JULIO LLAMAZARES (Vegamian, Leon, 1955) No se mueve ni una hoja Mt padre y Teofilo estan sentados debajo del corredor. Llevan asi una hora, mirando los ärboles y las estrellas, sin cru-zar una sola palabra. Mi padre y Teofilo no necesitan hablarse. Pueden pa-sarse asi horas enteras, sentados en cualquier sitio, contem-plando d fuego o el paisaje, sin sentit necesidad de decir nada. Es como si ya lo supieran todo el uno del otro o como si las pa-labras les sobrasen. A mi padre y a Teofilo les basta con estar juntos para sentirse a gusto y acompanados. Mi padre y yo llegamos esta tarde. Llegamos mas tarde que de costumbre, esperando que el verano se asentase. Otros anos, por ahora, hacia ya un par de semanas que estäbamos en La Mata. Pero, este aiio, el verano se retrasö, llovio hasta el final de junio y en la montana el sol tarda en calentar las casas. Los vecinos del pueblo pronostican un verano intermitente, con cambios bruscos e inesperados. Como dice Teofilo: el verano es como las mujeres; si entran bien, pueden torcerse, pero, como entren atravesadas, no las endereza ni Dios. Como cada verano, Teofilo estaba esperändonos. En reaüdad, llevaba esperändonos desde el otono pasado, cuando mi padre y yo nos fuimos de La Mata con los primeros frios de octubre, como los päjaros. Siempre nos vamos los Ultimos, cuan- do todos los veraneantes ya hace tiempo que se han ido. Cuando nos vamos, Teofilo se queda solo, esperando a que pase otro ano. En La Mata, en invierno, apenas queda gente y la que hay no sa-Ie apenas de casa. Aurelia, su mujer, dice que, cuando nos vamos, Teofilo se queda triste, como enfadado. Se pasa varios dias sin hablar. En realidad, Teofilo no es de La Mata. Vive alli desde hace solamente algunos anos, desde que se caso con Aurelia, por segunda vez en su vida, cuando ya estaba jubilado. Aurelia tambien estaba viuda y ninguno de los dos tenia hijos. Asi que un dia se sentaron y lo hablaron. Ya vamos siendo mayores, le dijo Teofilo mientras merendaban, los dos estamos solos y pode-mos hacernos compafifa, y ademäs, asi, no incordiamos a nadie. Aurelia no dijo nada, pero tampoco hizo falta. Al dia siguiente, fueron a hablar con el cura y a las pocas semanas se casaron, Lue todo tan sencillo como eso, como un trato. Desde entonces, Teofilo vive en La Mata. Con la pen-sion de la mina y lo que sacan del fiuerto, Aurelia y el viven con desahogo y sin incordiar a nadie. A veces, los parientes van a verlos o van ellos a visitarlos, pero ya no, como antes, preocupa-dos por si se sentirän muy solos o, en el caso de las hermanas de Teofilo, por como tendra la casa. Cuando se caso, Teofilo se la vendiö a un sobrino y lo demäs lo repartio entre sus hermanas. Cuatro tierras y una huerta, que era todo lo que tenia. Desde entonces, solo ha vuelto a su pueblo un par de veces, sin contar el dia de la fiesta, a la que nunca falta. Le va a buscar el sobrino en el coche y le trae al dia siguiente o va el en el tren hasta Bonar y alli bajan a buscarlo. A veces, le acompana Aurelia, pero, otras, ella se queda en casa. Aurelia prefiere ver la televisiön, que es lo que mas le gusta, aparte de su casa y de La Mata. A Teofilo, la televisiön tambien le gusta, sobre todo las telenovelas, pero un rato. En seguida se queda dormido y prefiere andar por la calle. Pero, en invierno, apenas se encuentra a nadie y los que hay estan trabaiando. Asi que muchos dias ) baja hasta la estación, aun con Uuvia o con nieve y sabiendo que después tiene que volver andando. Por eso se alegra tanto euando llega el verano y, con él, mi padre y yo, fieles a nuestra cita de cada aňo. Este ano, ya digo, hemos llegado más tarde. Teófilo nos esperaba desde h ace días y ya empezaba a extraňarse. Temia, nos confesó, que hubiese pasado algo. Lo encontramos a la en-trada de La Mata, en el desvío de la carretera, sentado en un tron-co (este invierno cortaron los chopos y la carretera parece dis-tinta, como si hubiesen cambiado el paisaje), y, cuando nos vio llegar, en seguida nos reconoció, pese a que él no distingue un coche deotro. Por el olfato. Teófilo tiene un sexto sentido para saber quién llega en cada coche y hasta el negocio o el motivo que le trae. Son muchos aňos de estar sentado, viendo pasar la vida y a la gente por delante. Ya en casa, nos ayudó a descargar las cosas y, luego, mi padre y él se fueron a dar un paseo hasta el Carvajal, que es su sitio preferido por las tardes. Desde allí se ve La Mata y todo el valle de La Vecilla hasta las cárcavas de La Cándana. Volvieron a las dos horas, a las ocho y media en punto, que es la hora de la cena de mi padre. Teófilo cena más tarde. Antes va a echar un vistazo al huerto o se queda un rato hablando conmigo antes de volver a casa. Este invierno, me contó, el médico le ha puesto a régimen y, aunque sigue estando gordo (más que gordo, yo diría reposado), ha adelgazado sets kilos y se siente mucho mejor. Se cansa, dice, menos que antes. En cuanto cena, vuelve a mi casa. Suele hacerlo ya de noche, incluso ahora que las tardes duran tanto, y se queda ya con mi padre hasta la hora de ir a la cama. Normalmente hasta las doce, pero, a veces, si están bien, hasta la una de la maňana. Si bace bueno, como hoy, se sientan junto a la puerta, debajo del corrcdor, o al lado de los rosales. Si refresca, a finales de agosto sobre todo, y en septiembre, cuando comienza a hacer frio, en el salón, al lado de la chimenea. Mi padre apenas le habla. En realidad, desde hace ya varios aňos —desde que murió mi madre—, mi padre apenas habla con nadie. Se encoge sobre si mismo, como si estuviera enfermo, y se pasa asi las horas, concentrado en si mismo o en el paisaje. Lo hace ast todo el ano, en Leon, donde vive, o en el lugar en que esté (las pocas veces que sale), pero en La Mata se le acentúa, como si la casa en la que nació y en la que mi madre y él pasaban parte del ario le trajera recuerdos muy antiguos. Pero a Teófilo no le importa que mi padre no le hable. A veces, habla él solo, para nadie (como cada aňo que pasa está más sor-do, ni siquiera se entera de si le escuchan), y otras se queda dor-mido, con la cabeza colgando. Vistos desde el corredor, a la luz de la ventana y de la luna, parecen dos sombras más entre las de los rosales. Cuando conoció a mi padre, Teófilo en seguida inrimó con él. Los dos habían vivido en el mismo sitio, en el valle de Sabero, y tenían amigos comunes, aunque ellos no llegaron a conocerse entonces. Cuando mi padre llegó allí de maestro, Teófilo ya había dejado la mina y se había ido a trabajar a otro lado. Luego, los dos siguieron rurnbos distintos, cada uno por su camino, hasta que coincidieron en La Mata. Pero la casuaíi-dad de haber vivido en el mismo sitio y de conocer lugares y a gente que los demás vecinos desconocían, junto con la circuns-tancia de ser ambos forasteros en La Mata (Teófilo por ser de fuera y mi padre por ir sólo los veranos), les hizo amigos inseparables. Aunque sólo se vean un par de meses al ario. Cuando murió mi madre, su amistad se acentuó, pese a que mi padre estuvo dos aňos prácticamente sin hablar con nadie. Teófilo ya había pasado por ese trance y, aunque con otro talante (él, lejos de deprimirse, se dedicó a buscar víudas, hasta que encontró a Aurelia, para volver a casarse: yo no valgo para estar solo, me dijo un día, refiriéndose a mi padre), sabía ya lo que era eso. Asi que empezó a aparecer por casa y a hacer com-paňía a mi padre sin importarle que éste a veces no le hiciera 514 ningún caso. Él se sentaba ahí, debajo del corredor, o en el salón, si hada frío, y si mi padre le hablaba él hablaba y, si no, se quedaba callado. Y, cuando le parecía, se marchaba. Poco a poco, sin embargo, a medida <[ue los veranos fueron pasando, Teófilo consiguió lo que ni los psiquiatras ni la família pudimos, pese a que lo intentamos de todas las maneras y por todos los medios a nuestro alcance: que mi padre volviera a interesarse por el mundo. Teófilo fue quien consiguió, por ejemplo, hacia el segundo o tercer verano, que mi padre empe-zase a hablar de algo que no fuera mi madre, o relacionado con ella o con su recuerdo, y quien le convenció más tarde para que le acompaňase en sus paseos por el pueblo, algo que mi padre sieni pre había hecho, pero que había abandonado por comple-to desdeentonces. Cuando acabó aquel verano, mi padre ya no era ni la sombra del que llegó a principios de julio y hasta había engordado algo. Poco, pues, al contrario que Teófilo, siempre ha sido muy delgado. A veces, cuando los veo venir desde lejos, caminando entre las casas de La Mata, los dos me recuerdan al Gordo y el Flaco. Pero ahora están ahí, debajo del corredor, contemplan-do los árboles y las estrellas, como todas las noches de verano. Es la primera de éste, que ha comenzado más tarde. Aunque no ha cambiado nada: el olor de la hierba, los sonidos del pueblo, el color azul de la noche y el resplandor de la luna sobre los árboles. Hasta la frase de Teófilo sigue siendo la misma de cada afio cuando se despierta al cabo de un rato y dice a mi padre: —No se mueve ni una hoja. Del libro En mitad de ninguna parte. Ed. Ollero, 1995. 516