JAVIER MARÍ AS (Madrid, 1951) En el viaje de novios Mi mujer se había sentido indispuesta y habíamos re-gresado apresuradamente a la habitation del hotel, don de ella se habia acostado con escalofríos y un poco de náusea y un poco de fiebre. No quisimos liamar en seguida a un medico por ver si se le pasaba y porque estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraho, aunque sea para un reconocimiento. Debía de ser un ligero mareo, un cólico, cualquier cosa. Estábamos en Sevilla, en un hotel que quedaba resguardado del tráfico por una explanada que lo separaba de la calle. Mientras mi mujer se dormia (pareció dormirse en cuanto la acosté y la arropé), decidí mantener-me en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tenta-do a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían, cómo hablaban, aunque, por la relativa dištancia de la calle y el tráfico, no oía más que un murmullo. Miré sin ver, como mira quien Ilega a una fiesta en la que sabe que la única persona que le interes a no estará allí porque se quedó en casa con su marido. Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido. Yo miraba hacia el exterior y pcnsaba en el interior, pero de pronto individualicé a una persona, y la individualicé porque a diferencia de las demás, que 1 1 I" i pasaban un momento y desaparecían, esa persona permanecía inmóvil en su sitio. Era una mujer de unos treinta aňos de lejos, vestida con una blusa azul sin apenas mangas y una falda blan-ca y zapatos de tacón también blancos. Estaba esperando, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando da-ba dos o tres pasos a derecha o izquierda, y en el ultimo paso arrastraba un poco el tacón afilado de un pie o del otro, un gesto de contenida impaciencia. Colgado del brazo Uevaba un gran bolso, como los que en mi infancia llevaban las madres, mi madre, un gran bolso negra colgado del brazo anticuadamen-te, no echado al hombro como se llevan ahora. Tenia unas pier-nas robustas, que se clavaban sólidamente en el suelo cada vez que volvían a detenerse en el punto elegido para su espera tras el mínimo desplazamiento de dos o tres pasos y el tacón arras-trado del ultimo paso. Eran tan robustas que anulaban o asi-milaban esos tacones, eran ellas las que se hincaban sobre el pavimento, como navaja en madera mojada. A veces flexionaba una para mirarse detrás y alisarse la íalda, como si temiera al-gún pliegue que le afeara el čulo, o quizá se ajustaba las bragas rebel des a través de la tela que las cubría. Estaba anocheciendo, y la pérdida gradual de la luz me hizo veria cada vez más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Se man tenia en medio de la calle, no se apoyaba en la pared como suelen hacer los que aguardan para no entorpecer el paso de los que no esperan y pasan, y por eso tenia problemas para esquivar a los transeún-tes, alguno le dijo algo, ella le contestó con ira y le amagó con el bolso enorme. De repente alzó la vista, hacia el tercer piso en que yo me encontraba, y me pareció que fijaba los ojos en mí por vez primera. Escrutó, como si fueramiope o llevara lentillas sucias, guiňaba un poco los ojos para ver mejor, me pareció que era a mi a quien miraba. Pero yo no conocia a nadie en Sevilla, es más, era la primera vez que estaba en Sevilla, en mi viaje dc no- Javier Marias En el viaje de novius vios con mi mujer tan reciente, a mi espalda enferma, ojalä no fuera nada. Oi un murmullo procedente de la cama, pero no volvi la cabeza porque era un quejido que venia del suefio, uno aprende a distinguir en seguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. La mujer habia dado unos pasos, ahora en mi direccion, estaba cruzando la calle, sorteando los coches sin buscar un semäforo, como si quisiera aproximarse räpido para comprobar, para verme mejor a mi balcön asomado. Sin em-bargo caminaba con dil'icultad y lentitud, como si los tacones le lueran desacostumbrados o sus piernas tan Uamativas no es-tuvieran hechas para ellos, o la desequilibrara el bolso o estu-viera mareada. Andaba como habia andado mi mujer al sentir-se indispuesta, al entrar en la habitacion, yo la habia ayudado a desvestirse y a meterse en la cama, la habia arropado. La mujer de la calle acabö de cruzar,' ahora estaba mäs cerca pero toda-vfa a distancia, separada del hotel por la amplia explanada que lo alejaba del träfico. Seguia con la vista alzada, mirando hacia mi o a mi altura, la altura del edificio a la que yo me hallaba. Y entonces hizo un gesto con el brazo, un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extrano, sino de apropiaciön y reconocimiento, como si fuera yo la persona a quien habia aguardado y su cita fuera conmigo. Era como si con aquel gesto del brazo, coronado por un remo-lino veloz de los dedos, quisiera asirme y dijera: Tu ven acä', o 'Eres mio'. AI mismo tiempo gritö algo que no pude oir, y por el movimiento de los labios solo comprendi la primera pala-bra, que era 'jEh!', dicha con indignacion, como el resto de la fräse que no nie alcanzaba. Siguiö avanzando, ahora se tocö la falda por detras con mas motivo, porque parecia que quien debia juzgar su ligura ya estaba ante ella, el esperado podia aprectar ahora la caida de aquella falda. Y entonces ya pude oir lo que estaba diciendo: 'jEh! <;Pero que haces ahi?.' El grito era muy audible ahora, y vi a la mujer mejor. Quizä tenia mas de treinta anos, los ojos aün guinados me parecieron claros, grises o color ciruela, los labios gruesos, la nariz algo ancha, las aJetas vehementes por el enfado, debia de llevar mucho tiempo esperando, mucho mas tiempo del transcurrido desde que yo la habia individualizado. Caminaba trastabillada y tropezo y cayo al suelo de la explanada, manchändose en seguida la falda blanca y perdiendo uno de los zapatos. Se incorporo con es-fuerzo, sin querer pisar el pavimento con el pie dcscalzo, como si temiera ensuciarse tambien la planta ahora que su cita habia llegado, ahora que debia tener los pies limpios por si se los veia el hombre con quien habia quedado. Logrö calzarse el zapato sin apoyar el pie en el suelo, se sacudiö la falda y grito: 'jPero que haces ahi! i?OT que no me has dicho que ya habias subi-do? ,{No ves que llevo una hora esperandote?' (lo dijo con acento sevillano llano, con seseo). Y al tiempo que decia esto, volviö a hacer el gesto del asimiento, un golpe seco del brazo desnudo en el aire y el revoloteo de los dedos rapidos que lo acompaiiaba. Era como si me dijera 'Eres mio' o 'Yo te mato', y con su movimiento pudiera cogerme y luego arrastrarme, una zarpa. Esta vez grito tanto y ya estaba tan cerca que temi que pudiera despertar a mi mujer en la cama. —eQue pasa? —dijo mi mujer dcbilmente. Me volvi, estaba incorporada en la cama, con ojos de susto, como los de una enferma que se despierta y aün no ve nada ni sabe donde esta ni por que se siente tan confusa. La luz estaba apagada. En aqucllos momentos era una enferma. —Nada, vuelve a dormirte —conteste yo. Pero no me acerque a acariciarle el pelo o tranquilizar-la, como habria hecho en cualquier otra circunstancia, porque no podia apartarme del balcön, y apenas apartar la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo. Ahora me veia bien, y era indudable que yo era la persona con la que habia convenido una cita importante, la persona que la habia hecho sufrir en la espera y la habia ofendido con mi prolongada ausencia. V;No me has visto que te estaba esperan- do ahí desde hace una hora? jPor que no me has dicho nada!', chillaba furiosa ahora, parada ante mi hotel y bajo mi balcón. ' jTú me vas a oir! ; Yo te mato!', gritó. Y de nuevo hizo el gesto con el hrázo y los dedos, el gesto que me agarraba. —<