265 habría creído que por la única razón de estar a solas, tuvieses tal modo de tratar a las visitas de tu madre; y si esa no fuera la única razón, si hubiese otra..., peor; porque, entonces, resultaría que para hacerle el amor a una mujer casada, y amiga mía, me hubierais asignado un papel... poco airoso, que en lo sucesivo espero que me evites. -ERNESTA». ¡Oooooh!... Volvió a leer, una, dos veces. En la extraña carta palpitaban psicologías hondas y complejas. Se volvió a la biblioteca, y, tendido en la poltrona, la estudió... «indignada contra ti», «...a las visitas de tu madre», «...la única razón, si hubiese otra», «...me hubierais...» en plural... ¡Diablo! ¡diablo!, de modo que... Orencia misma, indignada, había contado el lance... ¿Indignada? ¿por qué? ¿por el lance..., o porque al otro día él no la esperó siquiera en el balcón, a las tres, cuando cruzaba?... Comprendía... ¡bah, si comprendía! Juego de coqueta. Convencidísima la imbécil de que el beso con tanta lumbre devuelto por ella no fue sino el que se le pudiera dar a una criada en idéntica ocasión..., persuadida de que su audacia sólo iría a quedar como un estéril sacrificio más en la tonta rivalidad entablada con Ernesta..., prefirió fingirse la agraviada, mintiéndola que ella hubiese entrado de visita a la madre de él, que él hubiese abusado de la imprevista soledad, y así, ante la rival, al menos, pensando convertirse en triunfo su fracaso. Y que la incauta Ernesta cayó en la red, bien claro proclamábanlo esta inútil carta dolorosa, de vencida enamorada (¡sí, sí, enamorada, y ello era lo esencial!), y este hubierais que extendíale inculpaciones a «la amiga» por encima de defensas... Dichoso, seguro de la situación de triunfo en que poníale para con la malherida Ernesta la burda habilidad de la pobre derrotada, cierto de que él podría manejar de las mañas de la una y las rabias de la otra todos los hilos, fue a la mesa y escribió: «Ernesta: Por mi honor, por mi madre y por ti, si he de poner la verdad al amparo de lo que me es más sagradamente respetable, te juro que te engañas. No podría disuadirte del error sin que hablemos, y esta noche, a las doce, te esperaré en la tapia del jardín...» ¿Bastaría la simple cita?... Vaciló, y se resolvió a afirmarla: «...Si a las doce y media, por no creerme, o por temor, no hubieses acudido, yo mismo iré a tu reja. -OCTAVIO». 266 Sólo cuando dejó definitiva y como en marcha tal resolución dentro de un sobre, hubo de fijarse, al volver a contemplar la carta de Ernesta, en que si él escribíala en un bello papel con rojo escudo de hijodalgo, ella le había escrito en un lindísimo, verdaderamente en un lindísimo y aristocrático papel con escudo y corona de condesa. Al medio día logró ver y hacerse entender de Ivonne para que se acercase a la tapia por la carta. A media noche, en la tapia esperaba, esperaba a la divina. Contaba el impaciente los minutos, a la luna, en su reloj; oía los cuartos en los relojes de las torres; la media, luego... bien pasada, al fin, en el reloj suyo y en los otros... Moríase de zozobra... De pronto, arriba, silenciosa, apareció ella..., ELLA... -Octavio, ¡ah! vengo... ¿qué me quieres?... Vengo ¡bien lo sabe Dios! por miedo a tu tremenda insensatez de llegar a mi ventana... -¡Oh, Ernesta!... 267 XI Retornaban a un período de gran actividad los curas, las Hijas de María y la Asociación de San Vicente. Inicuamente asesinado Canalejas129 , y habiendo querido el conde de Romanones, su sucesor, acentuar por un decreto la nota laica en la enseñanza, los clericales y conservadores, interesando a las señoras, sobre todo, apercibíanse a la protesta130 . Con el banderín del Catecismo, se recogían adhesiones, 129 Canalejas: José Canalejas y Méndez (El Ferrol, 1854) fue asesinado el 12 de noviembre de 1912 en la Puerta del Sol por el militante anarquista Manuel Pardinas Serrano después de haber despachado con el Rey. Jefe del Partido Liberal, fue, tras la Semana Trágica de Barcelona y la caída de Maura, jefe de gobierno entre 1910 y 1912. Su mandato fue la última experiencia regeneracionista antes de la desintegración de su partido. En 1911 promulgó la “Ley del candado”, muy polémica, que delimitaba de forma rigurosa las áreas de influencia de la Iglesia y el Estado. 130 Romanones: Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones (Madrid, 1863), perteneció al Partido Liberal de Sagasta y Canalejas, alcalde de Madrid, diecisiete veces ministro y tres veces Presidente del Consejo, la primera tras el asesinato de Canalejas (ocupa su cargo el 15 de noviembre de 1912, dimite en diciembre de 1913 y se encarga de nuevo de él en diciembre de 1914). Muy contestado por la Iglesia, declaró no obligatorio el aprendizaje del Catecismo en las escuelas. Basó su poder en el caciquismo y en el clientelismo. 268 en las ciudades igual que en las últimas aldeas; se hablaba de una magna manifestación del sentimiento religioso, base de toda virtud, tan clásicamente español, tan mal herido por el conde «demagogo»; preparábase magnífico el centenario Constantino131 , y la prensa nacional, en pro o en contra, y con tal ruido que estuvo a punto de olvidarse hasta Belmonte y Joselito, los dos taurinos «fenómenos»132 , no se preocupaba de otro asunto. Mientras, aquí y en miles de pueblos ocurría la habitual y pequeña cosa de que los braceros, como por la langosta en la primavera anterior, como por la excesiva lluvia en el pasado otoño, volvían a pedir limosna. Ahora, por sequía. Ni gota de agua, desde enero; y las hermanas de San Vicente, abrumadas de trabajo, luego de reunirse a menudo en San Andrés con las Hijas de María para tomar acuerdos sobre aquella vital cuestión del Catecismo, procurándoles firmas y más firmas a las listas que el conde de la Cruz -católico antes aún que afecto a su jefe político el presidente del Consejo- le remitía al señor Obispo de Madrid, y que La Voz de La Joya, conservadora de siempre, insertaba, tenían que dedicarle siquiera unos minutos a la tarea de los socorros. Muchos, y otorgados sin criterio. Una tarde, Orencia, presidenta, y Purita Salvador, nueva secretaria, con el auxilio de Dulce Marín y del joven cura tuerto don Calixto (el pobre llegaba sofocado por haber acabado de encontrarse al terco herrero que siempre le gritaba: -«¡Ladrón de mi honra! ¡Alcahuete! ¡Sinvergüenza!»), retiráronle los bonos de leche a siete enfermos: cinco hombres, socialistas del Liceo, que no quisieron firmar como católicos, y dos mujeres inmorales. Sin embargo, tomaba la miseria esta vez un sesgo que empezaba a inquietar, aun en medio de aquella santa exaltación, y a hacer pensar, para así que siquiera hubiese algunas nubes, en el último recurso de 131 Centenario constantino: sexagésimo centenario del Edicto de Milán (año 313), en que el Emperador Constantino I (Naissu, 274 – Nicomedia, 337) reconoció al Cristianismo como religión oficial de todo el Imperio. 132 Belmonte yJoselito: Juan Belmonte (1892-1962) aportó una concepción de las suertes de capa y muleta que inaugura el toreo moderno. Vistió de luces por vez primera en la plaza de Elvas con diecisiete años (1909). José Gómez Ortega, Joselito (1895- 1920) realizó un toreo más clásico. Ambos coincidieron por primera vez en una plaza el dos de mayo de 1914. 269 sacar a San Andrés en rogativas. ¡Oh, los obreros, qué manera de pedir! Sombríos, en grupos al sol durante el día, en cuanto cerraba la noche echábanse a vagar de puerta en puerta. Uno se zampaba dentro de las casas y rugía: -«¡Tengo más hambre que un lobo!». Hubo señora que malparió del susto -la de Honorato López-. Y lobos parecían... lobos que seguían rondando las proximidades del Casino, para atracar a los que salían de la ruleta... como hicieron con Mariano Marzo, con Exoristo, con Saturnino, con el Garañón, con el Brocho, con Juanito Pimentel... Este tétrico espionaje, además, exponía a dejar al descubierto cosas que debieran permanecer ocultas en el amparo de la noche y que a lo mejor afectaban a mujeres tenidas por honestas. Ejemplo, la de Zig-Zag, la vistosa morenota, con su fama y con su aspecto de intachable. Tres de aquellos famélicos habían visto salir al alba, de la casa de ella, a don Pedro Luis -sacándole sus buenos duros a cuenta del secreto-; y extendida, no obstante, la noticia, servíale de pasto a la maledicencia en todas partes. Vecina de Zig-Zag, Eduvigis Porra iba haciendo observaciones que les transmitía a las íntimas amigas cuando no estaban Orencia o las Jarrapellejos: -«¡Compra merluza, la Carmen, lo he visto» -«¡Merluza! ¡Merluza!» -asombrábanse la cojita miniatura Encarna y Dulce y Jacoba Marín, en cuyas mesas, como en las demás del pueblo, quitando si acaso la de Octavio y la del conde, no se comía sino en las fiestas. -«¿Qué capital tiene la Carmen para comer merluza?... ¡Debe de ser verdad entonces eso de don Pedro!»... Así rodaba el nombre de la Carmen. Con razón o sin razón, puesto que lo de la merluza, al menos, podía achacársele a otra explicativa circunstancia en que no paraba mientes la malicia: los trabajos honorables de Zig-Zag. Nombrado agente de «La Mundial» de Madrid, gracias a don Pedro, desde hacía seis meses, había sabido empezar con dos bonitos negocios: en el ramo de incendios, el de la fábrica de jabón de Frasco el Fresco, recta a la quiebra, de no haber ardido providencialmente en cuanto quedaron firmes los contratos; y en el de vida, el seguro de cien mil pesetas del hermano mayor de don Pedro Luis, don Cándido, afecto de un cáncer al estómago, que le haría durar un año, cuando más, y dado como sano por Barriga. 270 Otro que iba en rápido camino de consolidarse una posición, por otro estilo, y con el que, a causa de ello, tampoco se podía contar para meter en caja a los nocturnos rondadores, era el Gato. Dueño actual de la dulcería y semitaberna que fue de su querida, y agente de emigración, habíala convertido en oficina de la agencia. Melchor le ayudaba. Petrilla, la mujer de éste, reunida con sus dos hermanas, la que estaba en una mancebía de Badajoz y la que estaba en otra de Madrid (bonitas las tres, a la verdad), en Madrid habían montado el tráfico de la prostitución, regentadas por la madre. Girábanles mensualmente treinta duros al Gato y quince a Melchor, sobre las mil y pico de pesetas que les dejaron al partir, de lo que ya aquí había ganado con los señoritos la Petrilla, a condición y bajo promesa de que no fuesen ninguno de los dos, y el Gato, principalmente, a entorpecerlas o a cortarlas el gañote. Terrible siempre, el ex guarda de las eras. Por terror hacia él, Melchor habíase resignado, no sólo a quedarse sin la ganga de mujer-mina que permitíale gandulear fumando puros, sino también a no irse a Madrid para darse con ella la gran vida; por verdadero terror, y hasta por un sutil sentimiento de venganza, ya que así, habiéndose marchado Petrilla, amolábase el Gato y no había vuelto a gozarla tampoco. ¡Oh, las rabietas y las ansias criminales de Melchor, y de Sabina, en las tantas ocasiones que al Gato se le había puesto en las narices echarle de la cama!... -«Vaya, tú, déjame con ésta, largo de aquí»... y Melchor tenía que coger su chaqueta, su pantalón, sus zapatos, y salirse de la alcoba, mientras su mujer y el Gato... Sin embargo, aparte resquemores, ambos se llevaban bien, contentos de la agencia. El Gato cobraba y embolsábase los cuartos, para lo cual iba a Badajoz, a entenderse con sus jefes, y traíales «niñas», de paso, a los del Curdin. Melchor, a sueldo, recorría las aldeas circunvecinas... Un gran filón hallado, inagotable, creciente en proporciones estupendas. De mes en mes, hacia el 7, fecha de salida de vapores de los puertos, la afluencia de emigrantes aumentaba. En enero apenas si habían sido cuatro o seis infelices sueltos de Jarilla, de la Robla, del Casar de los Pomares; aquí vinieron con el macuto al hombro o con el baúl a cuestas; de aquí partieron, carretera arriba, a Las Gargalias, para tomar el tren, con los papeles en regla entregados por el Gato, sin que nadie hubiese reparado sus tristezas..., y, allá, en Cádiz, tornarían 271 el buque que habríalos alejado a tumbos por el mar. En febrero ya habían sido familias enteras aldeanas y diez o doce resueltos de La Joya; por lo cual, el día de la marcha colectiva, con llantos y lamentos de las esposas e hijas que quedábanse, hubieron de formar clamorosa multitud. En marzo, finalmente, hubo de ser tan grande la penosa caravana, que formó su despedida casi un acontecimiento. Pero ahora, sobre todo para abril, el éxodo de los desdichados preparábase entre la alarma y la excitada atención de los joyenses; más de veinte familias, dispuestas a partir, estaban vendiendo sus casas, sus cercas, sus burras..., y sabíase que las aldeas de alrededor irían a despoblarse. A Las Gargalias, de ciento cincuenta vecinos, apenas si le quedaban diez braceros disponibles; campos desiertos, viñas sin guardar, ovejas sin motril133 ni mayoral... De nada servía que el párroco leyese los domingos desde el púlpito la carta un poco franca en que un barbero relataba los tormentos de su viaje en el Satrústegui134 , hacinados mil y pico de emigrantes por bodegas y entrepuentes, como fardos, como cerdos en el tren, en montón hombres, mujeres y niños, en la sucia greguería de unos que procuraban comer sus escudillas de rancho, mientras otros, mareados, vomitaban...; de nada, de nada servía la intención del excelente sacerdote, primero porque no iba nadie a misa, y luego porque otras optimistas cartas, verdaderas o apócrifas, profusamente difundidas por el Gato, se leían en las tabernas. Además, en último término, y decisiva, quedaba esta razón: «Se estaba tan mal aquí, con frío, con suciedad, matándose a trabajo, y sin el rancho siquiera del Satrústegui, que nada más malo se arriesgase con el cambio, que nada se perdiera con marcharse al mismo infierno». Por cuanto a los señores de La Joya, después de discutirlo en el Casino, habían llegado a convenir que la emigración les era favorable. Por lo pronto les estaba resolviendo el conflicto de los pobres. Sobraba gente. Lo probaba, incluso para el tiempo normal, el irse los hombres a trabajar fuera, en el estío. Quería decirse, pues, que si le daba a la seca por seguir, y reducíanse a la mitad los hambrientos, cada propietario también ahorraríase la mitad de lo que por el reparto 133 Motril: muchacho que sirve a labradores. 134 Satrústegui: barco de la Compañía Trasatlántica Española. 272 municipal estaban dando de jornales de limosna. Y... y... vamos, sí, aún la gente joven añadía, considerando la suerte del Garañón, que habíase acostado con una (antes rebelde) por dos cuartos: «Se van ellos... y nos dejan a las mujeres en mayores libertad y facilidad...» La presencia de unas marañas de nubes en el cielo resolvió al coadjutor, don Calixto, a excitar a su viejo y santo párroco don Antonio para empezar las rogativas. Inmediatamente, ¡claro!..., don Antonio lo estaba deseando; no comprendía por qué hiciéranle falta las nubes al milagro que se le iba a pedir a San Andrés. Gran pompa la de las rogativas, en que iban los santos de todas las iglesias y los diez y siete curas de La Joya. Orencia las organizó, secundada por el conde, y salían anochecido entre estruendos de campanas. Velas, cirios, faroles y linternas; cada cual lo que podía. No faltaba una muchacha y, por lo tanto, ni un muchacho. Don Pedro Luis, el primero, daba ejemplo con su Corazón de Jesús prendido a la chaqueta. -«¡Agua, San Andrés!... ¡Agua, Virgen Santísima, agua!...» -clamábase de tiempo en tiempo-; mas como la cuestión del hambre y del agua andaba complicada con la otra política cuestión del Catecismo, gritábase también: -«¡Viva el Corazón de Jesús! ¡Viva el emperador Constantino! ¡Viva el Papa Pío décimo135 ! ¡Viva el Papa Justiniano!...» -«¿Hay ahora dos papas?» -preguntó una noche el Garañón. -«¡Bárbaro!» -pensó el juez, sin contestarle-. El juez, el registrador, el jefe de Telégrafos, las Hijas de María, las hermanas de San Vicente, la condesa, la Guardia Civil..., no faltaba nadie. Medio pueblo en la procesión, y el otro medio en las esquinas, viéndola pasar. Entre éstos, los obreros sin trabajo, muchos de los cuales se hincaban de rodillas a plena fe, a pesar de su ateísmo, y los del Liceo, tentados con frecuencia, de no contenerlos el mutismo de Octavio y de Cidoncha, a contestar por su parte: «¡Viva la libertad! ¡Viva la República!...» Porque Cidoncha y Octavio, juntos, discretos, unas veces en las ventanas del Casino, otras en plena calle, no faltaban una noche a ver el desfile pintoresco: Cidoncha, para mirar el lujosísimo estandarte azul y plata, en que habían puesto las monjas la Purísima 135 Pío décimo: ejerció su papado entre 1903 y 1914, caracterizándose por su conservadurismo y oposición a todo tipo de reforma o apertura. 273 que él pintó, con el exacto retrato de Isabel; Octavio (que a no ser por sus compromisos democráticos hubiera ido en la formación de buena gana) para mirar y dejarse mirar por la condesa. -«¿Qué?» -le preguntaba el profesor al notarles las sonrisas. -«¡Oh, no, nada! ¡Nada!» -contestábale el prudente, prudente en absoluto, de verdad, aun con el amigo a quien tanto habíale dicho de ella, ahora que se veía correspondido-. A Orencia saludábala con una gentil inclinación, generosamente perdonada, sin haberla hablado más. Sólo que no todas las noches acompañábale Cidoncha, que solía acudir algunas con Isabel y la familia de Isabel. Hermosa como nunca, la famosa Fornarina, charlaba contenta con su novio, al paso de los fieles, y atraía la admiración de éstos casi en grado igual que la condesa. Placíala verse adorada en la bendita efigie. La gente alegre, Marzo, Saturnino, el Garañón, Gómez, Manolito Alba..., desde la segunda noche, al advertirla en el trayecto, habían tomado el galante acuerdo de situarse con sus cirios alrededor del estandarte..., y al cruzarla, tanto por adular a la siempre coqueta sonriente, como por fastidiar (creían ellos) al profesor, a los gritos de viva el Papa, y mirándola, agregaban estos otros: -«¡Viva la Santísima Concepción! ¡Viva la Purísima Virgen!...» Sonreía triunfal la Fornarina, casi dándoles las gracias, burlona, con el mimo de sus gestos; y enteramente dichosa, delante de los padres, iba a apostarse en otra bocacalle, o retirábase a casa, del brazo de Cidoncha. Muy juntos por la obscuridad del camino de la ermita, comentaban la impresión que aún le producía ella a la banda de tenorios. Habían dejado de rondarla, persuadidos de la inutilidad de su idiotez después del fracaso de don Pedro, y, sin embargo, todavía éste la devoraba con los ojos, y los demás, en guardia de honor a su retrato, rendíanla aquellos vítores. Con su indiferencia al culto religioso, de la cual iba contagiándola, pero creyendo los dos en un Dios de más justicia que el dios capaz de decretar el hambre de los pobres, en tanto el trigo hundíales a los ricos el granero, él se alegraba de haberle dado a este pueblo farisaico y miserable, con el retrato de Isabel, que duraría años y años en el magnífico estandarte, la especie de símbolo de la Belleza y del Bien en que habría de fundar el porvenir la religión de Amores de la Vida... -«Tú, tú, Isabel, mi Isabel, con tu sonrisa de perdón y de desprecio, que ellos llaman de coqueta, la mártir y la 274 santa de esa noble religión.» -«¡Oh, Juan!» -gemía ella, llorando de ternura y oprimiéndole las manos que aprisionábanle una suya-. Reclinaban las frentes uno contra el otro, y mientras los padres, detrás, hablaban del trabajo, por su amor y su trabajo liberados de la deuda afrentosa con don Pedro, ellos hablaban de la boda que pronto habría de serles consentida por el triunfo del infatigable estudioso en las oposiciones ya anunciadas para junio. Tallaba don Macario Lanzagorta; Zig-Zag ayudábale a pagar; perdía que era un gusto los billetes Saturnino, y Exoristo, ¡muuú!, en primera fila, doblado al tapete verde, en un margen de ABC iba anotando los albures136 . El juez de primera instancia, con su aspecto de galápago, hinchadas a reventar de emoción y de codicia las venas de la calva, no cesaba de apilar y remover entre los dedos temblorosos algunos duros y pesetas; detrás, de pie, el Garañón iba apuntando prudentemente (no era espléndido más que con las pastoras) y arreglándose a menudo la cruz del pantalón. De rato en rato subía más vivo de la plaza el rumor de irritada multitud que formaban los obreros. No hacían caso los que jugaban; pero algunos que en la triple fila de la mesa, atrás, estaban de mirones, iban a un balcón. Desde las cinco de la tarde, y con ocasión de la despedida de los emigrantes, en que hubo gritos de mal género, la masa de los alborotadores no había llegado a disolverse. Delante del Ayuntamiento, llenaban media plaza. ¡Bah! Tontería. Los vigilaban los guardias y el alcalde estaba aquí. De poco les serviría chillar. Lo que podía hacerse, con los jornales de limosna se estaba haciendo. Nadie tenía la culpa si después de haberlo pedido a San Andrés el agua en nueve noches el cielo continuaba tan sereno. -¡Gandules! ¡Vagos! ¿Qué quedrán? -Ya estás viendo, Chirivita: menos trabajar, lo que les caiga. -¡Eso! Mandé mis tres un día a la pedrera; les dije que llevasen otros tres, y tos, al siguiente, renunciaron los dos rales. -Como que no hay como hacerlos hacer algo. Los míos tampoco han vuelto. 136 Albures: ganancias y pérdidas en el juego. 275 Los dos comentaristas, en cambio, volviéronse a la mesa. Era de un alto interés seguir la mala suerte habitual del bravo Saturnino. Perdía siempre, y perdía por más de mil pesetas esta noche. Sólo que se paró la timba, de improviso. -Alto, señores, un momento... ¡A firmar! Don Pedro Luis. Traía un papel y le seguía el conserje con un tintero de cuerno. Le hicieron sitio. El conserje empezó a pasar el pliego de unos en otros. Firmó el primero Lanzagorta; luego Mariano Marzo, Gómez, el juez... Sin distinción, conservadores y liberales, en dulcísima armonía así que se tocaba a las católicas conciencias. Los que se hallaban en autos, por haber oído abajo poco antes a don Pedro, dejándole redactar la nueva protesta y adhesión al centenario constantino, firmaban a toda prisa para tornar al juego cuanto antes; los que no, firmaban porque veían firmar y por ser cosa de don Pedro. Únicamente el Chamorro, hombre feo y de cabeza gorda, después de haber firmado, y viendo la cara de lelos de muchos más que estaban en su caso, permitiose preguntar: -«Y eso, ¿qué es?». Y como insistiera, dejando suspensa en las manos de otro la pluma, Marzo saltó: -«¡Vamos, concho, acabad!... ¿Qué os importa? O haber estado abajo a enterarse...» Todo seguía como la seda. Ya iba escalera abajo el conserje con el pliego, a llevárselo al conde de la Cruz, y Jarrapellejos disponíase a apuntar, tirando de cartera, cuando en la plaza se oyó más recio el griterío y un tiro y un estruendo de cristales. -¡Coile, un tiro! -¡Un tiro! ¡Un tiro! Palideció el concurso. Quince o veinte, puesto que el escándalo aumentaba, acercáronse a mirar por los balcones; y en seguida todos, tras de guardarse a escape cada uno su dinero. ¡Un tiro! ¡Un tiro! ¡Oh! ¿Habrían matado a alguno? Carreras, palos, voces... los guardias con los sables. Terrible tremolina, en fin, enfrente. Vieron que los guardias detenían a dos, sin duda los del tiro y las pedradas, metiéndolos en el Ayuntamiento, y que tuvieron que atrancar las puertas contra la furiosa muchedumbre. Pero entonces, así contenida ésta y los guardias dentro, liáronse los más osados a estacazos con la puerta y a peñascazo limpio con balcones y ventanas; los vidrios caían al suelo y las bombillas de la luz, al mismo tiempo 276 que cien voces estentóreas daban vivas y mueras y reclamaban la libertad de los presos y no se oía bien qué cosas más... -¿Qué quieren? ¿Qué piden? -¡No sé! -dijo el alcalde. -No se les entiende. -A ver que abramos el balcón -decidió Jarrapellejos. Asomáronse. En la confusión horrenda pudieron escuchar lo que pedían: -«¡Pan! ¡Pan! ¡Abajo los ricos miserables! ¡Abajo las limosnas!... ¡Que nos entreguen el Pósito...!» Y, efectivamente, uniendo la acción a la palabra, contra el Pósito, anejo de la misma edificación municipal, concentraban las pedradas y el asalto. Un cuarto de hora transcurrió, sin que aquello llevara trazas de calmarse. Antes al revés, sin freno, sin nadie que les impusiera orden, un grupo se destacó como con ánimos de invadir las dos tiendas de ultramarinos que había en la Plaza, y la de Los fenómenos, en la calle de las Tiendas. A toda prisa, los tenderos tuvieron que cerrar. A un guardia que, roto el uniforme, se entreasomó a un balcón con el revólver, a poco más le parten la frente de un cantazo... -Me parece -díjole al alcalde el sesudo don Macario- que les vas a tener que dar el trigo. -¿Qué trigo? -El del Pósito137 . -Si no hay. -¡Cómo! -repuso el sorprendido, que por ser de la Junta de asociados, sabíalo bien-. ¿No había mil ochocientas fanegas? -Pues... ¡no las hay! -¡Ah! Más ejecutivos Mariano Marzo, Saturnino y el gordo señor Rivas, pedían la Guardia Civil, ásperamente extrañados de que ya no hubiese acudido al tumulto. -¡Que se la avise! -¡Que se la avise! 137 Pósito: Instituto de antiguo origen y de carácter municipal, destinado a mantener reservas de grano, especialmente de trigo, y prestarlo en módicas condiciones a los vecinos durante los meses de escasez. 277 -Que vaya alguno al cuartel. Zig-Zag se ofreció, pero se opuso el diplomático don Pedro. -No, señores. Sabéis cómo las gastan los civiles y es mala la violencia. No es tampoco necesaria. Esa gente se disolverá en cuanto se le diga de buen modo. Brillaba en la faz de león de Jarrapellejos la amable calma de alguna de sus grandes e inesperadas soluciones, como siempre, para todos los apuros, y todo el mundo quedó pendiente de su inmensa autoridad. -Yo iré. Yo voy a disolverlos. ¡Vamos! Lento, dirigiose a la escalera, bajaba; y, naturalmente, le siguieron muchos. -«¡Bah! -decíanse hasta los más tímidos, resguardándose detrás, plaza arriba, de los posibles peñascazos de rebote-. ¡Con un hombre así puede irse a cualquier parte!». Alejandro el Grande, Napoleón I, habrían gozado de un prestigio más extensamente repartido por el mundo, pero no más hondo que el que don Pedro Luis disfrutaba entre amigos y enemigos. Marchaba delante, tranquilo, confiado, y ya sabían que esta magna decisión suya de llegarse en persona a los humildes, a los humildes que también por inversa excepción se habían amotinado, tendría la mágica virtud de someterlos... Sólo que... ¡ah! por lo mismo que abrigaban esta persuasión, empezó causando asombro y sorpresa la manera con que fueron recibidos. Zig-Zag, a guisa de heraldo, había lanzado una poderosa voz anunciando quién llegaba. Volviéronse los grupos; los próximos quedaron en una actitud de sumisión; pero los del fondo silbaron: -«¡Fuera! ¡Fuera!»... Más asombrado y sorprendido que ninguno don Pedro Luis, echó mano de sus persuasivas energías: -¡Señores!..., ¿a qué escandalizar? Dispuesto como siempre me tenéis a atender a vuestras quejas; pero, ¡decidlas!... ¿Qué queréis? ¿Qué es lo que pedís? Su voz, más poderosa aún que la de Zig-Zag, logró un instante de silencio; pero la silba se reprodujo, y tuvo que insistir: -¿Qué pedís? ¿Qué es lo que queréis? -¡El Pósito! -¡El trigo! ¡Que se nos dé inmediatamente! -¡El Pósito! ¡Que nos abran ahora mesmo el Pósito! Hizo general el clamoreo la multitud, apoyando estas respuestas que aquí y allá habrían lanzado cuatro audaces. 278 -Muy bien, señores... ¡disolveos! ¡Marchaos a casa, y mañana mismo se reunirá el Ayuntamiento y la Junta de asociados con el fin de ver...! No le dejaron concluir. No le permitían tampoco variar a otros registros. La silba, estrepitosa -mezclada con insolentísimos apóstrofes de «¡No, no, ahora! ¡Estamos jartos de engañifas! ¡Al Pósito! ¡Al Pósito!»-; y mientras los inmediatos a la puerta del Pósito volvían a lanzarse a palos contra ella, seguían silbando y gritando los demás. Jarrapellejos se desgañitaba; lívido y descompuesto, con todos sus orgullos rotos, amenazaba al fin con los civiles, con la cárcel..., y tales palabras sueltas, caídas en la masa de rebeldes, aumentábanles su enojo y hacíanles proferir nuevos gritos en que mezclábanse sus increpaciones de odio y sus como invocaciones de defensa: -«¡Fuera! ¡Fuera! ¡Abajo los explotaores de los pobres! ¡Vivan Cidoncha y don Octavio! ¡Viva don Octavio!»... Imposible ya entenderse; la furia de aquello era la del río que se desborda, la de la bruta muchedumbre enardecida que pierde todo freno de obediencias... Habíase adelantado un poco Zig-Zag, provocativo, y se alzaban al aire los garrotes... -Mira, Perico -díjole a don Pedro el gordo señor Rivas, tirándole por detrás de la chaqueta-. ¡Vámonos! Bueno el consejo. Y más, cuando ya habían vuelto grupa casi todos los señores. Tras ellos, pues, y al son de los vivas a Octavio y de la espantosa silba, retiráronse don Pedro y los pocos que quedaban con don Pedro. Guareciéronse en la sala baja del Casino. Jarrapellejos abrumose en un sillón, como sobre el destrozado pavés de sus prestigios. No hablaba; meditaba, meditaba, en la urgencia de lo urgente y con la afrenta de aquel nombre de Octavio arrojado contra sus orgullos al modo de terrible catapulta. Meditaba, y oía y tenía que contenerles a los otros sus iras hacia «los cobardes guardias» que metiéndose en el Ayuntamiento habían zafado bonitamente la cuestión, su afán de avisar a los civiles y sus propósitos de encerrar el primero en la cárcel al tal anarquista y mamarracho de Cidoncha, que así, sin dar la cara, excitaba a los motines... Sin embargo, hombre de trastienda, diplomático Jarrapellejos, ni el dolor de este principio de derrota, que de llegar a confirmarse dejaríale maltrecho para siempre, le quitaba nitidez a la visión. Y a confirmar la derrota, a ponerse francamente contra el pueblo, 279 otorgándole a Cidoncha aureolas de martirio y a Octavio las del héroe salvador, equivaldría la prisión de aquél y la quizás sangrienta represión del motín por los civiles...; aparte de que prender al uno y dejar al otro, significase para Octavio, ante los obreros y ante todo el mundo, el reconocimiento de un respeto y una beligerancia que en modo alguno él debiera concederle... Se levantó, sonreía, y tornó a inspirar instantánea confianza. -¿Qué? -¿Qué? -¿Qué? -¡Nada, señores, nada! ¡Que parecéis tontos! Que os apuráis como si la cosa tuviera importancia, y maldito si la tiene. Se arregla en un santiamén. Tú, Zig-Zag, vete a buscar a don Octavio de mi parte. Y tú, Mariano, ¿echamos nuestras carambolitas?... Te doy quince. Zig-Zag partió en busca de Octavio. -¡Le prende! -¡Le prende, le prende! ¡Qué hombre! -admiraban los demás, mientras don Pedro y Mariano armábanse de tacos y traía las bolas el conserje. Después, viendo a Octavio llegar, y a don Pedro dejar las carambolas para encerrarse con él en la sala de tresillo, la asombrada concurrencia repetía: -¡Le prende! ¡Vaya si le prende! Pero el asombro, o mejor dicho, los asombros, trocados llegaron a colmos sucesivos al ver salir primeramente a Octavio en libertad y cariñosamente despedido por don Pedro..., al ver luego a Octavio solo dirigirse plaza arriba..., al ver, en fin, y todo en poco más de unos minutos, que Octavio, recibido con aplausos, les hablaba y se mezclaba a los obreros..., entraba en el Ayuntamiento, soltaba a los dos presos..., y hacía que los mil y pico de manifestantes, el uno por aquí, el otro por allá, cada cual hacia su casa, se fuesen retirando. Octavio no volvió por el Casino. Don Pedro Luis, radiante, paseaba su triunfo por la sala: -¿Eh?... ¡Si sabré yo lo que me pesco! Y siguió jugando carambolas. Sobre Cidoncha, sobre Octavio, sobre toda clase de autoridades, quedaba incólume la suya. 280 Veinte días más tarde, ya espontáneamente mitigada por la lluvia la cuestión de los obreros, don Pedro Luis, un domingo, a la salida de la misa, se fue a visitar a Octavio. Éste le recibió en su biblioteca. Muy extrañado de verle entrar, y siempre, a pesar suyo, ante él sobrecogido de respetos, hubo de recordar, no obstante, como reafirmación de sí mismo y casi revancha de lo de las elecciones, la dignidad con que supo concederle su rogada y única eficaz intervención en el motín. Sí; de jefe a jefe, esta vez, sin desmayos, habíale hecho el gran favor de conjurar un inútil alboroto y de evitarle al pueblo páginas de sangre. Harto sabría desde entonces el tosco diplomático de la sonrisita falsa, el habituado a mandar, que frente a su autoritario despotismo otro poderío iba empezando a levantarse. Pero el tosco diplomático de la sonrisa, tumbado en el butacón, con las piernas abiertas y estiradas a lo largo de la alfombra, estaba junto al joven rival como si tal cosa, hablándole del tiempo. -«¿Eh? ¿has visto?... los sembrados no completamente bien; pero las dehesas, de hierbas, al pelo. Ayer pasé por la tuya. ¡Verdad que como la tienes arrendada!...» De pronto se echó adelante, doblándose a las rodillas; se sacudió un poco la ceniza del puro, que inundábale el chaleco, y expresó, fiel a su sistema de sorprender y deslumbrar: -Vamos a ver, Octavio. He conferenciado con tu tío el conde, y está de acuerdo conmigo. Vengo a verte para esto: va a vacar el Gobierno civil de Badajoz. Sé que nuestro diputado don Florián anda escaso de recursos y le gustará seguramente ser gobernador para echarse medias suelas. Y si no le gustase, allá él, que al fin y al cabo es forastero; le nombro, hago que le nombren, y en paz. ¿Quieres tú ser, Octavio, diputado? Un disparo de cañón. Atónito, incrédulo, el pulcro y joven jefe democrático se quedó considerando a este hombre tosco y sucio, lleno de caspa y de pavesas, que así había dicho «le nombro»; que así hablaba de imponer su voluntad a diputados y a condes senadores, y de disponer de Gobiernos de provincia con la misma sencillez que si fueran humildes plazas del Concejo. Sin embargo, rápida también y terminante le acudió la idea de cómo si su padre fue gobernador lo fue por él; de cómo si el cunero138 don Florián 138 Cunero: candidato o diputado a Cortes extraño al distrito y patrocinado por el gobierno. 281 era diputado, por él lo era...; y en la estupefacción, en el asombro, ante el puerco y rudo tiranote que desde su rincón ignorado de La Joya manejaba incluso a los ministros, sólo le quedó neta la imposibilidad de comprender que viniera a brindarle la representación en Cortes a un político adversario, al único que, con mayor o menor tenacidad, había osado ponérsele de frente. No hablaba, no acertaba a decir una palabra Octavio, de duda y de sorpresa, y don Pedro prosiguió: -Mira, si quieres, el acta. Eres listo, pero eras demasiado joven, y yo quería dejar que adquirieses experiencia de la vida. Este es el momento. ¿Qué necesidad tenemos, por muy bien que don Florián nos haya servido tantos años, de darle lustre a un hombre que es de las Quimbambas?139 ... Tonto y pobre, además. Sostenerle con el tono de su rango, y aun con su afición a las mujeres, pues ya sabes que en Madrid le da por cupletistas, le está costando un caudal a los Ayuntamientos del partido. Lo mismo que, en todo caso, de hacerle falta, pudiese aprovechar uno de La Joya. ¡Veinte mil pesetas, veinte mil pesetas anuales, Octavio, se le dan! -¡¡Veinte mil pesetas!! -clamó instintiva la indignación del digno. -Contantes y sonantes..., y ¡claro! así, entre músicas y flautas, andamos tan mal en arreglos de las calles y caminos, y socorros, y otras cosas. ¡Qué falta hace que para acometerlas me ayudases! -¿Yo? -Si te resuelves, tu tío y yo (está acordado), y tú con nosotros, mañana mismo nos vamos a Badajoz, donde ahora se encuentra don Florián, a conferenciar con él y con la gente. Piénsalo; te lo repito, si te resuelves..., ¡antes de un mes, en el Congreso! -Pero, bueno, don Pedro, por Dios... ¡en el Congreso!... Usted y mi tío... Yo, por otra parte... ¿Es que no hay más que así como así?... Tosió el cacique, aclarándose la voz: -No hay más piojos que la manta llena, que se dice. Don Florián a su Gobierno, y tú, sin contrincante, proclamado aquí por el artículo 29. 139 Quimbambas: frase hecha con el sentido de “lugar extraordinariamente remoto”. Las Quimbambas constituyen un grupo de lomas en la provincia de Santa Clara, en Cuba. 282 -Pero... ¡por Dios, don Pedro, por Dios!... ¿Sin... contrincante?... ¿no me lo opondrían?... ¿no...? -iba a decir una simpleza, y, advertida a tiempo, tragó saliva y corrigió-: Don Pedro, es singular lo que viene a proponerme... No puedo ser el candidato de ustedes... lo impiden... mi situación... mis compromisos... ¡Aaaah!... Era justamente donde le esperaba el diplomático. Tiró la apagada colilla del puro, que rodó deshecha por la alfombra; eructó ligeramente; aproximó la poltrona... y la confidencia siguió mas íntima, en voz baja. Don Pedro se explicó. Octavio (las triquiñuelas de la política, de que hablaron el día aquel) no tenía por qué referirles esta conversación a sus amigos. Al contrario, así que presentara su renuncia don Florián, y fingiéndose más irreconciliable con los liberales cada día, habría de decir en el Liceo que iban a presentarles la batalla. Los mismos del Liceo hubieran de proponerle candidato, como demócrata independiente..., y ¡aquí el golpe!... Los liberales, fingiéndose a su vez abrumados por el recuerdo de la elección de concejales, y por la previa convicción de la derrota..., desistirían de oponerle otro, dejando que el consabido artículo le cayese a Octavio de perilla. En fin de cuentas (bah, bah, los reparos del ingenuo), ¿a qué motes de republicano o socialista, que en el Congreso habíanle de forzar a compromisos, ni qué necesidad había de que Octavio se pusiese a mal con su familia y los principales de La Joya para hacer cuanto quisiese en favor de los pobres, y de todos, con el prestigio de un acta que, por otra parte, no hubiera de lograr puesto a disputarla a fuerza de votos y a fuerza de dinero?... Iban calmándose con esta lógica tan natural, tan racional, tan sensata, las aprensiones de Octavio. Era la verdad. Él mismo había pensado que no sería diputado nunca, de otro modo; y siéndolo, podría favorecer a los humildes. El agradecido, deslumbrado, se rendía; pero en la misma inesperada gloria de su ensueño, el suspicaz, el perplejo, el orgulloso, resurgió: -Bien, querido don Pedro -dijo-; como enemigos, una última palabra, y perdón si en la explicable desconfianza me equivoco. ¿No será todo esto un ardid... del maestro de política, de usted, vamos, para hacer que me presente y ponerme luego un rival y derrotarme, dejándome en ridículo? Jarrapellejos se irguió afablemente grave: 283 -¿Crees en mi palabra? -¡Ah! -Pues... mi palabra de honor que serás diputado el mes que viene. El ímpetu de besar aquella mano alzada al corazón, pudo Octavio condensarlo y contenerlo en una larga sonrisa de donaciones al leal, al generoso. Se levantó, fue por la caja del tabaco, y el humo de dos águilas imperiales puso término a la trascendente conferencia. Don Pedro tenía que preparar con cartas el viaje a Badajoz. Solo, luego, Octavio, de espaldas tendido en el diván, borracho de «realidades de ilusión», igual que de espumas de champaña... su etérea dicha inmensa tenía dos clavos de dolor sujetándosela en el pecho. Él había pagado los cariños de su tío el conde y de don Pedro... traicionándoles respectivamente con la mujer y la querida. Nada, o menos, al fin, respecto a Orencia: el beso aquél... por ambos olvidado. Ahora, con la condesa de la Cruz... Cerró los ojos y se puso a recordar... en una especie de contrito examen de conciencia. Desde luego, a los dos la pasión mitigábales la culpa. La pasión y el vario juego concurrente de vanidades y rencores. Por rabia a la necia amiga, aparentemente despreciadora y triunfal, Ernesta, acaso antes que por su amor mismo, acabó cediendo... a ser la «novia» de él, sin más primera condición que exigirle que «nunca volviera a hablar a Orencia». Novios, sí; ebrios de luna y de aroma de nardos en la infinita noche, habían evocado el tiempo en que lo fueron y la insensatez de Ernesta al casarse; y la esclava dolorida, dispuesta a no faltar jamás a «sus deberes», «¡jamas! ¡jamás!» (hízole jurar a Octavio por su honor, por su madre y por ella, que la aceptaba como novia con esta principal limitación), pero «dueña al menos de su alma», libre y entera le daría su alma en cartas que hubieran de cruzarse. Desde entonces, tres o cuatro meses ya, los dos se estaban escribiendo como locos. Ivonne les cambiaba las larguísimas cartas que escribíanse cada noche. Él dejaba abierto su balcón, faro de luz; ella, a obscuras, también abierta al primaveral ambiente la ventana, tocaba el piano y cantaba con su llena voz de contralto bellas cosas... ¡Cuántas veces el imprudentemente atado a la solemnidad de un juramento, tuvo que vencer su impulso de ir a sorprender a la hechicera que cantábale el alma del amor! Tema de sus cartas éste, en cambio, con una terquedad de loco en la insistencia de que ella nunca le relevase por piedad del 284 juramento... porque el amor era todo, alma y vida, llama y sangre..., la terca, más terca todavía, se le negaba, seguía negándose... aunque con ciertos indicios de vacilación, últimamente, así que hubo de trocar la ideal rotunda negativa en humanas respuestas razonadas: -«No soy una sensual, Octavio; y si lo fuese, casada como estoy, ya comprenderás que hubiese de tener en tan bruto sentido mi agrado satisfecho». -«Tú qué sabes! ¡Qué puedes tú saber de la sensualidad -respuesta de él-, de la sensualidad, que sólo deja de ser bruta para ser divina... en el amor! ¡Pobre hermosísima mujer-flor de carne de la vida, que no habiendo de vivir MÁS QUE UNA VEZ, sin saber de lo más hermoso de la vida sería recogida por la muerte!»... Glosábala de mil modos tal concepto; aludía con discreción a la respetable ancianidad de su marido, y, sincero consigo propio, en un rapto de lirismo una noche había roto los dos grandes auténticos retratos de L’Or du Rhin para enviarla los pedazos y decirla: -«Perdón, Diosa, te engañé; conservaba ese recuerdo de mis necios triunfos parisinos, y lo rindo a ti; tú, con la entrega de tu alma con la sola perspectiva de tu amor íntegro y enorme, me has enseñado a conocer lo supremo del amor y a avergonzarme de pasadas aventuras; por ti, por la mujer cuya hermosura material ansío con mortales agonías, pero de quien un solo perdido suspiro también me haría matarme, sé hoy que el paganismo, acaso bello, pero bestia, de París, es algo miserable y sin espíritu, bajo la advocación del cual, esa hembra, vestida de tisú de oro o desnuda en impudicias, prostituyó mi dignidad y mi carne de Hombre, tomándolas para el recreo de su capricho a cuentas del valor de su beldad, como yo tomé la carne de otras prostitutas a cuentas del valor de mi dinero. Perdón, Diosa, por todo; por mi error, por mi doloroso descaro, indispensable a la total entrega de mi ser. Es tuyo. Recógelo con sus altezas, con sus bajezas, hoy lloradas en tu altar, y sabe que sé, por ti, del verdadero noble amor que excelsa igual mis deseos de la estatua pura de tu carne y mi afán de tus suspiros...» Y tanto así había dicho la verdad, a la que siempre se le esquivaba como amante, que resignadamente dichoso la seguía aceptando como «novia», como «novia»; viéndola de lejos cuidar por las mañanas el jardín; oyéndola por las noches cantar y escribiéndola cartas que le daba a Ivonne con rosas y gardenias para la adoradísima divina, en trueque de los pensamientos y violetas que ella con las suyas, le 285 enviaba... Prendíase Ernesta sobre el corazón las gardenias y las rosas; poníase Octavio las violetas y los pensamientos simbólicos, en el ojal, y, a caballo, cada tarde cruzaba al automóvil en que ella iba con Orencia... dejando ambos que se hablasen sus almas por las flores... En suma, que hoy, por suerte, y gracias a la tenacidad de Ernesta, la traición al conde no se hallaba consumada... ¿Sería cuestión de ir dejando olvidar aquellas espirituales relaciones con la «novia» poco a poco? Cuando menos, en Badajoz, en los días siguientes, visitando con don Pedro y con el conde a don Florián, a Casa-Guadiana, a otros muchos personajes... el recuerdo de Ernesta vivió dormido en su pecho. 286 287 XII -Treinta y cuatro, treinta y cinco -seguían contando Mariano Marzo y Saturnino-; y tres, treinta y ocho; y aquellos dos que ahora aparecen, cuarenta. ¡Verdad que uno no es coche! -¿Qué es? -Tartana. -¡Ponla! -Claro, como coche, ¡qué más da! -Y que vengan de El Imparcial a comprobarlo. Corresponsales espontáneos, telegrafiaron ayer la llegada del ministro, la grandiosa recepción por La Joya en masa y gente y comisiones de los pueblos, la visita a los sitios y centros importantes (Casa Consistorial y otras obras de don Pedro Luis; Casino, costeado por don Pedro Luis, pilar y fuente de la Ronda, reformados por don Pedro Luis; fábrica de electricidad, prensa de aceite, molino del Guadiana, propiedades de don Pedro Luis)..., la cena, la iluminación, la serenata; y hoy disponíanse a telegrafiar esta jira campestre, cuyo interés principal estaba en mostrarle al ilustre personaje el lago de Alajar, para ver algún día de transformarlo en gran pantano de riego. 288 -¡Chacho! ¡Mira que telegrafiamos ayer! -Cerca de tres mil palabras. -Pues anda, que hoy... ¿las pondrán? -¿Dónde? -En el periódico. -¡Toma que no! ¡Con letras como carros! Ansiaban ver El Imparcial, con su extensa información, a fin de que rabiase el imbécil de Gómez, ausente de liberales regocijos. Tenían un tílburi de buena jaca, y habíanse quedado atrás, contando carruajes; luego, al galope, volvieron a adelantarse a muchos. Guiaba Saturnino. Marzo anotaba las cuartillas. ¡Bravo! ¡bravo! hacíanles salvas los demás, dejándoles el paso. Mañana espléndida. Bella animación, la carretera. Mentira parecía que Jarrapellejos, el hombre a quien sin moverse de La Joya estimaban los ministros más que al conde, pudiese realizar tales milagros: diez coches, entre nuevos y viejos, que habría en el pueblo, cuando más, él los había transformado en cuarenta; y en dos, el único automóvil...; magias de su influencia para todos extendida a la mitad de la provincia: el otro auto se lo había traído, desde Badajoz, Casa-Guadiana. ¡Qué hombre! ¡Qué llaneza! Ni pelarse, ni siquiera cambiarse esta mañana la chaqueta de diario y el pañuelo del pescuezo. Hacía las cosas, y ocultábase y les dejaba a los otros creer que las hacían. No había quien le ganase a intrepidez, a vista y a rápida decisión en lo difícil. Cuando parecía perdida cualquiera situación, él la salvaba..., y que se diese tono, hoy, con su acta de limosna y con su traje inglés de cazador el pobre Octavio diputado. Marzo le recordó a Saturnino uno de los más característicos lances de don Pedro: iba a la feria de Zafra con sus hijas, con Orencia; improvisada la noche antes la excursión, y teniendo las bestias en el campo, tuvo que engancharle al familiar una mula, un caballo y una yegua; guiador experto, primero, hizo cisco el látigo; no pudo proporcionarse otro, ni una mala vara, en la rasa llanura que cruzaban, y cargó almendrilla en el pescante y fue arreando el caballo delantero a peñascazos; pero negábase a marchar, últimamente, el caballo, percatado de que detrás llevaba una hermosa yegua en condiciones...; don Pedro trató de dominarle por las malas; no lo consiguió, y..., buen diplomático siempre, recurrió a las buenas: paró, desenganchó..., le puso al caballo la yegua, los dejó refocilarse..., y volvió a enganchar y siguió el buen bicho satisfecho, tirando 289 lindamente. Algo parecido a lo que había hecho con el encabritado Octavio, poniéndole el acta y obligándole a seguir tan contento y tan sumiso hacia delante...; y, también, como las damas habrían tenido que taparse los ojos con las manos, habría tenido que imitarlas la gente del Liceo... ¡Oh, sí! ¡esto sí!... ¡Les daba rabia, y a Saturnino especialmente, haber visto desfilar al flamante diputado en raudas preferencias de automóvil! Siquiera Marzo guardaba la satisfacción de haberle chocado al ministro, como orador, y por encima del diputado mudo, en el discurso del Ayuntamiento y en el brindis de la cena... -«¡Ah, hombre, si no fueses tan juerguista!»... dolíasele frecuentemente su tío don Pedro Luis... Incapaz de remediarlo. A carrera política y a todo, aun no dejando de tener sus ambiciones, prefería los buenos ratos del Curdin, las niñas, el vino, el aguardiente... -¡Toma! -le brindó al colega la botella de Chinchón, al acordarse. La llevaba entre los pies. Y bebieron..., bebían a cada dos kilómetros, y seguían tomando notas. Los autos, a pesar de haber salido los últimos y de marchar no muy ligeros, iban ya perdidos de la rodante comitiva. El de CasaGuadiana, doble faetón torpedo140 , color plomo, de ocho plazas, lo ocupaban, con su dueño, Orencia, una joven hija del ministro, el ministro, el conde de la Cruz, don Florián, ya gobernador, y, junto al chauffeur, don Pedro Luis, en el pescante; el otro, detrás, la espléndida ministra, marquesa de Rialta, célebre por sus galantes aventuras, bien pintada de rubios y blancos y carmines la cara redonda de bebé, no mal disimulados sus cuarenta años tras el velo; Ernesta, divina con uno de aquellos inútiles trajes de turismo encargados a Londres; y respectivamente frente a ellas, el director general de Obras públicas, guapo, afeitado a lo yanqui, con lentes, íntimo del marqués-ministro, y más quizás de la marquesa, y Octavio. Éste, dichoso con los festejos que estaban permitiéndole no apartarse de Ernesta desde ayer, llevaba, sin embargo, en el orden de la política vanidad, sus sinsabores. Por ejemplo, ahora mismo, al cruzar 140 Faetón torpedo: automóvil cuyo diseño recuerda a los antiguos coches de caballos, de apariencia arrogante, que cae en desuso tras la primera Guerra Mundial. 290 entre los coches, como el día anterior entre la multitud de las calles, los vivas, con una falta de educación inverosímil hacia el ministro y el conde de la Cruz, habían sido casi exclusivamente para el tal don Pedro de las modestias falsas que se situaba en los pescantes. -«¡Viva don Pedro Luis!», -«¡Viva don Pedro Luis Jarrapellejos!», -«¡Viva nuestro gran don Pedro Luis Jarrapellejos!»... -«¡Vivaaaa!»... a enronquecer; y él era quien, como abrumado de tanta popular adoración, lanzaba de vez en vez los nombres del viajero ilustre y del conde y ¡ah! alguna rara, de limosna, el del nuevo diputado. No otro su doble hipócrita designio al hacer que el conde por su personal amistad trajese a este representante del Gobierno, que probarle o recordarle al Gobierno, por una parte, su supremacía en todos los órdenes: riqueza, autoridad, servil respeto de las gentes dentro de la provincia... a cuyo objeto hizo venir también al gobernador y al infeliz Casa-Guadiana, de comparsas, y, por otra, humillar a Octavio, demostrándole a La Joya, y especialmente a los antiguos rebeldes del Liceo, hoy desorientados, que en el facedor y desfacedor de diputados, de senadores, de gobernadores, concentrábanse las altas estimaciones de Madrid. Además, a Octavio rescocíanle aquel discurso y aquel brindis de Mariano Marzo, llenos de «yo entiendo», de «¡ah, señores!», que pareciéronle de perlas al ministro por ser de la misma retórica usual en el Congreso, por ser de la misma retórica completamente imbécil con que él los contestó, y que quizás, quizás, no menos que aquí, en las Cortes habríanle de constituir barrera de estulticia insuperable al científico valer de los estudios... En los últimos quince días que él pilló de Parlamento, antes de cerrarse para las vacaciones veraniegas, desde su escaño, mejor que otras veces desde la pública tribuna, pudo observar que todo no era sino un vulgarísimo juego de palabras, de mañosos abogados (¡ah, señores!)... o de frescos, de arribistas cuyos más brillantes discursos, despojados de hojarasca, bien pudieran quedar en una escueta argumentación muy semejante a la que empleó Jarrapellejos en la noche de la boda: -«El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa... poco deben preocuparme mientras yo con mi dinero los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos»... Un eructo, un eructo de satisfecha digestión, el bárbaro Jarrapellejos, el Congreso, toda la triste y burguesa España del Cid y del garbanzo de 291 Castilla, que íbase muriendo sobre el hambre de los pobres y la grama de los campos. Contento, sí; contento, pues, como hombre distinguido y elegante, por el lado sentimental de sus amores, hoy más en triunfo subrayados con las resueltas aficiones que le estaba mostrando la ministra; pero no como orador a quien la eterna orgullosa timidez hubo de impedirle soltar el brindis que llevaba para la cena muy pensado. Y lo mismo en el Congreso. Dentro del exquisito inteligente, había un crítico implacable que no le dejaba hablar de miedo a no alcanzar en la oratoria la perfección de los libros, y que hacíale ver huecos y necios los discursos de los otros. A fin de desquitarse, el inteligente, el sociólogo, el enciclopédico, y siempre que la frívola conversación de las dos damas permitíalo, procuraba ahora demostrarle su conocimiento de los modernos problemas agrícolas al director general, con motivo de los campos que cruzaban. Feraces, hermosísimos en su verdor perenne; selváticos jardines de leguas y más leguas; completamente abandonados, sin embargo, a la Naturaleza impávida que hacía nacer más flores y más hojas para las abejas, para los conejos, que aceite o trigo para el hombre. Salvo aquellos pegujales y huertos de las proximidades de La Joya y aquellas vegas del Guadiana, todo lo demás, en esta parte sur, por montes y por valles, no era sino lo que pudiera nominarse el paraíso del sarcasmo, el edén de los hambrientos. Primero habíase la carretera deslizado a lo largo de una raña interminable; jaras y lentiscos; flores y perdices; aquello se explotaba con unos cientos de cabras, a lo sumo, y jamás allí habíase entrado a descuajar, no ya las máquinas modernas capaces de tornarlo en paraíso de abundancia, que ni siquiera el azadón; rozaban algunos tenaces desdichados, y tal cual cuadro de viñedo, de olivar, prósperos a pesar de las raíces y matujos, venía a constituir la muestra humana del mísero trabajo. Luego la cinta blanca del camino había ido serpeando la angostura de unos valles cerrados por altísimas montañas; flores y más flores; jaras y más jaras, siempre; pero águilas y lobos en vez de las perdices, y jabalíes y ciervos a manadas por única producción brindaba haraganamente a hidalgos cazadores; los dos automóviles, el del ministro delante y el del director general a pocos metros, corrían doblándose entre canchos, por debajo de las águilas, por encima de las águilas, con castillos de cobrizas rocas contra el cielo, con súbitos 292 abismos de verdor al lado de las ruedas; y seguramente, como el director general y la ministra, el ministro no iría sintiendo más que el crispado placer silvestre del peligro y la hermosura. La blonda marquesa le recordaba al director el Pirineo francés, los Alpes, los más célebres y abruptos paisajes de Alemania...; no tenían nada que envidiarles éstos y era pena que no fuesen conocidos del turismo universal. Asistíales la razón al rasurado director, a la marquesa, con gran envidia recóndita, por cierto, ante tal visión de viajes, de la condesa de la Cruz; pero sólo Octavio podía estimar la futilidad de ambos al limitarse a deplorar tanta perdida belleza, sin siquiera pensar como remedio en la necesidad de líneas férreas y de hoteles y de casas que hiciesen cómodo el turismo; y acerca de ello, en dilema progresivo con el más práctico problema de la agraria explotación, púsose a explicarles cómo resultaba imposible viajar por ésta y otras regiones españolas; cómo aquellas piedras chispeadas de hierro y cobre delataban minas que nadie tomábase la molestia de buscar; cómo aquellas frondas del fondo escondían torrentes que no se aprovechaban para industrias, y cómo, en fin, aquellas dispersas selvas de robles, acá y allá nacidas espontáneamente, indicaban la riqueza de maderas que pudiérase sacar si alguno se cuidase de extenderlos... Todo lo cual llegaba al colmo cruel de la ironía con sólo tomar en cuenta que España, virgen aún en muchas zonas, se iba despoblando porque el hambre lanzaba a los obreros a hacer en la Argentina lo mismo que estaba y seguía entre nosotros por hacer. -Ya ha podido verlo, señor Mir: distamos apenas de Madrid doscientos quince kilómetros, y se tarda veintisiete horas, una o dos más que en los mil seiscientos kilómetros a París en el expreso. Nuestros corchos, nuestros trigos, nuestras lanas tienen dificilísima salida, por falta de medios de transporte. Compréndese que no haya interés en extender los cultivos, mientras falten las vías de comunicación. Y todavía, La Joya, con una vieja diligencia y esta carretera, puede darse por feliz. Pueblos hay del interior de la comarca que distan diez y ocho leguas de la línea férrea más próxima, sin siquiera un mal camino vecinal, sin otra posibilidad de conducción de productos y personas, fuera de la que se verifica a lomo de las bestias, por lo arisco del terreno, y adonde una carta, entre dos de ellos mismos separados diez kilómetros, necesita cinco días..., y eso, suponiendo que las lluvias no 293 dejen los ríos invadeables, porque entonces igual puede ser cuestión de semanas que de meses... Iba logrando interesar al director, a quien ya le había anunciado el propósito de estudiar una red ferroviaria...; sino que la ministra cortó la información con una pregunta femenina: -Diga, condesa: ¿dónde le hicieron ese traje? -En Londres. ¡Ah! Mir ponderó también el corte y el indeterminado color azulverde-grosella-bronce del elegantísimo vestido, y no hubo medio de tornar a lo importante. Corrían ahora los autos cuesta abajo hacia un valle de frondosidad paradisíaca, abierto en una separación angular de la cadena de montañas, y, desde luego cautivó a los viajeros el lago y el pintoresco caserío del Alajar. -«¡Miren! -proclamó en la asombrada evocación de su recuerdo la marquesa-. ¡Suiza, propiamente!» Era la finca de don Pedro, término de la excursión. Durante seis minutos que invirtió el descenso, no hablaron más, admirando el nuevo panorama. Extensos prados. Sauces, encinas. Un frescor primaveral de aguas, de bosques y de flores. Sonaban sus esquilas las ovejas y las vacas. Los pájaros cantaban. Las madreselvas y los espinos blancos hacían predominar sus perfumes de almendras y de miel... Dejaron los autos. Reunidos los excursionistas con la alegría del grato viaje, cruzaron el vergel bravío que las tapias circundaban. La ministra corrió, pilló una mariposa; aquí querría quedarse para siempre; lo hallaba todo encantador en el viejo y verdinegro caserío de tejados de embutidos: las cocinas de los guardas, los establos de sano olor a estiércol, los terrados y corrales del ganado, las grandes naves de la lana... En una de éstas estaba puesta la mesa de cien cubiertos, con rosas, con limpísimo mantel. Tomado un tentempié de jamón, fuéronse al lago. Enorme. Ocupaba un área de casi media legua. Árabe, naturalmente, en tiempo de los árabes sirvió para regar. ¡Ah, qué hombres los árabes! ¡Qué obras!... El muro de contención tenía cinco metros de ancho, ciento cuarenta de largo y más de treinta de altura en el centro. Iban todos por encima, asomándose a los parapetos a menudo, y los más valientes, con las damas, bajaban a los pozos registradores por unas escaleras que a trechos presentaban las barandas derruidas. En el principal, tan profundo y pavorosamente lleno abajo de espumas y de 294 ruidos de torrente, que sólo se atrevieron a llegar al fondo Octavio y la ministra (claro es que cogidos de las manos), ésta, viendo a los otros detenidos por el miedo a la mitad, les lanzaba bromas y afirmábale al bravo compañero que hubieran de formar pareja excelentísima. -«Espero que nos veamos en Madrid. La condesa me ha dicho que es usted un sportsman atrevido; yo soy también una sportswoman141 ; pero Fernando, el pobre, no puede acompañarme.» Mientras, a treinta metros sobre ellos, allá arriba, fuera, don Pedro Luis iba indicándole al ministro, por lo amplio de los valles, las huellas de las árabes acequias; y el ministro, «Fernando», el pobre, según le había llamado su mujer, limitábase, filósofo, a explicar, por el hecho de la expulsión de los moriscos, el atraso agrícola de España. -«No hemos hecho nada. No servimos para nada. Valían muchísimo más aquellas gentes». A tal lamento se redujo la sustancia de la futura utilidad que la ministerial visita habría de reportarle al lago, en su fácil restauración como pantano. Los riegos importábanle tres pitos a don Pedro Luis, en tanto no les faltasen las jaras y tomillos a sus cabras, las hierbas a sus vacas y sus ovejas, las buenas bellotas a sus cerdos... Diez minutos después estaban todos junto al caserío, y los coches empezaban a llegar. Animación de feria. Bajaban los invitados, retirábanse los vehículos a lo largo de las tapias, y apercibíase el verdadero principio del festejo. Unos mozos sacaban jaurías de podencos y de alanos, que ladraban como fieras; otros, caballos ensillados; y otros, el jaulón del monstruoso jabalí, con el cual iba la caza a simularse. Al verle, y al saberse que iban a soltarlo, prodújose un movimiento de terror. Las señoras y los más tímidos encaramáronse a los coches. Más que aprisa, el ministro iba a imitarlos; y el conde y don Pedro Luis le detuvieron, ofreciéndole un cuchillo tremebundo: con él tendría que rematar a la fiera... Lo aceptó, trémulo, pero obligado a ello por ese cívico valor que debe poseer todo hombre público. Montó en su alazán. A su lado, y asimismo a caballo, pusiéronle su garantía de experto los condes de Casa-Guadiana y de la Cruz. En el mejor de los suyos, enviado también 141 Sportwoman, en el original. 295 la noche antes, Octavio se entrenaba, haciéndolo caracolear delante de las damas. Le aplaudían. Para él, gran sportsman, efectivamente, antiguo rejoneador y derribador de reses bravas, comenzaba la ocasión de lucimiento que nadie habría de disputarle. Aumentaron el grupo de jinetes el Garañón, Marzo y Saturnino. Don Pedro Luis, siempre pronto a prácticos y modestos menesteres, ayudaba a los criados a disponer la jaula, con salida a la amplísima pradera, y detrás, convenientemente escalonados, los perros. Sonaron trompas; la señal. Alzada a un formidable «¡ahora!» de don Pedro, la compuerta, el jabalí escapó campo arriba como un rayo. Veloces le siguieron los perros, los jinetes, con loco griterío. El potro de Octavio, que casualmente o a intención hecha del dueño hallábase tras unos derribados paredones, los salvó de dos enormes saltos que asustaron a Ernesta, haciéndola gritar, y que aplaudió luego todo el mundo. El jabalí alejábase, ganándole cada vez más tierra a la jauría. Iba a perderse, iba a tramontar una colina, cerca de la cual hubiesen de ampararle los jarales..., y se vio a Octavio azuzar a su jaca por breñas y por riscos, ganarle la delantera, y volverle hábil hacia el llano. Cortado por los podencos, el jabalí tuvo que atender a los mordiscos que le alcanzaban los jarretes, y en seguida a los alanos, en presa a las orejas. Detuviéronlo. Se aculó, todo erizado y horrible en la lucha a colmillazos. Unos minutos duró la confusión espantosa de rugidos y alaridos, muy de cerca presenciada por Octavio, cuchillo en mano y pie a tierra, y sobre la que volaban los buscas142 heridos malamente; pero rabiosos, ciegos en sus presas, aunque heridos también, los cinco alanos lograron pronto tender al cerdoso bruto. Fue entonces cuando dejaron sus caballos los demás. El señor ministro, guiado y aun adelantado el gran cuchillo de monte por Octavio, lo hundió en la paletilla... ¡Bravo! Victorioso retorno al caserío. Como trofeo, llevaban a la víctima en un mulo. Curados los perros, (algunos de los cuales pisábanse las tripas), con una pezuña y la sangre del jabalí, y en una mesita solemnemente preparada, Jarrapellejos, siguiendo la costumbre, 142 Buscas: perros idóneos para seguir la huella de la presas mayores (jabalí, venado...), pero no para darle caza (cosa que hacían los alanos, más poderosos, que se consideran originarios de un cruce entre el dogo y el lebrel). 296 selló para el ministro el venatorio título de Duque de Alajar. Al firmarlo el agraciado, temblábale la pluma. -¡Bueno, qué concho! -bromeó el afabilísimo cacique-. ¡No era un diputado de la mayoría, precisamente! Y como guiaba hacia los corrales, anunciando la lidia de una vaca, el bueno y panzudo ministro hízose puntualizar la cuestión, temeroso de que también el cívico valor y las costumbres de La Joya le forzasen a torero. -«¡No, hombre!... -le aplacó llano don Pedro- los jóvenes, y Octavio, que va a rejonear». El público asaltó los corredores. Una azoteílla adornada con flores y cortinas, recibió a los predilectos. Ernesta estaba palidísima. -«¡Por Dios, Octavio, no lo hagas!» -había podido deslizarle, antes de subir-. Pero él había sonreído, agradeciéndola el interés inmensamente, y ya a caballo, haciéndole evolucionar y volviéndose a mirarla y a calmarla, esperaba enfrente del chiquero. Cuatro o cinco hombres, y entre ellos Zig-Zag, preparaban colchas a manera de capote. Marzo y Saturnino, ebrios, manteníanse al pie de un carro. La música, llegada con los coches, tocó un vals; un conato de paso doble, después... y salió la vaca. Era negra, nerviosa, con cuernos como agujas. De la primera corrida tumbó a dos y metió en fuga y de cabeza entre unos palos a Zig-Zag. Armado de rejón Octavio, limitábase a observar y a llevar la jaca galopando al lado opuesto. No perdía sus elegancias, su apostura de jinete. Una vez que la vaca le vio y se le arrancó, recta a él como una flecha..., sonó un grito: era de Ernesta, pálida, muy pálida...; el perseguido supo esquivarse con suelto galope de curvas que le trajo junto al palco. -«¡No!» -clamó mal contenida en su angustia la bellísima condesa de la Cruz, fija en el héroe a quien todos aplaudían. La vaca, distraída por Marzo y Saturnino, desde el carro, descargábale furiosas cornadas a las ruedas. Atentos siempre el rejoneador gentil y su caballo, que era el mismo que años atrás le había servido en más serios trances con toros bravos en Sevilla, trazando nuevos círculos en galope alto se acercaban a la res; vistos al fin, y acometidos, jugaron con ella, entre los cuernos, y zafáronse últimamente en carrera graciosa de espiral. -«¡Bravo! ¡Bravo!» -vitoreaba el público al amaestradísimo potro y al valiente-. Habíase visto que el intrépido jinete no quiso poner el rejón, para mayor derroche de su aplomo. Saludaba, acercándose a las damas otra vez. La pequeña hija 297 del ministro, la ministra y Orencia, rendíanle su admiración cubriéndole de flores. Él le arrojó una rosa a Ernesta, que muda aún, pero ya más confiada, se la puso entre los labios. -«¡Ah! ¡El gran caballero a la antigua, de los torneos!» -le adulaba la marquesa-; y el adulado, obligando al noble potro a arrodillarse, proclamó como en broma de buen gusto: -«Y a la antigua el brindis: ¡por mi Rey y por mi dama!»... Picó espuelas, citó a la vaca, cortó en arco su embestida, volvió a jugar con ella, audaz, en un cuarto de la plaza, y luego, dejándola llegar, clavó el rejón, lo partió y salvose a una velocísima arrancada del caballo, en tanto el dolorido animal mugía y brincaba horriblemente. La suerte se repitió tres veces, sin descanso, sin nadie siquiera que le pudiese acudir al quite en trance de desgracia..., y el público, de pie, aclamaba al triunfador como caballista, como rejoneador heroico, e incluso como diputado (¡ah, sí, sí, al fin! «¡Viva nuestro diputado!») con un frenético fervor que superaba al que pudieron despertar el discurso de Marzo en el Concejo y los respetos a don Pedro Luis en todas partes. Dejado el caballo, y él feliz, junto a su Ernesta, fingiendo aceptarle a la marquesa rubia los plácemes y las galantes disimuladas citas en Madrid, la ovación siguió buen trecho; y también, aún, por más de media hora, la lidia de la vaca. Quiso emular en lo posible al bravo, Saturnino, y a poco no va a contarlo al otro mundo: un gran revolcón, un pie medio dislocado, y sangrando por la frente; el sin par Barriga le puso tafetanes; los alanos, luego, le vengaron, sujetando a la res, a cambio de cornadas y volteos, y permitiendo que el Gato la matase con puntilla. La una, a todo esto. Hora de comer. El banquete recogió a los numerosos invitados en la nave de las lanas. Accidental dueña de casa, Orencia no se sentó hasta que hubo revisado la cocina e instruido a las sirvientes. -«¡Aquí, señora!», habíala ofrecido silla junto a él el buen ministro, que otra vez se equivocaba creyéndola esposa de don Pedro. Y era que ni la mujer de don Pedro, ni sus hijas, ni ninguna de las demás principales señoritas de La Joya, a pretexto del luto por don Roque (y realmente por estar desprevenidas de trajes que lucir), quisieron venir a la jira, ni asistieron la noche antes a la cena. Contentáronse con ver desde los balcones a la célebre marquesa de Rialta, al paso de los autos. 298 Circulaba la paella, primer plato. Había hambre. Marzo devoraba, pensándose otro brindis que no le dejaba coordinar bien la borrachera. Despabilado de la suya, en cambio, Saturnino, gracias al susto de la vaca, iba observando con ira y con sorpresa, en la competencia de atenciones de Ernesta y la ministra para Octavio, algunas sonrisitas cruzadas entre aquélla y éste, harto demás reveladoras de... (¡oh, sí! ¡sí!) ¡puesto en la pista, todos y cada uno de los gestos de los dos seguíanselo confirmando de que de tiempo atrás vinieran entendiéndose! Incapaz de sufrirlo. El atroz descubrimiento le volvía veneno el arroz de la paella... ¡A él, que anduvo sombría y calladamente loco por la tita, disculpado con Ivonne, y ni pudo desquitarse con Ivonne!... Lomo, el segundo plato, picante a la extremeña, hizo beber y hablar a la gente; pero más que cuatro juntos trincaba Saturnino, ávido del alcohólico sedante para domar su ímpetu de hacer supiese Dios qué atrocidad, aquí, en pleno regocijo del almuerzo, tirando del mismísimo puñal que hubo de aterrar una noche a la francesa... -¿Qué piensas? -le interrogó Marzo, a quien el brindis resistíasele. Y cual si esto hubiese sido una eléctrica corriente aplicada a su mudez, Saturnino, más feo y torvo que nunca con el negro tafetán que cruzábale la frente, y ya con los párpados azules, contestó y se disparó: -En Ernesta, en mi queridísima tita la condesa; fíjate, Mariano, es una puta. Le pone los cuernos al marido, sin duda, con Octavio. Fíjate, fíjate en los dos. Se fijó Mariano unos instantes, durante los cuales, a la verdad, no pudo advertirles nada decisivo, y atónito le restituyó la atención al que supiese por qué decía lo que decía. -¡Chacho! Desatado Saturnino, prosiguió: -Natural que no se conformase con un viejo. Presumiéndolo, por ella estuve como un burro. Llegué tarde. Ahora me lo explico. Octavio se la vendría fumando desde novios. ¡Qué mujer!... ¿Recuerdas lo que te decía de ver bañarse a Ivonne?... Pues... también a ella, a ésta, por otros agujeros... hasta que llenaron el hotel de llaves y candados. En la vida he visto una hembra más juncal ni más ardiente... Desnuda, recreándose al espejo, se iba besando los hombros, los pechos, y pasándose una flor por el pezón... ¡Figúrate, yo, detrás de la pared!... Mira, una tarde... 299 -¡Chist! ¡Calla! ¡Luego me lo cuentas! -impúsole Mariano al notar de qué modo se exaltaba y alzaba el tono de la voz, con peligro de enterar a los vecinos. Sobrado interesante la confidencia para oírla aprisa y entre riesgos. A Marzo, además, por lo pronto, y a fin de confirmar o no tales sospechas, le intrigaba preferentemente la directa observación de Ernesta y Octavio. Púsose, pues, a comer, y a espiarlos de reojo. Y así espiados comían y reían a su vez, junto a la ministra, el joven diputado y la bella condesa de la Cruz -un pie en contacto dulce al amparo del larguísimo mantel-. Sin embargo, el propio juego de sobreentendidos de los dos, llevado por Octavio al colmo diáfano de un equívoco imprudente que hizo lanzar a la marquesa un «¡aah!» de despechada y bien notificada acerca de los previos derechos amorosos de la rival incomparable, forzó a Ernesta a pedirle al «novio» discreción, con la rodilla...; a pedirle discreción, a mostrarle al mismo tiempo gratitud...; hablaron menos, y las rodillas dejaron a su cargo el decirse lo que más no pudo la intención de las palabras en otra charla trivial sacada por la vencida y célebre marquesa. Las tres, cuando, acabado el banquete, volvieron a salir los comensales. Todavía se le ofreció otra ocasión de lucimiento al maestro de todos los sports: el tiro de palomas; contra las tapias traseras lo había dispuesto don Pedro, no mal tirador tampoco, y sabiendo que el ministro ganaba premios con el rey. Hora y media de angustia y sobresalto, el pobre palomar. Don Pedro mató cinco, una la marquesa, siete su marido y Octavio sólo tres... pero de tres disparos y con bala. Mir, Casa-Guadiana, el conde de la Cruz, y hasta el torpe don Florián, hicieron también su razzia143 disparando perdigonadas asesinamente sobre el bando. Por cuanto a Marzo y Saturnino, no intentaban ahora competencias; alejados a unas peñas, con una botella de ron, conversaban, conversaban largamente... Acercábase el momento de partir. El tren pasaba por Las Gargalias a las ocho. Los autos tenían que retroceder sus buenas cinco leguas 143 Razzia: razia, incursión en tierra enemiga sin más objeto que el botín (en el texto, masacre). 300 para encaminarse a la estación. Los dispusieron. Montaron en cada uno las mismas personas que antes. Se les despidió con música (Marcha Real), con cohetes que Zig-Zag iba soltando, y con vítores a don Pedro Luis y al señor ministro de Fomento. A pesar de sus recientísimas victorias, Octavio tornaba a caer en el olvido. Fue la triste consideración que le preocupó, ya en marcha, sobre el silencio un poco fatigado de los otros. La multitud era tornadiza. Ejemplo de tal verdad constituíaselo la gente del Liceo. No hubiese creído él a quien hubiésele pronosticado que pocos meses después de la brillante elección de concejales, que pocas semanas después de las sumisiones en la Plaza, hubiera de cruzar La Joya en medio del desvío..., cuando más falta le hubiesen hecho los vivas, los aplausos. Prisionero o punto menos de Jarrapellejos, quizá con sus mejores amigos y con sus verdaderos intereses, por un exceso de emotivismo, por un exceso de corazón, se venía portando con torpeza. Así la pasión a esta «novia» suya, a esta divina Ernesta de su vida y de su alma, acababa de hacerle despreciar a la Rialta, a la facilísima ministra que le hubiese puesto en trance de medrar con el ministro, como a Mir; y así sus anhelos del acta, si no los filiales cariños a don Pedro, habíanle con Cidoncha hecho romper toda armonía. Escamado Cidoncha sobre que la representación en Cortes se le hubiese dado a Octavio de rositas, por la linda cara del Liceo; más escamado del ir y venir del victorioso con don Pedro y con el conde, y rígido demás para comprender ductilidades, le visitó..., en cuanto supo que el primer acto público del flamante diputado fue encabezar con su nombre otra lista de la eterna cuestión del Catecismo. Palabras muy corteses; conceptos, no obstante, duros, inflexibles..., y Cidoncha, sí, sí, el rígido Cidoncha, el un poco tonto Cidoncha de una pieza, apartose amargado del amigo y protector que nunca como ahora habría podido protegerle. Bien. Hechos consumados. Octavio corrió los crespones del olvido sobre esto, con otro poco de amargura. Sin Cidoncha, sin ministra, quedábale como positiva realidad, aquí en el automóvil, la «novia», la «novia», la adoradísima adorada, que a través del azul misterio de la gasa no cesaba de mirarle. ¿No valía ella sola por todos los socialismos del Liceo, por todos los amigos y aun por todas las diputaciones de la tierra?... 301 ¡Su Ernesta... tan suya... y que no era suya todavía... que tal vez no iría a serlo jamás... en aquel instinto de purezas materiales que hacíala tan inversamente diferente de L’Or du Rhin, de la Rialta, de las otras!... Un beso, una noche, y nada más... pero largo, larguísimo, en la boca, y que la hizo escapar al fin horrorizada. Fue que, durante su estancia en Madrid, la farolería del Congreso le impidió a él irla a diario consagrando largas cartas, que hubiérala entregado juntas por Ivonne; volvió a La Joya, un anochecido; y al darle Ivonne las que Ella le hubo dedicado, le rogó a la bien gratificada y amabilísima francesa que le suplicase a su ama unos momentos en la tapia. Acudió... la «novia» enamorada, la mortificada por los veinte días de ausencia y de silencio; encaramose el «novio» a la rama del nogal... y presenció la luna la endecha aquella de alma y llanto y el beso aquel de eternidad que los durmió... el beso aquel de todo el ser que quizás quemó en la pura las purezas. No otra cosa que el miedo a la plena gloria de sus vidas hízola romper con la fuga repentina el beso de la gloria. A partir de entonces, las cartas que en las bellas noches se siguieron escribiendo, no eran sino el grito de un afán: -«¡Te quiero toda entera!». Y la terca aunque cada vez más débil negación de un ansia complicada: -«¡No, no, Octavio, por favor! ¡Déjame el divino orgullo de este amor divino que me mata!» -«¡Te quiero, te quiero toda entera!» -«¡No, no, Octavio, por favor, respeta la que debe ser mi voluntad y respeta los respetos a tu tío!» -«¡Te quiero toda entera, toda entera!» -«¡Oh, no, por Dios, Octavio, por favor! ¡Me muero! ¡Me muero! ¡No me fuerces más; sé tú mismo, generoso, quien me corte esta tortura horrible de negárteme...!» Y en verdad que se moría, que se iba consumiendo; al verla de cerca, ayer, horas después de escrita aquella última lamentación desesperada, Octavio se asustó deliciosamente de advertirla en una como espiritual belleza de demacración, de sufrimiento... árida la tez, trémulas las manos, negras las ojeras. Tanto habían cambiado alma por alma, que ahora era él el que mandaba, y ella quien, vencida, suplicaba. Ya no le invocaba el juramento; ya no estaba segura de sí misma... -«Debe ser mi voluntad...» -«Tortura horrible...» -«¡Por favor, por Dios y por favor...!» ¡Ah, cómo hasta le había aprendido el uso arbitrario y paradojal de las palabras!... Y por cuanto a los respetos al conde..., ¡bah!, el sobrino de su tío había vuelto a meditar lo necesario sobre las gratitudes de que fuésele 302 deudor, como a Jarrapellejos, y muy particularmente a aquel que le robó a esta tita (a esta excelsísima deidad, capaz de explicar todas las locuras) sin malditos los respetos. El acta, bueno; diputado... lo que formó otra inmensa ilusión de su existir... ¿Y qué?... ¿Se la debía al cariño de ellos, por ventura, o al revés, al odio y al temor que su actitud de triunfante rebeldía hubo de inspirarles?... Don Pedro no había querido más que quitarse de delante un enemigo que le habría llegado a ser fatal. Visto el manejo, dábale lo mismo uno u otro diputado, en tanto el que lo fuera reportásele ventajas; pero, vista también a nueva luz la aceptación del acta por el dignísimo orgulloso: no se había vendido, no la había implorado; de poder a poder, había pactado, simplemente. Tras esto... ¡poco le hubiera de doler en la conciencia el robarle también a don Pedro la querida... si la pasión a su Ernesta le dejase en trance de otros robos!... Poníase el sol. Los autos corrían entre montañas más suaves. La trágica serenidad del crepúsculo en la enorme soledad volvía a impresionar y a hacer charlar a los viajeros. Todavía Octavio insistió con Mir y la marquesa acerca de lo que estaba por hacer en punto a explotaciones o al turismo. Rato después hablaban de lobos y ladrones. Pero fulgió detrás de unas colinas la luz de la estación. Trece minutos de espera. Por último, el expreso, con el break de Obras públicas. El jefe y los empleados del convoy, siempre gorra en mano, a las puertas del vagón; y el ministro y la ministra y la niña y Mir en las ventanas. Partieron. A Madrid. Con ellos iba, por delicada cortesía, el conde de la Cruz. Dos minutos más, y siguieron hacia Badajoz la carretera Casa-Guadiana y don Florián, en su automóvil. En el otro, retornaban, pues, a La Joya, Ernesta, Orencia, Octavio y don Pedro. Al principio comentaron los varios incidentes de la fiesta. Pronto los tomó la languidez y se callaron, cada uno en su rincón. La interior obscuridad del cerrado carruaje, y del fondo, sobre todo, les consintió a los pies de Ernesta y de Octavio diálogos muy dulces. Acaso don Pedro Luis iría entendiéndose lo mismo con Orencia. La luna había salido. El faro lanzaba a la carretera su fulgor y proyectábalo otras veces al abismo... Daba las diez una iglesia cuando llegaban al pueblo. Próximo a su casa, Jarapellejos se bajó al principio de la Ronda, y Orencia en la 303 puerta de la suya. Evitando callejones tuvo el chauffeur que dar otro rodeo por las afueras, y tan pronto como el auto revolviose de la luz de la botica, Octavio... Octavio... Octavio pasó al asiento del testero y ciñó a Ernesta fuertemente. -¡Oh! -había exclamado en levísima protesta la hasta cierto punto sorprendida. Y no pudo decir más, porque entre aquellos brazos implacables, derribada la cabeza contra la muelle tapicería del respaldar, la boca ávida de Octavio aplastábala la boca. Un siglo, o un segundo, no supieron... bebiendo amor y miel hasta dormirse, hasta morirse... hasta que otra luz pasó las ventanillas y Ernesta abrió los ojos. Eran las calles, otra vez; y otra vez Ernesta, separándose, habíase limitado a exclamar: -¡Oh! Juntas las manos sobre la falda de ella, Octavio profirió: -Esta noche, Ernesta mía, habrás de serlo de verdad. ¡Mía! ¡Mía! Esta noche iré a tu cuarto. Deja abierta la ventana. -¡Ooooh! -gimió ella ahora largamente. Un ímpetu la había hecho querer soltarse las manos. No pudo. Y Octavio acentuó: -Dos horas. A las doce. Mientras cenas y se acuestan los demás. Deja abierta la ventana. -¡No, no, Octavio! ¡Qué locura! -¡Sí, sí, Ernesta! ¡Sí! ¡Me esperarás! -¡No, por Dios! ¡Que no te espero! -¡Sí! ¿Te digo yo que sí? -¡Que no! -¡Que sí! -¡Pero... que no! -Pero... ¿Por qué? ¿Es que no me quieres? La había soltado, como en desilusión, y ella guardó angustiadísimo silencio unos segundos. Luchaba con ella misma, a no dudar. Volaba el auto. Estaban ya en la esquina. -¡No, Octavio! ¡Lo que no debe suceder, no debe suceder! -Pero, ¿por qué no debe suceder? -¡Porque no!... ¡Por todo... por ti... por mí... porque pueden verte! -¿Quién? ¿La luna? 304 -¡Ivonne! -¿Ivonne?... ¡Bah, mujer! -¡O tus criadas! -¡Que en plena tarde y en la tapia no me ven contigo o con Ivonne, menos escondidos!... No comprendes que, al revés, nuestra gran temeridad... Paró el auto. El chauffeur saltaba del pescante. Octavio, interrumpido en sus razones, sin ellas tuvo que intimar: -¡Iré, me esperes o no me esperes tú! ¡Si no estás, llamaré hasta que despiertes! -¡Oh! -gimió aún Ernesta con blando acento, escapando del coche y del terror, porque el chauffeur acababa de abrir la portezuela Octavio, bañado, fuertemente frotado con colonia para sacudirse la fatiga, cenó un poco con su madre y contestaba como un lelo a sus preguntas. -Te duermes, hombre. Ni siquiera aciertas a contestarme qué habéis hecho, y lo del lago. ¡Dormirse! Vibraba de impaciencia, sufría de incertidumbre horriblemente, y sin acordarse del café volviose al piso alto. Su inmensa pasión le había puesto en trance de comprender la urgencia inaplazable de poseer esta misma noche a la adorada o de pegarse un tiro y morir aborreciéndola. ¡Qué diferencia de la emoción que le llenaba el ser a la espera mortal de los brazos inmortales de la amada, a la que aguardó la bruta carne bella de L’Or du Rhin entre simples ansias brutas de la carne y halagos vanidosos! A las once y cuarto brilló luz en las ventanas del hotel. La esperanza... para el infelicísimo feliz. Pasó desde la biblioteca a la alcoba a invertir el tiempo en la simplificación de su tocado. Se limpió los dientes otra vez. Se cambió las complejas botas de botones por otras suizas, prendiéndolas una traba nada más. Se despojó del chaleco, mudándose la camisa de calle por una de seda, que hubiera de abreviarle debajo del pijama la siempre un poco brutal tarea del desnudado, y se perfumó el rubio bigote y el pelo con violeta. Sí, su afán, dentro de la vibración sensual, era de tal delicadeza, que aun antes deseaba la plena entrega de la voluntad de Ernesta que la material entrega del tesoro de su cuerpo... Sabíase capaz 305 de llegar al lecho de ella, de abrazarla entera contra él, y de pasarse la noche llorando sobre la bella estatua y sobre el corazón idolatrado la elegía de sus amores..., la dulce y triste elegía de aquella fatalidad que ya por siempre le impidió ser la esposa y única compañera de su Octavio a la obcecada de un momento. Así pensando, tenían lágrimas sus ojos -en prueba de la sinceridad de su sentir-. Se las enjugó rápido, con el pañuelo esenciado de gardenias. Volvió al balcón. A las once y media, la luz se extinguió súbita en dos de las ventanas; pero quedó a rendijas en la correspondiente al dormitorio. ¿Estaría Ernesta adornándose para recibirle primero en el salón, con honestas dignidades? ¡Oh, quizá el traje de novia, el de la boda, el blanco traje suntuoso que sólo la sirvió de escarnio en otra noche!... Poco duró esta dulcísima esperanza. Como si un espíritu cruel le cortase a Octavio el hilo de la vida, la mano de la cruel idolatrada cortó la luz, primero... y en seguida fue cerrando cristales y puertas con gran ruido de fallebas, aldabas y cerrojos... Aquel estruendo, si no fuese estratagema para Ivonne, querría indicarle a él que no le esperaría... Y nada después; sombra, silencio en el jardín. Cayó Octavio en una próxima butaca y se quedó mirando la faz burlesca de la luna. Pero... oyó las doce. Por encima de la luna misma llegábanle las lentas campanadas de la torre, imperiosas y solemnes. Se levantó. Bajó. Iba... a ella, a pesar de puertas y de odiosas voluntades y de obstáculos. El sarcasmo de que creyese que podría ir a dormir la que teníale en este infierno, lo halló absolutamente insoportable. El árbol, la tapia. Un instante de reposo, ya en la sombra de las ramas que a Ella habíanla cobijado tantas veces. Luego, cruzados el plantel de rosas y los macizos de lilos, tres puñaladas de puñal de hielo en las entrañas al recorrer las tres ventanas y ver el reflejo de la luna en los herméticos cristales. Habría debido ver, habría querido ver alguna de las puertas entornadas. Volvió a la ventana de la alcoba. Tosió leve, anunciándose a la que acaso detrás aguardaría. ¡Nada!... Abrasábale la frente, y la apoyó contra los hierros. 306 Dos... diez minutos. Los mirlos tornaron a cantar. Unos gatos maullaron. Él detestaba a la incomprensible incongruente que así aferrábase a la material fidelidad después de haber cedido a las traiciones conyugales con la entrega de su alma y de sus besos. Incomprensible, sí; enteramente a la española; y el odio le hacía acordarse de L’Or du Rhin, de Henriette, de la franqueza más humana de las mujeres de París... Tosía, discretamente; había tocado cauto también con la dureza de un anillo en la dureza de los hierros..., y empezando a abandonar discreciones y cautelas alargó la mano para tocar más fuerte en el cristal... La extraña tímida de las audacias del Vivero, de las audacias del banquete, ante Orencia, ante la ministra, debía empezar a sentirla su voluntad de no dejarla reposar, de incluso llegar hasta el escándalo... Sino que... ¡oh! apenas oprimió y quiso tamborilear un poco con los dedos... cedió la puerta... ¡Se abría, se abría! ¡la abría sin ruido la mano de una maga!... El primer enorme efecto de esta cosa tan pequeña, de una puerta que se abriese, fue borrar de todo el ser de Octavio los recuerdos de París... Había dejado suspensa la mano suya al pie del vidrio, y esperaba la que de la obscuridad se asomaría a la luna a recibirle, a recogerle, a absolverle eucarística y blanca del pecado de duda y de miseria que le hacía latir el corazón... Tardaba la bella mano aquella que él sabía llena de sortijas... empujó él un poco, aún, diciendo en soplo de alma un nombre: «¡Ernesta!»... y la puerta bruja de acceso hacia la gloria dejó un buen trecho de abertura... Nadie detrás. Profunda y negra la gloria perfumada. Ernesta (¡bah, humanas españolas, asimismo!) habríase limitado a darle a los goznes con aceite. Subió; entró, torpe, causando ruidos en la estrechez de los divinos títeres..., y la faja de luna que entró con él, clara en la alfombra, misteriosamente azul en el fulgor reflejado al fondo de la estancia, le hizo vislumbrar o adivinar en el lecho a la hechicera acurrucada entre pálidos damascos... ¡Oh, Dios, gran Dios... más delicada mil veces que él la creyó apercibiéndole coqueterías y artificios falsos, había preferido esperarle en la cama como una enferma de los cielos! Llegó a ella. Asustada de delicia y de pasión, huida y vuelta al opuesto lado, tenía también casi cubierta la cabeza. 307 -¡Ernesta! ¡Ernesta!¡Vida de mi alma! Se dobló y la mantuvo en un abrazo de nobleza, dándola callados besos en el pelo. Besos, muchos besos..., una oración de besos como lágrimas del alma y del amor... Pero uno de ellos, en la oreja, hizo a la infinitamente sensible sollozar y estremecerse, refugiándose todavía más bajo las ropas... Bien. Entonces, Octavio, atento a ahorrar para después toscas escenas, leve y rápido supo despojarse de las botas, del pantalón, del pijama..., ir al otro lado del lecho, alzar más leve las holandas y las sedas... y deslizarse y recibir aquel tesoro del amor y de la muerta vida viva entre su vida entera, entre sus brazos... «¡Oh!» había lanzado, amparando sus pudores toda contra él, la desnuda sorprendida por aquel otro veloz desnudamiento inverosímil...; y veloz sobre la garganta y un hombro sentía Octavio la cara de su diosa abrasada ruborosa, y junto al corazón un seno duro de elástica dureza de goma de marfil... La hablaba, habría querido hablarla..., y ella, sin contestar, se estremecía, se estremecía... -¡Ernesta! ¡Oh, mi Ernesta... tú no sabes...! Se estremecía, se estremecía... no le atendía, le sofocaba. -¡Qué hermosa eres, mi Ernesta! ¡Qué hermosa eres, mi bien, alma bella de mi alma! ¡Yo querría poder decirte...! Se estremecía, se estremecía..., sollozaba ella de dolor, de amor en fuego al fuego de la mano que iba triunfadora sorteando encajes y batistas para acariciarla los senos, el talle, la espalda... y... ¡oh! al fin, sin que pudiese saber cómo la aturdida, sin que menos aún Octavio pudiese discernir de qué manera aquellas suavidades de seda de la carne o de seda de la seda y de mieles de la miel pudieron deslizarlos a la gloria del abismo..., fundidos y rodando locos por la gloria se encontraron boca contra boca, alma contra alma, vida contra vida... en un deliquio de ansias desbordadas, de ansias antes mal sabidas por Ernesta, sobre todo, que pobló de besos y suspiros el silencio de la luna y de la noche... 308 309 XIV El Curdin, constituido esta noche en la taberna-oficina del Gato estuvo hasta la una animadísimo. Mucho vino y aguardiente (-«¡No abuses, burro!» -hubo de advertirle con frecuencia Exoristo a Saturnino-), chorizo picante de macho y juerga y rasgueado de guitarreo, aunque faltaron las dos niñas nuevas de casa de la Pelos, cordobesas, que el Gato prometió. Con sus zapatillas, y a última hora procedente paternal y silencioso del Casino, don Macario Lanzagorta había saboreado su séptimo café del día y su copita de cazalla. Recién vuelto de Sobrón, habló de haber leído las cuatro líneas en que El Imparcial resumió toda la telegráfica información del viaje del ministro; y, luego, a propósito del viaje y de la evocación del balneario, charló de Dato, de la Pardo Bazán y del Bombita, sus ilustres amistades veraniegas. Esto había interrumpido el cante y la guitarra, echando un poco de gravedad sobre los juerguistas fatigados; y como por excepción, en clase de neófito, hallábase en la zambra Manolito, el joven Manolito Alba, de ojos de ciruela, don Macario, íntimo del padre, hubo de aprovechar la oportunidad para darle unos consejos: -«Sí, hombre, ¿no ves tú?... Dato, la Pardo, el Bomba... célebres y cada uno rico por su estilo... ¿por qué no estudias, tratando de imitarlos? Lo esencial es 310 trabajar, que tiempo tendrás de divertirte». -«¡Aer! -habíale replicado con su dulce resistencia el joven-. ¡Si yo lo comprendo, don Macario, que debo estudiar, que soy un tuno, porque no me ha educado bien mi padre!; pero, ¡aer!... estudiaré, ¡bah, si estudiaré! cuando me ponga». Razonador, a más de dulce, el hombre aportaba en defensa de su particular gandulería singulares argumentos. Él, ¡aer!, era un degenerado, quizás. En una revista había leído que los signos de la degeneración constituíanlos la palidez, las ojeras, el cráneo un poco asimétrico y las orejas grandes, despegadas, transparentes. -«Todo eso lo tengo... ¡mire! ¡mire, don Macario!... Y digo yo que uno no estudia por eso»... Admirable. Lo decía convencidísimo, y celebraron su frescura. -¡Arsa, tómate otra caña! -le había brindado el Garañón. Y como la embriaguez les tenía a todos en estado de veleidad y de íntimo lirismo, que, igual que su degeneración a Manuel, hacíales a los demás confidenciarse sus miserias tal que hermanos, el Garañón, un poco abrumado ya, habíase puesto a enumerar los hijos que le iban naciendo por el campo: en la viña grande, tres de la Rosala; en el cortijo, cinco de la Nora; de la Mari Pepa, dos, en la dehesa del Corvillo...; otro de la herrera (aquella del tiberio144 entre don Pedro, el marido y el cura), en La Joyosa...; y, en fin, ahora, para alivio, preñadas la herrera, la Nora y la Rosala... -¡Muuú! ¡Me caso en diez! -había mugido Exoristo reventando en su mudez-. ¡Pues vaya un socio! ¡Anda, rico, que te lleven a encastar en Buenos Aires, que dicen que no hay gente! Compadeciéronle los otros de todo corazón, aplaudiendo su honradísimo deber de hombre que no tiraba los muchachos. Sólo el lujurioso Saturnino, que quisiera para sí todas las mujeres de La Joya, se permitió dudar que fuese de Gregorio únicamente tanto crío. Ellas, solas allá con los pastores..., y, ¿quién podría afirmar, al menos, que no fuese de don Pedro Luis el de la herrera? -¡Yo! -saltó puesto de pie y enfadado el Garañón, hombre de puños y mal genio, a pesar de sus bondades. -¿Por qué? 144 Tiberio: ruido, alboroto. 311 -Porque nos nació once meses después de haber reñido ella con don Pedro... y... porque eso de don Pedro y los pastores... ¡se queda para ti! Saturnino había hecho un ademán de lanzarse, buscándose el puñal en el bolsillo; Gregorio le había dado una bofetada de revés... Rota la fraternidad, la bellísima armonía, Manolo, don Macario y Exoristo, lleváronse a duras penas a Gregorio, y el Gato y Marzo se quedaron sujetando a Saturnino. Y así estaban en este preciso instante..., babeando y tirándose del pelo el agraviado, en una silla, e impidiéndole los dos salir, en otras sillas, cerca de la puerta, y respetando su silencio. En tanto alejábase el grupo de Gregorio por la calle, el sobrino del conde añascaba145 las injurias hecho un basilisco interiormente. Las injurias alusivas a su boda, que alguien había osado arrojarle a la faz por vez primera. Se habría sabido. En Semana Santa, con motivo de venir de vacaciones el cadete, y de haber creído él que Purita en las procesiones le miraba, una noche llegó a casa con ella y la hinchó el hocico a puñetazos. Algo borracho, quizás, gritó y llegó a insultarla malamente: -«¡Zorra! ¡retegrandísima zorra! ¿a quién vas a salir sino a tu madre?»...; exigiéndola, de paso, aquello a que antes por dignidad no había querido aludirla nunca: de quién fuese la niña. Acosada, aporreada, medio ahogada, se lo dijo: ¡de un pastor!...; y si al tumulto no acuden las criadas, habríala él acabado de ahogar, a la muy zorra, que se quedó con el pescuezo sangrando de las uñas. Las criadas propalarían lo del pastor, y ésta era la terrible afrenta que le acababa de lanzar delante de los amigos el Garañón. Bien; le mataría. Así como así, desde tiempo atrás estaba deseando hacerse saltar la cochina vida con algo que sonase. -¡Vaya, venga vino! -reclamó-. ¡Yo arreglaré cuentas con ése! Apercibida otra jarra, bebieron, torvos, todavía..., pidiéndole Saturnino olvidos al alcohol para charlar de otro asunto..., de las niñas cordobesas. -¿Por qué no han venido, Ramas? 145 Añascaba: rumiaba (significado contextual; “añascar” significa: juntar o recoger cosas menudas y de poco valor). 312 -Porque se fueron esta tarde. -¿Adónde? -A la feria de Trujillo. -Y... ¿guapas? -Hasta allí. Una, mecachis, gitanota, con un rejo... pintá toa por toas partes de lunare. -¿Cómo lo sabes tú? -¡Toma! Sonriose el Gato. Se había acostado con ella. Sus prosperidades en la emigración le daban para esto y mucho más. Marzo intervino: -¿Volverá a traerlas la Pelos? -Asupóngome que no. Es una pintura. Las trujo con miras de la feria. Los vasos, en segunda ronda, circularon, dejando vacía la jarra. El Gato llenó otra, y Saturnino insinuó: -Sería cosa de largarnos a Trujillo... ¿Qué os parece? Prontos a cualquier empresa, y predispuestos los tres por los fuegos del alcohol y aquella falta de las niñas, aprobó el Gato: -Pa luego es tarde, salvo lo que aquí don Mariano le paezca. Melchor está en su cuarto durmiendo y pue dir por los caballos; yo tengo mi mula. La noche es güena, aunque escurilla. Saliendo deseguía y picando en el camino, en Trujillo al calental el sol. Acordado. Marzo no podía disentir jamás de lo que propusieran sus amigos. Despertó el Gato a Melchor, que en diez minutos estuvo listo y partió por los caballos. Los traería aquí, de casa de don Mariano y de casa de don Saturnino, respectivamente. Estos, mientras, seguían bebiendo y ultimando pormenores. Puesto que no era cosa de ir a una feria por una mujer nada más, sino que habrían de jugar y asistir a los toros y teatros, disponíanse a salir también, para reponer de guita las carteras. No tenían consigo entre los dos por encima de once duros. Sólo que el Gato, llegado del corral por la jáquima y la albarda de la mula, al oírlos, les surtió generosamente de sus fondos: -Quiten p’allá, hombre, ahora molestase en andal diendo y gorviendo. ¿Cuánto cualiscual quieren ostés? Había ido al cajón del mostrador, había tirado de cartera, y abierta, llena de billetes, la ofrecía. 313 -¡Mil pesetas, vengan, vaya! -dijo Saturnino. -Mil pe... ¡no, quinientas, concho!... -se redujo Marzo por su parte, un poco chafado del desenfado de rico que Cruz se permitía; pero, prudente... prudente, al recordar que ya de partidas diversas debíale al Gato tres o cuatro mil. -Don Mariano, que no se quee osté corto por reparos... -No, no, gracias, Ramas...; me bastan las quinientas. Pusiéronse a contar, esparcidos los billetes sobre el vino y la pringue de la mesa. Eran de a veinticinco y de cincuenta pesetas. Al Gato, poco ducho, le ayudaba Saturnino, que equivocábase también en cuanto pasaban de ciento, por culpa de la borrachera... Ciento diez, ciento sesenta... y cincuenta... ciento... ¿qué?... No menos borracho Marzo, si bien más dueño de sí mismo, les acorrió..., resultando que no había en la cartera más que tres mil doscientos reales... ¡Bueno, qué concho!... tanto menos perderían... A partir, y pata: mil seiscientos reales cada uno, y el Gato claro es que no necesitaba un céntimo yendo con los dos. -Hombre, Ramas, la verdad es que sin recibo... -Don Mariano... ¡que m’ofende! -Eres un hombre, Gato. -¡Como si quie osté disponé de toa mi casa y mi presona! Un efusivo apretón de manos, en que juntáronse las seis manos de los tres -tirando, por cierto, la jarra, que se deramó en el pantalón de Saturnino- reselló este pacto de cordialidades entrañables confirmado tantas veces. Ya se iba con el albardón el Gato, cuando sonaron cascos de caballerías en las piedras de la puerta. -¡Melchor! -¡Melchor! ¡Me caso en diez, ni que s’hubiá topao los jacos en la esquina! Caso de admiración, a la verdad, de haberse confirmado. Sólo que no era Melchor el que entraba, teniendo en la mano los ramales de las bestias. Era... Roque, el padre de la Fornarina, de la famosísima Isabel. -A la paz de Dios, señores. Hola, don Mariano... Hola, don... Se interrumpió. Se le comprendió la sorpresa y el disgusto al reconocer al Gato. Viendo una taberna con luz había entrado sin saber adónde entraba. 314 -Hola, tío Ramas -prosiguió, dominando sus recuerdos-. ¡Perdón, si es qu’importuno! Venía, había salío de casa olvidándome los chisques de encender, y por no golver p’atrás, y al ver abierto aquí, pos me dije que me dije, quizás que vendan cerillas. ¿Las vende osté, tío Ramas, por una casual? -Como venderlas no las vendo, Roque, hombre; pero para ti siempre tengo una caja y lo que quieras. ¡Toma allá! Soltando el albardón, brindábale su caja. Para acercarse, Roque soltó el cabestro de las mulas. No quería la caja entera. No le quería, Ramas, el dinero. La hubo de guardar, agradecido -y además probó del vino que le alargó Marzo en un vaso-. -Gracias, don Mariano. A su salú. -Gracias, Roque. ¿Vas al campo? -No, señor; voy a Trujillo. -¿A la feria?... También nosotros, mira. Si te aguardas, no tardarán los caballos. No seducía a Roque la compañía del tío Ramas. -Gracias, don Mariano; tengo prisa. Al ser de día quisiá encontrarme en el rodeo. He tardao en salí de casa, ayudando a la hija y a la Cruz en la tahona, y llevo a vender un mulo que no es mu voluntario. Quéense ostés con Dios y con salú, y muchas gracias. -Bueno, Roque, anda con Dios. Hasta luego, que no tardaremos en cogerte en el camino. -Sí, los caballos marchan más. Partió. Volvieron a sonar los cascos de sus mulos calle abajo. Marzo y Saturnino bebían calladamente. Sin decírselo, a ambos les había quedado igual la evocación de aquella hermosa y siempre deseada Fornarina. Se la figuraban en la boca del horno, todavía, arrebatada por el calor, arremangados los brazos, según habíanla visto mil veces con el cesto de pan a la cabeza..., o acostándose, dando al aire sus íntimos tesoros de belleza en la soledad de aquella ermita abandonada. La excitación de lujuria que producíales la perspectiva de las ignotas niñas cordobesas en Trujillo, polarizábaseles hacia la estúpida criatura incomparable que, despreciando sus floreos y sus sortijas, les había causado tantas ansias. Saturnino, singularmente, camaleón de todas las lascivias, ya lívido, o mejor dicho, verde en su lividez de negro, y con los párpados azules, 315 había dejado en el borde de la mesa un cigarro que preparaba para encenderlo en la colilla de otro; y mirando a Marzo dábale vueltas a una idea en el alcohólico vaivén de su cerebro. Babeábale la boca. Los ojos le oscilaban. Los dedos trémulos tiraban, como para arrancárselos, de los míseros pelos del bigote. Al fin la expresó, la idea: -Oye tú, Mariano...; ¡mira que si nos fuésemos a casa de Isabel! -¿Adónde? -A la ermita... a acostarnos los dos con la Isabel. Su solemnidad invadió repentina al camarada, que acertó a replicar únicamente: -¡Chacho! Saturnino acentuó: -Sí, ¿sabes?... Como tú con la novia aquella del barbero de Toral; como yo con la criada nueva de mi tío, y con la francesa, así que de verdad me llegue la ocasión. Isabel nos chillará, se nos sublevará, lo mismo que las otras: y... se desmayará también... y también al modo que las otras no dirá esta boca es mía... después... por la cuenta que la traiga. -¡Chacho! -volvió a exclamar-. Pero... pero... la cosa estaría en ponérnosla al alcance, y en que la Cruz no... no lo estorbara o lo contase mañana por el pueblo. Se removió Saturnino, doblado hacia la mesa: -Mira, a la madre la importará callar tanto como a ella, con vistas al memo de Cidoncha, que habría de rechiflarse146 . Y por cuanto a que quiera o no, si no quiere, que será lo natural, se la coge y se la encierra. -Bueno, bueno, Saturnino; hasta ahí, conforme, desde luego. Sino que... ¿y para llegar ahí? ¿y para entrar? ¿Cómo? ¿Por dónde? -Por la puerta. Se llama. O se la tumba. No haya miedo de que, por mucho que alboroten, las oigan ni las puedan socorrer en mitad de un descampado. Tú y yo llevamos a su cama a la Isabel; el Gato se queda con la Cruz, consolándola también, si le parece; y tú 146 Rechiflarse: echarse atrás (significado contextual; “rechiflarse” significa: silbar o burlarse de alguien). 316 primero, o yo primero, como gustes, pasamos al cuarto con la nena..., a menos que de tonta y rebelde que se ponga tengamos que entrar los dos a sujetarla. Hubo un silencio. -Hombre, Saturnino... la empresa no es tan fácil... y expuesta, además, al escándalo, sin que nada consigamos... Porque, claro, si ellas se asustan y se dejan hacer al fin, más o menos desmayadas, por esa cuenta que las traiga y que tú dices, callarán mañana como muertas; pero, ¿y si no?... Acuérdate de lo ariscas que estuvieron con mi tío Pedro, con ofertas de dehesas y de todo, y a pesar del riesgo de presidio para Roque... ¡No, no; tratándose de ésas, Saturnino, la empresa no es tan fácil! -¿Que no?... Pues haces lo que gustes. De mí sé decirte que voy ahora mismo a la ermita con el Gato... Espéranos aquí. Cuestión de media hora... Otro silencio. Marzo se pasaba la mano por los ojos y la frente. Al cabo resolvió: -Vamos los tres. No quiero que pienses que me echo nunca atrás. Pero, oye. Nada de derribar puertas ni tumulto al exterior. Con un poco de habilidad de nuestra parte, nos abrirán. Puesto que a Roque se le han olvidado los chisques, y aun podemos fingir que se le ha olvidado asimismo, supongamos, una manta..., debemos ir, llamar, decir cualquiera que es un vecino de este barrio a quien Roque ha visto preparándose también para la feria, y que de parte de Roque vamos por la manta y por los chisques. Una viva llama fulguró en la faz de Saturnino. -¡Eso, concho! -profirió, descargando en la mesa un puñetazo, que tiró dos vasos y la jarra. Al ruido de lo roto, o porque ya hubiese acabado el arreglo de su mula, vino el Gato del corral. Hiciéronle sentarse y le enteraron del proyecto. Hacia la mitad, Saturnino tuvo que interrumpirse para vomitar a un lado media azumbre de bebida...; reclamó entonces aguardiente, que ocupaba menos hueco; y entre babas y palabras y el cigarro y la copa por los labios, terminó la información. El Gato, encantado. Él acostaríase, por lo pronto, con la Cruz, fresca todavía..., y después veríase si le dejaban algo del dulce fino de la chica los golosos... Furtivo cazador, a quien presentábasele un ojeo 317 digno de sus mañas, supo rematar el plan en los perfiles. Pedirían los chisques, y no manta, sino sogas de maneo147 ; llevarían un farolillo para hacerlas creer que el sereno de este barrio acompañaba al mandadero, y los dos, don Saturnino y don Mariano, cambiarían los sombreros por gorras... ¡Aire! Ya de pie, proveyéronse de gorras viejas, de garrotes, del farol... y salieron, dejando la puerta encajada. En cuanto a Melchor, cuando viese que no estaban y suponiendo que hubiesen ido al Casino a comprar jamón o latas de sardinas, esperaría con los caballos... Iban, iban..., avanzaban por las sombras. Desde las doce apagábase en La Joya el alumbrado. Trazaban eses. Saturnino, más torpe, tropezó y cayo..., salvando, sobre todo, la botella de aguardiente que cogió para el camino. Bebieron en la calleja de San Blas, al término del pueblo. Cerca de la cruz volvieron a beber. Y Marzo y Saturnino discutían, con las grandes generosidades del cazalla: -Primero, tú. -No, hombre, tú. -Que no, que tú, Mariano. -No, tú, hombre, Saturnino. Después de todo, no nos hagamos la ilusión de no ir a encontrarla estrenada por Cidoncha. -Bueno, pues tú, por eso mismo. ¡Qué más da! -Bueno, yo, pues que te empeñas. A cambio de la galantería, Marzo le dejó primero la botella en otra ronda. Era que aguardaban. La carretera no estaba tan sola como hubieran de creer. Gentes de las aldeas iban a Trujillo, y cien metros atrás les cruzó una caravana y ahora se acercaban dos con dos borricos. Habíanse habituado al resplandor de las estrellas. Negros siluetábanse los tejados y ramajes de la ermita contra el cielo. Un silencio, una diáfana y augusta serenidad de maravilla. Lejos, ladraban los perros, cantaban las ranas. 147 Maneo: acción de manear (atar a una caballería por las patas delanteras). 318 -¡Arza! -dijo el ejecutivo Saturnino, en cuanto los feriantes se perdieron. A paso de lobo, en fila, llegaron a la tapia. El primero, Saturnino. Al ir a llamar, se contuvo. -Yo -quiso antes puntualizar en la distribución de los papeles-, seré el vecino del encargo; diré que soy Pablo, el herrador de la calle Mira el Río; tú, Ramas, el sereno... ¡enciende ese farol!...; y tú te escondes hasta que abran. Tenía un aldabón, la cancela de madera. Al tender hacia él el brazo, todavía contuvo Mariano a Saturnino: -Mira, no. No hay que llamar aquí. Debe llamarse dentro. Cuando abran y comprendan el engaño, no es lo mismo que formen la chillería en el jardín o ya trincadas en la casa. La tapia la saltamos. Feliz idea, del hombre de las ideas felices y suaves. Aprobada incontinente, el Gato aplazó el encendimiento del farol. Efectivamente, aparte de que el encerrarlas a empellones complicase no poco la tarea, sus gritos al aire libre pudieran ser oídos por cualquiera otro que pasase por la cruz. Lo malo estaba en la altura de las tapias. Cerca de tres metros, en el frente. Sin embargo, revisaron los costados, la trasera, sepultados en la fronda de carrizos del arroyo, y no tardaron en hallar el tronco seco de un arbusto como estribo. Silbó el Gato, que hubo de encontrarlo; acudieron los dispersos, y el inseguro Saturnino, resbalándose esta vez, fue a parar al agua de bruces. Le ayudaron a salir. Se había puesto de alpechín hecho una lástima. Además, sangrábale una ceja..., y con el tafetán del otro día, que aún cruzábale la frente, ofrecía su faz macabro aspecto. Desdeñoso de contenerse siquiera el hilo de la sangre, se limitó a darse con la manga un refilón, y dispúsose a subir. -¡Arza! ¡Qué limpiarse ni músicas ahora! Encaramado con auxilio de los otros, les goteó la sangre y el cieno desde lo alto de la tapia. Le imitaron Mariano y Ramas, y uno tras otro, del otro lado, arrojándose a la ventura en las tinieblas, fueron cayendo en el cenagal de un estercolero, que les llenó de basura las manos y los pies. -¡Contra! Más escrupuloso que Saturnino, Marzo les siguió en el rodeo de la ermita, tratando de asearse la peste de las manos con un papel sacado 319 del bolsillo, y después con el pañuelo... que tuvo que tirar de guarro que lo puso. No contento, vio el estanque de los renacuajos, ya en la parte de la fachada delantera, y se acercó a lavarse... -¡Vamos, tú! -le guturó apremiante Saturnino. Se les reunió. Se habían metido en la especie de cubierto atrio que daba acceso a la ermita, lleno alrededor de las paredes de aperos de labor, y en cuyo fondo hallábase la puerta. El Gato encendía el farol. Saturnino, cruzadas las solapas de la americana, a fin de disimular el cuello y la corbata, descargó con el viejo llamador de hierro algunos golpes, que resonaron por el silencio de la noche secamente. No respondían. -Güerva a llamal. Sonaron más largos, más fuertes los golpes. Persistía dentro el silencio. Marzo supuso que desde que Roque se marchó, su hija y su mujer habrían tenido tiempo de acostarse y de dormirse. -Güerva otra vez Obediente al Gato, repiqueteó el sobrino del conde, sin cansarse. -¡Chist! ¡Calla! -contuviéronle-. ¡Que vienen! Momentos de ansiedad: -«¡Quién! ¡Quién!» -decía una voz en lo profundo-. El éxito dependía de la serenidad que ahora desplegasen. -¡Quién, quién! -repetía más próxima la voz. -Gente de paz, señá Cruz. Soy un sereno. Haga osté el favó de abrí, que venimos a un encargo de tío Roque. -¿De quién? -De su marío. -¿Pues qué le pasa a mi marido? -Na, no le pasa na; no s’alarme, señá Cruz, que no es na. Es que se iba pa la feria y se encontró a Pablillo el herraor, que viene aquí conmigo, y que tamién pa dirse a la feria estaba preparando la burra a la puerta de su casa; entonces s’acordó qu’había orvidado los chisques y unas sogas de maneo, y afué y le encargó que tuviá l’amabeliá de venir a recogelas y a llevalas pa tenelas en Trujillo. Bien relatado el discurso, Marzo felicitó al cómico con unos metidillos al costado. Sobrevino un silencio, que aunque breve parecía la eternidad, y el Gato lo abrevió: 320 -¿No m’ha oído usté, señá Cruz? -Sí, sí que le he oído. Pero... ¿quién dice usted que viene con usted? -Pablo, Pablillo el herraor. -No le conozco. Era el momento, y a otro metido de Marzo intervino Saturnino: -Pablo el herrador, sí, señá Cruz; el de la calle Mira al Río, enfrente del estanco. -¿Y por qué están ustedes ahí dentro? ¿Cómo han abierto la cancela? Apuro. Unas mímicas de Marzo, rapidísimas, innecesarias al fin, porque lo mismo al Gato se le había ocurrido la respuesta: -Estaba abierta, señá Cruz; se comprende que ostedes o tío Roque la quearon cerrá en farso. Esta vez, y más lejos, tras la recia puerta de clavos, cuyo llavero se alumbró súbitamente, se oyó el murmullo del cambio de impresiones que la madre estaría cruzando con la hija. El listo Mariano miró por aquel agujero luminoso, y en seguida les transmitió a los otros la alegría de su visión con sendos manotazos hacia atrás. La Cruz habíase acercado al fondo del pasillo para encender un reverbero; e Isabel, que despertada y en la cama habría estado escuchando, entreasomábase a la puerta de su cuarto para hablarla. Las dos estaban en camisa. Se quitó, al advertir que Isabel desaparecía y que la Cruz retornaba hacia la puerta. -¡Esperen! -oyeron en seguida. Iría a vestirse. El lance marchaba bien: frotábanse las manos. -¡En camisa! ¡En camisa! -instruía Marzo a los colegas-. ¡Ella está en la alcoba de la izquierda del pasillo! Y Saturnino, de nuevo limpiándose la sangre de la frente, y limpiándose el sucio barro de las manos en el sucio pantalón, renegábase el fin de aquella primacía que le había otorgado a Marzo neciamente. Uno, dos minutos. Y surgió de pronto un contratiempo, una sorpresa. Fuera, a un lado y tras de ellos, cuando la incauta madre era esperada por delante escucharon su voz después de un breve ruido de cerrojo y de otra puerta que se abría: -¡Oigan! ¡Hagan el favor! 321 Era una ventana. Cruz iría a entregarles el dichoso encargo por los hierros de una reja. Asomose el Gato bien tapado con la gorra y la bufanda, y el farol en la punta del garrote. Marzo tuvo que empujar al torpe Saturnino. El miedo a ser reconocidos les hizo no acercarse ni despegarse del muro. Sin embargo, se mostraban lo bastante para que la madre de Isabel los divisase, avanzando la cabeza entre las flores de la reja salidiza. -¿Qué es lo que han dicho que quieren? -Los chisques... la bolsa de los chisques -Sí, los chisques ya los tengo... ¿Qué más... de unas sogas, para qué? -Las sogas pa maneos... por si tie que quear a prao las mulas. -Bien. Aguarden. Cerrada la ventana, corrido el cerrojo nuevamente. Fue una consternación, en medio de lo bien que se había tragado el anzuelo el ama de la ermita con aquello de los chisques. En efecto, encontrados donde fuese, no podría dudar que vinieran de parte del marido. Fue una consternación... y una torpeza. Marzo, que era el que siempre contenido en el atrio lo pensaba así, reconocía que no pudo ser más estúpido el acuerdo de venir por unos trastos que podían serles entregados sin necesidad de abrir la puerta... ¡Todo al diablo, pues! Como unos insignes tontos, volveríanse a la taberna con unos chisques y unas sogas por trofeo... Sin embargo, sin embargo... hombre de recursos, ya estaba imaginando otro aditamento salvador. Allí había albardas, junto a él...; si Pablillo el herrador pidiese una, diciendo que también para su burra se la había prestado Roque... Salió, se medio asomó a tiempo que chirriaban otra vez el cerrojo y la ventana. Urgía prevenir a Saturnino... Sólo que, repentinamente, se quedó paralizado: acababa de ocurrir algo inesperado, inexplicable...; un grito, un farol que rodaba por la hierba, y alguien que con la ligereza de un tigre y la violencia de una catapulta se había arrojado al interior rompiendo como con el cuerpo los hierros de la reja. Esto lo había visto Marzo clarísimo e instantáneo en el cuadro de luz que ahora cortaba las tinieblas... como vio a continuación la nueva chinesca sombra de Saturnino saltando adentro igual que un gato... ¡Ah, no había instante que perder!... fue también...; la reja no era reja, los 322 hierros no eran hierros, sino cañas y ramaje de macetas de geranios148 ...; brincó, arrastrando con él y rompiendo la última maceta en el suelo de la estancia... y emocionadísimo, en verdad, ante aquella Cruz que creyéndoles ladrones y mal cubierta en un mantón, encogíase junto a la cama, muda de terror y de sorpresa, y ante aquella especie de faro de crimen y de escándalo que la luz proyectaba hacia el jardín, se volvió y cerró a toda prisa la ventana, con cerrojo. Durante algunos segundos, al fulgor de la bujía situada en una silla, permanecieron rígidamente inmóviles las figuras de la escena: el Gato al centro, abiertas las piernas en compás, pronto a cualquiera nueva intervención y a la espera de órdenes, mirando a los otros con ferocidad tranquila, subrayada por el dolor de un dedo que se empuñaba y que acababa de torcerse en aquel salto de su escuela del presidio; Saturnino, recogido en sí propio como un bicho negro de letrina, siniestro y repugnante con el tafetán y la herida de las sienes, con los chorreones de sangre y barro que cruzábanle la cara verde de embriaguez y de lujuria; Marzo, de espaldas, pegado a la ventana, jadeando la lívida ansiedad de un gesto fluctuante entre lo afable y lo espantoso...; y Cruz, la pobre mujer, medio desnuda e indefensa, allá, delante de ellos, lo más lejos que pudo el horror lanzarla, acurrucada al pie del lecho, erizados los cabellos, la boca muy abierta, los ojos fuera de las órbitas, y la garganta sin voz y la vida toda ahogándosele en la pálida congoja de su corazón paralizado. El silencio lo turbaban solamente, como para marcar mejor su intensidad de maldición, las secas respiraciones de Marzo y Saturnino...; pero de pronto lo rasgó desde fuera un agudísimo clamor que se acercaba llegando hasta los cielos: -¡¡Madre!! ¡¡Madre!! Isabel. También paralizada en la cama por el sordo tumulto de los que asaltaron la ventana, del rodar de las macetas y del trágico grito de su madre, en su misma nieve de pavor había surgido al fin el ímpetu de venir a socorrerla...; pero su voz, sus pasos, el rumor blando de su carne y su camisa, antes que ella pudiese aparecer, lanzaron a Saturnino por la puerta... y detrás a Marzo. Entonces quiso Cruz, a su vez, 148 Geráneos, en el original. 323 encontrar otro impulso de socorro en su vida aniquilada, otro grito en su garganta enmudecida...; se irguió, cayó...; logró volver a levantarse con las manos... fue cortada al paso por el Gato en otro salto de pantera... y su garganta no pudo gemir más que un largo y lúgubre estertor, y perdieron la luz sus ojos, la fuerza de aquel último esfuerzo sus piernas y sus brazos, la conciencia su conciencia, y desplomose a tierra pesadamente, como muerta, accidentada... El Gato se acercó despacio a la que ya ni con sus gestos de terror pudiera protestarle... Mientras, Isabel, con el nuevo espanto de haber reconocido a los que salieron a su encuentro, había escapado atrás, habíase refugiado en la alcoba, cerrando tras de sí; y sin tiempo para echarle a las débiles hojas de la puerta la falleba, trató inútilmente de oponerse al empuje de los dos con el peso de su cuerpo, de sus iras... Cedió, todo tuvo que ceder, y en confuso montón rodó por la estera con los borrachos y una de las puertas hecha astillas... De una sacudida vigorosa consiguió la brava librarse de las garras que la asían...; se levantó... levantáronse los otros... corrió ella, acorralada entre los muebles... esperando a veces a los torpes miserables con las uñas prontas a arañar y los dientes prontos a morder...; trocados al fin en furiosa indignación y en asco sus terrores -y como otras veces, aunque en ésta más difícil-, y ambos juntos, Marzo y Saturnino, empezaron la caza de la hembra... Se les escapaba, rugiéndoles injurias y echándoles a la cara escupitajos... En torno de una mesa o de una silla, a un costado de la cama de hierro, que danzó de la pared, uno iba por un lado, otro por otro, y ella, con llamas en los ojos y un «¡Cochinos! ¡Granujas!» siempre entre los labios, acababa por romper igual que una leona hacia el endeble Saturnino, incapaz de sujetarla... Desde un rincón les tiró un florero, que les rozó zumbando la cabeza... Desde otro, un espejo de peinarse, que se le estrelló a Mariano en la espalda...; y, a veces, temerosos, fatigados ellos, se paraban... mesa o cama al medio con la terca... -Mira, mujer, Isabel, ¡no seas tonta!... No hemos de decirle a nadie una palabra. -¡Uaah! ¡Indecentes! -Anda, mujer. Si es que te damos reparo los dos, éste se queda primero. 324 -¡Cochinos! ¡Canallas! -¿No? ¡Pues a la fuerza! Y como a otra arrancada le dio un formidable codazo en el pecho, Saturnino, medio derribado, sin poder un momento respirar, sacó el puñal y fue a arrojarse a ella... Su traza no era ya de lujurioso, era de asesino... pero evitó la acción Mariano: -¡No, bárbaro, eso no! Arrebatándole de un tirón el puñal, se lo guardó. Isabel se quedó amedrentada en un rincón, con una barrera de la mesa y las sillas, caídas por delante. Pero acercábanse los dos, calculando cómo mejor acometerla; buscaba ella con los ojos la salida y tornaban a indignarla. -¡Madre! ¡Madre! -lanzó en una suprema angustia de temblores de la boca. -¡Bah, déjate también hacer! -quiso Marzo persuadirla-. ¡Tu madre estará tan a gusto con el Gato! No hubo tiempo de que fuese comprendida la ironía. Un salto. Otra escapada de la muy bella, que estaba casi horrenda de furor...; una presa o un desgarrón más en la camisa, de la que ya no se cuidaba, y por encima de la cual botábanla los pechos... y un mordisco o una tarascada de arañazo que hacía soltar más que de prisa a Saturnino... Su afán era ganar la puerta o el nicho de la pared, donde lucía la capuchina, al objeto de apagarla; pero, vista la intención, ambas cosas defendíalas Marzo atentamente, y ella le temía. -¡¡Madre!! ¡¡Madre!! ¡¡Madre mía!! -clamó otra vez que Marzo la atrapó, antes que el sobrino del conde la soltara. Sino que a tirones y codazos libró primero un brazo, libró en seguida la camisa, a costa de dejarle al bestia un largo jirón en las manos, y reintegrada a la defensa de sí propia, volvió a perder hasta la noción de la ausencia de su madre para rugir con asco y cólera crecientes: -¡¡Canallas!! ¡¡Cobardes!!... ¡¡Canallas!! ¡¡Canallas!! No podía durar, no podía durar esto mucho; y así fue. En un descuido, por atender a Marzo, un salto felino del otro la agarró por detrás, por la cintura; sangrola un pie, hondamente clavado un vidrio del espejo, y Marzo aprovechó la vacilación de aquel dolor para arrojarse y afirmarla por el cuello, por los brazos... Entre los dos 325 arrastráronla a la cama, la tendieron... acabaron de desgarrarla hasta el talle la camisa, ya que no les era fácil arrollársela... y empezaban al fin a profanar con brutos tactos la pureza de su vientre y de sus senos... -¡¡Madreee!! ¡¡Madreee!! -volvía la semivencida desgarradamente a proferir. Despedíalos a patadas. La cama ambulaba a empellones por el cuarto, con los tres. Mas no conseguía la ultrajada desprenderse, bien sujeta por Marzo de los hombros y herida por las uñas del otro en los muslos y el regazo, y apenas si lograba mantener apretadas las rodillas. -¡¡Madree!! ¡¡Madreee!! -¡Calla, bruta! Separándola los pies, Saturnino, poco a poco, situábase entre ellos... La inminencia de derrota, de vergüenza, de indecencia, dábale ahora a la infeliz la sensación del abandono de aquella madre suya que no venía en su auxilio, que no gritaba siquiera porque hubiésenla matado. -¡Madre! ¡Madre mía del alma! ¡Madreee! ¡Madreee! -clamaba con un terror más de alma asesinada, sobre aquel otro terror de los pudores que iban a robarle. Y como de pronto sintió que se agotaba, que se le tendían encima de la desnudez otras desnudeces esqueléticas de un cuerpo duro y frío, recogida en las últimas invencibles rabias del asco y del rechazo, retorciose toda y extendió a la vez las piernas, en un enérgico impulso de ballesta, que hizo ir al desmedrado Saturnino rodando fuera de la cama. Justamente fue a parar a los pies del Gato, que en tal instante llegaba, sonriente de victoria y con la curiosidad vivísima de lo que aquí fuese a encontrar. Apreció la situación, pasmado ante aquella blanca y cruda ostentación de la rebelde. -¡Contra! ¿Entavía asín?... ¡Yo ya he despachao! Mariano reclamó: -¡Gato! ¡aquí!... ¡Ese no sirve para nada! ¡Agárrame tú bien a esta borrica! Comprendido. -¡Hala, don Mariano! Fue, y sentándose en un tendido brazo de Isabel, con llaves de presidio y con sus fuerzas de bestia la afianzó el otro hombro con un 326 codo, y con las dos manos la garganta. Acudió asimismo el rabioso Saturnino, y la tapó la boca, tirándola con la mano izquierda de la deshecha cabellera, que con la cabeza colgaba del lecho, para evitarse los mordiscos. La ahogaban. La sofocaban. Mariano, desabrochándose de paso, pudo darle la vuelta a la cama y caer entre los muslos de la así por otra angustia de asfixia desprevenida momentáneamente en sus pudores. Tarde... ¡oh, tarde, sí! cuando ya procuró la inmovilizada desdichada arrojarse de encima al miserable. Se retorcía, se debatía, pidiéndole en gemidos cavernosos aire a aquellas manos de impiedad, y gracias que lograba al menos estorbar que la realidad de aquella violación se consumase... La mataban, la iban ahogando y estrangulando sus verdugos, corríala la sangre de los dientes, del cuello, de los ojos..., partíanla el brazo en que pesábala uno de ellos contra un acerado fleje de la cama, y asistía ella propia a su trágica agonía oyéndolos gritar: -¡Ahora! ¡Ahora! -¡Quítala ese pie! -¡Cógela de ahí! -¡Anda! ¡Anda... que ya va desmayándose! Marzo, tendido ahora también, para colmo de todos los abrumos, sobre la cabeza que los otros dos de tal manera agarrotaban, iba perfectamente advirtiendo cómo la tenaz se le rendía... cómo cedía en la ficción, al fin, de aquel desmayo a que todas vinieran a parar en cuanto su punto y sazón érales llegada... Cedía, sí, cedía..., se le entregaba inerte..., de espaldas, al antojo de él, enteramente inmóvil después de unos últimos estremecimientos leves y de una especie de últimos y más roncos estertores de protesta; había dejado de esquivarse..., y faltábale a él apenas nada más corregirse de torpeza un poco... un poco... Sólo que ¡oh!... besándola, besándola en un pecho..., queriendo después buscarla la boca entre las manos de los otros para acabar de persuadirla de que ella a la vez debiera poner de su parte alguna voluntad..., la alzó la cabeza y la vio blancos y extraviados los globos de los ojos, como saltados de las órbitas, amoratados los labios, la lengua fuera, y negras de tan azules la nariz, la frente y las mejillas... Le dio miedo: si aquello era un desmayo, era horroroso...; de la Isabel, de la bella Fornarina, no quedaba más que 327 una espantosa y repulsiva carátula de infierno que le miraba con las quietas y eternas fijezas de la muerte... Soltó la cabeza, que cayó abajo rebotando, entre las manos del Gato, que todavía por el cuello la apretaba; y todavía él entre los muslos que fueron tanto su codicia, pero en una convulsión que le alzó el tronco todo lo largo de un brazo, hubo de exclamar: -¡Muerta! Su acento asustó a los otros, que soltaron de improviso. Su acento tenía esa profunda persuasión que se bebe en lo evidente. De un horrorizado salto se arrancó del lecho, repitiendo: -¡Muerta! ¡Muerta! Y en tanto que un tardío instinto de respeto hacia la muerte le hacía ordenarse trémulo las ropas, para no profanarla con su indecente desnudez, el Gato, y detrás recelosamente Saturnino, se acercaron a mirar si aquel cuerpo tenía vida... El pecho sin respiración. El corazón y el pulso sin latido... -¡Muerta! -repitió retrocediendo Saturnino, y presa de un horror que castañeteábale los dientes. -¡Muerta! ¡Muerta! -dijo el Gato-. ¡Muerta ahogá! ¡L’ahogao usté, don Saturnino! La inculpación del casi tranquilo y feroz ex presidiario era lo de menos ante la imprevista e impávida verdad de aquella muerta que azogaba de temblor a dos cobardes..., de aquella heroína de virtud que yacía ante sus torvos asesinos envuelta en jirones de la camisa y de las sábanas como en rotas banderas gloriosas de combate... Salieron de la estancia, Marzo y Saturnino. Atónitos, sin saber qué hacerse, desde la pared frontera del pasillo, adonde acogieron el frío de su pavor, contemplaron un buen trecho las extrañas maniobras que el Gato seguía haciendo en torno de la cama. Habíaseles disipado la embriaguez. El Gato dudaba aún de que no se tratase de un desmayo igual que el de la madre; hacía cosas para cerciorarse enteramente, y ellos, con la tenebrosa emoción del mundo del crimen en que habríanse hundido de improviso, se aferraban todavía a la esperanza de que el Gato confirmáseles la duda. Le miraban. Le veían alzar un brazo, que volvía a caer con pesadez, pellizcar el cuerpo, agitar el tronco, lo mismo que se hacía con los ahogados del Guadiana...; le vieron luego encender una cerilla, tomar del suelo un pedazo del espejo, y acercárselo a la 328 boca, buscando huella del aliento... Por último, vino diciendo: «¡Muerta!» y echó despacio a lo largo del pasillo, hasta el pie del reverbero. Lentos también, teniendo que apoyarse en las paredes para andar, juntáronsele los dos. Marzo dijo: -Vámonos. No se movió el Gato, al pronto, reflexivo. Mas como después avanzaba hacia la puerta, le siguieron; y Marzo, en una sincera aberración de su piedad, hubo de detenerle, a fin de proponer: -Debías volver y bajarle un poco a la pobre la camisa. Se rió, con siniestra risa breve, el Gato: -No; lo qu’hay qu’hacel, es quitar d’enmedio a la otra cuanto ante. Había sacado y llevaba abierta en la mano la navaja. El brillo de la hoja, más que las palabras mismas, hizo que los otros le entendieran el designio...; y los volvió a lanzar a la pared, desfacellidos, un frío de agujas de hielo por la sangre. -¿¡Matarla!?... ¿¡Vas a matar a la Cruz!?.. -Hay que matala, don Mariano; tenemos que cortala el gañote, sin remedio, pa que no pua cantá quién ha matao a la chica y antes d’un mes nus lo corten a nosotro... La razón era tremenda. Sin embargo, Marzo suplicó: ¡No! ¡no!... ¡Por Dios, Gato! -¿Que no?... ¡Pos güeno, don Mariano, osté dirá!...; nos najamos149 , y pas cristi...; d’aquí a menos de dos horas en la cárcel. Lo siento por ostés..., y tamién, vaya, sus miajas, porque los hombres, metíos en un negocio, han de sel hombres hasta er fin. De mo y manera que... ¿qu’hacemos, don Mariano, y osté tamién, don Saturnino?... ¿Ar pueblo..., o ar presillo y ar mataero ahora pa nosotros... como chivos atontaos? -Hay que matarla -sopló con voz sombría de espectro el sobrino del conde de la Cruz. Y puesto que no había tampoco que perder el tiempo, si no querían que volviese en sí la madre desmayada, para tener que asesinarla entre 149 Najamos: najarse (huir), solo aceptado en “salir de naja” (germanía). 329 nuevos gritos y carreras y trastazos, el Gato, que ya se hallaba a un metro de aquel dormitorio donde poco antes satisfizo en una inerme su lujuria..., entró, se deslizó... Una descarga eléctrica lanzó a Mariano Marzo en igual sentido, pero a la puerta de la calle...; abrió, salió..., y bajo la más densa sombra de un árbol, las manos en el pecho, los ojos en lo alto, se quedó esperando con angustia. Instantes como siglos, para saltarle el corazón. Esperaba, esperaba gritos, en vano...; esperaba siquiera el alarido del instante en que una vida se arrancase de la vida..., y en la tensión de su atención sólo pudo percibir rumores blandos, sordos, golpes breves..., algo así, también, como el ronquido de uno que es movido cuando duerme... Y el Gato, con la navaja sangrienta en la mano, y Saturnino detrás, aparecieron. Y dijo el Gato: -Cinco gorpes, por si acaso. A esta probe sí que la he dejao tapá con la camisa hasta los pies. En la hierba limpiaba la navaja. Nada después. Tiraron de la puerta un poco; abrieron cautos el cerrojo de la otra, y dispersáronse como fantasmas negros por la sombra de la noche. -¡A mi casa! ¡Ca uno por un lao! -había dado el Gato por consigna. 330 331 XV Nada en La Joya había removido nunca tanto la emoción. Inútilmente se evocaban los más trágicos sucesos de seis o siete años a la fecha. Ni la violación y muerte de la mudita de once años, vendedora de merengues; ni el guardia civil desollado en el lagar de Jarrapellejos aquella Nochebuena; ni el recaudador matado a garrotazo limpio en plena Plaza y en plena tarde del Señor; ni el descuartizamiento de Rosa la Manteca por su amante, el maestro albardonero; ni el asesinato de la familia entera del molino por un chico, al estilo de París... Y si la mayor parte de estas y otras cosas había quedado impune, así alentando los instintos de asesinos y borrachos, ahora la indignación del pueblo pedía escarmiento duro y ejemplar para los ignotos desalmados... Tres días transcurridos, y aún, como el primero, seguía la multitud yendo detrás del juez, del escribano, del capitán y los civiles a contemplar la ermita, en tanto aquéllos, dentro horas y horas, escribían e investigaban. Según del misterio de tales actuaciones se iban trasluciendo pormenores, inspiraba el ferocísimo crimen más horror. Las huellas de sangre y barro en la tapia del arroyo; el pañuelo sucio encontrado en el jardín; las macetas destrozadas; la puerta del 332 dormitorio de Isabel arrancada de los goznes; los muebles y espejos hechos añicos, y, sobre todo los cadáveres de la madre y de la hija, de las mártires cuya virtud se recordaba con lágrimas del corazón y de los ojos, ambas en camisa, sorprendidas en el sueño, una sobre un lago de sangre entre el lecho y la mesita, con cinco puñaladas en el pecho, en el vientre, casi segada la cabeza...; otra en su cama, de través, colgando el pelo y la cabeza, al aire el hermoso cuerpo lleno de arañazos, heridos los pies por vidrios hundidos hasta el hueso, la cara negra, la lengua fuera, ensangrentada, y como santo escapulario en la garganta un medalloncillo en que tenía a la Virgen del Carmen y al novio -que no la pudieron amparar-. ¡Pobre Cidoncha, cuando a la siguiente mañana acudió de los primeros y tuvieron que sacarlo accidentado! ¡Pobre Roque, a su precipitado regreso de Trujillo! ¡Pobres mujeres!... La curiosidad y la compasión hacían que llorando la gente contemplase cada uno de aquellos rastros y huellas que se podían ver al exterior, y muchos auxiliaban o despistaban así, sin querer, a la justicia. Una botella con restos de aguardiente, encontrada cerca de la cruz. Gotas de sangre con dirección al pueblo, por la puerta principal; pero otras también en el caballete del tapial trasero, como si el asesino hubiese podido huir al mismo tiempo hacia La Joya y lejos de La Joya. Marcas de zapatos bastotes de tachuelas en la húmeda margen del arroyo, y otras aún mejor determinadas de botas finas de tacones. Dábase parte de los hallazgos a los guardias y alguaciles, transmitíanselos éstos a sus jefes, y el juez, el capitán, el escribano, salían inmediatamente a confirmarlos y a llevarse en bien sacados témpanos de tierra las pruebas preciosísimas...; las pruebas que, sin embargo, los desorientaban con su multiplicidad y diversidad... -«¡Viva el juez!» -alentábale la crispada muchedumbre, cuando, oyéndole jurar que no descansaría hasta descubrir al asesino, volvía a verle entrar en el tétrico edificio, tenaz, infatigable-; allí solían llevarle el almuerzo y la comida..., allí solía permanecer hasta más que puesto el sol, y al retirarse para continuar ordenando y meditando en su despacho los datos recogidos, la gente se retiraba a comentarlos en los casinos, en las tabernas o en sus casas. La ermita, con la sombra de las muertas ya enterradas, quedaba en el fúnebre abandono de la noche como un lugar maldito de leyenda, por donde nadie se atrevía a cruzar... 333 Don Pedro Luis en persona había ido a la ermita dos o tres veces con el Juzgado, desde que sacaron los cadáveres. Sabíase bien su pena y su indignación por el bárbaro y horroroso fin de aquella hermosa Fornarina, a quien tanto quiso...; sabíase su resuelta voluntad de encontrar al criminal, aunque fuese debajo de la tierra, para echarle todo el peso de la ley y hacerle ahorcar delante mismo del teatro de la hazaña, y esto infundía confianza inmensa a todo el mundo. Quererlo él, era como tener cogido al miserable. Había telegrafiado al gobernador, había puesto en movimiento la policía de la provincia, y no contento aún con los recursos de su grande inteligencia, ayudaba incluso al médico Barriga. El paño de la mesa a cuyo pie cayó la madre infortunada, y en el cual se habría apoyado el malhechor, mostraba el dibujo de su mano, bastante bien impreso con sangre. En barro, el cristal de la ventana tenía dactilogramas verdaderos y perfectos. Y ambas cosas fue don Pedro quien las hubo de reparar y señalárselas a la atención del juez y del forense. No iba al Casino, de puro enfrascado en seguir las pistas del suceso. Su opinión, transmitida al juez con todas las fuertes convicciones de su fuerza racional, consistía en descartar los móviles del robo, desde luego, puesto que se hallaron en los baúles de Cruz tres mil y pico de pesetas, e intactos los efectos de algún valor, las ropas y hasta la sortija y el medallón de oro que tenía puesto la pobre de Isabel. Quedaba indiscutible el crimen pasional; y dado que la fama de belleza de la joven se tendía por las próximas aldeas, donde no faltaban malas almas, era de creer que algún granuja, de paso hacia Trujillo, viera salir a Roque de la ermita, viera quedarse a las dos mujeres solas, entrase, saltando por la tapia, aprovechase la ocasión de que Cruz, para acostarse tal vez, cerrara la ventana..., y se metiese de un empujón y la matase para impedirla gritar..., estrangulando luego, en fin, a la hija, a la virgen brava y pudorosa, en la inútil lucha feroz por poseerla... Efectivamente, juntos Barriga y Carrasco en la autopsia, habían establecido que Cruz debió morir primero e instantáneamente por una de las puñaladas que la atravesaban el corazón, pues en otro caso hubiese corrido al cuarto de la hija; y que ésta, con muchos arañazos en los muslos, y muerta por el doble efecto de la estrangulación y la sofocación (roto el tiroides y heridas de presión de labios y carrillos 334 contra los dientes), no había sido desflorada (íntegros los signos de la virginidad, aunque con próximos equimosis)...; el sátiro macabro, ya muertas las dos, comprobando el imposible de violar el cadáver de la hija, habría violado el cadáver de la madre, en cuyo aparato genital se encontró abundante semen, y también señales de violencia... Tales los fallos de la ciencia y de don Pedro. No obstante, en el Casino poníanles variantes y reparos. El canalla, o los canallas (dos, sin duda, como demostrábanlo las pisadas diferentes y el haber huido el uno por un lado y el otro por el otro), debieron pasar del huerto al interior, no porque la Cruz entonces estuviese cerrando la ventana, sino porque, ya acostada, se hubiese levantado y abierto a mirar quién hacía ruido; entonces, cada cual se habría encargado de una, impidiéndolas reunirse, y forzando a la Cruz el que se quedó con ella, naturalmente, antes de matarla. Por lo demás, no admitía duda que fueron forasteros, hombres que habrían seguido después hacia Trujillo; lo corroboraba el forro de un librito de fumar del que usan los labriegos, manchado de sangre, hallado en la carretera, cerca de Gibraleón150 , por los civiles. Pero todavía alguien permitíase, con lógica no escasa, extremar las variantes; era Saturnino, vuelto ayer de la feria con Mariano y con el Gato, y sentado esta noche en la reunión enfrente de Mariano, que callaba, cansadísimo de las juergas y los toros. Para él, sólo uno habría sido el criminal. Fundábase, primero, en que la pobre Cruz no debió de ser violada viva, ya que entonces, a los gritos, la hija hubiese volado en su socorro; segundo, a ser dos y forasteros, es decir, desconocidos para ellas, habrían podido amarrarlas, separarlas, ayudándose mutuamente en el atropello de Isabel y marcharse luego sin matarlas tan tranquilos... El mismo hecho de la muerte, ¿no implicaba el temor a la denuncia?... Luego implicaba también la plena conciencia del matador de ser conocido por las víctimas... Además, y, por último (esto era grave, pero... pero lo había oído decir...), ¡el autor de todo debió de ser... debió de ser... Cidoncha!... Una persona respetable, cuyo nombre reservaba (¡el conde! ¡el conde! -pensaron los demás-), hízole reparar esta mañana en todo lo siguiente: Cidoncha, anarquista, 150 Gibraleón: municipio de la provincia de Huelva. 335 sin conceptos del deber y del honor, era un mal bicho; Cidoncha, catedrático, de clase social distinta que Isabel y novio suyo, que hablábala constantemente de casarse y nunca se casaba, no seríalo sino con miras al engaño; y no pudiendo pretender los favores de la joven con fincas o dinero, como otros, recurrió a la hipocresía; Cidoncha, desesperado de no encontrar propicia a la muchacha, y siendo el único que conocía la casa bien y el proyecto del padre de marcharse a la feria aquella noche, debió pensar aquella noche abusar de la infeliz... Iría, saltaría el hastial, citado quizá con Isabel misma a la ventana como para hablarla de algo definitivo y transcendente de la boda..., saltaría violentamente, queriendo atropellarla, no pudiendo... y asesinaríalas, en fin, viéndose vencido... Luego, su insaciada lujuria o su afán de despistar acerca de lo que constituyó la única obsesión y el único designio, le lanzarían a cebarse en el cadáver de la Cruz... -No tiene vuelta de hoja ni más posible explicación -concluyó el ex alumno de los PP. jesuitas- tal hecho comprobado; porque, si no, el que viva o muerta hubo de poseer a la madre, pudo lo mismo haberlo conseguido con la hija. Hubo un silencio. Fijas a él todas las miradas, se le había escuchado en una congoja de atención. -¡Chacho! -¡Chacho! -prorrumpieron después algunos. -¡Oh cierto, cierto!... ¡Puede ser verdad! -¡Oh!, el conde, el conde... es tu tito quien lo dice. -¡No! -Sí, sí, y el caso es que tal vez lleve razón... que por eso son de señorito el pañuelo y las pisadas. El corro había ido engrosándose con toda la gente del Casino, y contemplaban, contemplaban suspensos a aquel que, más certeras esta vez que las del juez y de don Pedro, aportábales las sagacidades del siempre mudo e invisible conde de la Cruz... Pero de pronto se volvieron las miradas, convergiendo en otro sitio. Mariano Marzo desvanecíase en una convulsión como de síncope. -¿Qué tienes, Mariano? -¿Qué te pasa? Muy pálido. Sin embargo, reaccionose y sonrió: 336 -¡Que me caigo a pedazos de sueño y de cansancio! ¡Que me voy ahora mismo a dormir..., y vosotros arreglaréis eso del crimen! Se levantó y le hizo una seña a Saturnino. En la calle ambos, éste reprochó: -¡Has de tener ánimos, Mariano! -Y tú prudencia... o todo irá perdido. ¿A qué meterte a desviar la expectación «de unos forasteros» que nunca hayan de encontrarse? ¿A qué acusar determinadamente a Cidoncha ni a nadie de ese modo? -A eso. A que se encuentren. Lo que nos importa no es que no encuentre a nadie la justicia, sino al revés, que tenga a alguno responsable para que cese de buscar. -Bah, no sigas por Dios, bebiendo ahora, Saturnino. Estás borracho. No sabes lo que hablas. -Quien no sabe... De un codazo enmudeció. Se acercaba don Macario Lanzagorta, y siguió con ellos plaza arriba. Una urgencia de momentáneo interés mayor que la del crimen, traíale a prevenir a Saturnino de algo que personalmente le afectaba. Sabía que al mediodía, en la taberna del Jumos, y aludiendo al incidente de la noche aquella, Saturnino, ausente el Garañón, le había injuriado gravemente...; sabía también que, enterado Gregorio, habíase puesto hecho un energúmeno... y los dos deberían evitarse un disgusto, como gente de buena educación. -¡Hombre! ¡Hombre, don Macario, pues ahí estaba tan prudente! -Porque lo es, Saturnino; pero he tenido que reñirle para que no salga tras de ti... y no dudes que cuando te vea solo... -¿Sí?... ¡Que se descuide! Dos, tres días más... en medio de la efervescencia que el crimen de la ermita iba aumentando. Gómez había llenado con el relato de él La Voz de la Joya, copiada por la prensa de Badajoz, lamentándose de la incapacidad del juez, y los diarios de Madrid, sin corresponsales en el pueblo, y ahora, sin los espontáneos, habían resumido la noticia del suceso en sueltos de diez líneas. Jarrapellejos mismo, que odiaba, que de siempre prohibía los corresponsales, porque le disgustaba la inmixtión151 ajena 151 Inmixtión: intromisión, entrometimiento. 337 en los asuntos del cerrado coto de su mando, a la sazón casi deploraba no tenerlos. No cejaba su interés por descubrir al criminal. La opinión pronunciábase cada vez más contra Cidoncha; y aunque hubo de conferenciar don Pedro con el conde, persuadiéndose de que no fue quien hubo de lanzar ni remotamente tal sospecha, los dos llegaron a prohijarla, después de discutida. Fijos en aquel anarquista peligroso y taciturno, los hombres sensatos, las honradas familias, el clamor general, aunque con la nota discordante del Liceo, iban formándole un alegato formidable. A las razones que adujo Saturnino, se agregaban muchas más. Impresionado por ellas el propio juez, volvía sobre su acuerdo. Efectivamente, resultaba absurdo suponer que la pobre Cruz, para cerrar una ventana al acostarse, aguardara a estar desnuda; y más, que levantada de la cama creyendo sentir en el jardín ladrones, la abriese para oírlos; y como constituía otro hecho confirmado que alguien desde dentro descorrería el cerrojo, ya que no tenía la puerta señales de fractura, sólo la hipótesis de Isabel, en cita con el novio, o abriéndole al sentirle llamar y conocerle, resultaba verosímil. Absolutamente a nadie más que a Cidoncha habrían podido darle semejante ocasión confiadísima de entrar dos mujeres que estaban solas en mitad del campo y de la noche. Esta argumentación, para colmo unida a lo del pañuelo sin marca y las pisadas de señorito, tenía una fuerza enorme. Y respecto al proceder de Cidoncha, bien mirado, antes venía a robustecérsela que a menguársela. El público, que había seguido en masa las incidencias del asunto y paso a paso, señalaba al fin como equívocas y extrañas las exageraciones de dolor que días antes hubieron de conmoverle en el impávido Cidoncha: cayó éste en una especie de epilepsia al ver la primera vez los cadáveres, tal como fueron hallados en la ermita; volvió a caer desvanecido al querer presenciar la autopsia; presidió el duelo del entierro tambaleándose, blanco como un papel, y teniendo que ser auxiliado varias veces...; ahora, finalmente, no iba a clase, no iba al Liceo ni recibía a sus amigotes del Liceo; no salía de su hospedaje, que era la casa de los abuelos de las víctimas, en donde Roque habíase recogido, y a pretexto de gran pena, aun dentro de la casa, confinábase siempre mudo y sombrío y solo en su despacho... ¿Pena, verdaderamente, todo esto, o cobardías y remordimientos de asesino que disfrazándose de pena esquivaban la revelación de su maldad?... 338 Para pena, excesiva, ciertamente; mayor que la del marido y padre que no se accidentó...; y en él, en él, en el frío, en el inmutable, en el impávido Cidoncha; en el hombre de sordas pasiones, de tan enormes pasiones y altiveces, que había reñido con Octavio..., que aspiraba frente a don Pedro Luis, a constituirse en jefe de partido..., y que así, sin más ni más, fuérase a casar con una pobre panadera... Al sexto día, otra vez el profesor llamado por el juez para prestar declaraciones sobre cosas generales (corrió eléctrica la nueva), le detuvieron. Roque sufrió un nuevo interrogatorio, por la tarde: -¿Se portaba bien Cidoncha con ustedes? -Sí, señor. -¿Era digna su conducta como novio? -Sí, señor. -¿Nunca oyó usted a su hija quejarse de que la hubiese requerido malamente? -Nunca. No, señor. -¿Y... no cree usted que haya sido el asesino? -¡Oh, bah, cómo! ¡él!... ¡Quite usted, por Dios!... ¡Es el único que nos ha querido en este pueblo! Al juez le fastidiaba, casi le enojaba la torpe buena fe del infeliz... que últimamente, acosado acerca de sobre quién o quiénes pudiesen recaer sus dudas, en vista de los antecedentes que nadie como él tendría de las personas que frecuentaran la ermita o desearan a Isabel..., resolviose a romper su timidez de escarmentado con la confesión de la íntima creencia que guardaba desde que supo la catástrofe: contó de qué manera impensada la noche de autos se detuvo en la taberna, y terminó con una explosión de llanto: -¡Señor juez, me lo dijo d’un salto el corazón, asín que recibí el parte de mi suegro, y pa mí que no pue se más que el Gato el asesino! No le abonaba al Gato su historia; prestábale cuerpo también a la sospecha, el forro del librito, del papel Duc, hallado cerca de Trujillo. Una hora después, compareció el Gato y -a indicaciones suyascomparecieron también Mariano Marzo y el sobrino del conde de la Cruz. La plena garantía de éstos, le exculpaba. Quedó terminantemente establecido que no se separó de ellos un momento; que serían las dos cuando entró Roque en la taberna; que diez minutos más tarde llegaron los caballos; que a las dos y media estaban en la carretera... y mal 339 podía haber gozado del don de ubicuidad para realizar, por otra parte, un crimen que según los médicos y el cálculo de todos, debió de consumarse a las tres de la mañana. Fue puesto en libertad, y Cidoncha en prisión definitiva. No se dudó más. Había que haber visto la diferencia entre el aplomo del Gato ante la horrible acusación, y las tremendas demudaciones de Cidoncha, que no acertó ni a contestar. Hubo aquella noche un conato de pública protesta de la gente del Liceo, y se apaciguó con el ingreso de otros cuantos en la cárcel. Ahora sí; como todo lo relativo al crimen apasionaba a las gentes, el Gato quedó más sincerado de inocencia por las aseveraciones de Mariano y Saturnino sobre la capital circunstancia de no haberse separado de ellos, que no por la exactitud de lo que al tiempo referíase. Muchos labradores habían visto los caballos en la puerta de la taberna hasta bien después de amanecer; y otros, al despuntar el sol, a los jinetes saliendo hacia la feria. -«¡Bah! ¡Estarían borrachos, don Saturnino, don Mariano!... ¿Qué saben ellos nunca, tan célebres, de las horas del reloj?» -se comentó con simpatía. Y La Joya respiraba satisfecha. A cada uno lo suyo. Ya estaba en vías de cumplirse la justicia: el Gato, restituido a las casi consideraciones que la amistad de los señoritos le prestaba, los cabecillas del extemporáneo conato de protesta, en la cárcel municipal, a pasarse a la sombra una semana para que fuesen aprendiendo, y el profesor en aquella de donde se salía para la horca... Reanudáronse las diarias peregrinaciones a la ermita, con el repugnante criminal fuertemente amarrado entre civiles, y la muchedumbre, viéndole los ojos en el suelo, mudo, pálido, cobarde y dolorido por el hierro torturador de las esposas que oprimíanle las muñecas, al paso de la triste procesión quería lincharlo y escupíale y le lanzaba insultos a montones. En previsión de esto, a las órdenes de un comandante, se había reconcentrado mucha Guardia Civil de la provincia. -¡Matailo! -¡Matailo, a ese cochino! -¡Que le apreten la caena! No conformes con que le hubiesen de ahorcar delante de la ermita, algunos proponían encerrarle en ella, tapiarla, y allí dejar que entre 340 los espectros de su crimen, la sed y el hambre le acabasen. Porque cada día, a cada nueva actuación del juzgado, más y más se comentaba la ignominia del que todo lo negaba..., del que no sabía otra defensa que negar... La marca sangrienta, en buena hora recogida por don Pedro, era de su mano; las huellas de pisadas, de sus botas; las manchas del cristal de la ventana, de sus dedos. Una vecina de la Cuesta Melitón, Rita la Loreta, habíale visto al ser de día. Otro vecino, Melchor López, al volver con los caballos también había visto un bulto que se le esquivó, y que juraría que era Cidoncha. Y en fin, en casa del profesor, registrando sus cajones, encontráronse bocetos de pintura con la cara de Isabel, diseños de desnudos (lo cual revelaba la obsesión y la indecencia del hipócrita que quería parecerle tan casto a todo el mundo), un revólver bulldog, una pistola browning152 y un cuchillo que, aunque estaba en la cocina y bien lavado, tenía ciertas impregnaciones de sangre y justo el ancho de las cuatro heridas punzantes de la Cruz. Abrumadora iba resultándole la prueba. Los más contumaces en juzgarle un hombre honrado, empezaban a ceder: Octavio, que hubo de indignarse por la prisión del ex amigo, prometiéndole su inmediata libertad a la comisión de socios del Liceo que estuvo a visitarle; Gómez, que en los primeros momentos amenazó con artículos que encendiesen lumbre en su periódico; los mismos correligionarios de Cidoncha, aplastados, tanto o más que por aquella pasajera detención los más caracterizados, por las declaraciones de Melchor y la Loreta; y hasta Roque, el buen Roque, vacilante ante los datos de la mano, de las botas, del cuchillo..., del cerrojo, que por nada del mundo le habrían abierto su hija y su mujer a unos extraños... Duro le resultaba a Roque creer en tanta infamia de Cidoncha, en tanto maleficio de la fatal belleza de su desgraciadísima Isabel...; pero no menos resistiose a creer la infamia de don Pedro, y por un empeño igual estuvo si manda o no a presidio a un inocente. ¡Gran Dios, a quién pudiera uno confiarse en esta vida!... Sin embargo, una oleada de fe del corazón persistió en decirle que no, que no podía ser el malvado el novio de su hija; y cuando en vista de las circunstancias trató con los abuelos de si debía seguir llevándole a la cárcel la comida 152 Brownig, en el original. 341 que siquiera le libraba del rancho inmundo, el acuerdo fue piadosamente favorable. Don Juan no tendría dinero. El director del Colegio habíase apresurado a «imponerle un castigo», negándole las ciento veinte pesetas de su sueldo devengadas en el mes -así a la abuela se lo dijo-. Por lo demás, esta piedad no les imponía ninguna otra de orden moral a los piadosos que no podían hablarle ni verle: estaba incomunicado con rigor inquebrantable. Tratábase esta noche de efectuar importantes diligencias. Completos y metodizados por el juez los términos de la acusación, el reo iba a sufrir el primer interrogatorio de conjunto acerca de su hazaña. Desde la ermita acababan de traerlo al despacho del Juzgado, que estaba en las escuelas. Venían de una reconstitución del crimen. La Guardia Civil, incluso de a caballo, que habíase visto negra para contener a la nutrida muchedumbre en el trayecto, procuraba ahora aplacar los mueras y silbidos en la vieja plazoleta. Aguardaban el regreso hacia la cárcel, de donde habíase visto traer tres presos para ponerlos en rueda con Cidoncha. Dentro, la mesa del salón, decorada de rojo, alrededor de un crucifijo de plata, ostentaba los objetos de la prueba. Augustamente satisfecho el juez de su pericia, habíale dado al acto resonancia, y llenaban los estrados personas importantes, más o menos compatibles con el santo secreto del sumario: el escribano, el alcalde, los médicos, el comandante y el capitán de la Guardia Civil, el registrador, el jefe de Telégrafos, don Atiliano de la Maza y don Macario Lanzagorta... Sonó una campanilla. Se hizo entrar al reo. El juez tosió, apoyó la frente entre ambas manos, dejó que se agrandase la trágica solemnidad con el silencio, y empezó luego sus preguntas a propósito de las sociales y políticas ideas del profesor. Presentábale libros encontrados en su casa y que él iba reconociendo como suyos: La conquista del pan, de Kropotkin153 ; La sociedad futura, de Grave; Socialismo y anarquía, de Naquet...,154 y otros, en francés. 153 Kropotkine, en el original. 154 La joie de vivre es de Emile Zola (1840-1902), publicada en París en 1884. La sociedad futura, un ensayo de orientación anarquista, es obra de Juan Grave (Breuil, Francia, 1854). Socialismo y anarquía es, tal vez, el título español de La anarquía y el colectivismo (1904), de Alfredo Naquet (Caspentras, 1834-París, 1916). 342 -Otros, señores, en francés, que establecen, como éste, la indecencia descarada del autor y de todo aquel que los posea, y cuyo indecoroso título resístese a mis labios... Lo mostraba. Sobre la blanca cubierta, el título campeaba en letras rojas..., rojas como el rubor que le daba al digno magistrado pronunciarlo. Mas, como muchos no acertaban a leerlo desde lejos, se decidió -apagando la voz para que no lo oyesen siquiera los civiles-: -La joie de vivre, señores. Escándalo. Estupefacción. Asombro, también, por parte de Cidoncha, sobre la ignorancia del juez y de todos. Abandonando su sistema de respuestas secas, tuvo que aclarar: -El gozo de vivir es lo que el título de esa novela significa, y no otra cosa. Sorprendido el juez, y no seguro de que no fuese esto una treta del taimado, disimuló su confusión aprovechando la oportunidad de ordenarle a un alguacil que cerrase una ventana. Los mueras y los gritos no dejaban entenderse. -Bien; resulta, y esto es lo esencial, que es usted ateo, materialista y anarquista. -No, señor; socialista. -Bueno, socialista, da lo mismo; pasemos a otra cosa... ¿Quiere decirme el procesado si siempre trató con los debidos respetos a su novia? -Siempre. -¿Porque ella impusiéraselos a usted, o porque usted se los guardaba? -Por los dos. -Entonces, hágame el favor de mirar estas pinturas. ¿Son de usted? -Sí. -En ésta, por ejemplo, aparece bosquejada la cara de su novia, y detrás un pedazo del cuerpo de una mujer enteramente en cueros. ¿Qué propósitos llevaba usted de traicionar los pudores de su novia, componiendo acaso para su íntimo recreo una estampa pornográfica? -Ninguno, señor juez; ese torso es de una Venus..., y no tiene nada que ver un dibujo con el otro. 343 -Pero de una Venus... sin ropa, conste así. Hecha la indicación al escribano, prosiguió: -¿Se obstina el procesado en sostener que siempre trató a su novia con absoluta, con completa, con perfecta dignidad? -Sí, señor. -¿Así... en redondo? -Sí, señor. -Pues alguien ha visto lo contrario, y está su espontánea declaración en el proceso. Una noche, volviendo ustedes a la ermita, de una procesión, por la carretera, delante usted y la novia, los padres detrás, usted la llevaba la cabeza cerca de la suya y enlazada por el talle. ¿Osa usted negarlo? -No, señor; pero eso no creo que fuese tratarla con indignidad, con indecencia. -¡Ah! ¿Lo cree usted propio de dos personas decentes? Cidoncha se exaltó: -¡Lo creo propio de ella y de mí, señor juez! ¡No tiene derecho nadie a insultar la memoria de la muerta! -Cálmese el procesado. Para defender a la muerta, estoy aquí... contra quien pudo agraviarla en la vida y el honor de manera harto más grave. Consten, señor escribano, dos cosas: que el procesado confiesa haber llevado abrazada en público a su novia, y que se enoja porque a esto se le llama una indecencia... ¡Tal es su concepto del decoro! Pronunciada la filípica, que tuvo la rápida eficacia de abatir al reo, dejose de ironías para decirle mansamente: -Usted, como es lo lógico, había recorrido muchas veces el huerto de la ermita. -Sí, señor. -¿Conoce usted el arroyo que va por la trasera de las tapias? -Sí, señor. -¿Y un tronco seco que cae por fuera junto a éstas? -No, señor. -Lo cual es raro. -¿Por qué? -En primer lugar, porque se le ha hecho a usted esta misma noche gatearlo, y, luego, porque... no sería la primera vez que lo subiese para entrar en la ermita. 344 -¡Para entrar en la ermita, entraba por la puerta! -¿Y nunca por allí?... Contésteme, contésteme. La pregunta no envuelve más que la natural suposición de que bien puede entrar por una tapia un novio cuya novia no se enfada porque en público la abracen. Tornó a inmutarse Cidoncha; pero esta vez forzó su indignación al dolor de una humildad: -Suplico al señor juez más consideración para la memoria de una mártir. -Y yo le recuerdo por segunda vez al procesado -apresurose el juez, duro, a replicar- su falta de derecho para hacerme observaciones. Justamente mi creencia en que la acendrada virtud de la mártir no le permitiría a usted entrar a verla por la tapia, es la que me hace pensar que sin la voluntad de ella entrara usted una sola vez por todas juntas. ¿No fue por allí por donde saltó la noche de autos? Cidoncha cerró los ojos e inclinó la frente. El juez quiso aprovechar el momento de debilidad del acusado. -Si no por allí, diga usted cómo entró. -Por ninguna parte. -Bah, se aferra usted a una negativa para todo, que más le compromete. ¿Cómo demuestra que no pasó en la ermita las horas transcurridas en la noche del 20 al 21 del próximo pasado, desde la una hasta las tres? ¿Dónde estuvo, si no? -En mi casa. Durmiendo. -Eso, fíjese bien el procesado, no es probar lo que importa que nos pruebe. Lo sería si nos dijera: estuve aquí o allí, con tal o cual amigo. -Pero no puedo decirlo, porque no estuve con nadie a tales horas. Estuve durmiendo, señor juez. -Bien, ¡quiere decirse -limitose el sagaz a lamentar- que ese sueño le sería todo lo honradamente habitual que quiera usted, pero que esta vez le perjudica! Cidoncha, más pálido en su palidez, tornó a cerrar los ojos. -¡Hábil, muy hábil el juez! -le comentó Barriga a don Macario Lanzagorta. Sino que éste rechazó: -Hombre, no lo creo. Más bien de esto resulta la inocencia de Cidoncha. ¿Es que le avisaron que iba a haber un crimen, y que él se tendría que sincerar, para citarse excepcionalmente aquella noche con amigos? 345 La campanilla judicial impuso orden al rumor, aunque con una gratitud de aquel que la tocaba y que había oído el elogio de Barriga. Y venía una novedad. El señor juez había tomado una cajita e hizo que un civil se la pasase a Cidoncha. -Examínelas bien. Son del papel mismo que usted fuma, comprobado en la prisión. ¿Reconoce esas tres puntas de cigarro? Miradas, Cidoncha concedió: -Pueden ser mías. -Perfectamente. Han sido recogidas en el cuarto-dormitorio de la madre de su novia. ¿Cómo explica usted que estuviesen en el cuarto- dormitorio? Había causado impresión este detalle, y más la turbación momentánea del mísero acusado. No se esperaba, y sorprendió al fin la reposadísima respuesta: -El cuarto de la señora Cruz es la habitación mas grande y clara de la ermita, en donde, por lo mismo, ella y su hija se sentaban a coser. Yo las acompañaba. -¿Cómo a coser? ¿Eran costureras, o eran panaderas? -Panaderas, pobres panaderas que en los ratos de vagar tenían que atender a sus costuras. -Y... hombre... ¡mire que...! Y... ¿cosieron la tarde del día del crimen? -Sí, señor juez. Desarmado éste, no pudo insistir. Don Macario movía la cabeza, como creyendo más cada vez en la sagacidad o acaso en la inocencia de Cidoncha. Sentía tener que marcharse a Sobrón al día siguiente... Despertábasele el fondo de honradez hidalga y quijotesca que había podido conservar en su apartamiento de la política del pueblo. El proceso ofrecía psicológico interés, y no cabía dudar que acababa de salir Cidoncha de un mal paso. Otro se abocaba: el del cuchillo. Cuando Lanzagorta resurgió de su abstracción, ya lo tenía Cidoncha delante de los ojos. El duelo entre el acusador y el acusado fue terrible, personal, como un exasperado cuerpo a cuerpo. No reconocía el uno la siniestra arma. Subrayaba el juez lo chocante de tal falta de memoria, puesto que el cuchillo, de aguda punta y ancha y afilada hoja, «destinado a usos domésticos en 346 la casa donde moraba el profesor, debía de serle familiar». -«No es un cuchillo de mesa; es un cuchillo de matanza, de cocina». -«¡Eso, eso, justo!... de cocina, de donde lo tomó usted la noche de autos y donde lo volvió a dejar después de... la matanza». -«¡Oh, señor juez!» -«Y el hecho marca en toda su amplitud lo que llamamos premeditación en términos jurídicos». Igual que siempre, a estos extremos, Cidoncha enmudecía y bajaba la cabeza. El interrogatorio prosiguió con visible desventaja para el reo. Una hora, dos..., dos horas y cuarto. Infernal evocación de cómo el criminal hubo llegado a la ventana, asesinado a la madre al ver que era ésta quien le abrió y no la hija, acercádose a la puerta de ésta, que tuvo apenas tiempo de despertar y empujar por dentro, horrorizada..., la lucha, el nuevo asesinato del que no pudo lograr su lúbrico designio..., y para despistar de él, «precisamente», la odiosa violación de una de las interfectas... «¿Por qué, por qué no violó usted, si no, muerta también, a aquella más bella y valerosa joven con quien lo intentó viva inútilmente?» Esta había sido la pregunta maza del indignado valedor de la justicia, y Cidoncha, temblándole la boca, bajaba, bajaba la cabeza. Sólo habíase permitido al principio un argumento: -«Señor juez, en cita o sin cita con mi novia, para entrar hubiese llamado en la ventana de su cuarto, y no en la de su madre». Pero echáronse de menos ¡oh! aquellas epilepsias que hubieron de atacar al farsante en tanto quiso enternecer a la opinión como hombre sentimental y dolorido... Lanzagorta vacilaba, reservándose para los reconocimientos en rueda que se acababan de anunciar. Entrados los tres presos y puestos en fila (no había más en la cárcel: dos gitanos y un buhonero arrugadito), compareció el sereno de la calle Pacos a decir que a las once de la noche de autos, según costumbre, vio retirarse a don Juan Cidoncha del Liceo; le saludó: -«¡Vaya usté con Dios, don Juan!» Este estaba conforme con la exacta referencia. Y apareció Melchor. -¿Conoce usted al profesor del Colegio de esta villa don Juan Cidoncha? -No, señó. -¿Ni de nombre? ¿Ni de vista? 347 -No, señó. -Perfectamente. A las dos de la noche del 20 al 21 del pasado, yendo usted con unos caballos a la taberna de su amo, Pedro Ramas, vio usted un bulto como de persona bien vestida que al sentirle se escapó. ¿Sabe usted quién era? -No, señó. -Si se lo presentaran a usted, ¿sería capaz de reconocerle? -Dispense usía...; le vide tan de prisa que no sé... -Bien. Tenga la bondad de examinar a esos cuatro hombres, y decirme si es alguno de ellos. Momentos de congoja. Imposible más sincera la nobleza del testigo. Se fijó, se anubló su cara, y dijo, señalando a Cidoncha con el dedo: -¡Ese es! A las consideraciones del juez sobre la fugacidad con que habríalo visto aquella noche y lo grave de la acusación, no sabía más que insistir convencidísimo: -«¡Ese es! ¡Ese es!» Y Cidoncha, con su faz sardónica, bajaba la cabeza. Patente la contradicción. Había dicho que se recogió a las once, y a las dos andaba por las sombras de La Joya. La angustia subió de punto al presentarse la Loreta -una mujer de treinta años que tenía toda la traza de una honrada campesina-. Preguntas previas, y en seguida lo importante: -Vive usted en el arrabal que da frente a la cruz. A las cuatro de la madrugada del 21 próximo pasado, habíase usted levantado y abría la puerta para que saliese con la yunta de borricas su marido. De pronto, estando éste en la cuadra, usted vio pasar un hombre, y se asustó, por su modo extraño de ir casi corriendo. Repuesta, se asomó usted un poco y le divisó debajo de un farol, en la esquina todavía. ¿Le conoció usted? -No, señó. Únicamente me paeció qu’era un señorito. -Hágame el favor de mirar si pudo ser alguno de estos hombres. Se hallaba afectadísima, la pobre labradora. Desde luego que giró y divisó a los presos a su espalda, el espanto descompúsola los ojos. Retrocedía, fija en Cidoncha. Hubo que darla agua. Al fin habló con honrado y sordo acento; más aterrado por las previas advertencias del juez acerca de que sus palabras pudieran llevar a un inocente al patíbulo. 348 -...Debo confesal que aquella noche, señó jue, (y a mi hombre se lo dije), me paeció mesmamente el que corría el señorito Saturnino, el sobrino del señol conde, poco ma-j-o meno del cuerpo y naturá d’este señol; no salió de dambos de nosotro, por sel tan grave, al sabel al meyodía que habían matao a las de l’armita; pero mos dijimo yo y mi hombre: -«¡Fue el d’anoche!» Y ahora, señol jue, al vel a este señol y sabel que este señol mató a las probes de mi arma, que clavás las tengo aquí, ¡Dios premita castigalme si m’engaño! pero tengo que decirlo: fue el qu’aquella noche pasó juyendo por mi puerta. El concurso se fijó en que Cidoncha era menos enclenque que el sobrino del conde de la Cruz, a la verdad, pero no más alto; en lo obscuro, bien pudo ser tomado el uno por el otro. Y era tal en la mujer aquella la honrada equivocación de su mentira, de su confusión, pues no cabía duda que habría visto pasar a alguno; de su autosugestión por el ambiente de monstruoso error formado en torno al crimen, que el mismo Cidoncha lo advirtió. -Señora -dijo austera y dulcemente-, por ese Dios que invoca la ruego que repare... Un espasmo de la asustada y un fuerte rumor hostil del auditorio, impidiéronle seguir. Entonces sintió el frío de todos los humanos desamparos, y doblando más abrumadamente que nunca la cabeza, tuvo que apoyarse en el banco. Todo concluido. Era la una y media de la noche cuando con su ruido de cadenas y escoltado por los guardias, emprendió entre la apretada muchedumbre el retorno hacia la cárcel. -¡Matailo! -¡Cochino! ¡Cochino! ¡Criminal! -¡Matailo! -¡Matailo de un jinchazo! A la misma hora, en casa de la Pelos, llegando el uno cuando el otro iba a salir, los dos por la Guerrita (una de aquellas «toreras» cordobesas que habían vuelto de Trujillo), Saturnino y el Garañón daban lugar a un suceso lamentable. Pocas palabras de Saturnino, que iba como una cuba; tirada de puñal..., e inmediata ristra de puntapiés y trompazos del Garañón, que le dejaron fuera de combate y sangrando de las muelas. Las mujeres, sin cuya intervención habría 349 pasado más, recogieron del suelo el puñal y a Saturnino. Quería lanzarse por la puerta tras el otro y revolvíase contra las que, sujetándole, se burlaban también un poco de su segunda tardía acometividad y de su cobardía. -«Pero, niño, que te v’haser porvo... ¿ónde quies tú i?»... La Guerrita, enchulada sin duda con Gregorio. Ciego Saturnino, quiso coger el puñal y matarla, al tiempo que vociferaba en una especie de demencia sus títulos de bravo: -«¡Ven, so guarra! ¡Sal de ahí! ¡Verás si tengo agallas para matar a una mujer!... ¡No sería la primera... que me he visto de sangre hasta las corvas, so guarra, so cochina!»... Acudió un sereno al griterío. Le calmó. Le dio respetuosa escolta por la calle... Entonces la Guerrita abrió la alcoba y salió desemblantada. -¡Est’es er qu’ha matao a esas mujeres de la ermita! -le proclamó a la Pelos y a la otra-. ¡En Trujillo me enseñó un arañazo así en sarva sea la parte, y me dijo que la que se l’había hecho a patás con las uñas de los pies, fue a contarlo al otro mundo! ¡To porque yo me enfurrusqué y quería dormir y él no quería! -¡Quítate, criatura! -¿Que no, tía Pelos?... ¡Por éstas! ¡Había que ve cómo llevaba de sangre la camisa y de gorpes toíto er cuerpo! El terror retrospectivo de la joven, se impuso a su paisana y a la Pelos. Esta aconsejó: -Pues, chito, y a callá. Sea u no sea, na de dile con el cuento a la justicia. Y a la misma hora, Octavio, aristocrático y gentil, dichoso con su doble conseguido ensueño de la representación en Cortes y de tener por amante a una condesa..., a la bellísima condesa hablábala del crimen en el noble lecho perfumado, durante un reposo de sus ansias. Nadie lograba sustraerse a la obsesión de las muertas de la ermita; ni Ernesta, un poco supersticiosamente sobrecogida de terror por los dramas que la belleza de una mujer podía engendrar, por la tragedia que la belleza de la pobre Fornarina había causado..., ni Octavio, ex íntimo amigo del matador, sin saber que fuese un monstruo. 350 Gozaban la luna de miel, interminable, yendo él a pasar las noches enteras con ella, excepción hecha de algún sábado...; y ella, tan dichosa como él, ya calmada su conciencia de traición, había ido advirtiendo con sorpresa de cuán extraño modo este cielo secreto de su carne y de su alma reconciliábala completamente con La Joya, con la vida, y volvíala mejor y más amable, incluso con el conde. Ahora, sin embargo, de espaldas sobre el brazo del feliz, en abandono de infinito, jugando con una rosa, según costumbre suya, a s’effleurer unas veces los ojos, otras los labios y otras las puntas de los senos, siempre altivos y gloriosos en la gloria de su busto estatual, estremecíase al vago horror de una pregunta: -¿No crees tú que me mataría el conde si alguna vez nos sorprendiese? «El conde». Nunca decía «mi marido». Placíala así ponerse en una situación teatral como de leyenda, como de ruido de historias y blasones, para más avalorar el dulce y augusto sacrificio a que el amor hubo de arrastrarla. Con toda naturalidad sabía corresponder el hidalgo amante a la alcurnia de este sentimiento, y contestó: -Para matarte ¡oh, condesa mía!..., para matarte, Ernesta, antes tendría que matarme a mí. Solemne. Perfectamente caballeresco y romancesco. Tanto, que en otro estremezón repuso Ernesta -tal vez después de imaginarse, sobre las sedas mismas de esta cama, negra y con la lengua fuera, estrangulada por el conde-: -¡Oh, no! Pero es que yo no quiero morir... ¡Qué fea dicen que quedó la Fornarina!... Y esta caída a lo humano, a lo mortal, a la realidad de lo vulgar..., hizo a Octavio sonreír y ver también «al conde» en su vulgarísima realidad de vejete cursi y preocupado de los quesos y el aceite. -¡No le sería tan fácil matarme ni matarte, al pobre de tu marido! -exclamó, dándola un beso de succión de caramelo en una oreja, que no era, en verdad, muy legendario, al quedarse atenido a la otra única e inconmovible realidad de la hermosura de la hermosa. Filósofo a la moderna, a la vez que aristócrata a la antigua, se puso a razonar acerca de estas cosas de muertes y crímenes y amor. Cidoncha había matado salvajemente a su novia por verdaderos 351 atavismos salvajes del modo como España seguía entendiendo las cuestiones sexuales: las mujeres un perenne juego platónico de provocaciones y esquiveces; los hombres, una perpetua irritación de insaciadas rabias pasionales, y la consecuencia natural, harto frecuente, la puñalada, el escándalo, el melodrama bufo y triste del honor y de la vida. A impulsos de un mal comprendido paganismo, al que le faltaba el gesto de arte consustancial de Grecia, París, en cambio, había saltado de pronto a una reacción exagerada: la del libre bestialismo, más o menos bien vestido..., la de la desvergüenza de la mujer, que sin el sentido de la delicadeza que les da a los hombres la instrucción, y perdidos los pudores, llegaban a la indiferente y torpe ostentación, igual que de la cara, de los más escondidos rincones de su cuerpo. Esto era asqueroso, por mucho que una refinada perversión quisiese sublimarlo... Y él, Octavio (y constábale deliciosamente demás a Ernesta), sabía arrancarle al amor carnal todas, todas sus delicias, sin que ninguno de los dos perdiese aquel perfume de alma ni ella el del recato que hacíala semicubrirse rápidamente entre las sedas así que había pasado el deliquio de pasión. -A bas les pattes!155 -entraba ganas de decirles a las francesas con el apache estribillo parisién. Deducía: -Tal el amor civilizado, mitad animal, mitad angélico..., y entre París y La Joya, justamente, con nuestro amor, Ernesta mía, flota la verdadera definición del digno humano amor del porvenir. Verás, recorramos un poco la historia... -Oh, là, là -le interrumpió en francés, trop humaine la condesa, más humanizada por aquella fulgurante alusión a sus delicias-. Tu n’est pas un ange, toujours, bien vrai!... à m’étouffer, à m’épanouir, à me tuer, méchante..., à me faire mourir de toi et de la rageuse envie d’appeler156 à tout le monde à mon secours!...157 155 A bas les pattes!: estribillo de una conocida canción de music-hall (“A bas les pattes s’il vous plait”), con referencias sicalípticas y argot de la prostitución. 156 Diapeller, en el original. 157 “¡Tú no eres un ángel siempre, es verdad!... para atontarme, para desvanecerme, para matarme, para hacerme morir de ti y del rabioso deseo de llamar a todo el mundo en socorro mío”. 352 En castigo, dejando de filosofar, quiso infligirla Octavio nuevamente el tormento de los cielos..., y ella lo impidió, rota, muerta todavía... -¡No! ¡déjame, por Dios!... Formales ahora, muy formales. Sabes que quiero decirte una cosa de importancia, y puedo decírtela al fin: mis dudas, nuestras dudas del pasado mes, ya no lo son... ¡Alégrate, Octavio de mi alma!... ¡Estoy embarazada! Ansiada novedad. Contingencia esperadísima. Salvo el temor de Ernesta a que él la quisiera menos cuando el vientre la creciese, los dos se volvieron locos de alborozo. Y el resto de la noche lo pasaron calculando el modo de que Octavio se ofreciese de padrino en cuanto ella proclamara públicamente la noticia... Una siesta, Melchor, tumbado en un poyo del portal, miraba andar las moscas por el techo y pensaba en cómo diablos podrían las moscas andar cabeza abajo... Luego púsose por milésima vez a pensar que el Gato se llevaba el producto casi entero de lo que en esto de la emigración trabajaba él, y no el Gato, por los pueblos; que el Gato se divertía de juerga con los señoritos, mientras que a él teníalo como un criado en la taberna; que el Gato se calzaba mensualmente treinta duros, y él quince nada más, de lo que en Madrid ganaba Petra; que el Gato le impedía, de miedo a que le cortase el pescuezo, irse a Madrid para llevarse la primer vida con su mujer y sus cuñadas... Y repentinamente, pensando también que si ahorcasen al Gato él pudiera realizar aquel empeño, se levantó, atrancó la puerta de la casa, buscó pluma, tintero, una hoja de libreta, y púsose a escribir, empleando en cada letra media hora: «SeÑo juEr. debOd ecirle Asuseñaría qel Gato es quien amatao las de la Hermita poR ayudaunos señorito der pueblo». Cuando el señor juez recibió este anónimo, lo leyó y lo releyó, lo consideró, lo meditó unos diez minutos y lo tiró al cesto de papeles. Sólo que se le ocurrió en seguida que podría servir quizás de contraprueba, en el caso de ser necesario o conveniente descubrir que lo hubiese escrito algún oficioso amigo de Cidoncha, y lo recogió y lo unió a los autos. -¡Bah! -pensó- alguno del Liceo. 353 XVI Atascado en lo horrible el monstruo de ignominia que fuese el profesor, el empujón de la justicia no lograba últimamente hacerle avanzar mucho hacia la horca. El juez desesperábase. Ni aun habiendo recurrido al secreto y siempre eficaz recurso de dejar que le apaleasen, que le torturasen de mil modos, acababa de arrancarle nada decisivo. Un día pusiéronle el cuerpo negro a vergajazos, curados después con vinagre y sal; otro le acuñaron los tobillos y rompiéronle un dedo de la mano por torsión..., y allá seguía, en su incomunicación completa de la cárcel, flaco y blanco como un espectro, lleno de barbas como un ogro, tirado entre las ratas y los guiñapos de su cueva como un guiñapo más, mudo, pidiendo, antes que confesar, que acabaran de matarle... Sí, sí..., el pueblo se resignaba mal a aquella paralización en medio de la angustia; Gómez volvía a pedir en La Voz de La Joya el nombramiento de un juez especial, y don Arturo, que había ido consiguiendo borrar la antipatía de su aspecto de tardo y arrugado sapo con su enorme actividad en este proceso (el primero en que para lucir sus dotes dejaba libertad don Pedro Luis), se desesperaba y tornaba a recaer en el público descrédito. 354 Las puntas de cigarro, las huellas de la mano y los dedos, la ventana sin fractura, el cuchillo, los lúbricos dibujos, los testimonios del sereno, de Melchor, de la honradísima Loreta..., el cúmulo de abrumadores datos, en fin, amontonado en los primeros días con tanta rapidez, no acababa de confirmarse, ni con una confesión o siquiera cotradicción del pertinaz, ni con el hallazgo de ensangrentadas ropas o de cualquier cosa de terminante acusación -tan repetida y minuciosa e inútilmente buscadas en su casa-. Al revés, en cuanto de un modo personal refiriose a la prueba por Cidoncha, más bien se perdía el terreno. Habíasele permitido escribir a su familia sin otro objeto que confiarle en que no se le revisarían las cartas, y abiertas las suyas y las respuestas y vueltas a cerrar con cuidados exquisitos..., ¡nada! ternuras, austeridades, la misma hipocresía... «Se me acusa, ¡oh, ya veis! de haber sido el asesino de Isabel». «Ayer me quitaron el retrato de ella que guardaba en la cartera. Era mi único consuelo de fe y de llanto en este encierro. Mandadme aquel pequeño que os mandé». «No, no vengáis. Lo paso bien. El padre y los abuelos de Isabel me siguen enviando la comida. El error, madre, se desvanecerá tarde o temprano, y yo seré quien vaya junto a ti. Giradle únicamente, si podéis, algún dinero a Roque»... Habían venido su padre y un hermano, habían vuelto a marcharse con el desconsuelo de no poder ver al criminal, con la pena de no poder hacer en su descargo absolutamente nada más que dejarle al juez otras antiguas cartas del malvado, y su presencia de pobres campesinos no había servido, en todo caso, sino para rectificar el que Cidoncha fuese de distinta condición social que Isabel, por su origen de familia, y aquellas nuevas cartas no habían hecho más que corroborar la hipocresía de sus cariños. «Madre, esta mujer es una santa, me casaré con ella, y estarás orgullosísima de la madre de mis hijos». «Creo que en octubre se efectuarán al fin las oposiciones. Las ganaré, y la boda se efectuará inmediatamente»... ¡Nada! ¡Nada!¡Nada!... Así habían ido transcurriendo los días y las semanas; así quedaban como única, fría y triste verdad en el camposanto aquellas muertas, gala de La Joya poco hacía con su virtud y su belleza, y que ahora con su horrible gesto eterno esperarían el rigor de la justicia de los hombres. Y así amenazaba transcurrir Dios supiese cuánto tiempo. 355 Pero terco, más terco que Cidoncha, el juez no se rendía. Otra paliza. Otro invento de tortura, encargando a los guardianes que voceasen los nombres de Cruz y de Isabel y que diesen gritos como de ultratumba por las noches. Otra y otra investigación desbaratando muebles, alzando uno por uno los ladrillos y excavando en los corrales de la casa del bandido... Cuando menos, esto, que permitía no cesar en las siempre aparatosas salidas del Juzgado, entretenía las ansias de don Pedro Luis y del pueblo entero, sobre todo, extraviado en fantasías locas que servíanle de pasto a la sorda murmuración con motivo de las frases por Saturnino pronunciadas en casa de la Pelos... Él habría sido el matador..., durante alguna de aquellas furiosas inconsciencias de demente a que las borracheras le arrastraban; y Saturnino, el dignísimo sobrino de condes y marqueses, con su mera presencia hacía cesar las conversaciones del crimen en cuanto entraba en el Casino; no las sacaba nunca, por su parte, y extrañando aquella muda hostilidad, se iba pronto y se emborrachaba solo, para olvidar la exaltación infame y pasajera de las gentes. Mariano Marzo, harto de ser acosado con la absurda especie relativa al camarada, en las tertulias también había ido a refugiarse en los desiertos de un cortijo. Y he aquí que una tarde, Roque, que venciendo su horror hacia la ermita por el no menos horrible afán de descubrir a los malvados, solía acudir a ella desde que los demás la fueron dejando en abandono, tuvo un hallazgo singular: un farol, rodado frente a la fatídica ventana bajo las terreras hojas anchas de unas matas de sandía... Era nuevo. No era suyo. Si perteneciese al criminal y estuviese allí desde la noche lúgubre, bien claro proclamaba la torpeza con que la gente de justicia, después de tanta búsqueda, hubo de buscar. Desconfiado de estas gentes de justicia que de tal manera torpe y cruel mantenían la acusación contra Cidoncha, tomó el farol, no dijo una palabra, y entregose a indagaciones por sí mismo. Al día siguiente, Benito López, uno de los tres hojalateros de La Joya, reconocíalo como construido en su tienda para el Gato: fecha, dos meses atrás: reconfirmaciones absolutas, la del oficial que lo manufacturó, con el detalle de las correderas de recambio para aceite y para vela, y la del aprendiz que lo llevó... ¡Ah! nuevamente brincó en las entrañas de Roque el instinto que gritábale que no podía ser más que el Gato el asesino. Llorando 356 recabó y obtuvo de los hojalateros la promesa de no negarle al juez la que a él le confesaban, y llorando de triste certidumbre le llevó el farol al juez..., que enfurecido al pronto con Roque por suponerle obseso contra el Gato y capaz incluso de querer perjudicarle con cualquiera falsedad, acabó reconociendo que no sería fácil que el farol estuviese en poder del pobre Roque, medio tonto, si no lo hubiese hallado tal como lo decía. Hizo, pues, comparecer a los tres hojalateros, y recordó, en fin, a la vista de las rotundas afirmaciones, el forro del librito manchado de sangre, y el anónimo (ya probado de letra extraña a Roque y a sus suegros) en que señalaban la complicidad del Gato para «ayudar a un señorito». Bah, esto sí, principalmente..., porque no destruía la realidad fundamental de que el señorito era Cidoncha. Noche de reconstitución mental de hechos y de nuevas reflexiones para el juez. Recluido en el Juzgado, hasta las doce permaneció con el anónimo y el librito delante de los ojos. Este había cobrado una importancia colosal desde que, enviado a la Real Academia de Madrid, fue devuelto con un autorizadísimo dictamen: sólo eran de sangre humana sus manchas, y no las del cuchillo. Por cuanto al anónimo, decía: «...poR ayudaunos señorito der pueblo»...; y dejando por cuenta de la malísima escritura aquellas de unos en plural, quedaba un señorito... ¡Cidoncha! Todo le iba bien a don Arturo mientras no le quitasen al profesor de entre las uñas, y hasta convenía la novedad con las dobles huellas de pisadas de la ermita. «Cidoncha habría pagado al Gato para que sujetase o matase a la madre en tanto él se entendía con Isabel». Sin embargo, prudente, e imitando el proceder de Roque, al otro día recorrió en persona los estancos. Pudo sentir el sagaz los calofríos de su victoria: la marca de libritos Duc158 únicamente se expendía en dos; y en el más próximo a la oficina-taberna del Gato, comprobáronle que éste «la gastaba». Orden de detención. Otra comparecencía del Gato, tan sereno, en el Juzgado; pero esta vez, tras de sus contradicciones y negativas en sus careos con Roque y los tres 158 Duc: marca comercial de un librillo de papel de fumar francés con una ilustración de influencia “modernista” en la portadilla. 357 hojalateros acerca de que el farol fuese suyo, con su cínica serenidad y todo, fue a la cárcel. Tres días después, grandes noticias recorrieron eléctricas La Joya; la culpa de ambos presos estaba manifiesta: el señor juez, que siempre ahora personalmente dirigía las investigaciones, y que, calculando que el doble rastro de sangre por la puerta y la tapia deberíase a que los criminales se apartasen al salir, escapándose Cidoncha por el lado del arroyo..., entre el alpechín159 y los limos del fondo del arroyo había encontrado un encendedor mecánico de níquel, caro, con mecha y borlas de seda, de los que para fumar usan nada más los señoritos, y en el pozo del corral del Gato una chambra de campesino y un cuello planchado y unos puños sin gemelos, horriblemente manchado todo ello de sangre. Los hechos comenzaban a arrojar sobre el proceso sus terribles elocuencias: «el Gato y Cidoncha se habrían reunido en la casa de aquél, después del crimen, para lavarse, para mudarse de ropas, para hacer desaparecer todos los rastros...; y se recordaba que no fue a las dos, sino ya al amanecer, cuando muchas gentes habían visto al Gato con Marzo y Saturnino partir hacia la feria; que bien podía el Gato haberse separado de éstos una hora a pretexto del arreglo de su mula en el corral, que hasta tal cosa de tener con él toda la noche en la taberna a personas respetables pudo ser para el taimado la preparación de la coartada..., y que, fiando en que Marzo y Saturnino estuviesen como uvas, Cidoncha osara volver a la casa del cómplice, quizás saltando también por tejados y bardales. Y últimamente, si en el pormenor pudiese haber puntos confusos, en lo principal, en lo tan esperado por todos, en la prueba de hechos y de cosas, allí estaban el farol y la chambra del Gato..., el mechero, los puños, el cuello y el pañuelo de Cidoncha. ¡Claro es que ninguno de los dos reconocíanlos como suyos! Pero ¡ya era esto lo de menos!» Volvía el proceso a la agudeza de interés, con sus declaraciones solemnes y sus procesionales salidas de los reos y del Juzgado. Entre los hierros de las esposas veíasele al profesor (que ya no era sombra 159 Alpechín: líquido oscuro y fétido que sale de las aceitunas cuando están apiladas antes de la molienda y al ser molturadas. 358 de sí mismo, sino algo inmundo y repugnante) una mano entablillada, y entre las barbas, equimosis160 y heridas de los golpes. El Gato, en su primera conducción a la ermita, no llevaba por la cara señal de golpe alguno; en las siguientes, sí, y esto confortaba a las gentes. Le habían odiado tanto como le habían temido, en particular el grupo de señores por él atracados tiempos atrás, al salir de la ruleta; y bien sujeto esta vez por las argollas de un delito más terrible que la muerte aquella del pobre aperador, casi se alegraban de que lo hubiese cometido para verle, al fin, en rápido camino hacia la horca..., de donde no se vuelve, como de Ceuta... -¡A la jorca! ¡a la jorca con los dos! -¡Matailos! -¡Cochinos! ¡Granujas! ¡Criminales! A Cidoncha temblábale la boca de dolor, y no alzaba los ojos. El Gato lanzaba miradas tremebundas. Una noche se desmayó en la plaza una joven forastera. Era la Guerrita, llegada con la Pelos a presenciar la triste procesión, igual que el pueblo entero de La Joya. -¡Pobresillo! -había exclamado con gran estrépito de llanto al paso de Cidoncha-. ¡Debían sortarlo y prendé a... otro, que asín son las cosa d’este mundo! Y como oída y comprendida por unos socios del Liceo, éstos iniciaron en favor de su ex jefe una protesta, la Guardia Civil, por lo pronto, de orden del juez, realizó tres o cuatro detenciones; de orden del alcalde, a las veinticuatro horas se hizo salir de La Joya a la Guerrita, y, antes de terminar la semana, quedó clausurado el Liceo y disuelta la Sociedad Obrera, de orden del señor gobernador de la provincia. ¿Oyó, entendió Cidoncha aquellos gritos, que en su rigurosa incomunicación de cuarenta y tantos días llegábanle como primero y mínimo consuelo? Acaso no. Atravesaba ya la multitud envuelto, con la fija imagen de Isabel, en la majestad de su calvario. Las injurias, los escupitajos 160 Equimosis: mancha lívida, negruzca o amarillenta de la piel o de órganos internos a consecuencia de un golpe. 359 de abominación caíanle sobre una coraza impenetrable. Dijérase que no esperaba ni deseaba sino la purificación de la ignominia de la muerte para unirse, en no se supiese qué regiones de pureza, mártir también, con la bella mártir por la afrenta y la barbarie arrancada de la vida. Por eso no advertía siquiera que desde que prendieron al Gato, el odio, mayor a éste, o lo que fuese, amenguaba las públicas sañas contra él. Por eso no advertía tampoco que en la especie de teatro fúnebre en que las vanidosas tolerancias del juez seguía convirtiendo para unos cuantos los interrogatorios del proceso (don Atiliano de la Maza, el registrador y el jefe de Correos, Lanzagorta..., Gil Antón, ahora llegado con sus estrellas de teniente), la antigua cerrada hostilidad de los extraños iba dulcificándose en piedad. -¿Conoce usted este cuello y estos puños? -No, señor. -Vuelva a fijarse bien. No están limpios; pero puede reparar en la forma y los pespuntes y decirnos si son suyos. -No, señor. La suegra de Roque tampoco los había reconocido como pertenecientes al profesor, cuya ropa lavaba y planchaba. Además, el cuello de pajarita; y Lanzagorta y muchos recordaban que Cidoncha usábalos a la marinera. -Vea el procesado con más calma que otras veces si es de su propiedad este mechero. Lavado del cieno del arroyo, aparecían nítidos su níquel y el sedoso borlón verde y escarlata de la mecha. -No, señor -dijo monótono Cidoncha, sin más que una leve obediencia de examen por mera cortesía. -Pero ¡señor! ¡Si no se fija usted!... ¡Hágame la merced de tomarlo entre las manos! Obedeció Cidoncha, venciendo las fatigas infinitas que le causaban la pesadísima cadena y las más pesadas y estúpidas preguntas; y, sin mirarlo apenas, insistió con desaliento, después de unos segundos: -Para afirmar que no es mío, no creo tener que fijarme, señor juez. No he gastado nunca encendedor. Roque, los suegros de Roque, el director del colegio y varios socios del Liceo, efectivamente, habían hecho constar que nunca le vieron a 360 Cidoncha este lujoso y llamativo mechero, ni ninguno. Para colmo, Lanzagorta y el señor de la Maza, que veíanlo limpio por primera vez, se estaban cambiando visajes de horror y de sorpresa al recordar aquel colorinesco borlón de sedas pendiente del bolsillo de Saturnino de la Cruz. -«¡De él, de Saturnino!» -«¡Sí, de Saturnino!» -cambiaron en voz baja. Y lo mismo que ellos, seguramente, corroboraríanlo cuantos estaban hartos de admirarle o de envidiarle al sobrino del conde el bonito encendedor comprado en Córdoba. Habíalo sacado siempre en el Casino con igual fanfarronería que lo llevaba por las calles con la borla fuera del bolsillo, a modo de punta de pañuelo, y él propio les explicaba que tal era la moda de llevarlo, y de seda la mecha, por eso, a cuantos extrañaban que así se lo guardase. ¡Ooooh! ¡Gravísima la consecuencia de este indicio!... Pero, volvía el juez a las preguntas, y don Atiliano y don Macario le restituyeron su atención. -En la noche del 20 al 21 de mayo, luego que a las once hubo salido del Liceo, ¿estuvo usted haciendo tiempo por las calles, o en su casa, para ir después a una taberna? -No, señor. -¿Conoce usted a Pedro Ramas Izaguirre, llamado el Gato, vulgarmente? -Sí, señor; de vista y de nombre. -¿Desde cuándo? ¿Tiene con él intimidad? -No le he hablado nunca. -¿Hasta la noche del crimen? Silencio e inclinación consabida de la frente en el reo. Indignación e impaciencia en el juez. Se hizo pasar al Gato. Tanto más su situación se había empeorado, cuanto que la sangrienta marca del paño de la mesa y las huellas de rústicas pisadas, examinadas mejor por los médicos Carrasco y Pardo del Corral, en vista del fracaso de Barriga (que afirmó de sangre humana las del cuchillo en que hubo de negarla la Real Academia de Madrid) coincidían exactísima, palpable, indubitablemente con su mano y con los zapatos de clavos encontrados en su casa. 361 -¿Dónde arrojó usted el cuchillo con que mató a Cruz López Benito? -En denguna parte. Yo no he matao a naide, señor jue. -¿Nunca? ¡Hombre, qué inocencia! ¿Ni al aperador del señor Rivas? -Por aquello cumplí lo mío, y na tie naide que decí. Tosió significativo Lanzagorta. Letrado también, desaprobaba los comentarios y la manera de interrogar del compañero. -Bien. Si la blusa hallada en el pozo de su casa no es de usted, según afirma, ¿cómo explica que en el pozo se encontrara con los puños y el cuello del procesado Cidoncha? -¿De quién? ¿D’este señó?... No lo puo explicá de mo denguno. Si ér tiró er cuello y los puños ar pozo de mi casa, ér tiraría tamién la blusa y sabrá de quién demónganos pua se. -¿Conoce usted a don Juan Cidoncha y Moyo? -No, señó. -¡Hombre, qué afán de negar y de contradecirse! ¿No acaba usted de decir que es este señor? ¿No comprende que así se perjudica? -¡Contra! Qué prejudica ni... Conocele claro está que le conozco, sobre to dende que con ér m’han traío ostés aquí...; pero, vamos, quio decí que no le trato. -¿Que no le trataba usted..., hasta la noche del crimen, o, con más exactitud, hasta que algunos días antes le buscase a usted para ajustar la muerte de la Cruz López por un tanto? -¡Coile! -revolviose el Gato hacia Cidoncha-, ¿ér ha dicho eso? -No -se apresuró a aclarar el juez-. Lo digo yo, infiriéndolo de hechos comprobados. -Pos miente osté, señor jue... y perdóneme su señoría. Fue llamado al orden. Lanzagorta volvió a darle al colega de la Maza con el brazo y aun le susurró: -«¡Se le emplea! ¡Es torpe y tonto don Arturo como él solo!» Y siguió el contrariado juez su táctica de supuestos: -¿Cuánto percibió usted de Cidoncha por el compromiso de ayudarle? ¿Cien pesetas?... ¡Hay motivos que permiten creer que cien pesetas! -Pero, ¡hombre! ¡Por las ánimas bendita, señor jue! ¡Cien peseta!... ¡Bueno! ¡cien peseta!... ¿Es que asín, sin más ni má, pa matá un cristiano, por cien cochinas peseta cre osté que se pue comprá un hombre como yo, que gana er triple en una hora que quia en su oficio 362 regolverse?... ¿Es, además, que cre osté que en toa su vía ha podío tenel este señó pa mandal rezal a un ciego?... ¡Hombre, señor jue, por Dios y por los santos, que va osté iciendo casandés que canta el credo..., y usía que disimule si le farto! Irrespetuosa la réplica, pero formidable el argumento. El profesor, que apenas había tenido para comer en casa de unos pobres, mal tendría para comprarle el compromiso de su vida a un hombre que nadaba en la abundancia. Y se desconcertaban el juez y el auditorio, porque si resultaba absurda la complicidad de ambos procesados por dinero, más absurda resultaba por una alianza de amistad que nunca habían tenido; a estas cosas se iba con los íntimos, y nada más -y justamente los íntimos del Gato, por colmo de confusión y de ironía, y por mucho que en su contra hablaran los hallazgos del pozo, eran dos personas respetables que persistían en declarar no haberse separado de él aquella noche-. Un lío. Un lío del que el juez no sabía desenredarse. Como siempre, cortó su irritación haciendo salir a los presos. Un alguacil se le acercó, a una señal imperceptible. -«¡Que le den leña en firme, hasta hacerle confesar!» -«¿A los dos?» -«¡No, al Ramas!» -limitó el juez, compadecido siquiera del contraste de humildades de Cidoncha con las insolencias del Gato insolentísimo. Y dio por terminada la sesión. -Bueno, compañero -manifestábale en la puerta Lanzagorta-; ¡para mí que Cidoncha es inocente! Bufó el juez y le dejó con el sarcasmo de aquella fe en las inocencias de un canalla entre los labios. A pesar de lo cual, no fue otro que el tema de la posible inocencia de Cidoncha, defendido por el bilioso y corpulento don Macario, y aun apoyado por don Atiliano de la Maza, el comentario de la tarde en el Casino. Ambos aludieron insidiosa y repetidamente al bonito encendedor..., aunque sin permitirse nombrar a Saturnino, como no lo habían hecho ni entre ellos propios a la vuelta del Juzgado, por no agravar el terrible rum-rum que corría respecto a aquél, con algo de directa y fundada inculpación, ya más que terrible. «¡Ese hombre, ese desgraciado de Cidoncha, no debía seguir un minuto más en la cárcel!» 363 Tal la conclusión de Lanzagorta, aprobada por muchos, y especialmente por Gil Antón, con la indignada entereza del justiciero y recto espíritu militar aprendido en la Academia. Y... ¿qué? ¿Por qué no se veía a Saturnino en las tertulias?... ¿Era que, siendo un criminal, temíale a su conciencia, o que, siendo sencillamente un cobarde, huía del Garañón, desde aquella tanda de trompazos en casa de la Pelos?... Preso el Gato, enemistado el Garañón, Marzo en su cortijo, el Curdin-club se había disuelto, o cuando menos, quedaba reducido a la pareja que formaban su eternamente mudo e insociable presidente y el sobrino del conde de la Cruz. Uno y otro, sin hablar ¡muuú!, borrachos como cubas, cruzaban sombríos el pueblo, recorriendo las tabernas. Pero la opinión obstinábase cada día más en creer culpable a Saturnino. Siempre usó los cuellos de pajarita, y era, principalmente, abrumador el dato del mechero. La misma pertinaz ausencia del noblote Marzo le acusaba, porque querría significar, sin duda, que sabría el crimen, realizado por su amigo y por el Gato, mientras él aquella noche, apercibiéndose a la feria, hubiese ido a su casa por dinero y por el potro; y que por no tener que defenderle o delatarle se apartaba de las gentes. Volvía el proceso a atascarse, entre la irritación creciente de La Joya. El juez volvía a recibir anónimos, tachándole de inepto. Algunos, tres, cuatro, en pocos días, de letras varias y correctas, indicaban: «El encendedor es de Saturnino de la Cruz». ¡Caramba! Otro, otros dos, en poco tiempo: «El encendedor es de Saturnino de la Cruz». Acabó por preocuparse. Alejado de tertulias, y sordo a insidias de la vulgar maledicencia, los públicos rumores no llegaban hasta él. Los rechazaba, los atajaba cuando se los querían comunicar sus subalternos, como había hecho al intentar don Macario razonarle la inocencia de Cidoncha. Un sensato magistrado, y principalmente si ya tenía la buena pista, no debía en manera alguna dejarse influir por neurosismos. Sin embargo, percibió la importancia de dilucidar si el mechero fuese o no del profesor: «Si lo fuese, su condenación quedara explícita; y si no, si perteneciese en realidad a Saturnino, la cuestión, sin quitarle ni 364 ponerle nada a la culpa de Cidoncha, quedaríase reducida al extravío de un más o menos valioso objeto, que se le devolvería a su amo.» Delicadamente, pues, una mañana, presto a ahorrarle a una persona digna las siempre odiosas expectaciones del Juzgado, con el escribano y un amanuense, que hubieran de consignar la resultancia, se fue a ver al sobrino del conde. Eran las doce. Pura, al recibirlos, sufrió una crisis nerviosa. El galante juez poeta tranquilizó a la bella dama. La informó. La entregó el mechero, puesto que su señor marido hallábase durmiendo aún, y no había que levantarle. -Se trata, señora, únicamente, de que nos diga si es suyo..., y en caso tal, puede desde luego retenerlo. Pura Salvador, muy pálida, con la niña en brazos, a los diez minutos tornó a aparecer en el antiguo salón alhajado austeramente por el párroco don Roque y que realzábala sus plenas dignidades de madre en un santo ambiente familiar. Habíala costado trabajo despertar al marido de una profunda borrachera. -No, señor juez; dice que no es suyo. «¡Luego es... del otro!» -pensó el juez. Y hecha constar la manifestación en los autos, acabó la diligencia. Otra larguísima semana. Los presos en su fondo de la cárcel; el público impaciente; el Juzgado, en la tarea de depurar lo respectivo a los puños y el mechero. Ya que la visita a los estancos resultó para el librito, visitábanse las tiendas. Mecheros como aquel, no se vendían en La Joya. Los fenómenos, en cambio, mostraron cuellos y puños idénticos a los que habían sido devueltos por la Academia de Madrid con el dictamen de ser de sangre humana sus manchas; sin embargo, expendían muchos a mucha gente, y no podían determinar a quién ni cuándo hubiésenles vendido aquéllos. -«¡A Saturnino Cruz sin duda! -les manifestó a sus dos hermanos el hermano mayor de los fenómenos, que era el más feo, así que el juez hubo traspuesto-. 35, el número del cuello. Nadie tiene el pescuezo tan delgado como él». Y lo que por miedo a la justicia, tratándose de quien se trataba, especialmente, dejó de figurar en el sumario, desde la boca de los fenómenos mismos fue misteriosamente pasando a engrosar, como prueba irrecusable, el público rumor. 365 Don Macario de la Maza, Gómez y Gil Antón arreciaban sus defensas de Cidoncha. Gómez volvió en su quincenario a publicar sendos161 artículos, que a toda plana encabezó con letras grandes: NO HAY DERECHO A SOSTENER LA PRISIÓN DEL PROFESOR, Y MENOS SU INCOMUNICACIÓN ABSURDA, INÚTIL Y ANTIHUMANA. -EL COMERCIANTE QUE VENDIÓ LOS CUELLOS Y LOS PUÑOS, SABE A QUIÉN SE LOS VENDIÓ. No osaba a mayores determinaciones. Hallábase descorazonado, porque los colegas de Badajoz, en vista de que la prensa de Madrid no decía nada del crimen, tampoco habían vuelto a copiarle ni a mencionar siquiera sus trabajos. Gil Antón, en cambio, una noche, incapaz su caballeresco espíritu, cultivado por la religión de honor de la Academia, de resistir más la iniquidad que se estaba cometiendo, se encerró en casa y escribió un valiente artículo para El Liberal. Después de relatar el crimen sumariamente, clamaba por la libertad inmediata de Cidoncha, del mártir cuya inocencia demostraba examinando y echando abajo una por una las acusaciones del sumario. No habían logrado hallar en su vivienda un solo dato, no ya comprometedor, que ni siquiera sospechoso. Al revés, muchos que le abonaban: las cartas de su familia, como prueba de la pasión noble por la novia con quien pensaba casarse; la especie de divinización de ésta hecha en el retrato para el estandarte de la Virgen; los solícitos cuidados de los parientes de Isabel, novia del preso; las francas declaraciones de los mismos acerca de haberle sentido entrar en la noche del crimen a las once, según costumbre, sin haber vuelto a percibir ruidos de puertas... Y, por otro orden, sus antecedentes de honradez acrisolada; su falta de recursos para comprar complicidades; la plena claridad con que el marido y padre de las víctimas establecía su persuasión de no creerle delincuente y de la posibilidad de encontrar colillas de cigarros suyos en el cuarto de la Cruz, porque allí ellas se sentaban a coser y Cidoncha a acompañarlas. Destruidas, pues, en el alegato acusador aquellas sospechas del cuchillo, de las huellas de las manos y los dedos, que correspondían a los del 161 Sendos: uso incorrecto del indefinido (por “dos”). 366 Gato; del encendedor inconfundible, del cuello, de los puños, pertenecientes al otro verdadero criminal, y el testimonio de Melchor sobre haberle visto a las dos de la mañana por las calles, tanto más dudoso cuanto que Melchor, criado del Gato, habríalo así depuesto falsamente por intimaciones y consejos de su dueño (con lo cual resultara encubridor, y lógicamente, procesable, a pesar de hallarse absurdamente libre todavía)..., sólo quedaba en pie y con alguna fuerza aquel otro testimonio, sincero sin duda, pero equivocado, de la Loreta, referente a HABER CREÍDO VER al profesor volviendo de la ermita al rayar el alba. Ahora bien, la buena mujer, cuyo contagio de la pública obsesión contra Cidoncha, en los primeros días de desorientación, fue el que debió inducirla a una tal afirmación alucinada, en sus propias declaraciones había hecho constar de un modo espontáneo, que al principio pensó que fuese el fugitivo... otro señorito del pueblo... justamente aquel sobre quien recaían ahora todas las sospechas, llena la cara aún de señales de arañazos, amigo íntimo del Gato, dueño del cuello, de los puños, del encendedor..., y que, sin embargo, por hallarse emparentado con altos personajes, continuaba, lo mismo que el Melchor, en la misma libertad incomprensible. Lejos del ánimo del articulista la delación, absteníase de citar nombres que aún no habían figurado en el proceso; pero recogía hechos que eran ya verbo de fe en la conciencia popular, generosa aunque tardíamente reaccionada en favor del profesor, y pedía, fundado en ellos, que, se encarcelase o no a quien juzgaran oportuno, cesara inmediatamente, cuando menos, aquella infamia de hacer pagar culpas de otro a un inocente..., a un hombre de meritísima historia de trabajo y de humildad, de altruismos, de virtud, de abnegaciones y bondades bien probadas en La Joya. Escrito esto con vibrantes tonos en el aislamiento de quien no necesita juicios ni auxilios de los demás para dejar cumplido un mandato de su honor, el joven lo envió a Madrid sin decirle a nadie una palabra; y fue una bomba de fuego o de luz El Liberal, llegado a los tres días con el artículo en sitio predilecto. La Joya se conmovió. Se vio al juez y al alcalde y a Jarrapellejos andar azoradísimos en secretas conferencias. Gil Antón cobró aureola espléndida de héroe. -¡Oh, sí! -atrevíase Lanzagorta a proclamar en el hervidero del Casino-. ¡Sin duda que en la educación militar van quedando 367 refugiados los últimos deberes de una sociedad que se pudre a todo escape! Decíase que iban a procesar a Gil Antón; que iban, si no, a solicitar su arresto, de sus jefes, por infracción de la ordenanza referente a la pública emisión de juicios y protestas sobre asuntos de justicia. Mas no lo procesaron. Lanzagorta, De la Maza, Gómez y el mismo Octavio... ¡al fin! el mismo Octavio, apareciendo en el Casino, sostenían, después de haber sostenido éste, con su autoridad de diputado, igual criterio contra el juez, que si el joven teniente pudo incurrir en alguna culpa, harto redimido quedaba de ella por su intento generoso... Fueron a verle por la tarde. La explosión de compasiones por Cidoncha ahogaba a todo el mundo. Urgía volver al alma del martirizado infeliz algún rayo de esperanza..., algún resquicio de claridad por donde pudiese empezar a vislumbrar que el mundo no era tan torpe, tan miserable y tan cruel que le hubiese dejado enteramente en abandono. Entre Lanzagorta, Gómez y Gil acordaron quebrantar la incomunicación del preso con una estratagema: visitaron sin pérdida de instante a Roque y a los abuelos de Isabel, que estaban llorando de alegría y de gratitud; conviniéronse con ellos; metieron el recortado artículo de El Liberal en el interior de un panecillo... y aquella noche, en su cena, el desdichado pudo, acaso, si no llegó a estorbarlo la inspección del carcelero, recibir por primera vez la inmensísima alegría de saber que alguien fuera de la cárcel preocupábase de retomarle a la vida y al decoro. Gil Antón recibió telegramas de El Liberal y de más de veinte periódicos rogándole diarias informaciones del crimen. Pero, cumplida su única obligación de alta humanidad para con Cidoncha, y esperando el resultado, comprendió que no debía insistir. Gómez y un joven auxiliar de las escuelas, socio del Liceo (que continuaba clausurado), tomaron el encargo por su cuenta. Aquella misma noche llevaron a Telégrafos despachos nada cortos para El Liberal, para El Imparcial, el Heraldo, La Tribuna, el A B C..., sino que antes de que pudieran gozar la satisfacción de verlos impresos, y Gómez particularmente, ya que en ellos autobombeaba de lo lindo su periódico, Jarrapellejos, tan pronto como al día siguiente se hubieron levantado, mandolos llamar a la alcaldía y les desilusionó completamente: los despachos no habían 368 salido de La Joya. Valiéndose de súplicas, primero, y de razones (siempre diplomático), les quiso hacer entender la improcedencia de complicar el ya de suyo más que complicado crimen de la ermita, con ruidos y alborotos de la prensa de Madrid. Esto no conduciría absolutamente a nada, como no fuese a dejar a la merced de extraños los asuntos de La Joya. Y, en fin, por si no le bastasen al arisco Gómez las dulzuras, se cuadró en sequedad lo suficiente a dejarles clarear que seguiría interceptando los telegramas y aun la correspondencia postal, a ser preciso..., aparte suspenderle al uno La Voz de La Joya y al otro la auxiliaría de las escuelas en cuanto volviese a llegar sobre el asunto ni una letra impresa de Madrid. Partidos éstos, cabizbajos..., el gran Jarrapellejos, hombre de verdadera majestad en las grandes ocasiones, hizo venir a Gil Antón a su presencia. Sonriendo ahora, porque le temía bastante más que a las rebeldías y a los puños de Gómez a la entereza militar mostrada por el chico, empezó por darle un puro y explicarle que el crimen de la ermita, dada su complejidad y su misterio, y hasta dado lo que de tiempo atrás se susurraba acerca de la culpabilidad... de cierto joven, pariente de respetabilísima persona, y sobre cuya honra se arrojaría una imborrable y sensible mancha, si al cabo no pudiera confirmarse tal culpabilidad..., merecía ser tratado con toda discreción, sin apremios ni algazaras de la Prensa. Eructó, porque acababa de almorzar, y recalcó: -¿Comprendes, Gil?... Tú, que eres un hombre de honor, imaginarás la especie de moral y aleve asesinato que significara tal baldón para otro hombre, a ser injusto, lanzado sobre el suyo. Lo comprendía Gil, sin necesidad de que don Pedro Luis se lo advirtiera, por lo que había reservado cuidadosamente el nombre del presunto cómplice del Gato, a pesar de todos los indicios...; y conforme, desde luego, con dejar libre en este punto la acción de la justicia, no lo estuvo tan del todo en el requerimiento de don Pedro acerca de que volviese a telegrafiarle a El Liberal y demás periódicos que le habían solicitado, asegurándoles que, salvo en el posible error respecto a Cidoncha, el crimen, vulgar por sí, no tenía importancia... -No, don Pedro; yo no digo eso... que en cierto modo valdría tanto como meterme a falseador de la verdad. Diré, por complacerle, que he transferido a usted la misión de telegrafiar, y... usted se lo telegrafía, si quiere, por su cuenta. 369 -¡Bravo, muy bien, Gilito; da lo mismo! -agradeció Jarrapellejos-. Lo haré para que nos dejen en paz y no nos empiecen a marear con corresponsales. Capaces serían de inundarnos esto antes de tres días. Y por cuanto a Cidoncha, descuida; saldrá libre. Acabo de indicarle al juez que lo traslade a un calabozo mejor, y que le levante la incomunicación cuanto antes. Gil Antón quedaba satisfecho. Partió. Jarrapellejos recapacitó un instante, volvió a eructar y púsose a escribir: «Muy señor mío y de mi consideración más distinguida: En este tranquilo pueblo, modelo de vida honrada y de virtudes, por excepción se ha cometido un crimen vulgar...» Así empezaba la carta circular y de índole privada (sí, sí, preferible a despachos telegráficos) que iba a remitirle a la prensa de Madrid. 370 371 XVII La Joya acogió con alborozo la mejoría en el trato de Cidoncha, si bien lo del levantamiento de la incomunicación, dispuesto pocos días después de la promesa de don Pedro, no resultaba verdad completamente. Recluido Lanzagorta en la pasiva satisfacción del triunfo, y ausentes Gil Antón y Octavio (únicos con interés y autoridad para llegar al preso), aquél, por haber tenido que incorporarse en la Remonta de Jerez a su destino, y el elegante diputado por tener que recibir en Madrid inspiraciones de la Junta Central de las Fiestas Constantinianas que iban a comenzar en toda España con gran pompa, no se permitía a nadie ver al profesor; y menos a los amigotes del Liceo; y menos aún a Gómez, temiendo a la interviú, en su periódico. Haberle dejado celebrar una sola y sentidísima entrevista con Roque y los suegros de Roque y cruzar con Antón dos cartas, de inmensa gratitud del corazón las suyas, de oferta de no desampararle hasta obtener su libertad, las del teniente; consentirle la correspondencia otra vez con la familia y leer a diario El Imparcial. A esto reducíase todo. Sin embargo, bueno era haber iniciado el paso atrás, hacia la vida, hacia la restitución de dignidades, en el feroz camino de crueldad 372 inaudita que se quiso llevar con tanta rapidez hacia adelante..., hacia el escarnio, hacia el patíbulo. Y otra de las inmediatas consecuencias del artículo famoso, contra el cual trinaba Gómez, porque había logrado un éxito que él no pudo conseguir con ciento en su bonito quincenario, fue la prisión de Melchor, como encubridor o cómplice, seguro. Negaba, igual que el Gato; negaba que él hubiese visto ropas con sangre ni hubiese ayudado a nadie a lavarse ni a ocultarlas; negaba que el Gato hubiérase movido de la taberna aquella noche; negaba la nueva perspicaz suposición del juez referente a que don Saturnino y don Mariano hubiesen estado tan borrachos que hubiéranse dormido un par de horas sin noción del tiempo ni de lo que les pasara alrededor..., y, naturalmente, tras varios de estos inútiles interrogatorios, el juez mandó que le zurrasen... Iba a recibir hoy la segunda paliza. A presencia de un alguacil, el enterrador y carcelero Tinoco le había amarrado de bruces a un tablón, le había puesto, como novedad, un torniquete en un tobillo, y requería el vergajo, arremangándose hasta el codo. Melchor le observaba con espanto, y sentía el aviso de dolor del torniquete. En la urgencia de evitarse la tortura del hierro aquel que le iría a partir los huesos, meditaba. No tenía por qué callar. Hubiera de resultar más que estúpido sufriendo por el Gato, cuando justamente estaba deseando que le ahorcasen. Cantar, pues, decirlo todo, y que a él inmediatamente le soltasen para tomar el tren mañana mismo e irse a vivir con la Petrilla como un duque. ¿A qué, si no, escribió el anónimo?... Y puesto que ya el apaleador se escupía las manos, exclamó: -¡Eh! ¡Arto, tío Tinoco! ¡No me pegue!... ¡Voy a hablá! ¡Ahora mesmo les quio contal a ostés lo sucedío... y er que l’haiga hecho que la pague! ¡Er Gato er mataó, y don Mariano Marzo y er señorito Saturnino! Quedó el vergajo por el aire. No muy sorprendido el alguacil al nombre del señorito Saturnino, mas sí de oír mezclar el de don Mariano Marzo directamente en el crimen, se acercó y escuchó el segurísimo relato que le hizo el maniatado. -Bueno..., y todo eso, ¿se lo repetirías lo mismo al señor juez? -¡Y a la Custodia! -Perfetamente. 373 Le aflojó las ligaduras, dejó a Tinoco en vigilancia, vergajo a mano, por si acaso; partió... y a los veinte minutos llegó el juez al calabozo. El alguacil, esta vez, actuaba de escribiente. -Pos sí señó, señó jue, verá usía lo que pasó. Unas cosa las vide yo mesmo, por mis ojo; algotras de endenantes, y de las que hición los tres en la ermita con aquellas probe infelice, se las he dío oyendo recordal al Gato y al señorito Saturnino mientras se jateaban de aguardiente creyéndome dormío. Dormío aquella noche, me despertó er Gato a cosa la una y cuarto y me mandó di por los caballo de don Mariano y del señorito Cruz. Fui. Cuando gorví, en custión de media hora, n’había naide en la taberna. Paice se que tío Roque había cruzao con sus mula pa Trujillo, qu’había entrao por misto viendo lu, por haberse orvidao l’hombre los chisque, y qu’esto les dio a los señorito la mardecía tentación de acostase con su hija que esté en gloria. Güeno, pos yo, señó jue, qu’había atao las bestias a la puerta, y que sentao drento a esperal m’había güerto a dormí, sentí de pronto qu’el Gato, lleno to e sangre me daba una patá y que me decía: -«¡Ven ascape! ¡Si n’haces to lo que te mande sin chistá, te rebano a ti tamién el tragaero! ¡Aire pal corral!»... Deseguía llegó er señorito Mariano; ar poco er señorito Saturnino, con sangre en los puños y en la cara, y en er cuello e la camisa, más blancos los dos que una paré. Iba amaneciendo. Yo estaba espantao, y ya osté ve, señó jue, que no tuve más remedio que ayudalos. Se lavaron los tres la sangre y el barro, y la navaja en un barreño; se remuó de chambra er Gato, y er señorito Saturnino de camisa, con una mía, pa no mentil, que por cierto no me l’ha degüerto, porque compraría otra fina en Trujillo y no la trujo, y despué de tirá el lío e lo sucio ar pozo, to como azogaos, porque tenían prisa en tomá el tole pa la feria a fin de podel decí qu’estaban a muchas leguas der pueblo a aquella hora, va er señorito Cruz y me da un billete, ar mismo tiempo que er Gato m’alvertía: -«Tú, Melchó, mañana, aluego, cuando sepas lo que tengas que sabel, a callate com’un muerto y a decil, si cualisquiá te lo apregunta, qu’aquí n’ha pasao na..., qu’antes de las dos salimos nosotros pa Trujillo...; y si no, con er cuello que lo pagas, asín te metas bajo tierra más jondo qu’una hormiga...» Ya v’usté usía, señó jue, yo que m’acreí que habrían herío a arguien en quimera, me queé muertito e pena y de doló al sabé al meyodía quiéne’j’eran las do probesitas muertas infelice... 374 Interrumpiose el declarante. Había juzgado oportuno subrayar con algunos suspiros y sollozos su ternura, y suspiraba y sollozaba. -Ahora sólo quio rogale a usía que vea qu’amenazao de muerte como estaba, no podía de mo denguno... Pero el juez, que con una estupefacción de asombro y de mundos que se le viniesen encima había estado escuchándole sin acción ni para guiarle, según su hábito, a preguntas, halló al fin la oportunidad de dirigirle una de importancia: -Bien. O usted miente ahora, o ha mentido antes. En el sumario, y como principal acusación contra don Juan Cidoncha, consta que usted le vio a las dos de aquella noche. ¿Cuál de las dos declaraciones es verdad? -Ésta, señó jue, ésta. Yo no conocía siquiá a don Juan Cidoncha. Si dije que le vide, fue porque, aluego que le tuvieron aprendío, el Gato fue y m’agarró asín por la chaqueta y me dijo una mañana: -«Jala, Merchó, vaite ar Juzgao y adeclara que quies asín como arrecordá que viste a don Juan aquella noche». -«Pero... ¡señó Ramas! -contesté- ¿es que va uno a echal a un inocente ar mataero?» -«¡Aire! -m’obligó- si no quies que...» Y la mejó prueba de no se aquello, señó jue, más que calunia, y de que yo le tengo ar Gato mieo, qu’es pa tenelo, la verdá, y por eso, cara a cara no tuve l’aquel de dilatalo, ni lo dilataría de no sabel que cuando a mí me suerten hoy ostés ér habrá de seguí bien trincao..., está en que yo mesmo jui quien lo dilató con cuatro letras sin firmá, antes que naide ni siquiá lo sospechase. Era un dato. El juez buscó entre los legajos el anónimo. Melchor lo reconoció inmediatamente como suyo, y lo comprobó con unas líneas al dictado. ¡Terrible la revelación! En tanto el alguacil se la hacía firmar al preso en un papel provisional, aterrado el juez, en un rincón, reflexionaba. ¡Terrible, terrible la revelación! ¡Gravísima cualquier medida que él tomase sin previa consulta con don Pedro Luis Jarrapellejos! Se imponía verle. Haciendo desatar a Melchor, se fue con la escrita declaración a ver a don Pedro Luis. ¡Pobre don Pedro..., pobre conde de la Cruz, tan dignos y cada cual la perspectiva de un sobrino carnal ajusticiado!... 375 Don Pedro acababa de almorzar con su honorabilísima familia. Alarmado por la lividez temblona del juez, y pasados al despacho, él también quedose lívido al leer el documento. No hablaron palabra. Tragaban saliva, ambos. Jarrapellejos, últimamente, se levantó: -Don Arturo, dé usted las necesarias órdenes para que nadie, absolutamente nadie, pueda volver a hablar con los presos hasta que yo lo diga. Se despedía, acompañándole a la puerta; y desde la puerta se dirigió a las cuadras y ensilló un caballo por sí mismo. A la hora y media estaba conferenciando con su sobrino en el cortijo del Pedroso. -¡¡Mi sobre!! ¡¡Mi pañuelo!! ¡¡Han encontrado mi sobre y mi pañuelo!! -profirió Marzo medio muerto al oírle al tito que el Juzgado le acusaba. Referíase al pañuelo y al papel en que se hubo de limpiar el barro de las manos, que arrojó tan imprudentemente en el huerto de la ermita, sin pensar que la simple aventura de lujuria fuera ser de asesinatos..., y cuyo recuerdo, desde el día siguiente, habíale constituido la más grande inquietud en la terrible pesadilla. Mil veces había estado para ir a buscarlos y recogerlos por sí mismo antes que los hallasen los guardias, y le faltó el valor para llegar a la ermita a medianoche. Y sin embargo, el sobre, cuando menos, no había sido encontrado por el juez. En vano, cuando supo esto por el tito, quiso Marzo reaccionar y negar su participación en el crimen. La revelación estaba hecha...; y don Pedro, que ya venía sospechando más que demás de Saturnino y creyendo en Mariano una simple complicidad de silencio, tuvo que agregarle a su sorpresa el dolor de propio deshonor de la familia. Situación poco propicia a negaciones ni embustes, Mariano confesó..., confesó..., aduciendo, al menos, en defensa propia, con sólo encomendarse a la verdad su inocencia en lo respectivo a las muertes... A Isabel (¡la evocación le espeluznaba!) la mataron entre el Gato y Saturnino, por estrangulación162 , por sofocación, al sujetarla, sin darse cuenta, borrachos como estaban y seguramente sin querer...; y luego, a Cruz, el Gato. 162 Extrangulación, en el original. 376 -¡¡Oh, Mariano, qué horror!! -¡Oh, sí, tío, verdad! ¡¡Qué horrible!! ¡Qué horrible! Lloraba el uno. Miraba el otro como a sus mismos pies la sima de la vergüenza. Al partir don Pedro, el joven le pidió la salvación, besándole las manos. -¡Mira, tito Pedro, para darme un tiro, veinte veces he tenido el revólver en la mano! ¡Por ti, por nuestra familia, más que por nada, por la infamia que os arrojo! -Bien. Déjate de tiros, y no te muevas de aquí. El camino de retorno lo hacía don Pedro más despacio. Muy grave cualquier resolución. Meditaba..., resurgía ante la adversidad su enérgico dominio, y..., en el fondo, por lo que al hecho mismo referíase, empezaba a hallar disculpas de aturdimiento, de juventud, de calaverada, de borrachera..., de la ciega pasión por las mujeres, que no sabemos jamás adónde pueda conducirnos. Por aquella desgraciada y hermosa Isabel se concebía todo..., y él propio estuvo a punto de arruinarlas y de echar a presidio a un infeliz... Ahora sí, por las consecuencias del hecho, del insensato crimen que de tal manera había exaltado la pública opinión por todos estos pueblos..., el problema no podía ser más peliagudo... Conferenciaría con el conde de la Cruz..., paralizaríanlo todo el tiempo indispensable, y ya iríase viendo poco a poco... Lo tremendo de las circunstancias le hacía recapacitar en filósofo también. Sacó un puro. Lo encendió. La digestión se le reanudaba normalmente, hasta permitirle lanzar algún eructo... En clase de educador todopoderoso, pensaba que se iban relajando mucho las costumbres; tiempos atrás eran sólo de la gente humilde los asesinos, las prostitutas..., las mujeres que se daban en recreo a los señores...; ya, no; lo iban siendo hasta los Cruz y los Jarrapellejos..., y lo mismo podían mandarse hoy dos de éstos a la horca, que a la prisión por adúltera a la mujer del conde..., con Octavio..., según había confirmado él, después de saberlo confidencialmente por Orencia... y según sabíalo ya toda La Joya, menos el pobre marido mentecato, tan contento y orgulloso de saber a Ernesta embarazada y de ir a reforzarse espiritualmente el parentesco de Octavio con un lazo más por el padrinazgo del chiquillo... ¡Sí, sí; había que suprimir alguna escuela, aquella laica especialmente, influenciada aún por el Liceo difunto, y 377 robustecer la religión, aumentando con cuatro o cinco curas más los diez y siete de La Joya! ¡Habría que ir educando algo mejor y reformando las costumbres!... Pero... ¡bruuú! (otro eructo fisiológico). ¡Qué mujer, después de todo..., qué mujeres la Isabel y la condesa!... Melchor sufrió la decepción de ver que el tiempo transcurría sin que el juez le pusiese en libertad. Y un jueves, tras de haber leído Sidoro en la Academia de poetas los versos tan tierna y eficazmente educadores de Gabriel y Galán, y don Atiliano de la Maza, y Barriga, y Cordón, y don Arturo, y el jorobadito Raimundo, constructor de jaulas de perdiz, sus nuevos madrigales y sonetos, todo con cierta prisa, porque desde principio de la semana estaba saliendo al ponerse el sol, y con lujo nunca visto de arcos e iluminaciones y campanas, la procesión del jubileo, Jarrapellejos retuvo al juez unos momentos, y hubo de ordenarle: -Suelte usted esta tarde a Cidoncha, anochecido, cuando la gente esté concentrada en la Plaza por la fiesta, y pueda salir de la cárcel sin provocar expectaciones. Transmitida la reservada orden desde el juez al alguacil, y desde el alguacil al alcaide, éste, que era un buen sujeto, quiso notificarle personalmente la grata nueva al profesor. No hacía media hora que le habían entrado El Imparcial y la cesta de la cena. Cidoncha, sentado al pie de una mesita, le escribía a su madre. No esperaba, a la verdad, que él mismo pudiese ir a darla contra el corazón estos abrazos que la estaba consignando en la escrita despedida. El alcaide le entregó los siete duros, tres pesetas y quince céntimos (puntual) hallados en su poder el día que le prendieron y, además, el retrato grande de Isabel. Cidoncha guardó la reliquia recobrada, estrechó la mano del alcaide, y al verse en la plazuela soledosa creyó salir de un sueño. De un sueño horrible, tremendo, en el que habría sido mentira que nadie hubiese matado a su Isabel, que su Isabel y la madre no estuviesen ahora esperándole dichosas en la calma honrada de la ermita, y que él hubiérase pasado sesenta y cinco días en aquella mazmorra de arañas y ratones, acusado de asesino... Débil su cuerpo, débil su razón, iba avanzando incierto y pensando con espanto de alegría si no estuviera loco..., si los locos no creerían con firmeza igual los delirios de su 378 mente... Mas ¡oh! sonaban, sonaban las campanas, subían los cohetes por el aire detrás de los tejados..., y esto imponíale con espanto inverso las realidades de La Joya. En El Imparcial había ido leyendo el fausto con que se efectuaba en toda España el Jubileo. En el calabozo, el rumor lejano de músicas y campanas le había ido advirtiendo diariamente cómo se celebraba aquí. Cerradas las puertas, no había un alma por las calles. Se apresuró. Tenía que cruzar el pueblo para llegar a la de Roque. Iba al fin en una especie de estúpida paralización del pensamiento. Arrimado a las paredes, como un automático fantasma que volviese al mundo sin tener nada que ver con el mundo, llevaba en la mano el paquetillo de sus papeles; y una inmensa sensación de impregnaciones de infamia le inundaba de vagas vergüenzas de sí mismo, que ya le impedían pensar si Cruz e Isabel estuviesen muertas o vivas, y si a él hubiesen estado a punto o no de ahorcarle... ¡Nada! ¡No pensaba nada! ¡Guiñapo de la humanidad, una fuerza fatal le seguía impulsando hacia lo ignoto, como antes le pudo empujar hacia el patíbulo!... Pero, ya a su paso, al querer salvar el barrio céntrico, tuvo que pararse. Desde una esquina acababa de vislumbrar en otra el cruce de la procesión. Curas, cirios, mucha gente, música y vivas al emperador Constantino. Estrecha y larga la calle, hallábase él de la muchedumbre a más de doscientos metros. Pasó un Cristo en una apoteosis de resplandor; y en seguida, unas bengalas rojas y verdes alumbraron las rojas sedas de un estandarte de plata. Esto volvió súbito a despertarle el pensamiento, suspenso bajo la adivinación de aquel otro estandarte azul en que él había pintado la imagen de Isabel. Le tomó un ansia de angustia, y tal que un alucinado se fue acercando, en vez de rodear por otra parte, como pensó al principio. Detúvose otra vez, no lejos, donde no pudiera nadie conocerle, en el límite de penumbras marcado por el esplendor de cirios y bengalas. Pocas personas estaban de espectadores en la esquina, lo cual le permitía reconocer a los que pasaban en la procesión que había absorbido como actuante a todo el pueblo. Primero Orencia, con la alcaldesa y Pura Salvador, en guardia de purezas a la Virgen. Luego la condesa de la Cruz, bella, un tanto deformado por el embarazo el talle, y... ¡ah!, Octavio. Cidoncha había leído su regreso de Madrid, anteayer, en un número de La Voz que le llevaron 379 envolviendo una tortilla. Dejada la presidencia de la procesión para ir junto a la amante, el triunfante diputado le evocó al triste sus traiciones de amistad, sus olvidos y abandonos (porque tal vez pudo ser tan miserable que le creyera el asesino), y la presencia de los dos en otras noches para ver a Isabel y a la condesa, tan ajenos a hipócritas beaterios... Ahora (La Voz le había informado) el demócrata y filósofo materialista de otro tiempo, y sin duda por afianzar el acta, figuraba como aristocrático y devoto organizador de estas fiestas junto al conde. Y un temblor del corazón y de los ojos clavó de pronto el pensamiento y la mirada en Cidoncha. En otra explosión de luz, detrás de las Hijas de María, vírgenes que rodeaban a su Virgen, el estandarte azul mostrábale la efigie de Isabel... la efigie de la Santa..., la efigie de la Mártir... Lejos los cohetes y la música, un silencio de verdadero respeto religioso rodeábala. La pararon. Rezaban las Hijas de María. Él entonces cayó de rodillas, y a través de las lágrimas siguió contemplando a AQUÉLLA en éxtasis de un dolor tan grande que fue casi glorioso... Cuando pasó, cuando quedó oculta por la esquina, todavía la diáfana congoja de las lágrimas del que por ELLA y hasta la memoria de ELLA muerta volvía a explicarse la pena de vivir, creyó seguir mirándola un rato excelsa y luminosa por los aires... ¡Mártir, mártir, sí... que aquí quedara los años de los años marcándole a las vírgenes incautas la única y gran futura religión del Amor y de la Vida! Jarrapellejos, detrás, sucio, sonriente... Había podido venerar por última vez el profesor lo único que ligaríale siempre al pueblo de maldición y de barbarie, y se levantó y retrocedió buscando otro camino. Avanzando nuevamente por un barrio abandonado, temía que halláranse también en la procesión Roque y sus suegros. Mas no; el luto de las almas reteníalos lejos de la gente. Llegó a su antigua casa, llamó, y el asombro de la pobre abuela al verle como un espectro, se resolvió en un abrazo de congojas. Pronto en el mismo abrazo uniéronse Roque y el abuelo. -¡Se ha escapado usted, don Juan! -No, no, señor Pedro; me han soltado. -¡Sin decir na! ¡sin avisanos! 380 Entre llantos y sollozos, rodeado por los brazos, lleváronle a la luz de la cocina. Sufrieron una admiración. Ellos, que no habían querido ver a don Juan en sus calvarios por el pueblo hacia el Juzgado y la ermita; ellos, que sólo le habían podido hablar unos momentos en la obscura cárcel, advertíanle de pronto ahora con el pelo todo cano, todo blanco. -¡Oh, don Juan! Los llantos recrudecíanse en torceduras y alaridos de piedad y de dolor. Inútiles las palabras de consuelo, profanadora de la angustia que estaban sintiendo todos cualquier alusión a LAS DOS que faltaban para siempre, la sombra blanca de las muertas los unió más cuando la agudísima tortura del recuerdo de ELLAS los apartó para seguir llorando cada uno su íntimo lloro silencioso... Y fue la abuela la que, al fin, heroica como mujer, dominó su sentimiento y quiso confortar al libertado. Con solicitudes que no podría tener más grandes la madre de él si en este instante hubiese podido recibirle, se empeñaba en darle vino, pan, un trozo de jamón; pero Cidoncha había cenado, y sólo accedió a aceptarla una taza de café. Mientras se hacía, pasaron al despacho y alcoba en donde había sido tan feliz el profesor tiempos atrás. Nuevas lágrimas, que todos querrían ahorrarles a los otros, a cada memoria brotada de las cosas. En el respaldar de hierro del tintero, la abuela había tenido para el triste ausente la delicadeza de poner prendidos la cadenilla y el medallón que quitaron de la muerta, con los retratos de Cruz y de Cidoncha. Éste tomó la santísima reliquia, la ungió con callado llanto y con un beso que sublimó antes en la frente de la abuela, y la guardó. -¡Sí, sí, era de usté; era pa usté! Un desastre, por lo demás, el paso del Juzgado. A pesar de los arreglos, veíanse destrozos en el interior del baúl y los cajones de la mesa, en los libros, en la caja de pintura, en los forros de las ropas... en los ladrillos del suelo y la cal de las paredes..., cual si hubiesen querido buscar la prueba criminal por trampas y escondrijos... Y como en tanto Juan revisaba esto a la ligera, y Roque y el abuelo seguían sin saber más que llorar, la abuela se puso a hacer la cama..., Juan, advirtiéndolo, se volvió a la noble anciana y la avisó: 381 -No se moleste, Luisa. Mi madre me esperará. La diligencia sale a las diez para el tren de Andalucía, y habré de partir sin pérdida de instante. -¡Cómo, don Juan! A ella, a los hombres también, así, de pronto, les sonó la decisión a ingratitud. Eran ya casi las diez. Reuniéronse a protestar con su cariño, y no tardaron en entender los justísimos derechos de aquel otro cariño hacia una madre. -Pero, don Juan... ¡d’aquí a unos días! -Pero, don Juan... ¡cuando descanse! -¡Claro está! ¡Siquiá mañana! ¡Paicería, si no, que l’echamos de la casa, que no l’hamos querío ni recogé! Él se obstinaba: -¡Oh, Roque! ¡Nada nos inquiete lo que pueda parecer a los extraños..., a las gentes cuya obra ha sido lo que ha sido! Eternamente vivirán ustedes en mi corazón. Déjenme consolar cuanto antes a mis padres. Resignados, no quedaba sino ayudar en sus urgencias al viajero. Minutos, cuestión de minutos nada más. Señá Luisa trájole el café y una servilletita con el jamón, para merienda. Tío Roque y el abuelo encordelábanle el baúl. Iban a darle dinero, y Juan lo rechazaba. Tenía lo preciso para el tren, aunque no para pagarles los gastos que en estos meses... -¿Qué? -le interrumpieron-. ¡Por Dios, don Juan, por Dios!... ¡Si n’ha dejao de girarnos su familia, que n’había pa qué pa na! Quieras que no, íntegros hiciéronle tomar los sesenta y nueve duros recibidos de Grazalema en cuatro giros. Y vino en seguida otra alarma. Juan, de pie, pendiente del reloj, abrasándose al beber a grandes sorbos el café, exponíales su deseo, bien natural, de no querer ser visto por nadie más del pueblo; y suplicaba, por lo tanto, que Roque le llevase el baúl a la diligencia, dejándole a él ir solo a esperarla en el puente... -¡Oh, por Dios, hijo mío, don Juan... ni acompañale! Abrazos, lágrimas aún. Sensaciones de feroz arrancamiento. En el horror del infortunio se habían formado el fuerte amparo de las almas, y no seríales fácil entender qué cruel necesidad les forzaba a separarse. 382 En la misma noche calurosa, Cidoncha, un momento después, volvió a sentir el frío del mundo y de las gentes allá lejos congregadas por una pública y divina religión...; y más que nunca el confortado llevaba en la conciencia la plena persuasión de que la religión eterna y verdadera estaba en estos secretos cultos humanos de la vida... Llegó al puente y se sentó. La Joya recortaba su sombría silueta a la luz de las estrellas. No podía quitar del pueblo el espasmo de los ojos. Con su abundancia de torres, cúpulas y cimborios de tanta iglesia, parecíale una monstruosa vegetación de hongos sobre un enorme estercolero. Sí, sí; pueblo monstruoso, de monstruosa humanidad en putrefacción, en fermentación de todos los instintos naturales con todas las degradaciones de una decrépita sociedad en la agonía. Allí, para llegar a la posesión del pan y de la hembra -esto que consiguen los pájaros con su bella y sencilla libertad- se pasaba a través de la mentira, de los hipócritas engaños, del robo, hasta del crimen. Damas que lograban los más altos prestigios por la prostitución y el adulterio, como Orencia y la condesa; cándidas muchachas rendidas al dinero o al despotismo de hombres como don Pedro Luis y el Garañón; curas con hijos y públicas queridas y curas alcahuetes, como don Roque y el tuerto don Calixto; novias atropelladas por la autoridad, como aquella del barbero; cristianos condes vendedores de reses muertas de carbunco...; alcaldes ladrones de los Pósitos; estafadores a lo Zig-Zag; bandidos en toda la extensa gama que iba desde el Gato a Marzo y Saturnino; jueces libertadores de asesinos y encausadores a sabiendas de inocentes...; y encima, flotando con la siniestra sombra de un murciélago brutal, Jarrapellejos, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero... ¡Ah! sí, sí... putrefacción, fermentación que iba corrompiendo lo sano y asimilándose lo que ya quedase bien podrido. A los presidiarios se les hacía guardas de la cárcel y serenos. A los arruinados por el vino y por el juego, alcaldes. Al que resistíase un tanto en su innata probidad y estorbaba un poco, diputado... Siempre el agasajo y el favor como germen de fermento. En cambio, los buenos, los trabajadores, los incorruptibles, los inatacables por la intensa pestilencia del hervor, por el hervor mismo eran lanzados fuera del horrible estercolero, hacia otros pueblos, hacia otras tierras, hacia otra vida... como él mismo y Gil Antón y Roque y señor Pedro y señá Luisa..., o hacia la muerte, 383 como Cruz, como Isabel... Y en tanto que esto podía pasar en un pueblo de España, en quién supiese cuántos pueblos de España, el Gobierno y los partidos no se preocupaban más que de remover la nación entera con aquella ardua cuestión del catecismo. Dobló la frente. Por un rato sólo supo percibir el olor a cieno del río y el croar estridente de las ranas. Luego la alzó y miró al opuesto lado con un ansia de espacio, de mundo, de vida de redención. Pero no acertó a ver más que lo obscuro. ¿Adónde ir?... Clamábale la ternura de su madre en Grazalema... y, en Grazalema, fuera de la ternura de su madre, volvería a encontrar las mismas gentes de barbarie y de estulticia... Más lejos, más lejos, pues, a otros pueblos... a Madrid..., a Sevilla..., a Barcelona... ¡Sería igual, aunque disfrazada la barbarie de finura!...; más lejos aún, a Francia, entonces, a Inglaterra... ¡Oh, oh, a Francia, a Inglaterra... a Nueva York!... ¡Sería igual! ¡Sería igual... por más iluminada que estuviese de arco voltaico la bárbara finura!... De Nueva York recordaba los linchamientos, los archimillonarios que no venían a ser sino los Jarrapellejos de los reyes, los que arruinaban al Brasil de un solo golpe de trust contra el caucho, y los procesos policíacos y los presidentes de República que comprando votos con millones se sabían ganar la presidencia; de Londres, a Jack el Destripador, a su ejército de noventa mil prostitutas y a su no menos numeroso ejército de hambrientos y de tísicos...; y de París, de toda Francia, en fin, el pueblo-luz, el pueblo también de los apaches, de la banda trágica de los Bonnot y de los Caillemin, de los niños asesinos y las mujeres bestiamente lujuriosas, él acababa de leer, en la prisión, aquel affaire Caillaux163 en que la mujer de un ministro, sacadas por Le Figaro a la pública vergüenza sus lascivias, mató a Calmette y estaba dando ocasión, con el ruidosísimo proceso, de hablarle a la hipócrita miseria del mundo entero de la hipócrita miseria de la Francia: supremos magistrados de justicia vendidos a la influencia, tal que el miserable don Arturo, de La Joya; estafadores en grande escala salvados 163 Affaire Caillaux: el 16 marzo de 1914, la esposa de Joseph Caillaux, ministro radical, asesinó al director de Le Figaro, Gaston Calmette, que había amenazado meses atrás con publicar documentos relativos a la vida privada del político. 384 de la condenación por los altos personajes a quienes aprovecharíanles las estafas, como a don Pedro Luis las de Zig-Zag; ministros prevaricadores, falsos... Cidoncha apoyó el codo en el parapeto y alzó esta vez al cielo la mirada. En el desastre de liquidación mental que iba haciendo del mundo, únicamente le restaba algo que no era ya del mundo..., algo que era ya de la eterna bondad del Universo, de la perenne verdad de las estrellas: ISABEL. Y aquella que no era ya del mundo, tuvo la excelsa virtud de reconciliarle un poco con el mundo. ¡ELLA! ¡Por ELLA! Vio. Era LUZ, y llegó la luz al cerebro, al corazón, casi a los ojos del inmenso desolado. No sería cuerdo desesperanzar del porvenir, por el presente. No sería justo -si se contemplaba el problema con la Justicia que está por encima de justicias e injusticias- abominar de la humanidad porque aún la mayoría de los humanos yaciese en un degenerado salvajismo, en un mundial atasco de barbarie... envilecida por la domesticidad. Los libres pájaros, con menos alma que los hombres, seguían diciéndoles a éstos por las frondas de la redondez plena de la tierra cómo era posible un dulce y bello salvajismo, progresivo, civilizado enteramente, desprovisto de barbarie, y sin débiles cordeles o pesadísimas cadenas de honor y de virtud. Las flores estaban diciéndolo también con su misma candorosa desnudez... Y que viviesen para la triste humanidad Cidoncha y los que fuesen como él, en el propio infierno de la actual humanidad, clamábanlo los que eran como aquella Isabel gloriosa, como Cruz, como Roque y Luisa y Pedro, como Gil Antón... Iguales los habría también en los otros pueblos iguales a La Joya..., y en Madrid, en Londres, en París, en Nueva York... futuros pájaros y flores del futuro paraíso de la tierra... ¿Qué importaban los Jarrapellejos, que en todas partes cerrasen los Liceos y las escuelas?... Segada o no al nacer la siembra, la semilla de salvación, de libertad, quedaba por él depositada en la conciencia de este pueblo de serviles... Brilló verde un farol. Al verlo, el profesor vio de paso los eléctricos puntitos de luz de las calles de La Joya. Estrellas caídas del cielo..., semillas, en el estiércol, de aquel pensamiento suyo y del genio redentor 385 de Edison164 , de Cajal... de sembradores que desde no importara dónde ni cómo iban sembrando el mundo de resplandor de ideas y de cosas de resplandor... ¡Nada mejor que lo podrido para toda clase de semillas! Paró la diligencia, y subió Juan. Volvió a correr la diligencia. La Joya, la cárcel, las muertas..., quedábanse atrás, se perdían... -¡Adiós! -dijo en la ventanilla, con los labios y la mano y la vida entera, el profesor... Iba desde la dura lucha de la vida a la lucha de la vida, por amores a la Vida, con la imagen santa de una muerta. Sería su fe inmortal. ¡LA MUERTA!... 164 Edisson, en el original. 386 387 XVIII El hombre de las grandes decisiones llamó al juez una tarde, a su despacho. Era el hondo despacho lleno de escopetas y polvorientos legajos de papeles, donde tantas veces se habían resuelto difíciles lances de amor y los graves asuntos de La Joya. El juez, al entrar, vio lo primero la banda y la insignia de la gran cruz de Carlos III, concedida ahora a don Pedro Luis por los méritos contraídos cuando la ya casi olvidada visita del ministro. Se la habían traído esta mañana; del juez había sido la iniciativa para regalársela por suscripción, habiéndola encabezado con treinta duros..., y le contrarió hallar la rica condecoración displicentemente abandonada en una silla... Las condecoraciones, ¿qué le importaban a este hombre que las repartía más prácticas en nombramientos de jueces, de diputados, y que ostentaba la de «su ponerse el mundo por montera» en manchas de la ropa? -Mi enhorabuena, don Pedro, muy de corazón. -Gracias, don Arturo. Estimando. Ya sé que usted es el promotor del regalito. Gracias. Siéntese. Eructó, porque acababa de almorzar, y, luego de considerar al juez con la duda de una mirada inquisitiva a su torpeza insigne, consultó: 388 -Vamos a ver, don Arturo. Usted, como abogado y hombre experto, ¿sabría de algún eficaz recurso para que aquí, en la misma Joya, y sin pasar la causa a juicio oral, pudiera continuar el proceso y condenar y ahorcarse a esos dos malvados del Gato y de Melchor? ¡Caracoles! La pregunta era de órdago. Asombrado el juez, miró a Jarrapellejos, pareciéndole imposible que un hombre así pudiera hacerla. -No, señor, don Pedro. No se me ocurre...; o, a mejor decir, no existe procedimiento legal que evite el juicio oral para conocer en estas causas. Disponíase a razonar la afirmación, y don Pedro Luis, que sabía más que el mismo don Arturo de leyes, y que, por consecuencia, esperaba aquella negativa -aunque hubiese hecho desesperanzadamente tal consulta, por si acaso-, le alargó un puro, y le atajó: -Bien, don Arturo; entonces, inmediatamente ordene usted que pongan a Melchor y al Gato en libertad. Muy malvados son, y harto merecían la muerte por la de las pobres Isabel y Cruz; pero, por lo mismo, habiendo tenido la indudable habilidad de aprovecharse de la estancia aquella noche en la taberna de dos inocentes, de mi sobrino y del del señor conde de la Cruz, para dificultar el proceso embrollándolos en el crimen, ni por asomo se puede consentir que el proceso siga y que públicamente siga manchando la calumnia a dos hombres honrados. -Señor don Pedro, la verdad resplandecería al fin a favor de la inocencia inmaculada de Saturnino Cruz y don Mariano. -Sí; pero... ¿y la afrenta siquiera de la duda, mientras durase el juicio?... Han sido hábiles, ¡qué diablo! ¡Nos han ganado por la mano!... Póngalos, póngalos en libertad... y adviértales bien, personalmente, a uno y a otro, que si vuelven a hablar de mi sobrino y del del conde, será cuando se los ahorque sin remedio. Partió don Arturo, porque el gran Jarrapellejos volvía a la ocupación de sus papeles. No habría transcurrido una semana más, cuando Mariano Marzo, nombrado gobernador civil, desde el campo mismo partió hacia Badajoz para suceder a don Florián en el Gobierno. En Las Gargalias despidiole Saturnino Cruz, nombrado alcalde de La Joya, en sustitución y de acuerdo con su suegro. 389 «¡Sí, sí -pensaba don Pedro Luis, también en la estación-, es preciso hacer olvidar el mal asunto de éstos a fuerza de prestigios y de honores! ¡Nadie podrá creer que fuesen los asesinos al verlos de políticos jefes respectivos del pueblo y la provincia!» La cosa, después de todo, al volteriano espíritu de don Pedro hacíale gracia. -«¡Viva nuestro alcalde! ¡Viva el gobernador! ¡Viva nuestro gran Jarrapellejos!» -gritaban veinte o treinta hombres, capitaneados por Sidoro y por Zig-Zag. Y lo que todavía tenía más gracia era que, días antes, apenas soltados Melchor y el Gato de la cárcel, no fue Melchor, sino el Gato quien se largó a Madrid a pasarse una vida de príncipe con la mujer de Melchor y sus hermanas... Al pobre Melchor, tapándole de paso la boca sobre el crimen de la ermita, tuvo el gran Jarrapellejos que contentarle con el cargo de guarda de la cárcel. Por cuanto al estúpido del juez, sería ascendido. Mejor cuanta menos gente quedase aquí enterada de las cosas. Ya estaba en el Ministerio su propuesta. Y gritaba, a voz en cuello, el grupo de joyenses: -¡Viva nuestro gran Jarrapellejoooos!!!... «Villa Luisiana». Ciudad Lineal. Madrid. Mayo de 1914 390 391 EPIFONEMA Al terminar este libro, lleno de optimismo, aun dentro de su aparente pesimismo desolado, su autor quiere recoger como suyo, y en guisa de brioso grito que proclama la grandeza de España y de la española raza, el siguiente artículo aparecido recientemente en El Imparcial, sobre la firma del más hidalgo y castizo y generosamente español de todos los grandes cronistas españoles: Mariano de Cavia. Burla burlando, como él suele escribir sobre cosas grandes o menudas, dice así ese maestro del buen hacer y del bien decir que, menos para él, que los desdeña, pide y suele conseguir provechos y honores y laureles para todos: VITALIDAD MANIFIESTA Asistía en aquella ocasión el príncipe de Bismarck a un banquete diplomático, y ya en los expansivos coloquios de sobremesa, se le ocurrió a uno de los invitados plantear este tema de conversación: -Entre todas las naciones de Europa, y prescindiendo de las respectivas condiciones de poderío y riqueza, ¿cuál es la que intrínsecamente tiene más vitalidad? 392 -¡España! -contestó Bismarck inmediatamente. Los circunstantes se quedaron como quien ve visiones. La salida, claro está, les parecía una de las pesadas chungas tudescas a que solía entregarse «el canciller de hierro». El mismo embajador de España en Berlín, que se hallaba presente, no sabía qué cara poner: si cara de Pascua o cara de vinagre. -Señores -continuó Bismarck-, estoy hablando con la mayor seriedad del mundo. Sin hacer política retrospectiva y ateniéndonos sólo a la contemporánea, creo firmemente que ninguna otra nación de Europa, por grande y fuerte que sea, hubiera podido sobrevivir, en igual proporción de quebrantos y convulsiones, a tantas guerras civiles y coloniales, pronunciamientos y rebeldías, revoluciones y contrarrevoluciones, gobiernos desastrosos y muchedumbres enloquecidas o atontadas. Seguir viviendo en condiciones semejantes es tener más vida que las siete vidas que le atribuyen a los gatos. Lo que Bismarck decía de España puede aplicarse también a las hijas que esta prolífica cuanto malaventurada matrona ha dejado sueltas, y al parecer sin atadero posible, en el Nuevo Mundo. Ellas serán todo lo traviesas, y hasta ineducables que se quiera; pero en punto a resistencia y en indudable vitalidad, todas sin excepción han salido a la madre. Quien a los suyos parece, bien merece, según nuestro refrán. Merecen, pues, vivir, aunque sea con el alma en un hilo, todos los inquietos pueblos de la América que los extranjeros, y también algunos cursis de por acá, han dado en llamar «latina» por quitarle el apellido de española, que es el suyo legítimo, mientras el tío Sam no se lo arrebate. Todas las naciones hispanoamericanas, en materia de instintos parricidas, fratricidas165 y suicidas, se pueden llamar de tú. Todas, a pesar de sí mismas, siguen viviendo y siguen creciendo. Pero la palma -no sé si del martirio o de la victoria- en esa vitalidad paradójica que Bismarck atribuyó a nuestra raza, corresponde a Méjico. Por algo la nación mejicana, aun siendo la más india, es también la más española. 165 Fraticidas, en el original. 393 Un calculista, que no tendría precio para apuntarse tantos en cualquier juego de naipes, ha sacado la cuenta de los dictadores y las revoluciones que Méjico ha padecido -o quizás gozado, porque aquel parece un pueblo masoquista- desde que tuvo la inefable felicidad de sustraerse a la pícara soberanía española. Madamina, il catalogo é questo, como canta Leporello en la ópera mozartiana166 : Dictadores, sesenta y uno. Revoluciones, doscientas cincuenta y tres. ¡Sesenta y un dictadores y doscientas cincuenta y tres revoluciones! Todo ello en seco y en serio, y solamente en cien años. No se puede negar que ha sido buena la sementera de la «vitalidad» hispánica. La historia de Méjico independiente es una «Galería de espectros y sombras ensangrentadas»167 . El desfile empezó con el cura Hidalgo y con el cura Morelos, los cuales pagaron con la vida en el patíbulo la acción de alzarse contra quienes había llevado a aquellas tierras la fe católica. Viene en seguida Agustín Itúrbide, caudillo y hombre de positivo mérito, que incurre en la megalomanía bonapartesca de hacerse emperador. Y lo fusila Santa Ana, que no era precisamente la madre de Nuestra Señora, sino un tiranuelo sanguinario y ladrón. Después de Santa Ana... Mas ¿a qué seguir enumerando los desastres que están en todas las memorias, desde el robo de la California Alta y de Tejas por los Estados Unidos hasta la intervención europea, con el sacrificio final de Maximiliano de Austria, Miramón y Mejía en el Cerro de las Campanas, y una emperatriz que se vuelve loca en sus andanzas desde las Tullerías al Vaticano? Entre tamañas tragedias, sólo tres nombres figuran con honor perdurable: los mejicanos de Juárez y de Zaragoza y el español de don Juan Prim. Y llega más tarde don Porfirio Díaz, prolongación política 166 Madamina, il catalogo é questo: verso de Don Giovanni, de Mozart (1756-1795), estrenada en octubre de 1787 en el teatro Nacional de Praga. Leoporello, criado de don Juan, cuenta a Elvira las conquistas del seductor. 167 Obra de Agustín Pérez de Zaragoza Godínez, cuyo título literal fue Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas (1831), una recopilación de cuentos terroríficos. 394 de Juárez, cuya prolongada dictadura asegura por mucho tiempo la paz y la prosperidad material de Méjico; pero Méjico no se lo lleva de barato. Don Porfirio, dictador genial, hace con las leyes lo que Lope de Vega hacía genialmente con los preceptos retóricos: encerrarlos bajo siete llaves. Cuando don Porfirio está en la senectud, un tal Madero, sin más título que sus muchos millones, el astuto amparo de los Estados Unidos y unas buenas intenciones liberales (al parecer), se alza con el santo y la limosna, y a poco le quitan la limosna, el santo y la existencia en la horrible forma que se sabe168 . Al saberlo aquí en Europa don Porfirio, se contentó con esta frase a costa del «liberalito», que es digna de cualquier buen aperador en nuestros cortijos andaluces: -Cuando se quitan las trancas del corral, se desmandan los potros. Eso sí, son potros llenos de vitalidad, según la paradoja hispanófila de Bismarck, y por muchos años se la conserven los dioses: desde los antiguos que adoraba Moctezuma hasta San Francisco, San Antonio y Nuestra Señora de Guadalupe. 168 Recorrido sucinto por la convulsa historia de México: en 1810 Miguel Hidalgo y Castilla, cura del pueblo de Dolores, alzó la bandera de la rebelión. Ejecutado en Chihuahua al año siguiente, el liderazgo pasó a otro sacerdote, José María Morelos y Pavón, quien proclamó la República Independiente de México en 1814 y abolió la esclavitud. Morelos y su ejército fueron derrotados por el general criollo Agustín Iturbide en 1815, proclamado emperador con el nombre de Agustín I en 1822, pero diez meses más tarde fue depuesto por la rebelión dirigida por Antonio López de Santa Ana. Tras algún otro nombre no mencionado (Guadalupe Victoria, primer Presidente de la República), sigue una de las figuras más eminentes de la historia mejicana, Benito Juárez, autor de la Constitución de 1857. Atacado por tropas francesas, Juárez y su gabinete huyeron, en tanto un gobierno conservador proclamó el Imperio Mexicano y ofreció la corona, a instancias de Napoleón III, a Maximiliano I, archiduque de Austria. Desde 1864 a 1867, Maximiliano y su esposa Carlota gobernaron el Imperio, pero las tropas francesas se retiraron por la presión de Estados Unidos y las tropas republicanas, al mando de Porfirio Díaz, tomaron la capital. Porfirio Díaz gobernó como un autócrata desde 1871 a 1911, año en que le sucedería Francisco Ignacio Madero, pero otros líderes rebeldes (Francisco Villa, Emiliano Zapata, Victoriano Huerta) se negaron a someterse a la autoridad presidencial y Madero sería fusilado en 1913. 395 Pero no se puede jugar tanto con la Providencia. Si España se sobrevive a sí misma en una punta de Europa (o en su cabeza, según Luis de Camoens) es porque la salva el contrapeso de las grandes codicias europeas. En América, el enemigo es uno solo, y es habilísimo, es tenaz, es formidable. ¡Pobres potros, como diría don Porfirio, si no aciertan a juntarse todos contra el enemigo común! La Madre España está siempre -y con sangre y esfuerzo, con vidas y haciendas- al lado de las naciones hispanoamericanas. ¿Cómo no? Según decimos aquende y allende el Atlántico, que debiera ser el mare nostrum. Pero si la letra no entra con la sangre, si la Confederación Hispanoamericana, que no es un vano ensueño, sino una urgente necesidad de vida, deja de realizarse por envidiejas, reconcomios y falta de cacumen en los de aquí y en los de allí, demos por totalmente terminadas, antes de que promedie el siglo XX, nuestra raza, nuestra casta, nuestra habla, nuestra malgastada energía en peleas sin sentido común, y aquella enorme vitalidad que reconocía en nosotros el europeo más duro, más recio y más seguramente victorioso que hubo en el siglo XIX. Dicen que nació en Schoenhausen; pero si hubiera nacido en Valladolid (la de Castilla o la del Yucatán169 ) , en La Coruña o en Quito, en Santiago de Chile o en Santiago de Galicia, claro es que siempre hubiera llegado a ser algo, alcalde mayor o coronel de caballería, pero se hubiera muerto diciendo: -¡Somos unos sinvergüenzas! ¡Este es un país sin pulso! ¡Aquí no hay vitalidad! ¡Todos potros «desmandaos»!... Y se habría entregado al enemigo, si el enemigo no le había cortado antes la cabeza. Mariano de Cavia170 . 169 Valladolid: además de castellana, es ciudad mejicana de la Península del Yucatán, situada entre Mérida y Puerto Juárez. 170 Mariano de Cavia: nacido en Zaragoza 81855), fue literato y periodista, autor de crónicas muy populares en El imparcial (“Cháchara” y “Despachos del otro mundo”). Anterior Inicio