, en 1913). Fue el impulsor de numerosos proyectos de obras públicas, en especial, hidráulicas, fiel a su divisa: “agua, caminos y escuelas”. 80 Abitrismos, en el original. 185 una pulverización de ácido fénico...81 , sino en dotarle de orgánica resistencia, entre todos los peligros, contra toda clase de peligros. «Pan y duchas», Octavio. Tú me lo dijiste, y no es otra la fórmula de la redención universal. La impresión de estas investigaciones, de estas sensatas opiniones que sobre el terreno práctico iba escuchándole a Cidoncha, también causábanle a Octavio un poco de rubor y no poco desconcierto. Recogido después en su biblioteca, hallaba los libros de sobra especialistas y anticuados. Fueron de su padre, abogado como él -la mayor parte-. Derecho, Derecho... y ¡oh, cuánto, cuantísimo más necesitaba saber un estadista! La humana enciclopedia. De todo: agricultura, medicina, ingeniería, mecánicas, industrias y, principalmente, mucha ciencia biológica y social. Por eso España, en donde la elocuencia oratoria, y nada más, elevaba a los políticos, ofrecía a menudo casos como el de Maura82 , abogado de talento indiscutible y jefe de un partido respetable, sin saber una palabra de la moderna gobernación de los Estados... Y leía, leía Octavio algunos de los libros que tenía; encargaba otros. La decisión de lanzarse con Cidoncha a las propagandas populares, que él mismo temió retardada sin cesar por una especie de instintivo respeto al conde, a don Pedro Luis, a los Rivas..., por un miedo a romper con todo el mundo, antes obedecía, sin duda alguna, a su lógico deseo de saber a fondo, tal que Cidoncha, lo que habría de predicar..., a su justa y noble ansia de encontrarse preparado. Ardua la labor. De ella descansaba largos ratos contemplando en el estereóscopo y la lupa las mujeres como estatuas y las estatuas doradas de París... Su Or du Rhin..., la última, con mortales embelesos. Tisú de oro... Perlas. Rubia divina desvergüenza de escultura. ¿No debió él seguirla..., no dejársela perder... en realidad?... Ella, en París, le habría olvidado pronto por otros. Él, aquí, la idolatraba. 81 Ácido fénico: compuesto de carbono, hidrógeno y oxígeno que se emplea como enérgico desinfectante. 82 Maura: Antonio Maura y Montaner (Palma de Mallorca, 1853-1925), jefe del partido conservador tras la retirada de Francisco Silvela. Fue ministro de Ultramar (1892-1894), de Gracia y Justicia (1894-1895) y de Gobernación (1902- 1903), y Presidente del Gobierno en cinco ocasiones. 186 187 VIII De frac, de zapato de charol, de calcetín de seda bronce oscuro, de escotadísimo chaleco-faja de seda malva azul, con los tres botones de topacio, y luciendo por el entreabierto pardesús83 el blanco y flojo piqué de la pechera, Octavio, figurín viviente de belleza varonil, trasunto de la rubia distinción de un príncipe británico, envuelto melancólicamente el corazón por la nostalgia de París que le daba este atavío, ahora, lento, a pie, cruzaba el pueblo, llamando la atención del gentío en fiesta de las calles. Había llegado el gran día para Ernesta, para La Joya. O, mejor dicho, la gran noche -y de una cálida y espléndida pureza-. La luna acababa de salir; las luces acababan de encenderse. Entreteníanse las procesiones de curiosos, al aguardo del cortejo de la boda media hora más tarde, mirando a los invitados que llegaban y yendo a contemplar los voltaicos focos adicionados por orden del alcalde en el atrio de la iglesia y delante de las casas de los novios. «¡Quién fuese ella!» -oíase repetir a las mujeres, a las criaditas-; a la vez que añadían e invertían los malignos artesanos, los 83 Pardesús: pardessus, gabán, abrigo. 188 carpinteros, los zapateros: -«¡Si nos la daran! ¡Quién fuera él!»... Suceso de faustos memorables, con dos músicas apercibidas y fuegos de cohetes, con multicroma y espléndida iluminación de farolillos venecianos en el jardín del conde, por cuyas verjas vislumbrábase las mesas servidas al fondo del ramaje; desde el amanecer, en carros y borricos, habían ido viniendo gentes de las aldeas circunvecinas. En su calidad de pariente próxima, doña Margarita Rendón, madre de Octavio, acompañaba a Ernesta desde las tres de la tarde, para ayudar a la madrina, que lo era una Jarrapellejos. Por esto Octavio iba solo, como ajeno al ambiente de barullo y a la expectación que despertaba, y entregado a sus recuerdos de París. ¡Oh, entre qué tosca profanación de feria lugareña su frac de la rue Tronchet84 , oliente aún a los perfumes exquisitos de la Ópera y al champaña y las gardenias de Maxim’s!...85 Le miraban. Se volvían, dejándole pasar, los pobres aldeanos. Una, en un grupo, informó a otras que no serían de La Joya: -«¡Ese fue su novio! ¡Qué guapo! ¡Le dejó ella por el conde!» Todas, todos memoraban esto y lo decían deteniéndose a mirarle, aunque no lo oyese siempre él; y al altivo desterrado de París, al augusto mimado por las bellezas de París, fastidiábale profundamente verse envuelto, y por cierto en un papel de derrotado, de vencido, en la insigne porquería del matrimonio de una idiota casquivana con un viejo. Detúvole el cartero. Le dio tres cartas. La cordial evocación de aquel París de sus ensueños quiso redimirle: una, el sello rojo, francés..., la letra veloz y larga de Henriette. La sexta que se cruzaban -y enviábale un retrato-. Púsose a mirarlo y a leerla debajo de una luz, pero molestábanle los que alrededor se le paraban y desviose por una desierta calle lateral. Breve, impulsiva la carta, como todo en la nerviosa morena y linda apache-ángel llena de lunares y de boca sensual. Habíala escrito últimamente: -«¡Si vinieses a España, aquí, conmigo!...» Y ella respondía: -«Gírame telégrafo quinientos francos para el viaje». 84 Rue Tronchet: calle céntica de París que va de la Place de la Madelaine al bulevar d’Haussmann. 85 Maxim’s: emblemático restaurante parisino, situado en la rue Royale, abierto como tal en 1893. 189 ¡Qué bruta! ¡qué bruta y qué bonita! ¡Qué ella, qué llena de tipo, con su gran chambergo flexible de pelús!... Vamos, bruta... Octavio referíalo a sus repentinas y bravas decisiones. Así la conoció y la conquistó, en el azar instantáneo de... un instante. Él iba en taxi, bulevar arriba; y, de pronto, un grito, un tamboleo del taxi, violentamente contenido: una arrogantísima criatura medio derribada, alcanzada con el ala de un farol. Ilesa, pálida, con el susto nada más, en tanto el chauffeur reemprendía la marcha, supo ser gentil para sonreír y tirar besos a los besos y ademanes, con que Octavio, vuelto en la capota, trataba de significarla sus disculpas. Tan pálida, tan gentil, que él hizo volver el automóvil, bajó, la habló, manifestándola el contento de que no hubiese tenido el accidente más tristes resultados, y, en mínima restitución de cortesía, ofreciendo conducirla adonde fuese. Era la señorita de comptoir86 de una joyería de la Place Vendôme...87 ; aceptó, gentil, siempre gentil, y ya en el auto, antes de dejarla en la elegante puerta acristalada, quedaban concertados para cenar juntos a la noche... Lionesa, sola en París, libre como un gato, desinteresada, con un sueldo de trescientos francos mensuales, de fuego en la pasión y romántica de alma, vivía en una pensión de la Cité Bergère88 , y pasó la noche aquella, y otras luego, discretamente salteadas, a fin de no rendirle al sueño su labor todos los días, en el hotel de Octavio... Tenía que ver la camarerita Anie cuando entraba a despertarle los Domingos: -¡Dix her m’siu!; abierto el balcón, veía sobre las almohadas la lunarosa faz y la negra cabellera de Henriette, y rectificaba llena de recogimiento y pícara sorpresa: -¡Dix her, m’siu m’dam! ¡Ah, mujeres de Francia! El lance, posterior al de la Ópera, corroboraba su acierto de no haber querido concretarse a una hermosa solamente. Contado a Juan cuando le leyó la primera carta de Henriette, hízole un poco envidiosa y neciamente exclamar: -«¡Ah, sí, mujeres de Francia..., qué encantadoras, Octavio, y qué... grandísimas zorras!» 86 Señorita de comptoir: dependienta. 87 Place Vendôme: complejo arquitectónico cuyo origen se remonta a la época de Luis XVI. En ella se levanta la columna Vendôme, de cuarenta y cuatro metros de altura, en honor de Napoleón I. 88 Cité Bergère: calle situada junto a los grandes bulevares y el Faubourg Monmartre. 190 Había ido el feliz internándose por las calles solitarias, mientras recordaba estas delicias, y la urgencia de meditar acerca del tal viaje de Henriette, que él hubo de insinuarla en su carta como en broma, lo mismo que hubieron de hablarlo algunas veces en París, y que ella, más que loca, ahora decidía con apremios de telégrafo, le hizo continuar vagando y alejándose del centro. Después de todo, maldito si le corría prisa incorporarse a la cursilería de aquella boda en que fueran a ahogarse de calor y a hartarse de champagne malo y de pavo en pepitoria... ¡Henriette! ¡Oh! Por lo pronto, la presencia de aquella Henriette insuperablemente parisina, en La Joya, querida de él, formaríales un asombro de envidias y embelesos a los doscientos treinta zamacucos que tanto alardeaban de criaduchas y pastoras. Pero... formaría un escándalo también, a no dudar. ¿Cómo traerla? ¿Cómo instalarla?... ¿Con casa aparte, en el pueblo mismo, a gran lujo y gran descaro..., o confinándola en el desierto de la dehesa?¿Iría a aburrirse ella, aquí? Arduos problemas. Por un rato, le dio vueltas a otra solución. A otra solución que habría de ser harto simple y expedita si él tuviese siquiera una hermana a quien ponerla institutriz. No teniéndola, el traerla a casa, de doncella, de ama de gobierno, resultaría chocante y peligroso..., por mucho que él intentara persuadir a su madre de que conveníales una francesa para soltarse en el francés. Y, sin embargo, tratándose de un poblachón sin fondas ni posibilidades de ocultar a una amante, en casa era donde pudiera recibirla con más comodidades para ella y garantías más grandes de secreto. Ahora, puntos a resolver previamente, constituíanlos, por una parte, la estratagema que hubiese de engañar a su madre en lo respectivo a las desinteresadas busca u oferta de Henriette; y, por otra, el si ésta se avendría a los caseros trabajos y al sueldo aparente de quince o veinte duros, aunque él la completase hasta ciento, a ser preciso, bajo cuerda. ¿Y la habitación?... ¿La situaría con facilidad en el piso alto, como de él, adonde subía muy pocas veces, y nunca por las noches, la mamá..., o ésta preferiría tenerla en el bajo cerca de ella?... De una a otra cosa, iba la diferencia de haber de andar inquietos y furtivos o... 191 Sonó un reloj. Las siete. ¡Diablo! La boda estaría en la iglesia o camino de la iglesia. Habíase abstraído demás, Octavio, perdida la noción del tiempo. Cortó recto hacia la plaza, cierto de que el cortejo encontraríase al menos en la calle. Ya pensaría despacio en su Henriette... Y en la plaza, sí, halló la boda, sólo que de vuelta. No poco le costó romper la multitud. La contenían los guardias, de gala y repartiendo rodillazos y trompadas. Para la fiesta y la cena, por ser pequeña la casa de doña Antonia, dirigíanse desde luego a la del conde, a la que ya era también de Ernesta. Octavio, desde atrás, ganando puestos, llegó a verla rodeada de curas, en su fanal de gasas nupciales, y sintió la tenue y última inquietud de lo irremisiblemente consumado... ¡Condesa de la Cruz de San Fernando! ¡Bien! A él, después de todo, ¿qué?... Al lado, por presumir sin duda de elegancia en la pareja, habíasele puesto Mariano Marzo, con un frac bastante chapucero; y desde delante, acompañada por Barriga, que lucía otro frac nuevo y detestable hasta hacerle parecer el mozo de una fonda, Dulce Marín volvíase a hablarle y sonreírle. Estallaban cohetes. -«¡Vivan los señores condes!» -«¡Vivan los novios!» -gritábase a menudo. Llegaban. Tal la muchedumbre, que los guardias tuvieron que desenvainar para hacer paso ante las verjas. Estallaron más cohetes y alumbraban rojas y verdes las bengalas. Una rueda de fuego roció su cáliz de colores. Una música sonó: la marcha real. ¡Caramba! Octavio, aparte de encontrarlo ridículo, dudó si no fuese irreverencia en los respetos de un monárquico. Además, la tocaba ingratamente la charanga municipal reorganizada a toda prisa con sus viejos instrumentos. -«Bu, bu, bu» -los trombones-. Feria. Pueblo, pueblo. Henriette hallaría todo esto divertido. No faltaban sino los puestos de pestiños y buñuelos... Para cerrar la cancela tuvieron que meterse dentro cinco guardias, que en la prisa y el tumulto entretallaron por el vuelo del manteo a un joven sacerdote y por la cola del frac al Garañón... «¡Coile -protestaba éste, con buen humor ingenuo-, que me han cogido por el rabo!»... En un templete del jardín, lanzáronse a la marcha real también seis endomingados artesanos 192 con guitarras y bandurrias; y como los de fuera tocaban ya una polka, armábase un estrepitoso guirigay. Pueblo, pueblo, ¡ah!, bien pueblo. Sin embargo, cuando después de pasar por el guardarropa, y las muchachas al tocador dentro de la casa, iban ellas saliendo en grupos al jardín, Octavio tuvo que concederse que no estaba mal la florida amplitud olorosa de rosales y azucenas bajo los focos, y las guirnaldas venecianas que pendían entre los árboles. Grande, aquello, consentía al fin el espaciado que le daba distinción, que hacía cesar las apreturas de la calle. Él fumaba en un semicírculo de sillones japoneses con unos desconocidos y no mal indumentados forasteros ciudadanos, y por la escalinata de enfrente iban bajando lindas y elegantes forasteras. Hasta un vals de las bandurrias escondidas resultaba casi alígero y poético. Una dama algo pasada, pero grande y bella, tocábase de gasas y brillantes. Unas macizas rubias, de boca roja, hermanas tal vez, lucían escotes ideales. ¡Oh, no, no!¡No todas las mujeres de España eran cloróticas y cursis! Y ¡oh, también de La Joya!... Orencia, Joaquina Rivas, de pronto, allá en el pórtico. Después, Dulce Marín, a quien Octavio no había podido ver como ahora en el trayecto. Guapas, bien vestidas. Pero guapas de verdad. Jacoba, la miniatura de Encarna... ¿Qué radical transfiguración habían sufrido, y Orencia, singularmente, para estar tan frescas, tan lindas, y ni en sombra parecerse a aquellos grotescos embadurnados payasos de otro tiempo?... El experto, lo advirtió así que llegaron Orencia y Joaquina a saludarle; era, que no se pintaban; que, a no dudar, de Ernesta habían ido aprendiendo a cuidarse de un modo exquisito el pelo, los dientes, las uñas... ¡menos mal, si la coqueta estúpida hubo de servir de modelo siquiera de limpieza en un pueblo de marranos! En fe de ello, no lejos gruñía don Pedro Luis, sin pelar, con un levitón de lustre y llenas las solapas de caspa y de pavesa. No se merecía a la esbelta y pelinegra boticaria. Orencia, ahora, con sólo ya saber no estropearse, aparecía en su realidad tan interesantemente guapa, más, acaso, que la misma Ernesta. La mintió cortés, envaneciéndola y acertando igual acento de inflamada admiración que de verdad le habría inspirado cualquier belleza de París: -¡Está usted divina, Orencia! 193 Y lo singular del galante y casi sincero tributo que al fin rendíale a sus paisanas, por haber dejado ellas de pintarse, era que justamente en París había advertido de qué mágica manera, pintándose, las mujeres centuplicaban su beldad. Pintándose, a furia de artísticos brochazos de negro y de blanco y de azul y de carmín. Luego... en lo de pintarse o no, para una mujer, estaba la cuestión como en las castañuelas: «tocarlas bien o no tocarlas». Iba poblándose el jardín. Curiosos de los detalles de la iluminación y de las mesas, y de esta gran glorieta preparada para el baile con sillas verdes de bejuco y rosas deshojadas por el suelo, las señoritas y señoritos joyenses, en grupo, cumplimentaban a las forasteras, vagando de unos a otros sitios. En su cenador de madreselvas, las bandurrias no cesaban de tocar. Alguien había tenido el buen acuerdo de disponer que se alejase la música de fuera, para castigo o recreo de la ruidosa muchedumbre entretenida por los fuegos de artificio. Había, además, muchos curas. Octavio, extrañado de tanto cura, que andaban en grupos también, los contó: once. Sólo las consagradas parejas de novios aislábanse en las sombras: Eduvigis y Cleofé Buenaventura; Purita Salvador, con su cruel hidropesía, y Gil Antón con sus platas y celestes de cadete. Manolo Marín, el pálido mosquita muerta de húmedos ojos de ciruela, en uno de los grupos ambulantes, aprovechaba los pasos angostos para codearle el pecho a las chicas... -«¡Caray! ¡Qué duras!» -le había oído Octavio decirle al Garañón, cuando pasaban, y refiriéndose a una de aquellas rubias forasteras de escote escultuario. Prodújose un revuelo. Parando en firme el María Marí, tornaba a la Marcha Real la orquesta de bandurrias. Las damas, las muchachas, todos, corrieron a la escalinata del hotel; y, tres o cuatro, con bengalas encendidas. Hubo un aplauso..., que si bien iniciado por la cortesía de algunos forasteros, rápido se tendió a la extasiada concurrencia: bajo el rojo y azul fulgor de las bengalas, bajo el fulgor blanco de los focos, en la meseta de mármol, entre el marco de jazmines, como una visión teatral, nívea, soberana de belleza y de elegancia, acababa de aparecer Ernesta, la condesa, del brazo de su padre -un hombre joven aún y arrogantísimo...-; el conde, detrás, le daba el suyo a doña Margarita Rendón. 194 Fue aquello un encanto; fue especialmente para los desdeñosos ojos de Octavio, que no se había movido, un resplandor de hechicerías, en máxima centella de beldad, imponiéndose instantáneo con la fulguradora verdad de las centellas; pero centella que duraba, que entre las bengalas persistíale como otra ardiente y serenísima bengala de suprema luz delante del asombro, y que le inundaba más que nunca de la emoción insuperable que causa la humana realidad de una mujer cuando llega a maravilla. -¡Ah! ¡Bien guapa, bien guapa... la condesa, Ernesta! -le oyó (tal que a Dulce el otro día, y con igual celosa envidia) a Orencia, que continuaba al lado suyo y le habría notado la impresión arrobadora. Sino que a diferencia de aquel día, ante la bella, ante la muy bella, ya sin el velo nupcial exaltada al colmo de su morena y mágica deidad de idealísima mujer de harén89 por el soberbio traje de boda parisino, Octavio no supo encontrar los disimulos. Luego de mirar a Orencia y comprender su error de haber osado a la incomparable compararla, fascinadamente volvieron sus ojos a la incomparable... a la insuperable..., a la que bajo los aplausos y agradeciendo el triunfo a reverencias y sonrisas, guiada por el conde avanzaba recta a él en una especie de imprevista traición de todos sus hechizos contra el sorprendido sin el broquel de su altivez y sus recuerdos... ¡Ah! ¿Por qué el del retrato de Henriette, que llevaba en el bolsillo, cayó en la insignificancia de sus portes de obrerita?... Llegaban, llegaban; venía el conde afablemente a saludarle... y... ¡ah, sí! ¡veíase la alucinación del terco forzada a conceder que hubiese mujeres guapas en España! Un miedo sintió cuando ella, al fin, con turbación menos intensa que el día del desposorio (porque ahora el primer gran éxito de condesa la embargaba), hubo de repararle y alargarle la suave mano llena de sortijas... Pero en esto mismo halló la altivez del altanero su apoyo; y se repuso. -¿Eh? ¡Ernesta, mujer, nuestro sobrino, tu sobrino! -habíala dicho el conde. -¡Mi enhorabuena, tita; para usted y para mí! -Tutéala, niño; tutearos. ¡Sois parientes! 89 Harém, en el original. 195 Sonriéronse los tres. Amable don Jesús, reconvino a Octavio de verle un poco ajeno a su alegría. Érale de la familia el más querido. Aun sin necesidad de manifestarlo, por ocioso e imprudente, a no dudar pensaba que los mutuos recelos que hubiese podido inspirarles la tenue rivalidad, durante el noviazgo conllevada con las dignidades de una exquisita educación, borrábanse en la mayor dignidad del parentesco. Ernesta habló en seguida con Orencia, con otras, y Octavio con el padre de ella y con damas y señores a quienes le iba el conde presentando: Adelia di Tosto, italiana (la famosa fresca y fastuosa) y su marido, de Valladolid, don César Rey, ex director general; Clotilde, Charo (las rubias) y Alfonso López Redondo, primos de Ernesta; Ascensión Anabitarte, y su papá, el marqués de Illana, deudos del conde de la Cruz, que habían residido hasta hacía poco en París, y actualmente en La Coruña. Además (aunque éstos, antes que presentados, le fueron recordados, por conocerse de antiguo vagamente): el barón de Pobladet, la baronesa, madrileños; Gundemaro Turza, de Toledo; Lulú Camporreal, viuda, de Granada, y su sobrino Luis, gran caballista; el conde de Casa-Guadiana, su mujer y su espiritual (muy alta y delgada) hija Lucrecia, poetisa, de Badajoz... Se apartaron, en grupos. Ernesta y su vallisoletana escolta alejábanse repartiendo cumplimientos. Octavio se unió al marqués de Illana y a su hija, que ya le constituían una atracción por su prestigio de haber vivido en París, y recordando a París consolidaba el propósito de cenar al lado de ellos. Los hombres, la mayor parte de los joyenses, un tanto pasmados del monopolio que los elegantes forasteros habían hecho de las chicas, fumaban con los curas en pequeños corros de tertulia. Servíanse aperitivos, que a grande honor eran aceptados en el grupo del Curdin, aquí desde luego aisladamente congregado con su presidente Exoristo ¡muuú! debajo de una acacia; con ellos, don Macario Lanzagorta lucía su fofa corpulencia de bilioso en la distinción de un frac no sospechada por los que únicamente le hubiesen visto en el Casino con su habitual indumentaria de pantuflas y bufanda: hombre de gravedades diplomáticas y de certerísimo criterio, ex jefe del grupillo conservador opuesto al conde, vivía, podía decirse, en el Casino, y no se vestía nunca, salvo en raras ocasiones, como ésta, o 196 cuando se iba a las aguas de Sobrón90 , donde contraía veraniegas amistades con personas eminentes..., Dato91 , el Bombita, la Pardo Bazán...92 Negrillo e inquieto como una corredera, de smoking93 , bebía chartrés copa tras copa Saturnino de la Cruz, el sobrino carnal y huésped del conde, burlándose, en unión del gentil Mariano Marzo, de los tipos que desfilaban, verdaderamente cómicos, algunos. Al Garañón, por ejemplo, en coloquio con las Rivas y con la viuda alegre (parecíalo) Lulú Camporreal94 , caíanle verticales los faldellines del frac, entre las piernas en paréntesis, cada vez que se arreglaba con su diestro golpe de mano la cruz del pantalón; en cambio a Eusebio el boticario, el guapote marido de Orencia, causábanle rústica extrañeza y separábaselos a uno y otro lado de las sillas al sentarse. Otro que de etiqueta estaba para «pegarle un tiro», era el carabinerete Gómez, allá con sus cuartillas y su dirección de La Voz de La Joya dándose el postín de tomar notas de las damas. -«¡Concho! pues... ¿y el sapo del juez? ¿Y Barriga y el otro médico Sotero? ¿Y don Atiliano, con el jefe de Telégrafos y la sección de los poetas?... ¡Qué fracses!... digo ¡qué fracs, caro Mariano!»... Se había convidado a todo Cristo. Los sastres locales, constructores ordinarios de albardillas, y excepto para Eusebio, que sabíase por su mujer que el suyo vino de Córdoba, habían confeccionado levitas y fracs a la carrera. Muestras de ellos lucían los otros tres boticarios, y el notario, y Juanito Pimentel, y el Brocho, y el viejo registrador. Menos mal que Cordón, armado indudablemente de sonetos, se descolgó de americana. El capitán de la Guardia Civil, un comandante retirado, y los curas, vestían el «uniforme». ¿Qué concho tenía que hacer aquí tanto cura? ¡Gorrones! ¡Sinvergüenzas!... Se indignaba Saturnino. Juzgaba que la misión de ellos, aunque los hubiesen invitado, y según había hecho 90 Sobrón: villa de la provincia de Álava, llamada realmente Sobrón y Soportilla, que tiene un conocido establecimiento de aguas minerales de utilidad pública. 91 Dato: Eduardo Dato e Irraider (La Coruña, 1875), ministro de varias carteras (Gobernación, Gracia y Justicia...) y presidente del Congreso. 92 Pardo Bazán: Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851), introductora del naturalismo en las letras españolas. 93 Smocking, en el original. 94 Camporeal, en el original. 197 don Antonio, estaba en llegar, hacerse presentes un poco, y... no quedarse a beber y fumar en la juerga mundana de un banquete. ¡Qué diferencia de éstos al santo don Antonio! Asqueroso, a la verdad, el tuerto don Calixto, alcahuete de don Pedro con la herrera; más asqueroso aún, aquel viejo y gordo don Roque Jarrapellejos, primo hermano de don Pedro, adjunto de la alcaldesa, y que aquí con ella andaba amartelado en tanto el desahogado alcalde hacíale sus pelotillas al cacique. Mejor presentadas que los hombres las muchachas, que para esta fiesta esperadísima habíanse hecho hacer lindos trajes por sus modistas de Badajoz, de Córdoba y hasta de Madrid, Mariano y Saturnino, sin perder copa de chartrés y de pernó, pusiéronse a revisarlas: a Dulce Marín, morena, caíala bien el heliotropo, a Encarnita Alba... Pero llamaban... a la mesa. A los torpes, a los que antes no lo hubiesen advertido (¡muuú!, mugió Exoristo), una especie de maître d’hôtel95 les hacía notar que el nombre de cada uno en cada plato marcaba los puestos previamente. ¡Bravo, la previsión! Así se evitaría el tumulto y las manchas que producían los jóvenes, cuando ya poníanse curdas, sirviendo bandejas abajo y arriba a las muchachas. Además, el convite, gracias a otra novedad digna de condes, no iba a ser exclusivo de dulces y licores, que empachan a la gente y la dejan sin cenar, ni cena, precisamente, sino algo mixto, con fiambres y pastas exquisitas... Lo lamentable para los del Curdin (y para muchos, Octavio también, que tuvo que renunciar a la parisiense charla de Ascensión Anabitarte), fue que quedaron separados: Exoristo entre dos meticulosas viejecitas; Marzo, en puesto distinguido, lejos de Saturnino de la Cruz, y el Garañón junto al marido de Orencia, teniendo por la izquierda otra venerable vieja, doña Luz, la madre de Saturnino..., y sin una muchacha cualquiera a quien meterle por debajo de la mesa la rodilla si la cosa se animaba... Nada más habíase respetado en sus derechos de proximidad a los novios consagrados, Eduvigis y Cleofé, hacia una punta, Purita y el cadete a la contraria, y a los matrimonios. Junto a la alcaldesa, que persistía en pintarse a toda furia para disimular su 95 Maître d’hotel: jefe de comedor, maestresala. 198 vejez, aunque desde meses antes hubiera dejado de ser moda en La Joya, hallábanse el marido y el amante, don Roque. Orencia, en cambio, y por excepción lejos del buen Eusebio, reservose su lugar entre Octavio y la madrina, en frente de los condes; ella precisamente había formado la lista de los sitios, ayudando a Ernesta, y ya que no podía tener cerca, como jamás ante cierto público, la altísima respetabilidad de Pedro Luis, no quiso tampoco tener un mamarracho. Conocía el realce que le presta a una bella mujer (¡Octavio, oh, sí!) el hallarse bien acompañada... Hubiera resultado singular el contraste que formaran las sendas conversaciones de Purita con su primo y de la madre de Purita con don Roque, en este instante de espera del servicio, para cualquiera que a un tiempo las hubiese podido escuchar de extremo a extremo de la mesa. El párroco de San Andrés, paternal, miraba desde largo cómo hablaba con el novio la pobre hija de su alma (y de su carne), la delicadísima criatura. -Carmen, encuentro a la niña más pálida, más débil. -Sí -respondíale la alcaldesa-; hoy ha vuelto a tener vómitos; está cada día peor. -¿La ha visto Barriga? -Por la tarde. Se empeña en operarla cuanto antes. -Y creo que lo debiera hacer. ¿A qué aguardar a octubre? -¡Hombre! ¡Ya, dejemos que pase el verano y se divierta! ¡Pobrecilla! -¡Pobrecilla! La miraban, la miraban tiernamente, con aquel primito novio tan gentil, que al fin habíanse resuelto a consentirla. Y el gentil primito, en tanto, y la ruborosísima muchacha, de oído a oído, sostenían este otro diálogo, excitados por el ambiente de la boda: -Mamá y Barriga quieren que me opere. -¿Cuándo? -En seguida. -¡De ningún modo! ¡Bah, mujer, estaría bueno que ahora que hemos empezado a... querernos tanto, tuvieses que guardar cama! ¡Te operas de que me vaya yo! -Sí; eso la he dicho. -Y, además, espérame esta noche. 199 -¡No, eso sí que no! -¡Sí, eso sí que sí! -¡Oh! ¿Y si se queda don Roque? -No importa. Él sale por la puerta. -¡Bueno..., si te enfadas!... Silba en la tapia, cuando llegues, para que yo te arrime la escalera. En gratitud, Gil le oprimió el codo con el codo a la delicadísima criatura. Hacía cosa de un mes que ella, enamorada, le había concedido plenos sus favores; y en la avidez de ella, en la avidez de él, que habíale hecho saltar la tapia casi todas las noches sin descanso, únicamente asaltábale al cadete el temor ¡pobre enferma! de empeorarla, de lastimarla acaso la barriga... No tan complacido Octavio de la vecindad de Orencia, con ella trató de charlar y de olvidar su impresión de Ernesta, mientras se comió el faisán con gelatina. Sin embargo, aun poniendo en esta cortesía mucha voluntad, acabó por distraerse de aquellas con que correspondíale feliz la boticaria..., la émula (¡creería ella!) de la ya magnífica condesa; tanto distraíase, que Orencia, contrariada, formó conversación con la Jarrapellejos y Pedro Luis y con la misma Ernesta y el conde, por lo alto de las flores y las copas. Pero Ernesta atendía a la vez a los cumplidos que dirigíanla de todas partes..., y Octavio, mudo, enfrente, inadvertido de ella, queriendo no mirarla, la miraba, mirábala a menudo en vuelos rápidos de ojos. Una irritada obstinación le constituía el afán de deshacerse aquel asombro que, así vestida, tan prodigiosamente vestida, hubo de causarle. Por lo pronto, achacándole su cautiva sorpresa al atavío, cual si fuese otra mujer cien veces más hermosa que la que él dejó al partir para París, explicábase la transfiguración teniendo en cuenta que nunca, antes, porque no hubo bailes ni teatro en aquella temporada, habíala visto tan a todo lujo engalanada, sino en simples trajes de visita. ¡Ah, las sedas, los encajes de Bruselas, las joyas!... Regalos del padre, del marido..., en el pelo tenía una diadema de zafiros y brillantes; en el escote, el suave oriente de las perlas; en las orejas, en las muñecas, en los dedos, más perlas, más brillantes, más zafiros... Una riqueza. Un muestrario. Quizás, quizás expuesto con exagerada profusión de advenediza. 200 Luego, y al notar su tontería de empeñarse en hacerla desmerecer a cargo del adorno, como si el adorno (cuya única virtud consiste en subrayar) pudiese convertir a la que no lo fuese en un prodigio; como si el adorno, la sabiduría del adorno, justamente no constituyese el principal hechizo de las mismas hechiceras de París..., mirando, mirando siempre fugazmente a esta prodigiosa Ernesta, de la cual bien podría decir que «hasta ahora no la había visto»..., ya con toda calma, ya aceptando toda la responsabilidad de su torpeza ante la verdadera verdad de ella, se dedicó, rebelde todavía, a parangonarla con sus vivísimos recuerdos de aquellas otras prodigiosas de París..., de aquellas que le habían ungido como de la suprema divinidad de la belleza entre sus brazos..., con la Gaby Vilvert, de Marigny (mil francos); con la Olga Stelly, del Olympia (mil francos); con la Mado Yot, de Tabarin... Y ¡ah! ¡las resistía... resistía la comparación enorme, Ernesta..., la morena maga Ernesta..., la deidad de harén de ensueño... la... condesa de la Cruz de San Fernando!... ¡Las resistía, y resistió asimismo, sin anublarse, cual otro sol resplandoroso, incluso la evocación de la dorada náyade del palco de la Ópera..., de su Or du Rhin... de la generosa y enigmática bohemia del desnudo paganamente magnífico y del regio traje de quince mil francos!... ¡Ah, sí sí!... Tal persuasión tristemente apoderada del altivo, doblose al plato, a comer pastelillos de fuagrás, pensando que, en lo referente a mujeres, cuando menos, recibían un mentís de la realidad española los inimitables prestigios parisienses; pero... divina o no divina, como fuese Ernesta, «a él no le inquietaba», y era lo importante. Ella continuaba agradeciendo cortesías en todas direcciones, y Octavio, como hubiera podido llevarle el compás al minué de las bandurrias con el cuchillo en las copas, púsose de nuevo a agasajar a Orencia. -¿Quiere? ¡Vino italiano: chianti!96 La sirvió. Inmediatamente se la dejó monopolizada. Sin recatar mucho la voz, en el general barullo de las conversaciones y la música, hablaron del banquete, que estaba bien (contra el temor «a la pepitoria», de Octavio); del conjunto de los comensales, que no estaba 96 Chianti: vino italiano originario de Montepulciano, de un color rojo rubí profundo y un perfume intenso de fruta madura. 201 más que regular, la mayor parte devorando ansiosos estas cosas finas que comían por vez primera, y del conde y la «condesa», que estaban mal, como tal pareja amorosa, resueltamente. Entre el padre y el marido, a Ernesta..., más que del marido, se la tomara por la novia de su padre. En efecto, éste era un fuerte y guapo señor, de cuarenta y ocho o cincuenta años, de apariencias de treinta o treinta y cinco a nada que se prescindiese de la leve pata de gallo de su sien y de los hilillos de plata de su negra y rizosa cabellera, del cual no cabía dudar que, como la gente, habríase maravillado en alto grado de ir a ser «el suegro» de un cano y apilongado viejecito que pudiera serlo de él, a toda propiedad, con plena holgura. Hombre de juvenil despreocupación, atribuíasele con un pariente suyo, de estos venidos a la boda, cuando hubo de presentarle al yerno (¡rediez!), una frase que rodó de intimidad en intimidad: -«¡Mejor! ¡Así, si me hacen suegro, que aún puede pasar, no me ascenderán a abuelo, por mucho que se empeñen!»... -¡Idiota! ¡Idiota! -despreciaba Octavio «a la condesa», oyéndole la frase a la farmacéutica gentil, y al mismo tiempo que a ésta la aceptaba un marrón glacé en pago del champaña que íbala sirviendo. Animábanse los dos, de vinos y de risas. Desde enfrente, Pedro Luis, a su vez con Adelia di Tosto animadísimo, les miró un momento, un momento nada más..., y sin celos, sin sombra ni del más remoto sobresalto. Era, con respecto a Octavio y a su Orencia, el mismo sentimiento de gran seguridad mostrado rato antes, para Ernesta y Octavio por el conde. Aparte la fe que a Pedro Luis merecíale la virtud de su querida había en La Joya un tácito convenio de dignísimos respetos, jamás llevado a la infracción entre todos y cada uno de los miembros de las seis u ocho familias principales. Los Jarrapellejos, los Rivas, los Marzo, los Rendón, los Cruz de San Fernando, primero consintieran morirse de vergüenza que cometer la felonía de conquistarse unos a otros las hermanas, las mujeres, las amantes; y Orencia, aparte ser la amante consagrada de Pedro Luis, era por su pública conducta, una señora irreprochable, aunque no perteneciera a las privilegiadísimas estirpes. Gozaba, pues, de la inmunidad de los asedios: ya podía ir sola con cualquiera a media noche, con el procaz Mariano Marzo, con Gómez, con Barriga, con el propio Garañón...; harto a diferencia que a Encarnita Alba, que a Dulce y a Jacoba Marín, 202 que a todas las demás, en fin, que no fuesen Cruz, ni Rendón, ni Rivas, ni Jarrapellejos, el fuerte social prestigio, de éstos emanado, la amparaba y protegía. De tiempo inmemorial, sólo conservábase el recuerdo de una Jarrapellejos medio loca que echó los pies por alto con un cura; a ella, la encerraron en su casa; al cura, una noche, colgado del pescuezo de un gato muerto, negro, por más señas, pusiéronle en la puerta de la suya este letrero, famoso en toda España desde entonces: -TE VERÁS COMO ESTE GATO, SI NO DEJAS EL CURATO-; y no hay que decir si el buen páter salió de La Joya «a tres menos cuartillo». Había mirado, sí, los regocijos de la farmacéutica y Octavio el confiadísimo cacique, inocentemente, tal que en verdad se mereciera, por simple atención a su alborozo, como otros de su alrededor, como don Macario Lanzagorta, como Casa-Guadiana y su hija y su mujer, como la novia, Ernesta... que, desprendiéndoselo del pecho, disponíase a cumplir la costumbre de repartirles su azahar a los invitados. Al verla para ello apercibirse, de pie, calladas ahora las bandurrias, iba imponiéndose un silencio en que apenas persistían aquellas risas y charla de los dos. -¡Oh, nenita, Orencia, Octavio, bravo! ¡qué contentos! -hubo la amable novia de decir. Y entonces Octavio, sorprendido, entre sarcástico y cortés, se levantó, alargándola una copa de champaña. -¡Condesa! -dijo-. ¡Beba por el contento nuestro y por el suyo! La oferta versallesca arrancó un cerrado aplauso que se prolongó mientras Ernesta tomó la copa y bebíala sonriendo y mirando a Octavio por el borde, con inmensa gratitud... ¡Condesa la había dicho!... ¡CONDESA! ¡CONDESA!... acertando a ser, entre tantos como por adularla se esforzaban ¡y con qué propicio acierto en la general expectación!, el primero que públicamente la envolvía en la lisonja de su título... Ebria, embriagada al fin de la lisonja, no del champaña, dejó la copa, tomó dos o tres florecillas de azahar del ramillete, y, entre otra salva de aplausos, se las dio a Octavio, diciendo: -¡Gracias! En seguida les ofreció otras a la madrina, a su padre, a sus rubias primas de escote estatual..., disponiéndose a recorrer la mesa de silla en silla y levantando murmullos de victoria... 203 Tan claro había sido su mareo de fatuidad, que Octavio no pudo menos de despreciarla, pensando y casi pronunciando con los labios: «¡Estúpida!» Sin embargo, se prendió en el ojal las flores -primicia de la más caracterizada virginidad que pudiera brindarle, a no importara quién, la flamantísima condesa-: la de la vanidad. Era tan bella, tan plásticamente bella, que a pesar de todo, quedose preocupado. El hecho, allá por donde Macario Lanzagorta se encontraba, hubo de inspirarle a éste otro comentario poco favorable: -¡Debió ofrecerla a la madrina la primera! -¡Claro! ¡Y a su tita Antonia! ¡Qué inadvertencia de niña! -sancionó doña Amelia Cruz Jarrapellejos. La orquesta tocaba al paso poético y triunfal del reparto aquel de la condesa. Todos se giraban en las sillas para aceptar la flor y devolverla un cumplimiento. -«¡Ofelia!» -la llamó delicadísimamente don Pedro Luis, que en esto de poner nombres llevaba la exclusiva-. Se alejó ella, sonriendo a otros, besando a otras, y don Pedro tuvo la desdicha de que la flor se le cayese; se dobló trabajosamente a recobrarla, ahíto como hallábase de vinos y fiambres, y con el anca medio derribó a Eusebio, su vecino por la izquierda; en la violenta posición produjo un ruido sordo y breve... que causó cómicas alarmas... El Garañón se reía: -¡Un cuesco! -le dijo a Eusebio, inclinándosele al oído. -¡Tonto! -Sí; que sí; te digo yo que ha sido un cuesco. -Hombre, no. Ha sido un eructo. El mismo don Pedro, incorporándose ya con el azahar, confirmó con otro más largo eructo resoplado y satisfecho la aseveración del boticario. Adelia le volvió a considerar con extrañeza; los demás, no -habituados a oírle en el casino y en la iglesia-; y por cuanto a él, claro es que no se descompuso lo más mínimo su gesto siempre amable de importancia y protección. -¡Ofelia! ¡Ofelia! ¿sabe usted? -le explicaba a la italiana, mirándola la raya del escote-; la he llamado Ofelia, recordando la que Bécquer describe del gran Kasquepeare. -¿De quién? 204 -Del dramaturgo inglés... un dramaturgo inglés, autor de Otelo. -¡Ah, sí!... Pero se pronuncia Sespiar, y, además, Ofelia era muy rubia. -Bien. Ésta, pelinegra. ¿Quién repara en pelos? «Bizarro el buen señor» -pensó la blonda fastuosa, siguiéndole la charla-. Nunca había visto hombre alguno una tan chocante mezcla de ingenio y brutalidad, de finura y grosería. Habíala recitado un verso suyo, bonito, que, poco más o menos, terminaba: «Y la luna, lámpara nupcial de nuestro lecho de mastranzos, veíala yo pequeñita y duplicada en los lagos negros de tus ojos». Lo que no aclaró don Pedro fue que en tales versos hubiese consagrado su memoria de la noche terrible del incendio y de los perros, con Petrilla. Hora de los poetas. Don Atiliano de la Maza tenía prontas las cuartillas cuando tornó a su punto Ernesta. Barriga, el juez y Cordón se removían. El conde les dijo en voz baja a los parientes Pobladet: -«¡Vais a oír algunas idioteces sin medio de evitarlo...!» Y sí, por largo trecho la madrileña baronesa tuvo que disimular detrás de su abanico las ganas de reír. Extenso en una suerte de romance, el narigudo señor Maza; bufo Cordón, sobre todo, y no menos kilométrico, hablaba del «pensil» y llamábales «trovador» al conde y «sirena del monte» a la condesa... Algunos se reían a todo trapo, produciendo la «escama» del lector. Concluyó al cabo, ganándose una ovación burlesca, que, como siempre, él recibía de buena fe; y advertida del ambiente de zumba la espiritual marquesita de Badajoz, renunció a decir sus versos. Hombre don Pedro, en cambio, a quien no había ambientes adversos que pudiesen afectar, se levantó y leyó con entera voz el suyo, sobre un silencio religioso. Mundano, galante... acertó a ser breve y ameno, y hasta picarescamente delicado: -«Capullo de flor divina de pureza». -«Abeja libadora que clavase su aguijón...» ¡Bravo! ¡Bravo! Supo a poco. Vítores. Palmadas. Norabuenas. La burla trocada en rendida admiración... en tanto el desdeñoso, sentado y vuelto a Adelia, chupaba de su puro. El alcalde, el Juez de primera instancia y el juez municipal, «pelotilleros», reclamado el original, hacían copias con lápiz, que autográficamente el altísimo poeta firmaría. -¡Bueno! Pues... ¡yo no hubiese puesto capullo! -quiso comentarle Barriga a Marzo. -¿Por qué? 205 -No sé; me suena mal ese capullo. Y, además, en punto a originalidad, recuerda lo de... «la picó, sacó miel, fuese volando»...97 Marzo, chispo, reanudó con Dulce su coloquio. Habíales interrumpido. Un momento después, iniciada la dispersión por el grupo de aquellos a quienes don Pedro Luis les fue a firmar el madrigal, todos se repartían por otras mesitas volantes, en donde servían los mozos café, té, licores... debajo de los árboles. Ardió un veneciano farol y le cayó a la mujer de Barriga en los hombros. Fuera, con la música de viento, proseguían los fuegos, cuyos cálices de chispas se veían sobre el ramaje. No hay que decir si tardarían en reunirse los del Curdin, incluso Marzo, abandonando a la Dulce o dulcísima o sabrosísima Marín, ya perdido el amparo del mantel para las manos. -«¡Qué golfa, Dios! -contábale el procaz, de la procaz, a Saturnino Cruz, novio de ella en otro tiempo-. ¡Estaba por pedirla relaciones, y...!» -«¡Música! -cortó experimentado Saturnino-. ¡Tecleo, lo que se quiera, y de ahí no pasa, así la ahorquen!» El rubio hipopótamo Exoristo habíales arrebatado a dos sirvientes tres botellas de champaña, otra de chartrés, otra de coñac y las sendas copas y la cubeta para el hielo; o lo que es lo mismo, que les dejó «en cuadro» las bandejas. ¡Muuú! Los lanzó por más, de un rugido. Lanzagorta formaba en la reunión, con la silla contra el tronco; a pesar de sus sesenta y ocho años y de no salir nunca del Casino, uníase juvenilmente a beber con los del Curdin, cuando ellos, a la una de la tarde y a las doce de la noche, hacían en el Casino su última estación. Cortadas las «conversaciones aparte» con otro ¡muuú! del presidente, Saturnino la hizo general a propósito del conde. Sifilítico y lujurioso como un mono (eran de mono los círculos azul turquí que orlábanle los ojos)98 , le daban una cínica agresividad la borrachera y el «descacharrante palmito» de la novia. Renegaba del tío por esta boda, que a él quitábale toda esperanza de heredarle... -«¡Concho! 97 ...fuese volando”: verso de un “Madrigal” de Luis Martín de la Plaza (Antequera, 1577-1635), sacerdote de la Colegiata de su ciudad natal. Sus versos fueron publicados en Flores de ilustres poetas de España, de Pedro de Espinosa. 98 Roséolas sifilíticas, erupción caracterizada por la aparición de pequeñas manchas rosáceas que en este caso han derivado a “azul turquí” (el más oscuro de los tonos de azul). 206 ¡Miren que casarse y exponerse a tener críos, de él o del archipámpano de Italia, a nada que la saque por ahí, con esa gitanota que está pidiendo guerra, un ciudadano con una pata en el sepulcro y la hija tonta en un convento...!» Guerra... ¡No! ¡No!... Los otros defendían a Ernesta... Su aventura del tejado no pasaría de ligereza de muchacha cuando el padre no quiso al capitán... -«De todos modos, hombre, tú, Exoristo, hombre, don Macario -revolvíase irritadamente Saturnino, pasando del de negra corredera al venenoso aspecto de escorpión-, una guarrada la boda con una coqueta forastera parcheada por cien novios...» El espeso bigotillo de quinto se le erizaba, hacíansele más azules las ojeras y lívidos los rosetones de la sífilis. Ponía, a propósito de él mismo, ejemplos de decoro: sin un céntimo, y riquita Dulce Marín, a quien no tendría más que indicárselo, antes que apechugar con ella echaríase cabeza abajo por el puente... -«¿O qué? ¿No hay sino casarse un hombre decente, sin más ni más, con una resobada, por salvar la posición, si es que es rica, o por acostarse con ella, si es guapa?...» Tema escabroso. Nadie dudaba de la delicadeza del muchacho en este punto; pero todos hallaban repulsivo oírle hablar de tal manera, a él, hijo de un desgraciado hermano del conde, que se arruinó estúpidamente y murió de una de sus terribles borracheras; a él, por el conde y en la propia casa del conde más que cariñosamente recogido desde entonces como un hijo, con la madre, viuda y desvalida; por el conde educado en aristocráticos colegios y por el conde sostenido luego en sus vicios a toda perdonadora bondad y a toda esplendidez. A fin de que callase, le dio Exoristo seguidas tres copas. Con igual objeto, Marzo sacó otro asunto de interés y de eterna actualidad: la Fornarina. -«En su lucha de tesón a poderío, sostenida con don Pedro, ¿caerá al fin o se quedará mi buen tito con las ganas?...» Barriga pensaba que pararía la cosa en lo de siempre tratándose del saladísimo don Pedro: dehesa, transformación en dama respetable quizás... y para eso andaba en danza, como presunto marido responsable, aquel tonto o más que vivo de Cidoncha; fundábase en haber visto dos noches a Zig-Zag rondando por la ermita. Mas, ¡no! Marzo opinaba lo contrario, al menos para con don Pedro y los demás, en tanto ella no se pescase matrimonialmente al profesor. -¿Habríanse acostado juntos? ¡A buena hora, la lagarta, hasta llevarse del cabezón, al pobre, de la iglesia!... 207 -¡Octavio! ¡Octavio! Pasaba Octavio. Marzo le ofrecía una copa; la bebió, mas no quería sentarse. El baile había empezado. No muchas parejas, pues, no atreviéndose los «del país», sacaban nada más a las muchachas los señoritos forasteros. Él quería reanudar su charla con Asunción Anabitarte bailando, y la buscaba. La novia, no mal llevada por el conde, preocupábase de sostenerse la cola del magnífico vestido a fin de no arrastrarla por la arena; efectivamente, acabado de regar el piso en previsión del polvo, aún era peor, porque resultaba casi un barro en que se aplastaban los pétalos de rosa. Gracias a que llevaban las faldas cortas la mayor parte de las otras. -¡Concho! ¡Me caso en Ronda, qué piernas! -admiró sin recato Saturnino, llegándose a ver bailar al primer término del corro. Traía una copa en cada mano. Referíase a las de una de las hermanas Redondo, lucidas bien en los revuelos. Mas, pronto cruzó Ernesta poderosamente bella y cadenciosa en su estela de bravos y palmadas, y el ebrio exaltó sus exabruptos: -¡Concho! ¡Me caso en Reus, qué zapatitos..., qué medias, la tita de Dios y de mi alma! Inaguantable. -¡Hombre, tú! -intervino Octavio-. ¡Haz el favor! ¡Hala ahí dentro! Le lanzó de un empujón, con su enojada autoridad de hombre digno y de pariente a pesar de no serlo entre sí, ya que Octavio éralo del conde por la primera condesa, por la madre de la monja. Y como Lanzagorta y Barriga seguían hablando de Isabel, Saturnino juró de nuevo, «sobre una sacrosanta botella de coñac», que, «como se le pusiera en la testa, y robándola aunque fuese, se acostaría con Isabel antes que el profesor y que nadie». ¡Ah, sí, sí, las borracheras ponían loco a este muchacho, educado en los jesuitas, y tan taciturnamente pacífico de suyo! -«De todas formas -opinó el recto don Macario- creo que Pedro Luis hace mal guardando preso al padre de la chica tanto tiempo»... A esta frase, y aunque acababa de divisar a Asunción Anabitarte, partió Octavio disparado en contraria dirección. Lanzagorta le había hecho recordar lo prometido a Cidoncha sobre insistir en la libertad de Roque con don Pedro. Veíalo solo, en una retirada mesita, 208 mientras bailaban los que habíanle acompañado, y el champaña prestaríale a él alientos para hablar con entereza, por encima de respetos. Llegó y le abordó, sentándose. Expúsole expedito la cuestión. -Si, sí, Octavio; le hablé al juez, sino que el juez espera... por reparos... La causa... -Don Pedro, prescinda de reparos y suelte a Roque sin pérdida de tiempo; yo se lo acons..., yo me permito aconsejárselo. En el pueblo, en todas partes, ahora mismo, aquí, he oído comentar la cuestión de un modo que... no le favorece. Se irguió torvo, el cacique, a la sorpresa. -¿A quién? ¿A mí? -Y mi... cariño está en el caso de advertírselo; se afirma que mantiene usted la prisión de un inocente con la mira de Isabel... por rendirla, o por venganza. Saltaron la botella y las copas a la palmada que descargó en la mesa don Pedro. No sospechaba que nadie penetrara sus crípticos designios, y menos, si los adivinase, que públicamente osara censurarlos. Además, éste que en sus barbas atrevíase... Le calmó el joven. Amigos los que hablaban, sin intento de ofenderle; más amigo él, que se lo decía anhelando cortar murmuraciones. Jarrapellejos le consideraba intensamente. Revelábasele Octavio en un aspecto de firmeza que, si bien conocíaselo para los demás, para con él era insólito. Diplomático, rápido en sus decisiones, resolviéndose a tratarle por primera vez, no como a niño, sino como a camarada y confidente, exclamó: -¿Hombre, Octavio, me crees capaz de eso que dicen? No menos rápido Octavio, respondió, acabando de verter a la cordial condescendencia los recelos: -¡El amor o la pata de cabra, bah! Todo el amor vuélvelo posible, y hasta cierto punto, disculpable; lo que hay, don Pedro, es que ha exagerado usted la nota. Con Isabel se pierde el tiempo: es una muchacha tan hermosa como honrada, que quiere a Juan para casarse. -Para cas... ¡Demonio! Pero, él... Prosiguió Octavio la alabanza de su amigo y de Isabel. Se adoraban. Infundíanse veneraciones de respeto. Cidoncha esperaba 209 a crearse una posición fija para hacerla su mujer y salir inmediatamente de La Joya. -¡Demonio! ¡Demonio! -tornó el cacique a asombrarse-. ¿Y cómo se casa él? ¿no es anarquista? -Socialista. -Da igual. Entrará el amor libre en sus teorías. -El socialismo difiere del anarquismo en no ser más que un credo económico del que no están excluidos los respetos a mucho de lo tradicional. -¡Ya! Don Pedro sacó pitillos, le dio uno a Octavio y prometió: -Anúnciale a Cidoncha que saldrá Roque de la cárcel; le demostraré al pueblo mi desinterés en el asunto. Y por cierto que yo también tengo algo que advertirte. Tu amigo está granjeándose la aversión de todos con sus propagandas del Liceo. Cree que no le hemos echado ya del colegio, por ti. Y aun tú mismo, tú mismo, Octavio (y es un consejo que corresponde a tus lealtades), debes mirarte en lo que se empieza a susurrar de tus simpatías por sus ideas. Dada tu posición y lo que legítimamente puedes esperar de la política, no son hábiles, en sentir mío, esas orientaciones que inicias en pro de los desarrapados... Nunca darán más que hambre y piojos, lo que tienen. -¡Ah, los desarrapados! -fue a protestar, comedido, pero piadoso y firme el altruista-. Los desarrapados, o, lo que es lo mismo, el pueblo, la ignorante multitud de ciudadanos que, en nuestra nación, harto a diferencia que en las otras, nos tienen en bochorno... Se calló. Comenzaba el segundo vals, bailado con el barón de Pobladet por la condesa; y el conde, en unión del de Casa-Guadiana, del marqués de Illana, de César Rey y de Turza, acercábase a este rincón de hojas que convertía eventualmente en principal la presencia de don Pedro. De bailar, venía el conde agitado. El marqués, que había oído a Octavio, bromeó: -¿Arreglamos el país? -Un poco -repuso el joven. Y hallando de perlas el testimonio del discretísimo señor que había vivido en París trece años, y complacido de ensayarse en oratoria, de paso que empezaba a establecerle sus políticos puntos de vista a don 210 Pedro, ante un concurso de hombres ilustrados como rara vez en La Joya solía verse, prosiguió: -Hablábamos del pueblo, del demos99 . Decía, marqués, que son un baldón de nuestra patria la ignorancia y la miseria. Marcó una pausa, porque aún llegaban, y se sentaban también lo más cerca posible de don Pedro, como cohorte suya, el párroco don Roque, el alcalde, el juez y el registrador. -La prosperidad de Europa, de Francia, usted lo sabe, marqués, débese, en primer término, a la general ilustración que ha hecho posible, políticamente, un cuerpo electoral pleno de conciencia y sabio en la elección de sus gobiernos; socialmente, una muchedumbre redimida del hambre, de la enfermedad, de la incomodidad y la suciedad, y, económicamente, un ejército de inteligentísimos obreros bajo cuya acción florecen la agricultura y todas las industrias. Se sale de España y no vuelve a verse más que fábricas y vergeles de cultivo por los campos; se llega a París o... a Londres, y han desaparecido para siempre nuestros tipos clásicos del vago, del mendigo, del famélico, ¿Verdad? Despertó expectación en los forasteros y en todos la diatriba, concisa, dolorosa. -Sí -confirmó el marqués, repitiendo casi los mismos giros que habíale oído a Octavio rato antes-; lo que más a un español sorprende de París, cuando llega, es el ambiente de abundancia y bien estar que se respira. La vida se dilata en gozo y dignidades. Todos comen, todos tienen su vino y su bistec100 , y dijérase que reina perpetua una alegría de sobremesa, de banquete. -¡Bravo, marqués! ¡Exactísimo! -recogió Octavio, mirando a Jarrapellejos y al conde de la Cruz, al seguir, cual si arrojáseles a su ignorancia vegetal, de hombres-árboles, de hombres no viajeros, las verdades afrentosas-. Una alegría de sobremesa, para todo; para el placer... y para el trabajo que nos convierte en tributarios de ellos lo mismo que a salvajes. Mi padre estuvo en Filipinas, y contábame que todo había que importarlo desde aquí: los embutidos, los garbanzos, las patatas, porque no se criaba 99 Demos: pueblo. 100 Bisteck, en el original. 211 más que arroz. Recibo igual la impresión de la colonia en cualquier tienda, en cualquier sitio de España, en mi casa, por ejemplo: marcas, etiquetas..., miro, y leo: los libros de Derecho, los perfumes y jabones, la ducha y las lámparas eléctricas... de París; los guantes, los paños, los botones y hasta las agujas y no sé si los alfileres, ingleses; la máquina de coser y el fonógrafo, de Nueva York; el piano, los bronces, las lozas, alemanes. ¡Ah, señores, señores! ¿No es una vergüenza? Sonreía a Turza, a Rey y a Casa-Guadiana, como para recabarse también su apoyo; y en el silencio un poco triste que surgió, les hubo de notar un desorientado asombro que en vano otras sonrisas quisieran disfrazar de convencido asentimiento. Quedose él, en cambio, persuadido de que tampoco éstos, el marqués badajocense, ni Rey ¡un ex-director general! habían sentido nunca el antojo de darse un baño por Europa. Englobándolos con su tío el conde y con don Pedro, hubiéseles gritado: -«¡Imbéciles! ¡Id a París! ¡Os contiene el miedo a la distancia y al gasto, y ni os tomáis la molestia de leer en una guía que se tarda mucho más a aquí, desde el mismo Badajoz, y que cuesta mucho menos que lo que diariamente perdéis a la ruleta en casinos apestosos!»... Sobrado fino para hacer más que pensarlo, se limitó a saborear el efecto desuverdaderoensayodeoratoria...,disponiéndoseaseguir;peroJarrapellejos, cual si le hubiese adivinado, irónico, enérgico y como por todos (¡había que concederle algún talento!), le sorprendió con la respuesta: -Indudablemente, Octavio, una de las ventajas de no haber estado en París, es la de poder continuar viviendo en España sin... excesivo «europeísmo». En tu casa, porque lo prefieras, las cosas son francesas, inglesas, alemanas...; en la mía, todo español: el piano, de Montano, de Madrid; los paños, de Tarrasa; los tapices, de la Fábrica Real, célebre en el mundo; los cuchillos, de la de Armas, de Toledo; los platos, de la no menos famosa Cartuja, de Sevilla; las sedas, de Valencia; de Barcelona, la segadora y las máquinas de mi fábrica de electricidad; y de Zaragoza, el sleeping101 del tren en que viajamos. ¡Te juro que no echo de menos para nada lo extranjero! 101 Sleeping: coche-cama. 212 Cálida la réplica, asimismo, fue acogida con un rumor aprobatorio, y principalmente por el registrador y el juez, el alcalde y el señor cura. Octavio, como el que ha descargado un paraguazo y recibe otro, no sabía qué responder. Don Pedro le miraba fanfarronamente cariñoso, mas no seguro tampoco de sí mismo... Quedaban ambos en el desequilibrio inconfrontable de dos proposiciones igualmente exageradas, y la voz melodiosa del marqués de Illana, en contraste con el trueno de don Pedro, restituyó la cuestión a sus términos exactos. Ni España dejaba de tener industria propia y medios de existir...; ni España dejaba de ser Europa, ni el resto de Europa y del mundo, a España, igual que a Francia y Alemania e Inglaterra, cesaba por ello de serla indispensable. Sin Edison no habrá gramófonos en La Joya, pero tampoco en Londres... tal que, sin los que en Europa los supieron inventar, no habría en New York telegrafía sin hilos, aeroplanos, ni siquiera hubiese New York... que pudo ser fundada porque unos españoles descubrieron las Américas. ¡Era el imperialismo de progreso! -Lo que no quiere decir -terminó el marqués- que al agobio de nuestros gloriosos siglos de conquista, no marchemos actualmente sin un poco de retraso. El cura quiso intervenir, tomando en retórico sermón la católica tangente; pero Jarrapellejos, que con su autoridad estaba por encima de catolicismos y de curas, le atajó para insistirle a Octavio en sus razones. Nada corto, éste replicaba -y apoyábanle Illana y Rey-. El conde de la Cruz fiel aquí, igual que en el Senado, a su criterio acerca del valor inapreciable del silencio, callaba atento y reflexivo. «¡Ah! ¡ah!»... «¡Oh! ¡oh!», decía asintiendo o negando con leves gestos. Además, tosía y sentía frío, al reposarse de la sofocación de haber bailado; y, no obstante la serenidad calmosa de la noche, hízole a un sirviente traerle un gabán, y se lo puso. Amplio filón de elocuencia volvía a encontrar Octavio en sus comparativos recuerdos de viajero; en Francia los maestros de escuela habían dejado de servir para escarnio en el teatro; la prensa no se ocupaba exclusivamente de política, con miras de egoísmos personales, tal que aquí -sino de lo social, a diario recogiendo las palpitaciones de la vida-; las mujeres marchaban solas por la calle sin temor a groserísimos piropos. No sólo era todo cómodo y bello; baratísimo, también; ejemplos: su mandolina Ozelli de doce francos, sus máquinas 213 fotográficas, su motocicleta, su escopeta... -excelentes y de menos precio que lo que hubieron de cobrarle de aduanas...-. ¿Qué?... aparte, todavía el moral bochorno de presupuestos de enseñanza como el del ministro de Instrucción señor Sampedro, que lejos de recabar aumentos defendió las reducciones...; por atención siquiera al resultado material de la mayor comodidad de la vida entre gentes cultas y a aquel abaratamiento de las cosas, ¿no debía pensarse en otros de moderna y positiva esplendidez? -¡No, querido Octavio! -saltó don Pedro, acaparándole la triunfal mirada que empezó a pasear por el concurso-. Los altruismos de tu edad, y los libros, conducen, a no dudar, a lindas cosas; pero la experiencia lleva a las contrarias. En primer término, lo que se afirma desde antiguo acerca de «la santidad de la ignorancia» es de una exactitud que no desconocería ese ministro de Instrucción, como no la desconocemos los que hemos ido recibiendo duras y algo largas las lecciones de la vida. El pueblo no comerá más aunque aprenda gramática en la escuela, y en cambio sabrá mejor de su hambre y del hartazgo de los otros. Fíjate: París deja morir de frío en las calles a los que no tienen para ropa, igual que hace cien años, y en cambio, con su cacareada ilustración del pueblo, ha creado la especie del bandido filosófico: la banda trágica de los Bonnot, los Dieudonné y los Caillemin, defendiose a un tiempo con la browning102 y el periódico; sus adeptos, son legión; se sigue predicando el robo y el asesinato en los centros libertarios y asusta cómo el telégrafo nos habla diariamente de los niños de quince años que juegan a matar en vez de jugar a los bolindres. Eructó, y continuó: -Tal la obra de la prosperidad moderna, Octavio, con muchos focos eléctricos, con mucha luz, a la verdad, alumbrando despiadadamente, en contraste con los lujos, las rebeldías de una miseria que antes hallábase resignadamente oculta, cuando menos. Unos con mucho, otros con nada; así ha sido siempre el mundo y lo será. Mal repartida la felicidad por la tierra, lo mismo se puede ser feliz en Londres que en La Joya, si la suerte ha tenido a bien concedernos un poco de 102 Brownig, en el original; pistola automática, la más popular de las armas portátiles inventadas por el norteamericano J. N. Browning (Ogda, Utah, 1855). 214 dinero. Y si el ideal a que todos aspiramos no es la sabiduría, sino la dicha, que nada tiene que ver con la gramática; si no ha de ser dichoso sino el que nace para serlo; si para los cuatro perros días que hemos de vivir está el toque en pasarlo del mejor modo que se pueda... ¿a qué empeñarnos en abrirles los ojos a los pobres... y seguramente las navajas, ni a qué apurarnos porque allá en Francia e Inglaterra, dejando a nuestra España en su modestia y en su paz, fabriquen maravillas al tiempo que anarquistas? ¿es que en la clasificación de ahora y de siempre ha dejado de valer menos, por acaso, el ser rico que inglés o que francés?... Mal mirados andaremos por ahí los españoles, según dicen; pero cree que inglés y todo, francés y todo, en Inglaterra, en Francia, a un pobre me lo trincan a la puerta de un teatro, a la puerta de una fonda, a la puerta de un tren, si no lleva billete, y va a morirse a un hospital o te limpia a ti las botas; y tú, Octavio, yo, nosotros, ricos, antes que españoles, si queremos ir, tomamos el sleeping, llegamos, nos hartamos de champán, oímos la ópera en butaca, y, de añadidura, nos llevamos a nuestra gran fonda, cada noche que el cuerpo nos lo pide, espléndidas inglesas o francesas... Y después de esto, Octavio, que nos aten la civilización y la carta de nacionalidad a... ¡iba a decir un disparate! Rió. ¡Ju, ju, ju! Una estruendosa carcajada. Comprendíase que a este hombre, en su españolísimo rincón de La Joya, desde la altura de sus treinta mil duros de renta, le tuvieran pantagruélicamente sin cuidado ingleses y franceses, jueces y curas, condes y barones nacionales. -¡Bien! -¡Bien! -¡Sí! -¡Bravo! ¡Bravo! Le aplaudían, desde el párroco hasta el ex director general y el marqués. -¡Ah, ya! ¡Pensando así! -lanzó Octavio. Quedaba «descacharrada» la polémica. Imposible responder a quien, resumiendo, por lo visto, el filosófico sentir de la reunión, eructaba de tal suerte el talento natural, el cocido y los sofismas. Además, el conde de la Cruz, que tosía envuelto en su gabán, se levantó e invitó a los otros a seguirle a una especie de hall acristalado que libraríalos 215 del relente. Octavio los abandonó, dirigiéndose hacia el baile -donde ya bailaban todos, hasta el Garañón y Manolito, con la animación de última hora. Iba descontento, exasperado. Aun provisto de sus luminosas impresiones de París, se había sentido fracasar, y con el toscote de Jarrapellejos, en aquel primer intento de pública oratoria. ¿Querría ello vaticinar que cualquier burguesete que le saliera al paso en sus proyectadas propagandas con Cidoncha, cuyas notas deberían ser la prontitud y la intrepidez, fuésele a dejar desconcertado?... Ganábanle otra vez ¡como si no hubiese estado en París! la duda, la desconfianza, la irresolución recóndita y orgullosa de sí mismo que a estas fechas teníale sin haber sido diputado, que habíale hecho quedarse sin su aristocrática prima de Sevilla, sin su rica prima la hija del conde de la Cruz..., y hasta -ya en el orden de las ambiciones sensuales- sin esta divina mora Ernesta, arrebatada por el tito... ¡Condesa! ¡Condesa!... la descubrió, y fue a ella con no supiera qué propósitos de irritarla y humillarla... Recordó los deseos de familiar confianza del marido, y hubo de sorprenderla, llegando por detrás: -¡Oh, tita! ¿Qué es esto?... ¡Glorias humanas! ¡Qué sola estás! -¡Oh! -hizo indefiniblemente Ernesta al divisarle, al escucharle. Al borde del tumulto que formaban todos bailando y alzando polvo de la arena, por primera vez volvía a verse a solas con su antiguo apasionado. -¡Ah, Octavio! ¡Usted! -¡Cómo! ¡de usted... querida tita! -Sí, sobrino... ¡verdad! -Bailemos, ¿te place? -Perdóneme. ¡Me han roto la cola, mire! Es un horror de polvo y pisotones. Por eso no bailo, y hubiese preferido suprimir para todos este baile idiota en que Orencia se empeñó. ¡A quién se le ocurre en medio de un jardín! Lastimosa, inclinándose, con la mano enjoyada de esmeraldas y brillantes alzábase un pellizco de los ricos encajes de la falda para mostrar en un largo desgarrón los alfileres. Diríase que todos sus triunfos de coqueta amargábansele en tal percance insuperable. 216 Octavio se sentó. Por un rato no supieron qué decirse. Hallábala como amargada y contrariada, ciertamente. No habría podido ser desde luego más certera la ironía del irónico malévolo. ¡Glorias humanas, fugaces! Hartos los demás de rendirle vasallaje a la mimada novia, a las tres horas de fiesta, sus primos, sus primas, sus amigas, Orencia, las Jarrapellejos, habían ido desfilando de la corte de honor que la formaron junto al trono de un sillón, para divertirse por su cuenta; la madrina y las señoras mayores, cumplimentadas por doña Luz (la mamá de Saturnino, otra especie de dueña de la casa), al resguardo del fresco seguían en la tertulia que hubieron de formar dentro del hotel al verla acaparada por el baile y por los jóvenes; y en tal situación, ahora Ernesta debería de estar sintiendo también por vez primera, y a más del dolor de su vestido roto, la decepción de los triunfos de su título y la más yerta realidad de aquel viejo marido que tosía en el hall, incapaz de soportar la dulce frescura veraniega de la luna al lado suyo. Fuesen éstas o no las impresiones de «la pobre necia deslumbrada», Octavio creyó leérselas en la bella faz de enojo y de fatiga, y dábalas por ciertas. Al día siguiente saldría el matrimonio en automóvil, hacia el mundo... y ¡quién adivinase los aún más íntimos y grandes desengaños que, ya en el auto, llevaríanse, de la hora nupcial con un anciano, la carne y el corazón de la bellísima condesa!... -¿Os vais mañana? -habló, por fin, Octavio, cortándole a la mísera desorientada la inquietud. -Sí, mañana. -¿Adónde? -A Madrid. -¿Y luego? -A San Sebastián... y a Biarritz, me parece. No era verdad esto último, aunque Ernesta mentíaselo por vergüenza al «europeo». Del instintivo horror del conde a la distancia, a las fronteras, la esposa no había logrado recabar sino la capital donostiarra, como término, al itinerario de su viaje. -¿Y no iréis luego a París, a Suiza?... Es la costumbre, ya sabes, en octubre, al final del veraneo. Si vais, allí habremos de vernos. -¡Ah! ¿Piensa usted volver? 217 -¡Tú, tú..., como yo a ti, por Dios, querida tita! Sí, pienso volver. -Bueno, sí, tú... ¡Verdad! Sonriéronse. Habló «el sobrino» inmediatamente de viajes, de alta vida, de... París. Los restaurants elegantes (Maxim’s -diez francos un melocotón-), los célebres modistos y almacenes, los boulevards, los teatros... Ernesta, a toda rapidez, oyéndole, perdía la emoción de su alarma con el que fue casi su novio, en otras muy dulces y amplias emociones ante este gentilísimo pariente que a plenas tranquilidad y confianza familiares íbala evocando las mundanas elegancias principescas, los grandes hoteles, los grandes expresos lanzados como tormentas del lujo por Europa. ¡Sí, sí, de tú!..., se obstinaba él en no pasarla los usted a que impelíala la falta de costumbre, y ella obedeció y dominó pronto la violencia. Una cosa que la iba llamando la atención (inversamente parecida a la física mudanza notada por Octavio, y a influjos de ella, en Orencia y Dulce y las otras muchachas de La Joya) era la especie de espiritual aplomo y de sutil audacia a que parecían resueltamente trocadas en el «viajero de París» sus respetos excesivos de otro tiempo. ¡Ah, sí, aplomo, audacia bien sutil!..., tanto que Ernesta, invitada a su vez por la suave y como principesca cortesía, de tiempo en tiempo advertíase ella propia más que demás deslizada en los temas escabrosos, y... tenía que refrenarse. ¡París, bah... el efluvio un poco fuerte de París!... ¡el desnudo y la bella libertad en los Museos, en los cabarets montmartreuses103 , en las divinas mujeres que en Luna Park montaban a horcajadas los camellos o se echaban a rodar por las rampas giratorias!... y ella aprobaba todo esto, en nombre del arte y de la franqueza noble de la vida, razonándolo, dando su opinión; y fue peor todavía, al fin, cuando púdica, pero hábil también, para que no la creyese una zafiota e hipócrita española el «parisino», el hombre nuevo que jamás sostúvola una conversación así cuando andaba cortejándola, ella pasó de los desnudos a la ropa... Sin querer, pronto asimismo, a propósito de si las necias de La Joya llevaban todos sus faustos por fuera, por fuera únicamente, la condesa de la Cruz, hablando de encajes, de batistas, de sus encargos 103 Cabarés de Monmartre. 218 de ropa interior al Louvre, por dos, por tres veces se encontró ¡diablo!... describiéndole al «sobrino» sus ligas, sus corsés, sus camisas más o menos escotadas... -Hasta aquí, ¿sabes? ¡Cortísimas! La moda. ¡Qué barbaridad! Ernesta, ahora, se asustó al advertir que estaba señalándose con la mano a medio muslo... Afortunadamente se acercó Orencia, que acababa de bailar con Pobladet, y que ya bailando habíales dirigido sus bromitas y sonrisas: -¡Niños! ¡Hola, qué calor! ¡Aquí me siento! Sofocadísima. Inquirió en dónde hubiéranse escondido. Prometió no bailar más, pidió un sorbete...; y a los diez minutos, Octavio, siguiéndolas la conversación de corsés y de camisas, volvía a escucharles a las dos ingenuas descripciones de las suyas... -Sí, sí, tiene razón -le concedía Orencia-; no se cuidan aquí mucho que digamos, por dentro, de perfiles... pero ya sabe usted que en todo yo soy una excepción... 219 IX Barriga, que por sugestión del apellido hacía creer que tenía barriga, sin tenerla, pues era esbelto, aunque tendencioso a gordo y no muy alto -esperando al compañero y disponiendo el complejo instrumental- pensaba así: «He dado excesivo bombo a esta operación sencillísima. Necesito revestirla de aparato, aunque no son de temer complicaciones. Total: punzar, sacar el agua..., y el vendaje. El bruto de Carrasco, vieja escuela, hallará redundante la antisepsia; le hundiré con mi oratoria. ¡Qué rabia me profesa porque escribo prosa, versos!... ¿Habrá algo en el hígado?... No. Ascitis simple, a frígore, sobre un palúdico fondo... La enferma se comporta a maravilla»... Débil, no obstante, la enferma, se la debía prevenir contra el síncope. La habían bañado; la habían frotado el vientre con sublimado caliente y jabón; la habían purgado el día antes, y administrábanla caldos y jerez. ¡Bravo, su arsenal! lo consideraba el rubio médico, satisfecho de vivir, luego de corroborar al trasluz la perfecta diafanidad de la solución de cafeína. Si el burrote de Carrasco le odiaba por los versos y por su florido verbo en las consultas, los otros compañeros no le disimulaban la envidia, porque ninguno sabía prestarle a la ingrata profe- 220 sión estas importancias, estos bellos aspectos teatrales: el alcohol ardiendo en las jofainas, las mesas llenas de gasas y algodones, los juegos de tijeras y escalpelos, los abatidores de lengua, la eléctrica maquinilla y el martillo de Mayor, las pequeñas ampollas de anestésico local y las grandes ampollas de suero suspendidas con sus tubos de caucho y sus agujas...; y en medio, majestuoso, soltando a chorros el vapor, el autoclave...104 Carrasco se iría a quedar «peripatético»105 ante tantas cosas de níquel, limpias, brillantes, modernas... Comprendíase la crispada alarma de la gente. Él lo sabía. Hay quien realiza un portento, y no se presta atención. Hay quien prepara una nadería con maña, y sorprende. El suceso, gracias a la habilidad de él en pregonarlo, esperábase de tiempo atrás punto menos que se había esperado la boda del conde. Llena la casa. Amigos y parientes y habinientes106 del alcalde y la alcaldesa; amigas de Purita: Dulce, Jacoba, Eduvigis, Encarnita Alba, Joaquina y Petra Rivas, Gertrudis, Nieves y Luz Jarrapellejos, las otras dos Jarrapellejos hijas de don Pedro...; todas las muchachas... y hasta algunos muchachos, como Cleofé, inapartable de la novia, Saturnino y Manolito... De rato en rato se entreabría la puerta, asomaba una a esta salita su cara de horror y curiosidad, y escapaba igual que del infierno. Orencia, brava, entraba y salía con monjil silencio, encargada de la ropa y de los caldos...; y en cambio, el párroco don Roque, a cuya paternal solicitud debíase a última hora la imprevista llamada de Carrasco, andaba el pobre como tonto, a ahogarse con un hilo. -Bueno. ¡Y cree usted, Barriga, que... no se nos morirá la niña, angelito de mi alma! -¡Pero, don Roque! Notable el apocamiento de este hombre de cara y trazas de león, que recordaba a don Pedro, su primo, y que en condiciones normales se dijese un trabucaire107 . Él sólo espabiló a puntapiés una tarde a 104 Autoclave: aparato que sirve para esterilizar objetos por medio de vapor y altas temperaturas. 105 Peripatético: ridículo o extravagante en sus dictámenes, pero, entrecomillada, la palabra puede tener un sentido desviado: extático, sorprendido. 106 Habinientes: habientes, término jurídico (derecho habientes). 107 Trabucaire: rebelde armado, antiguo faccioso catalán armado de trabuco. 221 unos gitanos que entraron navaja en ristre, persiguiendo a otros dos, hasta la iglesia. Y lo más notable aún, a la verdad, era que el miedo de los profanos refluía sobre Barriga, quitándole la calma... ¡El colmo, asustado del atrezzo que él mismo montó para asustar a los demás! Temblaba. Se vio pálido, a un espejo. -«¡Carrasco!» -«¡Carrasco!» -«¡Don Cándido Carrasco!» -anunciábalo la masa de serenos, guardias, alguaciles y mujeres atestada en el pasillo-. Entraba con don Roque y el alcalde. Barriga compuso dignamente su actitud. Un «¡Hola!» y una seca entrega de la mano. Le notó los desdeñosos disimulos de su admiración al quirúrgico arsenal. Se limitó Carrasco a mirar atrás y a ladearse, porque le daba en las nalgas el vapor del autoclave..., y se limitó, además, a decir casi con sorna, como si estimase que la cacareada operación pudiera realizarse con un simple cortaplumas: -Una paracentesis108 , ¿no es esto, compañero? Sentados, a invitación de don Fabián, Barriga, que en la repantigada posición que hubo de adoptar en el sillón, con una mano en la sisa del chaleco, parecía efectivamente tener barriga, empezó a expresarse: -Querido colega: el caso cuya historia voy a tener el honor de exponer, interesantísimo por todos los conceptos, pues sólo recuerdo procesos de una tal vaguedad prodrómica109 y de una tal precisión semiológica110 , no obstante, entre los citados por Rivernoit en su Contribution à l’étude du... -Dispense, compañero; procedamos con orden -dijo el brusco de Carrasco, levantándose-. Veré antes a la enferma. Iba sin aguardar nuevas razones, y hubo que seguirle. Difícil el acceso al cuarto y a la cama. En ésta, y tocada de nívea cofia que espiritualizaba más su eucarística belleza de angelito, hallábase Pura asistida por el simpático dolor de todas las amigas. 108 Paracentesis: punción que se hace en el vientre para evacuar la serosidad acumulada anormalmente en la cavidad del peritoneo. 109 Prodrómica: relativa al malestar que precede a una enfermedad. 110 Semiológica: relativa al estudio de los signos externos (de una enfermedad, en este caso). 222 Muda y resignada, el susto vigilante de sus ojos se acentuó al ver llegar a los doctores. Tuvo un impulso de gritar, de escapar, y la paralizó el espanto. Don Roque la acarició llorando y haciendo llorar a las muchachas: -Tonta, tonta, nenina... ¡no te apures! Mas como aquella especie de perro fosco que era Carrasco, apenas tomado el pulso y examinadas las pupilas, de un tirón echó abajo la colcha, don Roque, y aun Fabián, creyéronse en el trance de ausentarse, ahorrándole rubores a la ruborosísima criatura. Antes, el enternecido párroco la dio dos besos en la frente. Quedó al aire el vientre de Purita. Carrasco lo palpaba. ¡Caramba!... Sin querer, y según lo iba examinando..., ¡caramba, sí, caramba! acudíale a la mente lo que tiempo atrás quiso maliciarse por el pueblo, de embarazo... Prominente, globular, a pesar de estar la chica de espaldas, el médico buscaba en vano la sensación liquida de ola... -Es extraño, colega -comenzó por manifestarle a Barriga, que con aire superior y donjuanesco esperaba, timándose con Dulce-. Vea: duro, duro en masa, aquí, y aquí...; falta total de la circulación venosa supletoria y de la proyección del ombligo... Además..., ¡caramba, sí, caramba!..., paño111 , negro todo esto. «¡Qué idiota!» -pensó el pulcro compañero. Delicado él, jamás trataba de este modo a sus enfermas, y especialmente si eran señoritas. Nada de descubrirlas: las ropas por encima y en paz y aun diciéndolas poesías de Bécquer, que hiciéselas olvidar el reconocimiento. Así ellas y las madres le llamaban. Grosero, en cambio, burro de «nativitate», Carrasco acababa de levantarle a Pura la camisa hasta el pescuezo, ahuyentando pudorosas a las otras. ¡Creeríala en estado de preñez, el animal! Querría confirmarla el paño en los... ¡Diablo, pues sí! tuvo que concederle Barriga..., en los pezones, en los pezones, aureolados de moreno como si se los hubiesen untado de betún. Y todavía, a una presión de Carrasco, ¡oh!... aquellos negros pezones de los blancos senos pequeñitos... dieron leche... 111 Paño: mancha oscura que varía el color natural del cuerpo. 223 ¡Leche! ¡Era indudable!... Barriga se iba quedando de una pieza. Las amigas de Purita, vueltas, se acogían a los rincones. Y Purita, muda, siempre muda, con los ojos muy abiertos, seguía las impávidas maniobras de Carrasco. El cual, encarado con doña María del Carmen, inquirió: -¿Qué tiempo lleva de... enferma? -Siete meses. Desde mayo. -¡Ocho, mejor! -amplió Carrasco, como para sí mismo; y aña- dió: -Señora, deberían salir las jóvenes: necesito llevar mis exploraciones más a fondo. Desfilaron las jóvenes a esta sola indicación, una a una, silenciosas. Orencia se quedó. El expedito médico tiró de estetoscopio, auscultó el vientre centímetro a centímetro... sonrió al fin e invitó al atónito colega a escuchar en un determinado punto. -¿Qué oye? -¿Soplos? ¿La porta112 , quizás? -Latidos. El corazón. -¿En la barriga? -El del feto, naturalmente. «El del feto», ¡ah!... frase ya inteligible para Orencia y doña María del Carmen, empezaron a inquietarse. -¿Cómo del... feto? Carrasco no atendió. En la fiebre de su pista, y manejando a la azoradísima rubita tal que a una muñeca, practicaba el tacto vaginal. Un dedo, dos, tres... no encontró dificultades; y el hocico de tenca113 , alto en el fondo, largo y permeable, hasta dejar tocar a su través las fontanelas114 , la cabeza de un muchacho. Bien. Se fue al lavabo y se lavó. Luego se encaminó a la puerta, avisándole a Barriga: -¡Venga, que hablemos! 112 Porta: vena porta, cuyo tronco está entre las eminencias de la parte superior del hígado. 113 Hocico de tenca: parte inferior (porción vaginal) del cuello del útero. 114 Fontanelas: cada uno de los espacios membranosos que hay en el cráneo antes de su osificación completa. 224 Sino que, loco de asombro y de angustia, Barriga se había lanzado también a reconocer a la inmóvil de terror, a la dejada casi en manifiesto, sin acción para cubrirse y sin que nadie la cubriera; y doña María del Carmen, guiándole, varió el camino de Carrasco, por un falsete, hacia la sala. -¡Oh, niña, niña! -hubo de reprochar Barriga amargamente, apenas comprobaron sus dedos, por aquellas vastas amplitudes, lo innegable-. ¡Qué manera de engañarme! ¡Qué manera de mentir! La niña lanzó un agudísimo alarido, y convulsa esquivó a un lado su horror de descubierta, recogiéndose toda lateralmente entre los brazos. Barriga, sin mirar siquiera a Orencia, que en su mudo estupor le interrogaba; por huir del bochorno de ella, ya que la impiadosa tierra no se abriera y le tragase, pasó al salón. Iba como imbécil. Flaqueábanle las piernas. Don Roque, que estaba allí, porque allí se habría quedado antes buscándole un refugio a sus congojas, duro, resurgido en trabucaire, formaba con Carrasco y la dueña de la casa un grupo de tragedia. Pendiente ésta y aquél de algo que Carrasco habría empezado a insinuarles, y para cuya total manifestación aguardaría a Barriga, Carrasco, al verle, prosiguió: -No, no hay nada que operar, ¿no es cierto, compañero?... por suerte o por desgracia. La cosa se resolverá sola en quince o veinte días. Señora, don Roque..., me es sensible decirlo, pero es mi obligación: trátase... de un embarazo. -¡De un... un...! -Embarazo, sí, señora. De ocho meses. -¡Qué barbaridad! Habría gritado sus protestas la madre, contra el bruto irreverente. Habríale echado don Roque a puntapiés; porque, a la noticia, a la calumnia aquella, y tratándose del ángel de su alma, el hombre de puños y mal genio acabó de aparecer, súbito y completo... Sólo que la lívida estupefacción de ambos fijábase en Barriga, pidiéndole, exigiéndole la inmediata y científica corroboración de sus enojos... y ¡oh! Barriga, todavía más lívido, con la mirada en la alfombra, callaba como un muerto. -¡¡Embarazada!! -le acosó el párroco, con idéntica fulmínea cólera que si él fuese el responsable. 225 Y el acosado, que al último tesón de sus orgullos en desastre midió instantáneo la oportunidad de sostenerle desesperadamente a Carrasco lo contrario, viendo cuán inútil fuera, pues no se trataba de defender con floridas oratorias el gato, por ejemplo, de una escarlatina ante la liebre de un sarampión, sino de algo que bien pronto saliendo al mundo pondría en evidencia de carne y hueso una criatura..., resignose a suspirar: -¡Sí!... ¡Purita me ha estado engañando!... ¡Nos ha engañado a to- dos! El mortal silencio de la angustia que se produjo, lo aprovechó Carrasco para partir, con su triste triunfo, de la sala y de la casa. -María..., María del Carmen -increpó ahora don Roque con amarga y digna cólera a la pobre consternada- ¿me puedes explicar..., me puede usted explicar lo que sucede? Un gemido de la infeliz, desplomada como muerta en el sofá, y auxiliada inmediatamente por don Roque, ocasionó una nueva confusión, que el mismo Barriga halló propicia para escapar con su bochorno, con su espantosísima derrota... Pudo, pues, al poco el pundonoroso sacerdote hablarle con franca y espartana escuetez a su querida: -¡Adiós!... ¡Adiós, María del Carmen!... ¡No has sabido velar por la inocencia de mi hija! Otro sollozo, más hondo, la respuesta: -¡Ya te decía yo, María del Carmen, que tu sobrino Gil era un granuja y demasiado cándida la niña! ¡Ya te advertía que nuestra pobre niña no estaba en edad para noviazgos!... ¡Ahora..., adiós, adiós..., mujer! Vuelta en sí a un palmetazo de revés en la frente, que fue un disimulado bofetón, preguntó la atribulada: -¿Te vas? ¿Adónde vas? -¡Adonde no volváis a verme! ¡Me arrojan de esta casa la deshonra y la vergüenza! Y ejecutivo, terciados los manteos, avanzó y desapareció por una puerta de escape como un dios augustamente doloroso, como un negro Júpiter con teja. Doña María del Carmen, una mano crispada al corazón, y la otra conteniendo la sofocación de la garganta, quedose unos minutos contemplando la espantosa magnitud de la catástrofe. «Preñada del mono 226 de Gil..., la mona aquella de la niña... Roque, justamente desengañado y sorprendido..., resuelto, acaso, a modificar el testamento, a negarle a la idiota sinvergüenza su caudal..., y Gil, el sobrino, negándose quizá a casarse en cuanto la supiese sin dinero... ¡Ah! ¡Y para esto había sacrificado ella su vida entera con Roque!...» Alzada por la cólera, fue como un tigre al falsete, abrió, entró, y sin fijarse en que Fabián, atraído por los gritos, por la salida de Orencia y por las fugas de los médicos, había llegado a la alcoba y contemplaba, sin poder hacerla hablar, a la chiquilla..., de buenas a primeras la agarró por el pelo, volviéndola y arrancándola la cofia, y le asestó en plena cara asustada y lamentable, descompuesta, que parecía la de una agonizante o la de una grave accidentada, una bofetada a todo vuelo que hízola sangrar en seguida de la nariz y de los labios. -¡Toma! ¡Indecente! ¡Indecente!... Iba a insistir, y el marido retúvola del brazo. -¡No, no, déjame, que la mato a esta indecente!... ¡que la cuelgo!... ¡que va a soltar aquí mismo el crío y los bofes por la boca!... ¡Déjame, déjame, Fabián! Al tumulto, algunos rezagados asomaron por la puerta, no atreviéndose a pasar. Claro es que la bizarra nueva había corrido por la casa; disparada Orencia hacia la suya, las señoras, los señores, las amigas, sobre todo, de la hipócrita, la iban imitando. Únicamente en el pasillo quedaban las mujeres pobres de la vecindad, los guardias, los serenos... Media hora después, no había ningún extraño en casa del alcalde. Este, en su despacho, con la frente abrumada en una mano, filosóficamente absorto en la consideración de la deshonra de su nombre, y pensando escribirle conminativamente a Gil; las dos criadas, en la cocina, fregando platos y comentando perversamente divertidas el tragicómico suceso; Purita en la cama, curada de la hemorragia de la nariz por el barbero, y doña María del Carmen, por último, a solas con el rigor de su fracaso educativo, en el lecho de otra alcoba. Puertas cerradas. Un silencio y una oscuridad como del abandono de una muerte. Mujer de altas diplomacias, que creía el mundo sometido a sus arbitrios, que todo había tenido que resolverlo siempre en su hogar, por encima de aquel listo tonto marido juerguista y jugador, lleno de 227 desaprensiones, se tiró de pronto del lecho, vestida como estaba, a fin de enviarle a Gil Antón un telegrama concebido en esta forma: «Ven primer tren. Urgentísima tu presencia para asunto grave que puedes suponerte». Directamente, sí, con el sobrino. Llegar mañana, él; casarlos pasado... y no haber dejado durar sino cuarenta y ocho horas el escarnio de esta bomba de indecencia por el pueblo. Prescindía de jefes ni músicas que pudiesen retener al muchacho en una academia militar; prescindía, asimismo, de consultarle nada previamente al padre de Gil, a su viudo y paralítico primo hermano de don Antonio. Sin embargo, antes de redactar el telegrama, quiso celebrar con la dichosa niñita una conferencia en que sustituyera los golpes por la mesura del hablar y el enterarse... Llegó a la puerta del cuarto, la abrió con calma, cerrándola por dentro en seguida, a pasador..., y así que hubo de verla la aterrada maltratada, se recogió a un rincón liada entre las ropas, en otra vuelta y otro convulso brinco de su cuerpo... -No, hija, no -trató la madre duramente digna de calmarla, sentándose en la butaquilla de los pies-; no es ya cuestión de retorcerte el gañote como a un pájaro, por más que lo merezcas; es cuestión de que me cuentes, de que me informes; de que me digas ¡cochinos! ¡sinvergüenzas!... si al menos, para este trance, que deberíais tener los dos bien descontado, Gil se encuentra dispuesto a restituirte un poco, y sin pérdida de tiempo, los decoros, con la boda. No respondía la rubita; los hombros al aire, deshecho el pelo, de espaldas a la mamá, recorríanla de arriba abajo eléctricos estremecimientos. -¿Lo teníais dispuesto así? Silencio. Doña Inés tuvo que insistir, armada, durante un largo cuarto de hora, de paciencia; explicándola que era indispensable ¡so bruta! conocer la actitud de ellos, la actitud de él, al objeto de calcular la rápida eficacia del telegrama que iba a ponerle...; metiéndola, por último, y como anuncio de otros mayores, a ser preciso, un puñetazo en el ijar...; y sólo entonces el tímido angelito se giró más a la pared y quedose boca abajo al contestar en una suerte de gemido: -No; no tenía nada dispuesto. Él no sabe nada. -¿Cómo? ¿Que... él no sabe nada? ¿Quién? ¿Gil?... ¿De qué no sabe nada? 228 Volvía la trémula chiquilla a su hermetismo. Volvía la diplomática experta a irritarse de estas burdas diplomacias en que, a disculpa del respeto ruboroso hacia la madre, pretenden escudarse todas las que maldito si se ruborizaron con el novio, y otros dos puñetazos de aviso, esta vez en las costillas, hiciéronla exclamar, al tiempo que lloraba y sollozaba: ¡Mamá, mamá, por Dios!... ¡Si es que me da muchísima vergüenza! -¡So puerca! ¿Y dónde te la dejaste con Gil? ¿Dónde él se la dejó? Súbito y nuevo puñetazo, previniendo necias dilaciones de silencio. -¡No, no! ¡Él no, mamá! -¡Ah! ¡Él no!, ¿verdad?... Un santo, y tú otra santa. Si ya te decía yo que no me fío de santos que mean en la pared; que son ciertos los refranes, y «entre santa y santo, pared de cal y canto»... Y, claro, la santa ahora, al cielo la barriga, por don de santidad, y el santo ni lo sabe... Pero, vaya, venga, ¿qué es lo que no sabe? ¿Quieres explicármelo, hija mía? -Pues... no sabe... ¡oh! Cubriose Pura el rostro con las manos, mas no lloraba ya. -¡Habla! ¡Habla! -Pues... no sabe... -¿Qué? ¿Que estás para parir? ¿Que fueses a parir... ¡marrana!... porque él te aconsejara y ambos esperaseis un aborto haciendo con la historia del agua que el memo de Barriga te pinchase? -¡No, no! ¡No me aconsejó eso! Gil... no sabe que yo... Sobrecogiola el bochorno, agotándola la voz, y se la devolvió la madre a la simple indicación de otro «metido». -¡...que yo estaba... como estoy! -¿Cómo, «como estás»? ¿Embarazada? ¿Que no sabe que estás embarazada? -No. No, él... no tiene la culpa. ¡Demonio! Doña María del Carmen se levantó, afirmándose en sí misma, como quien está viendo un precipicio por delante y la enseñan otro por detrás. La dichosita niña, que ya iba parlando con menos miedo, había dicho esta nueva enormidad ingenuamente. Nada de que se disculpara, nada de negar su situación; sino, de un modo simple y llano..., afirmar, al parecer, que... el embarazo era de otro. ¡¡Demonio!! 229 La contempló la madre, sin atreverse más a golpearla, considerándola ya como una suerte de monstruo superior que estuviese por encima de sus iras, y... en casi admiradora, en casi compañera, demandó: -Pero... ¡desdichada! Si no es eso... de tu novio... ¿de quién es? -¡Ah, mamá, mamá! -tornó a lamentarse Pura, ganada y conmovida por aquel tono confidente-. ¡Si es que me da mucha vergüenza de decírtelo! Breve y menos difícil el final de la penosa conferencia, bien que alternada por nuevos llantos de la joven y ayudada por algún último «metido» de nudillos de mamá, Pura, poniéndose las manos sobre el rostro en los pasajes escabrosos y esquivando las costillas, estrechada, cada vez más acosada a descarnadísimas preguntas, fue fragmentariamente confesando que... aquello ocurrió en el campo..., por abril, cuando pasaron la temporada con don Roque, y ella, en unión del zagal de las ovejas, iba una tarde a ver la invasión de los langostos... -«Pero, ¡embustera! Si entonces estaba Gil en la Academia». (Manos a la cara.) -«¡No, no; si... ya te he dicho que no fue Gil!» -«Pues... ¿quién, entonces?» (Manos a la cara, y huida de costillas.) -«El... zagal». (Paralización del puño de la madre a medio viaje, de puro asombro.) «¡¡El zagal!!... ¡El pastor! ¿Quilino?... ¡Un pastor!»... Psicología singular, misterio femenino, para la más que femenina perfumada y repintada, que nunca habría sabido descender a roñas y garrapatas de patanes; que sólo, como sumo, había podido soportar el mal aliento del tabaco y las muelas cariadas de don Roque. María del Carmen, aun por encima del disgusto y la sorpresa, sintió la curiosidad de cómo su hija se dio a un astroso pastorcillo, habiendo podido darse, siquiera, al primo, al novio -que ya lo era, más o menos descubiertamente, por entonces-, a Gil, guapo y fino y pulcro como el oro... Bueno, pues... también tuvo que confesarlo Purita: todo consistió en el maternal empeño de «guardarla... por el sistema de las medias rotas, de las camisas viejas, sin adorno, de los corsés feos y desteñidos..., que, naturalmente, le daba a ella vergüenza que el primo se los viese ni pudiese sospechar que los llevaba»... -Anda, hija... ¡qué animal! Explicado el misterio, aunque con lógica de absurdo, que no menos por eso poníale en evidencia a la «hábil» y tenaz guardadora de pudores 230 la absoluta imposibilidad de guardar a una chiquilla, resuelta a no guardarse, desde el punto en que la hora y la ocasión le son llegadas, aunque sea sólo por los pelos (ah, sí, los santos que mean en la pared... y allí estaba el santísimo don Roque), sobrevino, con otra postración vergonzosa de Purita, un profundo silencio reflexivo. -¡Desdichada, desdichada! ¡Bestia, además! -lamentó al fin doña María-. ¿Cómo esperar ahora que te cases? ¿Con quién, borrica?... ¿A quién se le ocurre, di, por corsés, ni camisas, ni por nada, ya que hiciste lo que hiciste, no darle después, siquiera, al novio, ocasión para que pudiera creerse el responsable?... ¡Bestia, bestia, hija, y tonta! ¡Qué bestia! ¿Por qué no pensaste en esto, so animal? Callaba Pura, cubiertos siempre los ojos, pero, sin negar, sino, al revés, con leves ademanes de aquiescencia, y doña María del Carmen sintió un rayo de esperanza: -¿Te acostaste con él, con Gil? -Sí -confirmó la rubia, más que con los labios, con la reiterada y salvadora afirmación de la cabeza. -¡Ah! -lanzó la diplomática, radiante, teniendo que contener su regocijo para no estrecharle a la chiquilla la mano, en norabuena. Sino que la diplomática tornó a ver fríos sus entusiasmos cuando supo que su hija, y más, seguramente, por gachonería, «¡so pu... ñalera!» que por cauta previsión, no había empezado a acostarse hasta agosto con el novio... Tres meses. ¡Qué retezopenca! Bien. O a mejor decir, mal; pero... veríase de explotar la circunstancia, y pescarlo..., si no querían verse desheredadas por don Roque... Todo cuestión de cuatro días; y luego, ya sin remedio, cuando el parto, que la matase Gil o hiciera la reducción de nueve a tres meses por las matemáticas que estaba aprendiendo en la Academia... Se levantó. Iba a ponerle el telegrama. Días de maligna animación los que siguieron por el pueblo. Cerrada la vivienda del alcalde con el desolado abandono de una muerte. Muerte civil de Purita, de la propia doña María del Carmen, cuya vieja y consentida historia de don Roque, subía al fin a la superficie en manchones de escándalo como el fango de un charco removido. Las personas decentes no podían transigir con aquel hogar públicamente destrozado en vilipendio; y, Orencia, entre ellas, vecina, 231 daba ejemplo de implacable austeridad, cada vez que salía o entraba en su casa, pasando frente a la apestada de casi una carrerita. -¡Anda, anda! -no cesaba de comentarles a Dulce, a las Jarrapellejos, a las amigas- ¡la buena pieza! ¡la que intentó levantarle a Ernesta que estaba embarazada! La fama, cosas del mundo. Una calumnia atribuida a una muchacha y a punto de arraigar, sin más que porque la veían algo coqueta, y, al cabo, Ernesta, condesa de la Cruz, en viaje de plácida altivez con el marido, y el angelillo de biscuit115 , que nunca rompió un plato, con... bóveda. Dulce, un poco aturdida siempre, e imprudente, llevaba su honesta sinceridad hasta querer hacer notar que una cosa era permitirse confianzas a la reja con los novios, y otra... La cortaba a toses y miraditas de recelo el conciliábulo de rígidas honradas. -¡Anda, anda! -comentábase por los casinos también-. ¡Recontra con... el angelito! ¡Rediós... con la hidropesía..., y cómo la mosquita muerta había sabido engañar a todos y al pobre tonto de Barriga!... Claro es que Barriga no había vuelto a aparecer por las reuniones, él, alma de ellas con sus versos. Llovía, en pertinaz otoño anticipado, y veíasele hacer la visita cruzando las calles en la jaca, lo mismo que en verano. Así escapaba, al trote o al galope, de la zumba general, de la chacota. Harto castigado, el infeliz. Perdido lo mejor de su clientela. Se hacían frases. En el casino de los señores, por ejemplo, una tarde, había dicho Saturnino: -«La barriga de Pura Salvador le ha puesto a parir..., a Barriga; era natural; obliga el apellido; ¡un predestinado!» Otra tarde, en el Curdin, había dicho igualmente Saturnino, con más éxito de risas: -«Le he visto. No me he atrevido a saludarle por el nombre, porque no lo crea alusión. ¡Cualquiera le dice más Barriga a ése!» Malo, malo, Saturnino, de verdad; Purita y el médico servíanle para divertir a los amigos, sin respeto a la desgracia. Y las discusiones, los crueles comentarios en todas partes, a todas horas, rodando, rodando de cosa en cosa, solían ceñirse a este punto de la cuestión, especialmente incomprensible: -«Con el infundio del agua, inventado por ella o aceptado del memo de Barriga, ¿qué se había propuesto aquella estúpida de Pura?... ¿El aborto, en los días 115 Biscuit: bizcocho (con el sentido de “mosquita muerta”). 232 subsiguientes, en silencio, a consecuencia del público pinchazo? ¿Morir, antes que confesar, de la operación, en su vergüenza? ¿O, antes bien, necia y simplemente, e ignorando adónde pudiera conducirla el tal embrollo, ni cómo salir de él, dejarse ir hasta el último extremo en la mentira?»... La primera y la tercera opinión la sostenían dos médicos, el joven don Julián y el viejo don Manuel -éste más experimentado acerca del inconsciente valor de las mujeres al hallarse en trances parecidos-. ¡Lástima que, con su grande autoridad, no concurriese a las tertulias el hosco de Carrasco! Por lo demás, iban volando a cada instante noticias contradictorias que mejoraban o entenebrecían la situación de la infeliz. Fiándole a la discreta confianza de sus amigos y paisanos el secreto profesional, el jefe de Telégrafos, hijo de La Joya, desde la primera noche del suceso, había hecho conocer el intimador despacho que le envió doña María del Carmen al sobrino. Al mediodía siguiente se supo que don Roque ¡el pobre, cómo quería a la niña! andaba en apremiados visiteos a doña María del Carmen, al juez municipal, a las parroquias..., a la vez que, de parte de la diplomática alcaldesa, la tienda de Los fenómenos despachaba las telas blancas de un ajuar... Menos mal; olía a boda todo esto... Pero, al día segundo, tornaron a estar de pláceme los innúmeros malvados que se sintieron defraudar al ver que tan pronto y tan bien el divertido escándalo acabase; varios habíanse entrevistado con el paralítico papá de Gil Antón; y no sólo éste afirmaba que no había ido a consultarle su cuñada, como fuera procedente, tratándose de concertar un matrimonio, sino que él se opondría..., nada dispuesto a encajarle al chico obligaciones y ataderos a los diez y siete años; aparte de que tampoco la ley militar permitiría casarse a un alumno de Academia. ¡Oh! ¡ah! ¡Alumno de Academia! ¡Cadete! ¡Sometido a los castrenses reglamentos!... la nueva corrió, se comentó, y el papel de los que, siquiera por buen parecer, blasonaban de optimismo, se vio en baja. -¡Cartas, cartas! -pregonó al tercer día el respetabilísimo jefe de Correos y Telégrafos-. En vista de no haber habido contestación del chico al telegrama, Pura, en un sobre, y aparte la mamá, le escribieron, sin duda contándole pormenores del asunto. Además, doña María del Carmen, luego de visitar a su cuñado, había terminado la furtiva excursión, entre dos luces, pasando por Los fenómenos y llevándose 233 más encajes y puntillas. Era de creer que se arreglaba el matrimonio. El capitán de la Guardia Civil y el comandante retirado, no juzgaban imposible que ante las urgencias de un caso de honor, y con un poco de empeño, se obtuviese la real licencia para Gil... Media semana más, bajo este ambiente favorable, a pesar de que se supo que, asustado el joven Gil, ni por telégrafo ni en carta habíales respondido a la novia ni a la tita. Con su amigo Manolito, en cambio, sostenía correspondencia. Aquél enseñó una noche una breve epístola en que le rogaba Gil la exacta corroboración de lo ocurrido. ¡Vaya, hombre! tenía gracia. Se lo contó: los médicos, la consulta, el descubrimiento de que la famosa hidropesía (...«y mira que decírtelo yo a ti, ¡ladrón!») no era sino embarazo de ocho meses... Otra noche llevó Manuel a la tertulia del Casino una segunda y más extraña carta del cadete. Discreta también, con la discreción del pundonor militar que le infiltraba en la Academia, decía así: «Querido Manolo: lo que me escribes es grave; se trata de una cuestión delicadísima, y te suplico que, dejando aparte bromas, me digas en qué te fundas para afirmarle al embarazo de mi novia (que ella y su madre también me notifican sin fijarle tiempo) la data de ocho meses. Te confesaré bajo reserva que... por más que mi propia prima nada me había dicho al separarnos, no ha podido causarme grande asombro el saberla ahora en ese estado. Perdóname, lo sospecharías o no lo sospecharías, este verano, cuando te dejaba a media noche; a pesar de nuestro cariño fraternal, tuve que mentirle a tus curiosas insistencias en lo respectivo al secreto de honor de una señorita que además es mi pariente; puesto que al fin se sabe, y desgraciadamente con escándalo, no te negaré que a quien iba a ver era a mi prima; pero... como esto data de agosto, nada más, y ella tenía ya la hidropesía... ¿quieres explicarme el absurdo de que los médicos hayan podido negar la enfermedad, achacándola desde su principio al embarazo?... Comprendería que a última hora, encontrando las dos cosas, hubiesen tenido que suspender la operación. Lo que no comprendo, lo que es absolutamente imposible -de no ser broma tuya, en este momento inoportuna, por lo cual, en caso afirmativo te encarezco de todo corazón que rectifiques- es que Pura se halle encinta de ocho meses. De tres, bien; desde agosto, insisto..., víspera de la Virgen, noche del 14, ¡y mira tú, Manolo, si habrá fechas 234 que no se olvidan y cosas que uno pueda sostener por encima de los médicos! Espero, exijo tu carta, tu franqueza, pues, a vuelta de correo, con la impaciencia que debes figurarte. Un abrazo, Gil». Honda impresión causaron tales declaraciones en el corro numeroso. Los pesimistas, defendiendo a Gil, se pronunciaron, desde luego, contra la farsa de que intentaran hacerle víctima Pura y la lagarta de la madre. Los optimistas, sin atacar a nadie, antes al revés, tomando incluso la defensa de Barriga (aunque sólo fuese por encender, con la oposición a aquéllos, la polémica), opinaron que coexistirían la hidropesía, de ocho meses, y el embarazo, de tres únicamente; así, tendrían razón Carrasco, Barriga, Gil y todo el mundo, extraviados por una simple confusión. ¿De quién, si no, habría de ser el embarazo de Purita?... Manolo, por lo tanto, antes de contestarle a Gil de nuevo, debería de andar con pies de plomo, ya que sus informes irían a decidir sobre el honor y el porvenir de una chiquilla... Sin embargo, los pesimistas, y Saturnino entre ellos, replicaban apoyándose en el hecho innegable de no haber podido rechazar Barriga las científicas aseveraciones de Carrasco: -«¿Qué, a no quedar Barriga plenamente persuadido de su error del agua, hubiese aceptado un temerario juicio del colega, que implicaba su descrédito?»... Fuerte, aplastador el argumento; pero, entonces... ¿de quién el avanzadísimo embarazo, en Pura, en una chica cuyo único y primer novio confesaba no haberse acostado con ella hasta agosto y cuando ya tenía ella tremenda la barriga?... Saturnino, no sólo como pesimista, al fin, sino como íntimo de las familias de Pura y de Orencia, creyó dar en la clave del misterio: «el crío debía de ser de... (miró en torno, bajó un poco la voz) de don Pedro Luis; ¿por qué? ¿cómo?... Muy sencillo. Pura, que frecuentaba a toda confianza la casa de Orencia; Pura, que llegase alguna vez cuando la boticaria no estuviese y sí don Pedro, más o menos excitado con la espera de la amante..., y... la cosa hecha en un minuto, en una siesta, acaso de propicia soledad -¡ah, la siesta, tan de suyo tentadora!- cayendo en un sofá el más que experto camastrón y la cándida rubita...» Psché..., ni que sí, ni que no. Saturnino tampoco lo afirmaba; pero la hipótesis tenía, a lo menos, los elementos de probabilidad psicológica que pudiera pedir un exigente; la tentación de una siesta calurosa, por ejemplo; el ambiente de galantería de la casa de dos amantes; la 235 posible soledad de una virgen jovencilla, que ya tendría las predisposiciones de herencia y educación al estar viéndole a la madre el lío del cura, con un viejo tenorio; la innata envidia y el latente afán, en fin, de toda mujer por quitarle a una amiga su querido. -Y di, hijo, Saturnino, pijotero -hubo de saltar, menos psicológico, el sanchezco Garañón-, como buen amigo de la casa de Purita, ¿no serías tú el que te la calzaste... y quieras sacudirte las pulgas colocándonos esa historia de don Pedro? Riéronse de la escamosa ingenuidad. Un franco «¡oh!» y un alzamiento de hombros de Saturnino Cruz, cuyo cinismo aveníase mal con todo subterfugio, hicieron que no se tomase en cuenta la sospecha. Y Saturnino, «a mayor abundamiento», por si hiciese falta, al otro día, noble él, llevado únicamente de la simpatía a las noblezas de Gil Antón (no hiciese tal si se tratara de echarle el muerto a otro, facilitándole soluciones a la chica), buscó a Carrasco, le recabó sus seguridades acerca del embarazo de ocho meses, se las comunicó a Manolo..., y éste, transcribiendo con fidelidad el trámite, pudo contestar, sin miedos de conciencia, al azoradísimo cadete. La epístola terminaba: «¡Está a mi lado, y va leyendo lo que escribo, Saturnino Cruz, el bueno y digno amigo nuestro, incapaz de permitir que a tu dignidad se le juegue una indecencia!» -«¡Cómo!» -dijo el digno amigo noble-. Y firmo además. «¡No me duelen prendas!» Tomó la pluma y firmó: «SATURNINO CRUZ DE RIVAS L. DE MARZO Y DEL REAL. Puedes hacer de esta carta el uso que estimes conveniente. Un abrazo». De la aristocrática responsabilidad de su estirpe de apellidos, esquivó tan sólo, como siempre, bajo la L, un plebeyo López, que le provenía del bisabuelo. Siete días, como a Rusia; lo indispensable, desde La Joya, para la ida y vuelta del correo a Valladolid. No menos agradecidamente leal, aunque nada aristocrático, Gil Antón les correspondió con estas diáfanas y concisas dignidades: «Queridísimos amigos: mi honor se encuentra expuesto a las expectaciones de la calle, del escándalo, y debe ser proyectada mi conducta a plena luz. Os copio a continuación lo que hoy mismo le digo a mi tía María del Carmen: Apreciable tita: en respuesta a la de usted, debo contestar: si se me prueba terminantemente que el estado de mi 236 prima data de tres meses, pronto me hallarían a asumir responsabilidades; si es de ocho, como dicen, las rechazo. En espera, etc... También vosotros, amigos míos, podéis hacer de esta carta el uso que estiméis más oportuno». ¡Ooooh! Quería indicarse así que la divulgaran..., y la divulgaron, correctamente autorizados. Tanto, en cuatro días, en ocho días, en quince días, que hasta don Roque, don Fabián y doña María del Carmen supieron que la tal carta se había escrito y que andaba de mano en mano por el pueblo. Se la pedían los muchachos en el Casino, para leérsela a las muchachas. Y como iba transcurriendo el tiempo y doña María del Carmen, naturalmente, se libró de intentar demostraciones y de importunar ni con una palabra más a Gil Antón..., la situación de Purita, abandonada, a la espera de aquel parto afrentoso, diose por perdida. Mas no bastaba el castigo de los individuales desprecios, y una tarde, a fin de determinar la conducta de las personas decentes de La Joya con respecto a aquella desdichada Pura y su familia, en casa de Orencia, y convocadas y presididas por Orencia, se reunieron las muchachas. Unánime el acuerdo: «NO DEBÍAN SALUDARLAS NUNCA, AL CRUZARLAS POR LA CALLE; MENOS AÚN DEBERÍAN VOLVER A PISAR MÁS UNA CASA DE INDECORO». Algunas derramaron llanto por la torpe ex amiga infortunada. Por una criada suya, hermana de otra del alcalde, Joaquina Rivas sabía que doña María del Carmen, haciéndola comerse la carta del primo, habíale propinado a su hija una felpa soberana... -¡Bien hecho! -aplaudió Dulce, la primera. No la perdonaban el haberlas hecho acompañarla con su vientre, y hasta mimándola como a pobrecita enferma, a la falsa, a la indecente, a la embustera... que ni siquiera tenía aquello del novio... ¿Y de quién, si no? ¿De quién? Acaso por haberlo lanzado y repetido el Garañón, rodaba entre las muchachas un nombre: «¡Saturnino! ¡Saturnino!» Llegaba el cartero, que les repartió postales a tres, al verlas en la ventana. ¡Ernesta! ¡Oh! El sucio asunto de Pura quedó en eclipse tras la visión del viaje condal. ¡Ya fuera de España! Venían de Francia las postales. Una para Orencia; otra para Nieves Jarrapellejos; otra para Dulce Marín. -Biarritz pittoresque: la grand plage. -Biarritz pittoresque: les 237 Tamaris. -Biarritz pittoresque: la Rochard de la Vierge116 . Breves, de viajera sin tiempo más que para divertirse. Sino que la dirigida a Dulce era de Octavio, ausente, no hacía mucho, de La Joya. -«¿Eh, eh? ¡Mirad!: Mis recuerdos desde este paraíso. Saldré mañana o pasado hacia París». Orencia sonrió. Como en otro tiempo para Ernesta, el hábil, no pudiendo hacerlo directamente, escribíale a Dulce... ¡para ella! Desde la boda, desde que los novios partieron, él no había dejado de cruzar por la botica, a caballo, a la ida y vuelta del paseo. Por cuanto a Ernesta, durante todo septiembre estuvo en San Sebastián. Evocación de grandeza y de ensueño, de colmo de distinción..., en estas tristes prisioneras de La Joya, porque, a la verdad, ninguna había visto el San Sebastián de lujo y maravilla, que conocían por las revistas ilustradas. Y Francia, ahora, ¡oh!... también Ernesta...; aquella asombrosa Francia, cuya única impresión de realidad hubo de llegarlas en el año anterior por Octavio. Él y Ernesta, juntos, en Biarritz... al fin reunidos en sus peregrinaciones veraniegas, deliciosas, y prontos a terminarlas en París. Orencia quedose pensativa. Nunca, tal que esta tarde, la imagen de Pedro Luis se le representó como la de un puerco oso gigantesco..., nacido en La Joya, criado en La Joya, clavado en La Joya, en donde ella, siquiera, estuvo siendo una especie de reina de la elegancia, hasta que Ernesta llegó; hasta que Octavio, por culpa de Ernesta, con aquel primer viaje a París, vino a demostrarles a los estáticos joyenses que había algo más que La Joya en el mundo... Diríase que a tandas se producen los sucesos de la vida. Hay un asesinato, un suicidio, en un pueblo, e inmediatamente otros asesinan o se matan. Así, en La Joya, por estos días, al escándalo de novios de Pura y Gil, se sumó, si bien fugaz y en proporciones modestísimas, el de otra pareja de novios, forasteros, escapados, y aquí descubiertos y detenidos en la fonda por orden del gobernador. Una tarde, cuando más animados se encontraban el Casino y la plaza, se los vio cruzar entre civiles. Detrás, concejal sustituto del alcalde (el cual, y principalmente tratándose de un caso parecido al de su hija, evitaba exhibiciones), iba Mariano Marzo. El raptor 116 Lugares turísticos de la ciudad: la playa, les taramis aux Pont Vieux (los tamariscos del puente viejo), la Rochard de la Vierge (el roquedo de la Virgen). 238 era un barberillo de una aldea inmediata; la joven raptada, una linda y encarnadita morena, de largas pestañas negras, que sonreía, y no diríase muy sobrecogida por la atención maligna de las gentes. Hubo que separarlos. A la prisión municipal, el barberillo; y la chica, con el Mocho, al cuidado de la Mocha, en tanto el gobernador no dispusiera el traslado o el modo de arreglar aquel desaguisado en que intervenía la autoridad. Y la autoridad, o séase Mariano Marzo, que ya por el camino, y a la vista de la pizpireta novia apetitosa, había ido echándose sus cuentas, así que en la mejor alcoba de los Mochos instaló a la que se hallaba bajo el fuero de la galantísima justicia, llevó al corral al alguacil (cuya mujer corría con las prostitutas que solían traer de Badajoz, por semanas, para sus juergas, los señoritos del Curdin), y le habló de esta manera: -Mira, Colás, la nena se las trae. Ya has visto qué frescura y qué modo de reír. La he dado un sobón, y no ha chistado. Por otra parte, simple, me preguntaba en la fonda si irá su novio a presidio. Voy a ver de acostarme con ella, esta noche, a poco que se deje. Si fuese una muchacha detenida por otra cosa, bastaría que estuviese a mi cargo, como alcalde, para que yo la respetara, ¡claro!...; pero así, deshonrada como está, por uno o por dos, y sin que nadie se entere, ¿qué va a importarla?... Di a la Romana que la vaya indicando algo, con maña, naturalmente...; y si resiste, tú, contándola que conoces el presidio, la asustas, la pintas el horror que allí el novio pasará, la dices que ella misma irá a la cárcel... y que de todo esto sólo yo puedo perdonarlos, mandándolos a su pueblo, a que los casen, mañana mismo, si quiere serme complaciente. -¡Al pelo! -aprobó gozoso el Mocho, frotándose las manos en admiración al talento del audaz. -La añades también, ¿sabes?... (porque esto convence siempre a las muchachas) que todas las que se prenden así, en todos lados, si son bonitas, se suelen acostar con los alcaldes. -¡Al pelo! ¡Al pelo! ¡Vaya un mozo que está usté, don Mariano! ¿A qué hora vendrá? -A las nueve. Cuando ya no esté enfrente el carpintero. -Pues tenga la llave, y abra cuando vea sola la calle, y no haigan de golerlo ni las moscas. 239 -Bueno. Y maña, maña, Colás, sobre todo. -¡Descuidie! Salió, revistiéndose de solemnidades alcaldescas para la ruidosa muchedumbre que seguía a las puertas de la casa. -«Vaya, vamos, disolveros; cada cual a su casa, y un poco de respeto para esta desgraciada, que ya tiene bastante que pensar con lo que tiene». A punto de las nueve, exacto, envuelto en la capa hasta los ojos, y con menos solemnidades alcaldescas, volvió, fumando un puro... A cosa de las diez partía, con el pañuelo en el índice de la diestra mano, atajándose la sangre de un mordisco. Dichoso e intranquilo, al mismo tiempo. Dichoso, porque, dentro de lo malo, el asunto terminó en lo que era natural que terminase; intranquilo por las posibles consecuencias, o «salpicaduras», que dijese Maura. Ya, al entrar, hubo de avisarle el Mocho: -«¡Conchi, don Mariano! ¡La niña se resiste como el mesmísimo demóngano!...»; y, en efecto, propiamente un puercoespín, más que una niña, al verle...; una especie de tigre al advertirle echar la llave...; gritos, insultos, llanto, improperios...; media hora de arisca y muda terquedad, allá por el otro lado de la cama, cuando él, sentándose, y gentil y razonable (¡no, no entraban en su cuerda los abusos!), trató de persuadirla con variadísimas razones... y, luego, un poco de refuerzo de acción a la oratoria. Sino que la terca huyó, y fue aquello una caza entre los muebles... «¡Madre! ¡Madre!...» Mesas a tierra, sillas rodando... Le arañaba, le mordió, se le escapaba, babeaba, pateaba, prometía contarle todo al novio y a su padre y, al fin, en un rincón bien sujeta, cuando él, en vista de que ya sería igual de grave que contase ella estos intentos, resolvíase pleno a la violencia... acabó por desmayarse. «¿Sí? ¡Hombre, al pelo, bah!...» La levantó; la llevó en brazos a la cama... la... dejaba ahora panza arriba desmayada, desmayada...; y vaya, niña, resumiendo, ¿treta?... Por si no, el discreto eliminábase... pero a ver quién le dijese si ciertos estremecimientos de la niña, en los álgidos momentos, ¡que oportunidad!, fueron del desmayo. La alegría del triunfador, pues, eclipsaba la mínima alegría del temeroso. Ella, verdad o farsa, se había quedado sin sentido; aun dado el primer caso, una suerte para él: porque suponiéndola tan necia que enterase al novio al día siguiente, el «violador», hasta suponiéndole tan memo que no negase todo al novio, y a cien mil jueces de la tierra, pudiera afirmarles que se abstuvo, al verla 240 desmayarse..., y mal la desmayada podría sostenerle lo contrario. Esto, sin contar que a nada que meditase ella, y mientras más conciencia la quedase de haber sido poseída, por la misma cuenta que tuviésela no embrollar sus asuntos con el novio, no diría ni una palabra. Así iba pensando Marzo, camino de la taberna de Charepe, donde a estas horas el Curdin se reunía. ¿Les pondría los dientes largos a los otros contándoles el lance?... No. Mañana... luego que estuviese cierto de que la nena callaba, y que la Guardia Civil se la llevaba a su pueblo con el borreguito del novio... Vio a la Fornarina de pronto, saliendo de casa de la abuela con su padre. «¡Descacharrante!» Detúvose a mirarla. -¡Anda con Dios, Macarena! -Quede con Dios, don Mariano. -Quede con Dios. ¡Vaya una mujer! A ésta sí que no se la calzaba nadie, ya la dura prueba del padre pasada y con aquel melón de Cidoncha en marcha hacia la iglesia... Perdían el tiempo los que volvían a rondarla en la cruz. -Hola, don Mariano. -¿Qué hay, Charepe? ¿Han venido ésos? -Sí; pero se marcharon cuando estuvieron a avisarle a usted lo de don Roque. ¿Está mejor? -¿Qué lo de don Roque? ¿De qué don Roque? -Su tío. ¡Ah! ¿No lo sabe usted?... ¡Pues vaya! Un ataque al celebro. Dos recados le han traído a usted de parte de su madre. Creo que está muy mal. ¿No ha oído tocar a Óleo? ¡Diablo! Corrió Mariano. La noticia, que le contrarió por cuanto le «eschangaba» su noche de juerga y alegría, interesábale por las probabilidades de la herencia. Era su esperanza, su esperanza de arruinado, el buen cura, que tenía dos dehesas, tres cortijos, casas, vacas, cerdos, veinte bueyes de labor... y sólo otras dos sobrinas carnales. Para tocar a veinticinco o treinta mil duretes cada uno, no había que... ¡Diablo! ¡Diablo!... -«Ha muerto» -le dijeron en la puerta de la casa-. Pasó todo en media hora. Fulminante. Hemorragia cerebral. El pobre hallábase propenso con aquel cuello tan corto... y los disgustos de estos días. Estaban vistiendo el cadáver. Mariano se consagró a 241 ayudar en los fúnebres cuidados, con el póstumo pesar de no haber cultivado mucho últimamente el cariño de don Roque. Pensaba hacerlo, a la verdad; pero, en primer término, el tío era despegadote y bueno; y luego, ¿quién fuese a imaginar que ahora se muriese este hombre como un roble?... El entierro y las coronas y las misas de requiem tuvieron en conmoción al pueblo una semana. Por razón de parentesco próximo o lejano, vistieron luto casi todas las familias principales. Y, naturalmente, con más rigor, las Rivas, Jarrapellejos, Mariano y la madre de Mariano, presuntos herederos. Mariano, hasta desertó del Curdin; no bebía sino un par de copas de aguardiente al despertar... y en la intimidad de los días enteros con las primas en la casa mortuoria, y meditando que tal vez fuera un lindo modo de duplicarse la parte de la herencia el casarse con una de las dos, le hacía cocos a Joaquina... No muy acentuadamente; por respetos al muerto y los rosarios, como por respetos a la propia dignidad, ninguno hablaba letra del ansiado testamento... Pero, ¡ah! ¡oh! ¡ah! cuando cumplida la semana el notario les leyó una tarde... ¡qué barbaridad! ¡vamos, hombre... qué porquería y qué barbaridad!... el notario les leyó una tarde que el difunto dejaba «por única y universal heredera de sus bienes a la señorita Pura María Gracia Salvador y Moya...», las Rivas desfilaron, Joaquinita se vio sin galanteador de repente y Mariano Marzo, en aquella propia tarde, tomó una mona colosal en el Curdin. -¡Vamos, hombre -comentábale a Saturnino (igualmente, aunque en futuro, por una boda «imposible», despojado de la herencia de otro tito)-, mira que dejarle mi tío Roque el capital a ese pingo de Purita! -¡Y todo! ¡Así! Porque, una finca... algo... menos mal. Al fin es su hija, Mariano. -¿Su hija? ¿Qué sabía él? ¿Se le parece siquiera?... ¡O del marido o de los cien que se habrán acostado con la madre! -Tienes razón. Lo mismo que mi tito. ¡Qué cochinería de gentes y de pueblo! Te digo que se cansa uno de ser decente, que dan ganas de emigrar, en vista de que la decencia aquí no sirve para nada. ¡Siempre postergada la familia por cosas de bragueta! -¡Es lo que priva, qué concho! 242 Contó Marzo en seguida, causando la envidiosa admiración de Saturnino, su aventura de alcalde aprovechado. En el dedo del mordisco conservaba un tafetán. -¿Y tú, niño, qué?... ¿Eres, como dicen, o no eres el autor del crío ese de la Pura? -¿Yo?... Pero, ¡cómo! ¿Quién lo dice? -Todo el pueblo. -¡Qué atrocidad! Cuatro días después, Saturnino, que había causado la extrañeza de Mariano y los amigos no volviendo por el Curdin, salía furtivamente de su casa, un poco pálido; y tres calles más allá se metía en la del alcalde. Hízose anunciar a la alcaldesa, que tardó en resolverse a recibirle, ocupada cual estaba con arreglos de la herencia. -Doña María: vengo a hablar a usted de algo importantísimo. Reparó su palidez doña María. -Hijo, tú dirás. Torpe, Saturnino, nada diplomático ante el inquisitivo y claro mirar de la diplomática, prefirió exponer de un golpe la resolución que había venido madurando en aquellos cuatro días: -Doña María: usted sabe la estimación que he tenido siempre para usted y para su hija; pero ignora que, de un año lo menos a esta parte, su hija me inspiraba... más que estimación, aunque lo ocultase por andar al medio el novio de ella, Gil... Doña María: usted sabe, usted debe saber, que el pueblo entero está lleno de... si yo soy o no soy... quien tiene la culpa del estado de Purita...; y, en fin, vengo a decirla a usted que no tengo inconveniente en que inmediatamente nos casemos. Lívido ahora, con las ojeras azules, de aquel azul turquí que acentuábanle las grandes emociones (pues fuésele tremendo, a la verdad, que a sacrificio tal de sus decoros opusiéranle el fracaso), aguardaba mirándose los pies. Y, atónita, doña María le contemplaba. -¡Cómo que... nos casemos! ¿Tú? ¿Con mi hija? -exclamó últimamente la sorprendidísima señora-. Pero... ¡Tú! ¡Oh, Saturnino!... ¿Fuiste tú... el que la deshonró? 243 Se había puesto de pie. Se había acercado y le intimaba en una crispación compleja de asombros y alegrías. La historia del pastor sería una estupidez más de la estúpida muchacha. Pero el otro, humilde, confesó: -No, señora. Pero lo dicen... se empeña el pueblo en decirlo, y es lo mismo para el caso... dado lo que yo quiero a Purita y la pena que me da verla abandonada en su triste situación. Si ella me quiere también, nos casaremos en Cáceres o en Badajoz... antes que descuide. -¡Aaaaah! -hizo doña María del Carmen con sonrisa de sarcasmo y larga comprensión. Consideró unos instantes más a Saturnino, que seguía con los ojos en la alfombra, y fue a sentarse reflexiva en el sofá. Desde allí mirábale también, y miraba, cerrados los ojos, dentro de sí misma, alternativamente. La plena salvación, tras de la herencia, ofrecíasele de modo inesperado. Milagros del dinero. Total: este Saturnino, un sinvergüenza; pero su hija otra sinvergüenza. Nada se tendrían que echar en cara; y para el mundo, para el pueblo, se trataba nada menos que de un Cruz. Tornó a levantarse del sofá, ya con la dignidad de una futura emparentada con los Cruz de San Fernando, e inquirió: -Saturnino... ¿has pensado bien lo que me dices? -Sí, doña María; con toda calma; perfectamente bien. -La cuestión, con respecto al porvenir, es delicada; más, quizá, de lo que piensas. -La he considerado en todos sus aspectos. -Bueno. Entonces, vete. Debo consultar con mi hija y mi marido. Vuelve dentro de una hora. El 13 de diciembre, de regreso de Cáceres, donde Pura había dado a luz una niña morenita, la diligencia tornaba a La Joya a los esposos, acompañados por doña María del Carmen y por un ama vestida de pasiega. Se instalaron en la hermosa, aunque algo antigua, casa de don Roque. Traían lindas tarjetas de participación de la boda, y las repartieron. Las visitas empezaron a menudear, tras otra breve conferencia de conducta que Orencia presidió, y en que las muchachas decentes (excepto las Rivas, que no podían perdonar el despojo de su herencia), 244 acordaron restituirle a Pura sus honores. No sólo estaba ya casada con el que la creó la situación anómala, sino casada con un Cruz de San Fernando; con un muchacho tan pundonoroso, tan bien educado en los jesuitas, que ni el hecho de saber que había abusado luego de ella el primo, le impidió cumplir con su conciencia... -«¡Bueno, sí, qué asco: la niña es de don Pedro!» -repetíanse al mismo tiempo y en voz baja unas a otras, reservándose de las hijas y sobrinas de don Pedro, y de Orencia también, naturalmente, y con odio al indecente Saturnino. 245 X Entre Octavio (desde París) y Cidoncha, cruzáronse esta vez pocas cartas; pero interesantes. El inflexible profesor, no por la libertad de Roque obligado con don Pedro a servilismos, había ido hablándole al viajero de la Sociedad Cooperativa, que ya antes de separarse dejaron planeada, y que legalmente constituida, al fin, aumentaba poco a poco sus adeptos. Octavio, menos deslumbrado «por la gran vida», contábale al amigo que vivía con Henriette, que juntos visitaban los centros obreros, de los cuales enviaba reglamentos y estatutos, y que la deliciosa poupée117 parisina quería seguirle a España, a todo trance, y convertirse también en una especie de gentil propagandista. «¡No, no! ¡Ya comprenderás!... sería bonito, pero imposible en La Joya. Si la llevo, te avisaré para que vayas a la estación y me ayudes a esconderla, a acompañarla a cualquier campo, en tanto yo le busque discreto y cómodo hospedaje»... Cidoncha sonreíase de estas frivolidades, mezcladas a lo transcendental de tan ingenuo modo, y sin hacerlas caso, contento de ellas, nada más, porque así Octavio veríase libre de su antigua obsesión (absorbente, aunque nunca confesada) de Ernesta, 117 Poupée: muñeca. 246 insistía en lo que a los dos debía importarles: la Sociedad Cooperativa..., el principio de la redención de miserias de este pueblo infinitamente desdichado. Venciendo la tenacidad del reparoso, recabó y logró su firma, siquiera para la gubernativa aprobación del reglamento; y gracias a ello fue posible, por una parte, guardarse contra caciquiles tropelías, que habrían tenido que envolver a Octavio, y el ingreso desde luego, por otra, de los muchos indecisos que únicamente cedieron en su pánico a aquella rebeldía «contra los señores», al saberse por uno acompañados. La última carta del parisién contenía únicamente este aviso: «Salgo mañana. Llevo a Henriette. Llegaremos, pues, en el expreso, el jueves, 23, al día siguiente en que tú recibas la presente. Ve a la estación». Y por eso, Juan, hoy 23, jueves, no muy feliz del encargo que irían a encomendarle (para cuya ejecución se había hecho acompañar por el conserje del Liceo), aunque contento de poder conferenciar con Octavio sin pérdida de instante acerca de cosas urgentísimas, se encontraba en la estación de Las Gargalias, a nueve leguas de La Joya. Grata su sorpresa, al bajar Octavio sólo del sleeping. -«No, no; no viene. Era un disparate. Desistimos». Mejor. Juan le alejó del brazo, mientras el conserje descargaba las maletas. Le informó de la inminencia de la elección de concejales, de la reunión convocada para esta misma tarde en el Liceo, y de la necesidad..., de la absoluta e imprescindible necesidad de que él concurriese a ella y aceptase la presidencia honoraria de la Cooperativa. -«Pero, hombre, ¡déjame a mí entre bastidores! ¡qué más da!» Ya en la diligencia, con larga carretera y tiempo por delante, el profesor empleaba su rígida dialéctica en persuadirle. Las cosas, si obedecían a una verdadera convicción, debían acometerse a todo evento. Haría mal Octavio si pretendiese navegar entre dos aguas. Haría peor si prejuzgase que no tenía importancia la naciente asociación: seiscientos once afiliados, con todos los socios del Liceo, y una enormidad de gente, artesanos, braceros y pastores, que para imitarlos y lanzarse a votar sólo aguardaban la personal garantía de Octavio por los nuevos derroteros. -«¡El censo, el censo en nuestra mano, Octavio, si quieres tú!» Y si esto, con un poco de predicación, cayendo en la mortal angustia de La Joya, se había logrado en un mes, lógico sería pensar que, ampliada la propaganda a los pueblos 247 del distrito, en las primeras elecciones generales fuese Octavio diputado... -¡Ah! ¿Crees tú? -¡Redondamente! -afirmó con voz y cabeza y brazos y todo el cuerpo el profesor. Dos leguas más, de argumentos de Cidoncha y traqueteos en el desvencijado coche, y Octavio quedaba convencido. Llegarían hacia las siete. Puesto que a tal hora empezaba la reunión, irían a ella desde la misma diligencia. ¡Ah, sí, como uno de los primeros actos del diputado socialista, del diputado popular, habría de ser la sustitución de esta afrentosa diligencia por un tren, o por una línea de automóviles!... Siguió Cidoncha, ya radiante, hablándole de los candidatos para concejales que irían a presentar, y la serenidad de sus apostólicos fuegos sufrieron la sorpresa de una interrupción poco apostólica: -«Oye, tú, y... Ernesta, ¿está en el campo o en La Joya?» ¡Bah!, había dejado de atenderle el futuro diputado... hombre que demás llevaba, dentro de sí propio, el lastre de su elegancia y sus pasiones. -«No sé» -le contestó-; y repuso Octavio -«¡Qué estúpida, Juan! ¡Cuánto la desprecio!...» Hubo Juan de perdonarle, en una sonrisa de condescendencia, al ver, sobre todo, cómo él mismo volvía espontáneamente al tema de los concejales y de la propaganda de su credo en el distrito... Y, al fin, a las siete de la tarde, o mejor dicho, de la noche, parada en el Liceo la diligencia, tuvo el profesor el gusto de observar al fatigadísimo viajero rebosante de asombro y de recónditas victorias de caudillo en cuanto fue recibido por los vivas y los bravos entusiastas, delirantes, de una verdadera muchedumbre... ¡Él, que creyó ir a encontrarse cuatro títeres! Ejecutiva la asamblea, media hora después quedaban proclamados la honoraria presidencia y los tres nombres de la candidatura concejil... Por excepción, en La Joya, había nevado copiosamente. Seguía helando y lloviendo, pedían limosna los braceros sin trabajo y no se veía un alma a través de los tules de la lluvia. No se veía, principalmente, desde las ventanas de la biblioteca de Octavio, las que, allá sobre las frondas, en la parte de atrás del palacio del conde, daban al jardín. Sin embargo, no había una vez que él las vislumbrase entre la fría niebla, o entre el agua que no cesaba de caer, que no pensara: «¡Estúpida!». Claro es que referíase a Ernesta, a quien por 248 mera cortesía visitó a la tarde siguiente de llegar, hallándola, delante de una suerte de altar con un Corazón de Jesús, en prácticas de rosario, porque tronaba, y beatamente acompañada por el conde, por doña Luz... y por Saturnino y su mujer. Interrumpíalos; no quiso rezar, él que no tenía miedo a la tormenta ni por qué doblegarse a hipocresías, y se largó a los tres minutos. ¡Qué asco... esta condesa tan rabiosa de ultramundanas elegancias en Biarritz, y aquí tan resignada al triste ambiente familiar! ¡Qué asco, este matrimonio de Purita Salvador y Saturnino, del cual, para que ahora al menos no hubiese él vomitado de sorpresa, le había contado su madre los repugnantísimos detalles!... Salió, salió, sí, escapo... y un poco indignado de familias y respetos y falsas tradiciones seculares, con una resuelta voluntad de olvidos y desprecios a cuanto no fuese la salvación de toda aquella porquería, simbolizada en sus democráticas huestes del Liceo, hubo de consagrarse con Cidoncha, durante toda la semana, sin que el agua y los truenos les rindiesen, a preparar las elecciones... Llegó el día -nuevo para La Joya enteramente-. Grande animación, por los colegios, a pesar del diluvio que caía. Las un tanto morenas papeletas de la Sociedad Cooperativa, abundaron en las urnas. Octavio, que como capitán general, desde su casa, les había dejado el personal cuidado de guerrillas a Cidoncha y a los otros, iba recibiendo noticias. Triunfo, triunfo, a pesar de los intentos de coacciones y de los sendos estacazos a última hora repartidos por «partidas de la porra» que capitaneaban el Gato, el Mocho, Zig-Zag... ¡Cómo! ¿estacazos?... Se indignó Octavio, se echó a la calle, reanimó a su gente, le plantó dos bofetadas a Zig-Zag, tiró patas arriba al Gato, en un bonito juego de boxeo... y a las seis en punto, el Gato mismo, humilde, fue al Liceo a llamarle de parte de don Pedro Luis, que estaba en el Ayuntamiento. El ladino cacique tenía formada «su composición de lugar». Sorprendido por la rapidez inverosímil de los hechos, y creyendo que aquello de la Sociedad fuese una romántica pamplina, ni había apercibido mesas e interventores especiales, él, maestro en tales trances, ni había tenido tiempo más que de intentar oponerle sus rondas a la avalancha que habría podido comprar con dinero o con sonrisas. Torpeza el reconocerle beligerancia a Octavio, tratándole como rival; prefería tratarle como protector y como amigo. 249 -Hola, Octavio, hombre -le dijo, tendiéndole la mano, y dándole un caruncho118 , así que le vio llegar a la salita del alcalde-. ¡Caramba, no creí que te interesaba la política a tal punto! Linda elección. Ahora que ¡claro!... si yo quisiese, inútil, porque te falta la experiencia. -¿Inútil? Rió, una cordial y larga carcajada, hízole sentarse, le dio unas palmaditas en el hombro, y añadió: -Hay que saber las triquiñuelas, en esto como en todo, y las irás aprendiendo. Así, por ejemplo, no se te ha ocurrido levantar del escrutinio actas notariales. ¿De qué puede servir, entonces, que los interventores tuyos, sin yo saberlo, hayan suscrito las actas?... ¡Bah!, hombre, simple, tonto... míralas, soy yo quien las tiene, al fin de la pelea; soy yo quien se las enviará al gobernador, y excuso decirte si me da por romperlas todas y mandar otras... idénticas, con sus sellos y sus firmas. -¡Oh, don Pedro! ¡Ah!... ¿falsificadas? Habíase levantado Octavio amenazador, y don Pedro Luis, sin inmutarse, antes al revés, acertando con una de sus más bellas sonrisas, supo desarmarle: -Son... las triquiñuelas, ya te dije... ¡ya irás aprendiéndolas! ¡ya iré enseñándote yo mismo!... Pero, descuida, Octavio, hombre... tratándose de ti, no se cambiarán todas las actas: quiero dejarte un concejal. Para eso te he mandado llamar, para decírtelo. La cosa no podía ser más dura, más cínica... ni más afable, al mismo tiempo. Cinco los elegidos, tres los en toda la línea victoriosos por la flamante asociación Cooperativa... y este reyezuelo, aquí, dejando ¡uno! de limosna. Había para atizarle un puñetazo en las narices, con más razón que al Gato o a Zig-Zag... para arrebatar aquellas actas y entregárselas al pueblo...; y Octavio, pálido, contenido por respeto, por no cometer una definitiva e irreparable atrocidad con el viejo amigo suyo y de su padre, optó por caer mudamente en la butaca. En la mano izquierda temblábale el caruncho, sin encender, y con los dedos extendidos de la otra tapábase los ojos. Las resoluciones contra la absurda lógica de este hombre, debían surgir sin maldita la necesidad de razones ni polémicas. 118 Caruncho: cigarro puro (charuto). 250 Reflexionaba, reflexionaba, pues, y en tanto, con tono paternal, seguía el otro otorgándole el favor de su experiencia. La política, o era una farsa, en que mientras los de abajo se mataban a trompazos los de arriba se reían, o para los de arriba también una guerra bruta y sin cuartel... de procesos, de traiciones, de dinero a esportilladas con que ganar a los de abajo. Naturalmente, para los de arriba, nada más estúpido y peor que llegar a semejante situación, cuando la otra, sin molestias, los llevaba a iguales resultados. A él, a don Pedro, en cierta época lejana, que mucho sentiría que retornase, hubo elección que le costó seis mil duros, diez mil duros, quince y veinte mil duros, y más... -¡Bien! -se levantó de pronto Octavio, ya resuelto-, me esperan. Un concejal. ¿Cuál de los tres? -El que tú quieras, hombre, ¡da lo mismo!... Sidoro, por ejemplo. -Sidoro. -Pues, Sidoro; es el más inteligente. Y tú, de esto, ni letra. Al revés, le finges a la gente que hemos tenido una agarrada, que te he llamado, molesto por el triunfo, para renegar de tu actitud...; y luego, así que unos días las cosas se descubran, sé el primero en sulfurarte contra mí: -«¡Bandido! ¡Bandido! ¡Canalla!»... ¿Eh? ¿Sabes?... lo usual, el repertorio. Partió Octavio. Tiró el caruncho contra el barandal de la escalera, estrellándole la lumbre. Su furia... no saciada de otro modo por respeto. Había subido aquí en orgulloso vencedor, y bajaba en avergonzado y en cautivo. Fue al Liceo... y contó que a poco más sale con Jarrapellejos a bofetadas. Sus prestigios de sabio y generoso, crecieron con sus prestigios de hombre de una pieza. En La Joya no se había dado el caso jamás de que nadie se las tuviera así con el cacique, mano a mano. Y Octavio, que no siendo un farsante tuvo que aceptar la farsa de esta gloria, se retiró a su casa dispuesto a no salir en quince días. Al siguiente llovió menos. Al otro vino Cidoncha, indignadísimo, con un número de La Voz de La Joya (en donde se hacía constar), a «noticiarle» el robo de las actas; hablaron de protestas, de alzadas..., de la necesidad, en fin, de resignarse y de valerse de notarios otra vez. -«Pero, ve, Octavio, fíjate: por lo hecho, podrás juzgar lo que se hará en lo sucesivo. El pueblo es nuestro, o, a mejor decir, tuyo..., puesto 251 que yo, aparte de que a nada aspiro, en cuanto gane las oposiciones y me case, me iré». Solo después en la biblioteca, Octavio, con sus buenos confidentes los libros, aunque sin leerlos, mermábale gran parte a los optimismos de Cidoncha. Desfallecía. Volvían a disipársele aquellos ensueños, ambición eterna y magna en su vida, de la diputación a Cortes, del «procerismo» político llevado a bien más amplios horizontes que estos de La Joya, del dominio del Congreso, por las ideas nuevas, y por la fuerza de los puños, a hacer falta, en marcha hacia la poltrona ministerial que le mostrase, finalmente, a sus paisanos por encima de caciques y de viejos condes senadores. ¡Oh, era un tímido moral! ¡era un mísero indeciso, y más, justamente, para los momentos, para las urgencias de las grandes decisiones! La simple tradición de un respeto, habíale impuesto, de instintivo modo, entregándole atado de pies y manos a don Pedro. Veíalo ahora. Sin necesidad de violencias, pudo contestarle mejor y mantenerse frente a él en plena dignidad. ¡Ah, si siempre las respuestas a las frases o a los hechos pudieran aplazarse a la semana, por ejemplo, tras una larga reflexión!... «Don Pedro -hubiese debido responderle, correcto diplomático, seguro de sí mismo- al irregular procedimiento que usted propone...» Mas, ya, ¿a qué quebrarse la cabeza?... Su vencido... Un concejal, aquel tonto de Sidoro, que para mayor escarnio, con sus greñas de anarquista y sus lecturas de El Motín, era amigo de don Pedro y poeta de sus jueves; un triunfo electoral por sorpresa (la verdad), a esto reducido, y un plan de competencias de dinero, que Octavio no tendría, expuesto y avisado previamente por el cacique millonario para las nuevas luchas de elecciones... Desfallecía, sí; ¡bah! desfallecía; se quitaba de delante las hojas de papel en que pensaba reaccionarse, y aun acaso ante el pueblo sincerarse (¡ingenuo!) con discursos o proclamas..., y blando, triste, amargadísimo, sacaba sus retratos de mujeres, L’Or du Rhin, la Olga Stelly, la Mado Yot, la Gaby Vilvert... Henriette... otro de Ernesta, también (fineza de parientes, a su madre, por él traído de la sala)..., y en ellos procurábase consuelo. Volvía a llover a toda rabia, y el triste, prisionero de don Pedro y de la lluvia, pasábase las horas, pasábase los días escribiéndole a Henriette y contemplando los retratos. Pero las cartas interrumpíanse frecuentemente a fuerza de abstracciones de los ojos en la imagen de la «tita». 252 ¡Estúpida! Otra amarga evocación, que le recordaba indecisiones y derrotas de otro estilo. No acababa de entender la absurda lógica del mundo, por la cual el conde, insigne majadero, fuese senador sin que él hubiera de poder ser nunca diputado, y viejo y cursi, igual que un sacristán, le hubiese quitado esta mujer, esta coqueta, esta manoseada por cien novios..., sin que al menos condujérala al altar también pasada por sus manos y sus besos. Que él, Octavio, la hubiese querido para casarse o no; que ella, a la sazón, hubiera sido o no su novia expresa, era lo que menos debió importarle a nadie para habérsela respetado como «suya»...; y la traición de ella, la ratería del conde, le irritaban y le llenaban el alma y todo el ser del odio y del tardío dolor de aquellos besos que pudo darle a la hermosa casquivana y que no la dio por... indeciso. ¡Por tonto!... lo mismo que lo fue con la prima sevillana, dejada ir loca de su cama y de sus brazos en gracia a un quijotesco y anacrónico concepto de españolas hidalguías... ¡Si fuese ahora..., si hubiese sido ahora, después de las lecciones recibidas por el rancio aristócrata en París! Indudablemente, la perplejidad de sus orgullos, de sus pundonorosos miedos a ver juzgada su conducta sin una entera garantía de dignidad, de sus necios y exageradísimos temores al fracaso, habíanle estorbado mucho en el amor, como en todo. Y tarde ya, con iras y desprecios para Ernesta, para el conde, para Jarrapellejos, para él mismo el primero..., esfumadas en la lluvia miraba aquellas rejas del hotel del tito, con el mínimo consuelo de la Ernesta lujosa y animosa de la boda y de Biarritz, que estaría pagando aquí bien cara su idiotez en rezos de beatos. Biarritz. -Viva exposición de vanidades, y estúpida la estúpida hasta el punto de que en la mesa o en el tennis del hotel, en la terraza, mientras el marido dormitaba la siesta de los viejos, en Miremont119 , en las sillas de la playa, cuando el buen conde se enfrascaba con La Época..., ella, la condesa, y, naturalmente, luciendo la corona en broches y sortijas, poníase a sonreír y a conversar inclinada hacia el sobrino... 119 Miremont: hotel de Biarritz. 253 para pasar, ¡oh, sí, sin duda!, para pasar por su mujer... Hablábale en francés (que el conde no entendía), quizás ¡la estúpida! ¡la muy estúpida!, también aspirando a ser tomada en Francia por francesa, con sus trajes de París; y si el buen conde, incapaz a sus casi setenta años de seguirla en su juvenil coquetería, se encontraba a algún colega de Senado, la «tita» con el «sobrino» echaba a andar delante y complacíase perdidamente en la admiración que juntos despertaban; los hombres volvíanse a mirarla, a ella; las señoras, cocotas o bellas damas, lujosamente ataviadas, a los dos. -«Te toman por inglés. Nos toman por príncipes ingleses. ¡No, no, y es que lo pareces, hijo, tú! tan... rubio y con tanto traje tan bonito y tan bien hecho». Le adulaba, le pagaba así, con la comparación de príncipe, que había oído alguna vez y que sabía que le era grata, el inmenso triunfo momentáneo arrancado de las gentes por sus dos iguales gentilezas; y él, que había tomado a empeño no florearla; él, Octavio, que, antes al revés, mirando artero cada mañana a las más lindas del paseo, hacíale ver a la tita cuánto las más lindas le miraban, limitose ante aquella frase a contestar: -«Sí, tita; tú también vienes vestida como nadie..., como pocas». Diabólico, se entretenía en exaltar su fatuidad, para humillársela, para herírsela más al descubierto y a mansalva, inmediatamente, a ser posible. Dejábala empaparse en la recóndita creencia del orgullo que a él le pudiera causar el lucirse junto a su belleza de sultana y sus lujos parisinos, reina ella de Biarritz, como reina asimismo de París, con los trajes de París, aun sin conocer París más que de lejos, y... de pronto le hablaba de París y de los trajes de tisú de oro de quince mil francos. -«Mira, tita -díjola una noche en el casino de Bellevue, oyéndole a la orquesta una cosa de Beethoven, y en tanto el conde, a veinte pasos, departía con un amigo-; esta, esta mujer lleva uno de esos trajes». Había sacado de la cartera una reducción, pasablemente hecha por él mismo, de uno de los dos retratos de su Or du Rhin (talismán contra todas las condesas de la tierra) y se lo entregó. La vio palidecer, de celos de hermosura; la oyó en seguida preguntar, y la confesó que era... su novia, que «por verla volvía a París» y que... «¡bah, tita, ¿parientes?... ¡confianza de sobrino!... estaba aún muchísimo mejor, ve, sin traje que con traje». La entregó el otro retrato, el de desnuda..., y el escándalo que hubiese podido ocasionarle a la «tita» aquella desnudez, artística 254 y no insolente, después de todo, quedó eclipsado por la enorme impresión de hechicería. -«¡Oh, toma, guarda eso! ¡Qué atrocidad!» -dijo con tardío pudor y sin querer saber ya más de la hechicera-. Desde entonces insistió menos en vencer las testarudas resistencias del marido a continuar el viaje por París. Pero, en fin, dábala igual; los retratos no amenguáronla el deseo de seguir luciéndose con su afortunado poseedor en la playa, en los casinos; todo el toque de su amistad con el sobrino, para la fría coqueta sin alma, sin sombra de corazón ¡estúpida!, cifrábase en hacerle creer a aquel mundo del lujo y de la dicha que ella no estaba casada con un empaquetado viejecito que parecería su secretario. -«Mira -habíala dicho Octavio otra mañana, a las doce, hora elegante del baño-, muchas, las más chic, con maillot...120 , no sólo las cocotas. Ya ves que esto no es la cursi mojigatería de San Sebastián, donde se bañan todas con un saco. Y nada de sábanas ni músicas, al ir al mar, desde La Digue121 . ¿Eh? ¡Aquella rubia!» La dejó los prismáticos; reconoció ella a una encopetada rusa que en Bellevue jugaba los billetes a puñados, casada con un gran duque, nada menos, y cuando mostró sus necias conformidades distinguidas acerca de aquel modo de jugar y aquel modo de bañarse, él, maligno, por mortificarla, concluyó: -«Ahora sí, tita, para el maillot, a más de chic, muy chic, hay que ser irreprochables... de piel, de muslos, de pechos, de todo». Le clavó Ernesta con los ojos, herida por la como duda aquella de sus íntimos encantos; fue, tal vez, a contestarle directa una franqueza, y, a tiempo recogida, respondió: -«Mañana mismo, si no le disgustase a mi marido que me bañe fuera del hotel, me bañaría en maillot. Y tú, hombre, Octavio, déjate de tanto «tita» y tanto «titearme». ¿Por qué no me llamas por mi nombre? ¿Me crees alguna vieja, ya?...» Tales y otros parecidos eran los recuerdos en que Octavio, aquí, prisionero de la lluvia y de su antigua e inenmendable indecisión, perdíase con respecto a la Ernesta cuya vanidad le necesitó durante aquellos breves cinco días del mundo alegre de Biarritz..., a la Ernesta cuya insensibilidad de alma y de corazón no volvería a necesitarle 120 Maillot: traje de baño femenino de una pieza. 121 La Digue: hotel de Biarrtiz. 255 para nada en el mundo muerto de La Joya. Había venido con el conde a pagarle la visita, justamente en la tarde que a él le tuvo fuera de casa la elección, y, al fin..., en paz: ella rezando en su palacio, y cuidándose tal vez de los quesos y pastores (una casada más, una enterrada más, al estilo de este pueblo, condesa o no, sin la libertad siquiera que por excepción gozaba Orencia), y él con su desdén y sus orgullos..., con la impresión también de su político fracaso, aunque llevando a pura fuerza la alta dirección de las huestes del Liceo. No podía reducirse a menos la tal «alta dirección». Cidoncha, llegándose a conferenciar con él de cuando en cuando, y terco en llevarle a mítines y cosas, únicamente logró que le firmase la protesta contra el robo de las actas, por Gómez acogida en el periódico local, y diez o doce cartas, con fines de organización y propaganda, a los amigos de pueblos inmediatos... Y Cidoncha, asombrándole, volvía y le daba cuentas: -«Constituido en la Robla el comité». -«Constituido en Jarilla». -«Constituido en el Casar de los Pomares»... -¿Ves tú, Juan?... ¡Si es mejor! Puesto que dices que me creen un ídolo, que no me vean, que no me pierdan el respeto con el trato. ¡Los ídolos han de conservar su prestigio desde arriba, desde lejos!... Sólo debo aparecer en los momentos decisivos... como cuando hizo falta para meter en caja al Gato, a Zig-Zag, a don Pedro Luis... Dios sabía cuánto amargábale, obligada por disculpa, esta fanfarronería del ídolo y del don Pedro Luis, que sin más que regalarle un puro y tres sonrisas como a cualquier electorcillo badulaque, le... ¡Ah, si la auténtica verdad del ídolo se pudiera rehacer a puñetazos! Pero... (¡Dix her m’siu!) levantose una mañana tarde, según costumbre, tras de haber pasado por su sueño L’Or du Rhin, Henriette... Ernesta... en un extraño revoltijo de París y de La Joya; abrió el balcón, recibió la deslumbrada sorpresa de un día completamente azul, de un sol que espléndido alumbraba las lavadas frondas como nuevas..., y... ¡sí! ¡sí!... ¡ella, Ernesta..., con un blanco delantal, en su jardín, limpiando de hojas mustias los rosales!... Fue por los prismáticos, asegurándose al cruzar ante el espejo de que no estaba mal con el pijama, y, acodado en los hierros, la enfocó... a la «tita». Tardó poco ella en divisarle. Con la mano, saludáronse de lejos. Mas no tan lejos 256 que hiciesen falta los gemelos; los dejó. Hora y media, ella, en su cuidado aquel de jardinera. Hora y media, él, en el balcón. Al marcharse, Ernesta volvió a saludarle con la mano. -¡Estúpida! -pensó Octavio, entrándose a bañarse-. Luego tornó a mirar por los visillos. Estaban plenamente abiertas al sol las ventanas de la parte nueva de la casa del conde, donde él, cuando la boda, había visto instalada la alcoba nupcial..., y al poco de prolongar el espionaje divisó nuevamente a la condesa, dentro, yendo y viniendo, con una joven doncella de aspecto exótico, en el arreglo de ropas y de muebles. Orientadas al Mediodía aquellas ventanas, la lluvia y el frío habíanlas tenido herméticamente cerradas a doble juego de misteriosas y cortinas en los días pasados. Después de comer, vio otra vez en una de ellas ¡demonio!... a Orencia, mirando a estos balcones de él, y muy puesta de largo velo azul y de sombrero... Saldrían en automóvil. Octavio, a escape, le echó a su motocicleta gasolina..., partió, largando estampidos el motor, al libre campo, a la carretera, en dirección a Las Gargalias, paseo habitual de la gente montada de La Joya; fue adelantando como un rayo los coches de las Rivas, del Garañón, de Saturnino y su mujer, de las niñas de don Pedro..., y allá a los veinte kilómetros, cerca de Jarilla, adonde no osaban llegar los pobres pencos y mulas de los coches, con motocicleta y todo metiose en el Vivero. Sabía que era ésta la obligada estación del automóvil, que, efectivamente, paró a la entrada al poco rato. No iba el conde. Bajaron Ernesta y la famosa boticaria. Encontráronse los tres; él las dio agua en la caldereta de cobre del pozo, y, juntos, cortaron crisantemos... Ernesta estaba un poco reservada y fría; Orencia, muy habladora, contenta y siempre al lado de Octavio. El padre sol siguió luciendo en los siguientes días..., y Octavio, por las mañanas, en el balcón de su biblioteca, viendo a Ernesta sistemáticamente actuar de jardinera, y por las tardes al Vivero en la moto, o a caballo, según que Orencia, con el velo o sin el velo (íntima en visita diaria a la condesa, por lo visto), con su aparición en la ventana le indicase que fueran a salir en el auto o el landó122 -ya que 122 Landó: coche de cuatro ruedas, tirado por caballos, con capota delantera y trasera. 257 el conde, entreverado de senador y campesino, solía llevarse el auto a sus fincas o a Madrid. Pero como si iban a ir en el coche el paseo era menos largo, tardaban más en salir; y, entonces, antes las dos paseaban buen rato entre las flores, jugando con un perro. Caía el jardín de Ernesta sobre un escondido y frondoso rincón del de Octavio, a una altura de tres metros por el desnivel de las calles en que estaban situadas las casas respectivas, y Orencia, así obligando quizás a la Ernesta reparosa, se acercaba al parapeto de esta parte; iba Octavio, saludábalas y charlaba con ellas desde abajo, mirándolas como en un balcón. Cuando la boticaria gentil y el siempre procaz y mal intencionado metíanse demás en harina, Ernesta se disgustaba. -Vámonos; anda, mujer... que espera el coche. Sin embargo, al mismo sitio volvía con ella a la siguiente tarde, y maldito si llevaba trazas de enfriar o de romper tal amistad. «¡Estúpida!» -pensaba siempre Octavio, notando esto y al ver que jamás por las mañanas, no obstante la extraña puntualidad de ella en cuidar las flores y sentirle a ratos toser tapia al medio en su jardín, osaba acercarse al parapeto-. ¿Por qué sería tan íntima de Orencia, y no de su ya pariente Purita Salvador, como fuese natural?... Se lo explicó Octavio; por vanidosas y tontas las tres. Pura, menudita, aunque no fea, no querría resultar más miniatura junto a mujeres altas, y Ernesta y Orencia gustaban de acompañarse en calidad de buenas mozas... Poco a poco, al principio, y mucho a mucho, después, la confidente intimidad de Ernesta con Octavio, como único pariente capaz de comprenderla, y con la boticaria, como amiga fraternal, les fue comunicando sus decepciones y tristezas, allá en las profundas soledades del Vivero. El palacio del conde, cárcel al fin para la incauta, o «el palacio» breve, según llamábanlo en La Joya, era un ruinoso caserón de techos bajos, de tejados verdinegros, llenos de jaramagos y embuditos, con escudo de tres calderas123 y siete cruces encima de la puerta, y al cual, por la parte sur, se le había adosado el hotel de yesos 123 Calderas: figura artificial en el campo del escudo con las asas levantadas, terminadas en cabezas de serpiente. 258 y ladrillo, a la moderna, coronada la azotea de cruces y de sendos corazones de Jesús adornados los balcones. Comenzada la obra de adición en tiempos de la segunda condesa, e interrumpida por su muerte, del interior, encalado en bruto nada más, en tiempos de la tercera condesa habíanse concluido dos estancias con el fin de alojar bien a Sagasta124 , convidado a cazar ciervos. Ahora, la ocasión de la cuarta boda del conde, hubo de dársela para ampliar el decorado a otras tres habitaciones. Ernesta, pues, disponía de cinco: su alcoba, estilo imperio; el roperotocador, el baño, el cuartito de la doncella y el salón donde tenía el piano y la biblioteca giratoria de novelas francesas y revistas. De siempre aficionada a Francia, la visita a Francia (como a Octavio, aunque para ella y fugazmente a Biarritz reducida) habíala vuelto francófila enragée125 . Por eso, por hablar a todo pasto el «elegante» idioma, se trajo del Hotel Victoria, de Biarritz, a la doncella Ivonne, que vestíala a maravilla, hecha al trato con princesas. «Por eso, también -añadía de su cuenta Octavio-, por probarle al ‘parisino’ sus progresos del francés, cruzándose en francés muchas frases que Orencia no entendía, gustaríala hablarle por la tapia y encontrarle en el Vivero». -«Bueno, tú, en cristiano -les solía interrumpir la boticaria-, ¿qué es lo que decís?»... Lo mismo contaba Ernesta que las demás amigas preguntábanla, allí en su casa, tomando té algunas tardes (pasmadas de la cofia y de los modos de Ivonne), y el marido..., siempre que ella charlaba con Ivonne o le daba órdenes a Ivonne -fea, pero gentil-. Fue un acierto traerse a la biarrotte distinguida con quien poderse consolar la pobre prisionera. Prisionera..., dejada con su pena augusta y con Ivonne en aquel menos mal de menos tosco apartamiento de la casa. Había soñado con muebles regios, ducales, condales..., con frescos y tapices excelentes para alhajar todo el hotel..., y el conde se lo negó, llamándola tontuela, igual que a una chiquilla; se le negó, como a hacer en el jardín un 124 Sagasta: Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), jefe del Partido Liberal y presidente del Gobierno en ocho ocasiones entre 1870 y 1902. 125 Enragée: fanática. 259 tennis («¡ah, tontuela, estropearíamos el jardín!»); se le negó, sonriendo y de idéntica manera que antes a llevarla a París, a Londres, a Italia, a la Suiza («¡bah, tontuela, bah!»)... Redújose el viaje de novios, salvo la chispa de San Sebastián y el poco de Biarritz, al dichoso Madrid, sin un alma en el verano; y, por colmo de venturas, aquí estaba la tontuela, rodeada en sus estancias de naves sin ensolar, llenas muchas de ellas de trigo, de patatas, de cebollas, y constreñida a mirar la condal corona sobre la cama de caoba y cobre (herencia de otra condesa), antigua ya, decididamente mazacote con respecto a la alta moda. -«Mis quehaceres, mis quehaceres» -tal la disculpa del marido para tornar al pueblo cuanto antes...- La situación suya parecíase a la de una a quien hiciesen reina, prometiéndola grandes faustos (algo así debió entender en la aquiescencia del marido, cuando novio, a los trajes de alpinista) y en seguida condenándola a un desierto. ¿De qué servirla ser condesa y millonaria para no lucir su rango en propio ambiente?... -¡Tienes razón! -asentía la boticaria al escucharla. Octavio, escuchándola también, pensaba: «¡Estúpida! ¡Qué estúpida!» -aunque con un poco de piedad hacia la bella ingenua digna de París y de los Alpes. Y la más que bella ingenua, de ingenuidad en ingenuidad, casi llorando a ratos, ampliábales cada tarde sus franquezas. Ni nunca pudo suponerse vida así, ni nunca pudo imaginar un conde con bufanda a la lumbre lugareña del horrible cocinón, entre perros y gatos. «¡Mis quehaceres!»... ¡Qué quehaceres!... Pagar a los criados, contar las pellicas de los chivos, confirmar la mezquina exactitud con que la cuñada repartíales el hato a los pastores..., cenar, con doña Luz conferenciando acerca de los embutidos y tasajos que se pudiera hacer con las reses muertas de epizootia126 ; rezar, de sobremesa; y a las diez, así que desfilaba hacia su cuarto doña Luz, acostarse solo y encerrado con la caja de caudales en el suyo, de estera de esparto, de negras vigas... para levantarse al alba y lanzarse a ver en las fincas las cebadas, los carneros, 126 Epizootía: epidemia que acomete a ciertos animales por una causa general y transitoria. 260 las bellotas... De medio en medio mes, íbase a Madrid en automóvil; unas veces, a sus cosas del Senado; las más, a venderle ganado al matadero y a las salchicherías los embutidos de carne de carbunco127 . -«Oye, Ernesta, nenita -habíala dicho al volver del viaje soso-, puesto que te gusta trasnochar, y yo, acostándome y levantándome temprano, habría de molestarte..., instálate enteramente a tu antojo en el hotel, con Ivonne, lejos del ruido... lejos del tráfago, que tampoco entenderías y que ya ves que mi cuñada Luz lleva bien y desde siempre». Libre quedó de la batalla con los quesos y el aceite; pero como una niña, a la verdad; como una especie de extraña huésped o de... animal de lujo para... para entretener de raro en raro... Se interrumpió. Lloró..., francamente esta vez, acongojada de indignación y repugnancia; y Octavio, conmovido («¡que tanto puede la mujer que llora» -recordaba el madrigal-)128 , por no mostrarla acaso otra lágrima en sus ojos, a la pobre «estúpida», más que castigada, fingió la indiferencia de quedarse atrás cortando un crisantemo. Orencia aprovechó la oportunidad para sus curiosidades de mujer; y Ernesta, rápida, entre puntos suspensivos de acentuado asco, satisfízola: -...Algunos sábados... porque, buen católico, no trabajaba los domingos... esperaba él a que la cuñada se acostase... iba a la nupcial estancia furtivo y en respeto a las higienes de la edad..., diez minutos después retirábase a dormir cansadamente... y... así un hombre de sus años había tenido el alma de casarse. «¡Estúpida!» -fue ahora Orencia quien pensó-; y la previno: -¡Chis! ¡Octavio, que nos oye! Aunque no hubo de oírla Octavio, que acercábase y le ofreció a Ernesta el crisantemo, harto por la húmeda gratitud de la mirada de ella al aceptárselo, y por la sonrisa de la otra, pudo adivinar poco más o menos lo que en voz baja se habían dicho. -Gracias, Octavio. ¡Qué lindo! 127 Carbunco: enfermedad virulenta y contagiosa, frecuente y mortífera en el ganado lanar y cabrío, transmisible al hombre (denominada en este caso, ántrax maligno). 128 No es un madrigal, como afirma Octavio, sino el verso final de un soneto de Lope de Vega (el CLXXIV, de la parte I de Rimas Humanas), que se cierra con estos versos: “Oyola el pajarillo enternecido, / y a la antigua prisión volvio las alas: / que tanto puede una mujer que llora”. 261 Mirándole, púsoselo sobre el corazón. «¡Estúpida!» -volvió a pensar Orencia, justamente cuando el «sobrino» dejaba de pensarlo-. Y lo que no dijo la triste al uno ni a la otra, lo que no les habría podido decir sin parecerles tonta de remate, era que se pasaba las soledades de las veladas en casi feliz compensación, al fin y al cabo, escribiéndoles a las amigas de fuera largas cartas en el primorosísimo papel que timbráronla en Biarritz con escudo y con corona de relieve en oro, en plata y en heráldicos colores...; que gozaba lo indecible al recibirle al cartero diariamente las respuestas, con los sobres de esta forma: «Excelentísima señora doña Ernesta Hernández Ibarra, condesa de la Cruz de San Fernando»..., y que, en fin, más de cuatro noches devanábase los sesos para escribirle también a Octavio, con un motivo cualquiera no hallado, y sin más objeto que que viese aquel papel... ¡Ah, su aristocrático papel!, que permitíala renovar hasta amistades olvidadas, abrillantándole el prestigio a frases de este fuste: «En la playa de Biarritz...» «En Francia, este verano...» «Ayer, el automóvil...» «Mi prima la marquesa...» Sí, eso sí; una tarde, en susto, y pidiéndoles consejo, la abandonada a ellos se determinó a contarles lo que con el dichoso Saturnino sucedía. Él y Pura iban los domingos a almorzar; pero él solo, a pretexto de su madre y del cariño al tito, iba diariamente y recorría la casa como propia. Borracho, con su traza siniestra de negro gusarapo, era horrible para Ernesta tropezárselo de noche en lo obscuro de un pasillo. Andaba a caza de criadas; andaba tras Ivonne, también, y no pudiendo entenderse con ella de otro modo, esperábala y la asaltaba por sorpresa. Corría Ivonne, llena de miedo y repulsión; acudía Ernesta a los gritos, y él, entonces, disipábase en las sombras; pero lejos de cejar, multiplicaba las formas del acoso innoble y había llegado a mostrarle a la aterrada y delicadísima francesa un puñal, en amenaza. Ambas creían a todas horas percibir sordos ruidos por los techos, por aquellas desiertas naves con que circundábalas el hotel sin concluir... y al fin, ayer, Ivonne y Ernesta, subiendo de exploración al principal, no sólo descubrieron agujeritos hechos con barrena en el cielo raso que daba a la habitación de la doncella, sino también... ¡oh! ¡múltiples en los del cuarto de baño y la alcoba de Ernesta misma!... Así, vendidas a la desconsideración del miserable, Ivonne se quería marchar; y ella, sin darse por advertida, claro, de toda la extensión de su indecencia, tuvo esta mañana que anunciarle serena y breve el propósito de decírselo al marido. 262 -¡Oh! ¡el miserable! -clamó Octavio, descompuesto-. Déjalo, Ernesta, de mi cuenta, que... -¡No! -atajole la prudente-. Con la repasata bastará; además, he hecho poner candados en las puertas interiores del hotel, e Ivonne y yo tendremos las nuestras cerradas noche y día... ¡Gracias, Octavio! Gracias de todos modos. Octavio cortó al paso un crisantemo blanco y se lo dio. -¡Gracias! ¡Gracias! -tornó ella a repetir-; y con rendimiento tal, que al tiempo que pensaba Orencia: «¡Estúpida, oh estúpida!»; él, cortés, sin pensar nada, sentíase arder el corazón en glorias de la gloria de aquel otro corazón sobre el cual prendíase con un áureo imperdible el crisantemo. A la otra mañana siguiente la condesa salió con el crisantemo blanco en el pecho a cuidar las rosas del jardín. Para que resaltase más, teníalo contra una blusa obscura; y para que de lejos lo viese Octavio, habíase puesto, al saludarle, bien de frente. Aun por señas aludió él al crisantemo. Ella sonrió, alzándose a la flor y al corazón la mano. Cuando se entró, cuando él, aturdido por aquello, dejó el balcón, fue pesadamente a una poltrona. Revelaciones; gracias de la gracia que plenas caíanle al alma de improviso, y a cuyo fulgor se le cambiaba todo el proceso de sus odios para Ernesta. Sus odios, sus desprecios, no habían sido más que máscara de amor. Había estado adorando sin cesar a esta mujer, que sería, que habría de ser, que era suya. Tomó el retrato de ella, lo besó, y quedose contemplándolo. «¡Qué bruta!» -decíala ahora su corazón mismo en un colmo de rendidas admiraciones a belleza tanta y al valor del gesto de divina hechicería con que, franca al fin, acababa de entregársele. Sin embargo... la alegría que le afirmaba dominios deliciosos, tuvo en la realidad limitaciones. Lánguidamente feliz seguía Ernesta consagrándole sonrisas en los dulces abandonos del Vivero, y continuaba no menos rebelde que antes a acercarse a la tapia, sin Orencia, aunque él insinuábase desde el otro lado con toses y con mañas... Esto le irritó y le hizo acaso cometer despechadas tonterías; por ejemplo... fingirse hacia la boticaria, pronta a pagarle siempre con creces, más galante...; leerlas una carta de Henriette, en que la poética muchacha, por ambas confundida con L’Or du Rhin -gracias a los diabolismos del diabólico-, se 263 quejaba de su olvido y de la falta de «aquellas otras bellísimas cartas de él que... étaient son charme (su hechizo -tradujo también para la ignorante Orencia-)»...; y, últimamente, ayer, en la tarde anterior a esta mañana en que Octavio, todavía dentro del lecho, meditaba y pensaba corregirse..., algo peor, algo más cruel para la terca, a guisa de castigo: las leyó una nueva carta con quejas y anuncios de Henriette sobre tomar el tren y venir a ver qué sucedía..., volvió a enseñarlas los retratos de L’Or du Rhin, vestida, desnuda... y cuando la espontánea Ernesta, mirándole, rogándoselo, aún más que con la voz, con el ansia de los ojos, hubo de indicarle: -«¡Debías romper estos retratos!» (los retratos que éranla un martirio)..., él se los guardó; y en cambio, en seguida, al decirle Orencia: -«Esa mujer puede crearle a usted un conflicto; debía usted devolverla los retratos... o romperlos»...; lento, resuelto, los sacó e hízolos pedazos. Lívida Ernesta, no volvió a decir una palabra. Bien... las inocentes ignoraban que, dos malas copias destruidas, el taimado conservaba, espléndidos, magníficos, los dos originales. Se levantó, se bañó, se vistió y los contempló, sin que apenas ya le emocionasen, antes de ponerse al balcón en aguardo de... la divina y maltratada jardinera. Era otra cosa, ésta, ésta..., juego de mucho tiempo, profundo..., amor, y no sensualidad a la pagana, fugaz y bestia. Pero la jardinera, hoy, no apareció... ni fue al Vivero por la tarde. Tampoco al otro día..., ni al otro, ni al otro..., a pesar de que pudo el perplejo comprobar, divisándola cruzar una ventana, que no se hallaba enferma... Orencia, además, la acompañaba; puesto que Octavio, loco, de espía por todas partes, desde los balcones que daban a la calle, paso de Orencia entre su casa y la del conde, veíala cruzar puntualmente a las tres y partir a anochecido. -«¡Adiós!», saludábanse lo más expresivos que podían delante de las gentes. Y al quinto anochecer, sabiendo el altanero que su madre había salido, bajó a la puerta y esperó a la boticaria, dispuesto a una explicativa conferencia. Llegaba, la detuvo, y al notarla inquieta y recelosa, la invitó a entrar: -«¡Ande! ¡Van a vernos! ¡Estoy solo!» Entró la audaz, la sorprendida; sentáronse en el sofá del gabinete, sin más luz que la que los vidrios filtraban de la calle, y hablaron de «la amiga». Era una tonta. Creíase que tenía que reverenciarla todo el mundo, y que Octavio la adoraba. Lo de los retratos habíala disgustado inmensamente. 264 -Ya ve usted, Octavio, qué necia..., porque los rompió usted a mi indicación, y no a la suya. Eso, no obstante, ¡la verdad!... no debió usted hacerlo. -¿Por qué no? -dijo él, recordando sus arrestos de París para con la tímida osada a la española que no cesaba de mirar la puerta y disponíase a marcharse-. ¿Por qué no, si no es ella a quien yo quiero, sino a usted? -¿A mí? ¡Oh, por Dios! Se había retirado un poco, coquetamente ruborosa, al escucharle, y Octavio, repitiendo: -«¡A usted, Orencia, a usted!», la enlazó con un brazo por el cuello, venció firme la violencia muda de gemidos y ademanes en que ella quiso debatirse, y plena le tomó la boca con la boca... Beso enorme, dormido en quietos fuegos de dulzura, y del cual los dos sintieron pronto pasar las llamas a la sangre... Sino que Orencia, de improviso, reaccionó, se desasió, púsose de pie, y rápida, en otro ímpetu, antes que el ahora sorprendido pudiese detenerla, desapareció en la puerta, hacia la calle. Bah, le daba igual. Apenas le quedaba el ansia de aquella febril carne de gitana flaca que él tendría cuando quisiese. Y he aquí, a las dos mañanas siguientes, un asombro. El que esperaba; el que desesperado esperaba siempre en el balcón enfrente de las rosas; el que nada hizo por retener a la coqueta que, llamada para hablar de Ernesta, fácil supo brindársele ella propia con ágiles insidias..., al cuarto de hora de su inútil y diario tormento horriblemente dulce, vio en la tapia aparecer a Ivonne, mostrándole un papel, al disimulo. ¡Ah!, corrió, bajó las escaleras, cruzó el jardín, llegó al rincón sombrío, bajo los álamos... -Bon jour, Ivonne! Le echó la carta la francesa. -De madame? -Oui, monsieur. Al alzarse, de cogerla, Ivonne ya no estaba. Habíase retirado cautamente, sin más explicaciones ni saludos. Un segundo consideró él el problema de misterio de aquel sobre, de aquello que era lo que menos habrían podido esperar de la herida esquiva sus congojas e inquietudes, y allí mismo lo rasgó. «Octavio: Orencia, indignada contra ti, me ha contado cuánto y cómo anteanoche la ofendiste. Perdona que te lo diga; pero nunca Anterior Inicio Siguiente