v; ÄF4 '■tew** Swp^gigi Nacionß&de j © Biblioteca Nacionál de Espaňa © Biblioteca Nacionál de Espaňa ^RA^OMPLiXAS -!- DE - V. BLASCOJBAŇEZ LA ľ. AK R A CA © Biblioteca Nacionál de Espaňa ODRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR Tkhuks maudites.— Traduecion de G. Ildrelle. Paris. Fli-xu tiV. Mai.~-Ti-aduccidn de G. Herelle, Paris. Boiib et Rose aux. — Traduecion de Maurice Bixio. Paris. Dans l'oiibee de la. cathedrals.--Traduecion dc O. Herelle. Paris. Terras malditas.—Ti-aduccidn de Na-poleilo Toscnno. Lisboa. A Cathedral.—Traduecion de Riveiro de Carvallio y Muraes Rosa. Lisboa. KlOk de Mho.-Traduccidu do Josy Prieuis. Zurich. Dik KA-.-nEDiiALE. — Traduction de Josy Priems. Zuricli. Erdflucu. —Traduecion de Wilhelm Thai. Berlin. Sohilfund Scklamm.—Traduction de Wilhelm Tltal. Berlin. Deb BiKnnmer.iNG. — Traduecion de J. Broutii. Berlin. De Vloek.—Traduecion del doctor A. A. Fokker. Haarlem. Waar Oranjeboomen Bloeikn. — Tra-duccidu del doctor A. A.Fokkcr. Amsterdam. Chalupa.—Traduecion de A. Pikhart. Pragn. M ar n a Chlou ea.--Trad uccion dc A. fik-Uai't. Prajja. Ah, il taxe!...—Traduecion de F. Ge-lormini. Palermo. Hvad en Mand uar at gove.—Traduecion de Johannc Allen. Coponliafrue. Viknvi SklaD.—Traduction de m, Watson. Petersburg. Bodega.—Traduecion de K. G. Peters-burg-o. Geleznodorognoy ZAiAZ.-Traduccidn de M. Watson. Peteraburg-o. Naloguiza oun agnen a t a.—Traduction de M. Watson. Petersburgo. Peokliatac Pole. —Traduecion de M. Watson. Petersburjra. Sobo a.—Traduction de M. Wataon. Pe- tersburg-o. Duovnoy yistkel.— Traduecion de M. Watson. Petcrsburgo. La Horde.—Traduccidu de G. Herelle. Paris, Arenes sangxantes.—Traduction de G. H£reUe. Paris. 0 Intruso,—Traduction de Riveiro de Carvallio. Lisboa, Miser a v 1; is.—Trad uccion de Vas co Va>-d<5z. Lisboa. L'Ikteus. —Traduecion de RenSe La-font. Paris. a Adega.—Traduecion de IS. Sousa Costa. Lisboa-Rio Janeiro. a oortf.zan de Saguntu.—Traduccidu de Riveiro de Carvallio y Moraes Roaa. Lisboa. Les morts commandent.—Traduccidn dc B. Delaunay. Paris. Sur ees Orargebs.—Traduecion de G. Meuetrier. Paris. 1'he Blood of the Arena.—Traduecion do F. Douglas. Chicago. Sonnioa, —Traduction de F. Bong-las. Edieidn En la barraca de Töui, conocido en todo el contorno por Pimento, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una anirnosa cria-tura, de carne blaneuzca y fláeida en plena juventud, minada por la anemia, y que era sin embargo la hembra más trabajadora de toda la huerta. Al amanecer ya estaba de vuelta del Mercado. Levaníábase á las tres, eargaba con los eestones de verduras eogidas por Tôni al cerrar la no che anterior entre re-niegos y votos contra una pícara vida en la que tanto bay que trabajar, y á tientas por los senderos, guiándose en la obscuri- 2 © Biblioteca Nacionál de Espaňa 18 V. BLASGO IBANEZ dad como buena hija de la hnerta, mareba-ba ä Valencia, niientras su marido, aquel buen niozo que tan earo le costaba, segula roncando dentro del caliente eshtäi, bien arrebujado en las mantas del camön matrimonial. Los que compraban las hortalizas al por mayor para revenderlas conocian bien ä esta mujercita que antes del amanecer ya estaba en el Mevcado de Valencia, sentada en sus cestos, tiritando bajo el delgado y raldo mantÖD. Miraba con envidia, de la que no se daba cuenta, ä los que podfan beber nna taza de cafe para combatir el iresco matinal. Y con una paeiencia de bes~ tia sumisa esperaba que le diesen por las verduras el dinero que se habia fijado en sus eomplicados cälculos, para mantener ä Toni y llevar la casa adelante. Despues de esta venta corrfa otra vez hacia su barraca, deseando salvai* cuanto antes una hora de Camino. Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: despues de las nortalizas, la lecbe. Y tirando del ron-zal de una vaea rubia, que llevaba pegado © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAÖA 19 al rabo como amoroso satelite un teruerillo jugaetön, volvla ä la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de est;mo para servir ä los clientes. La Bocka, que asi apodaban ä la vaea por sus rubios pelos, mugfa dulceniente, estrenieciendose bajo una gualdrapa de ar-pillera, herida por el fresco de la manana, volviendo sus ojos hümedos hacia la ba-rraca, que se quedaba aträs, con su establo negro, de arnbiente pesado, en euya paja olorosa pensaba con la voluptuosidad del sueno no satisfecho. Pepeta la arreaba con su vara. Se haeia tarde, e" iban ä quejarse los parro-quianos. Y la vaea y el teruerillo trotaban por el centro del Camino de Alboraya, hondo, fangoso, suicado de profundas ca-rrileras. Por los ribazos laterales, con un brazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras 6 Mlanderas de seda, toda la virginidad de la huerta, quo iban a trabajar en las fäbri-cas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y aspera. © Biblioteca Nacional de Espana 20 V. BLASCO IBANEZ Esparolase por los campos la bendiciön de Dios. Tras los ärboles y las easas que cerra-ban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agu-jas de oro que obligaban ä taparse los ojos. Las montanas del fondo y las torres de la ciudad iban tonaando un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el eielo co-loreabanse como inadejas de seda carmesi; las aeequias y los charcos del eamino pare-elan poblarse de peces de f uego. Sonaba en el interior de las barraeas el arrastre de la escoba, el ehocar de la loza, todos los rui-dos de la limpieza matinal. Las mujeres agaehäbanse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropa por lavar, Saltaban en las sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, ensenando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de botön; y sobre los montones de rubio estiercol, el gallo, rodeado de sus clo-queantes odaliscas, lanzaba un grito de sul-tän eeloso, con la pupila ardiente y las bar-billas rojas de cölera. Pepeta, insensible ä este despertar que © Biblioteca Nacional de Espana LA BA ERA OA 21 preseneiaba diariamente, seguia su marcha, cada vez con más prisa, el estómago vacío, las piernas doloridas y las ropas interferes impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangre blanca y pobre, que á lo mejor se escapaba durante semanas en-teras, contraviniendo las reglas de la na-turaleza. La avalancha de gente laboriosa que se dirigía á Valencia lien aba los puentes. Pe-peta pasó entre los obreros de los arrabales que Ilegaban con el saquito del almuerzo pendiente del cuello, se detu^o en el fielato de Consumos para tomar su resguardo —unas cuantas monedas que todos los días le dolían en el alma—, y se metió por las desiertas calles, que animaba el ceneerro de la Bocka con un badajeo de melódia bucó-liea, haciendo soňar á los adormecidos bur-gueses con verdes prados y escenas idílicas de pastores. Tenia sua parroquianos la pobre mujer espareidos en toda la ciudad. Era su marcba una enreyesada peregrinación por las calles, deteniéndose ante las puertas cerra-das; un aldabonazo aquí, tres y repique © Biblioteca Nacionál de Espaňa 22 V. BLASCO I BAŇ E Z más all á, y siempre, á continuación, el grito estridente y agudo, que parecía imposible pudiese surgir de su pobre y raso peeho: t/La lleeeth Jarro en mano bajaba la criada desgrenada, en chaaeleta, con los oj os bJmchados, á rectbir la leche, ó la vi ej a portera, todavía con la mantilla que se ha-bía puesto para ir á la misa del alba. A las ocho, después de servir á todos sus clientes, Pepeta se vió cerca del barrio de Pescadores. Como también encontŕaba en él despa-cbo, la pobre huertana se metió valerosa-mente en los sucios callejones, que pareeían muertos á aquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, tma repugnancia instintiva de estómago delicado. Pero su espíritu de mujer honrada y enferma sabia sobreponerse á esta impresiou, y continua-ba adelante con cierta altivez vanidosa, con un orgullo de hembra casta, consolándose al ver que ella, debil y agobiada por la mi-seria, aún era superior á otras. De las cerradas y silenciosas casas salía el hálito de la crápula barata, ruidosa y sin disf raz: un olor de carne adobada y putre- © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 23 facta, de vino y de sudor. Por Jas rendijas de las puertas parecia eseapar la respiráciou entrecortada y brutal del sueno aplas-tante despues de una noche de carieias de fiera y eaprichos amorosos de borraeho. Pepeta oyó que le llamaban. Ea la puer-ta de una e3calerilla le bacia sefias una buena raoza, despechugada, fea, sin otro encanto que el de una juveutud próxima á desapareeer; los ojos húmedos, el moňo torcido, y eu las mejillas manchas del co-lorete de la noche anterior: una caricatura, un pay as o del vicio. La labradora, apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén para que las distancias quedasan bien marcadas, eomen-zó á ordefiar las ubres de la Eôcha dentro del jarro que le presentaba la inoza. Esta no quitaba la vista de la labradora. ■—[Pepetal—djjo con voz indecisa, como si no tuviese la certeza de que era ella misma. Levanto su cabeza Pepeta; fijó por pri-mera vez sus ojos en la mujerzuela, y tam-bién pareció dudar. —jRosarioĽ. ,ieres tú? © Biblioteca Nacionál de Espaňa 24 F. B LÁS 00 I BANE Z Sí, ella era; lo afirmaba con tristes rao-vimientos de eabeza. Y Pepeta, inmediata-mente, manifastó su asombro. |Ella allíl... [Bíja de unos padres tan honrados! |Qué vergúanza, SeňorĽ. La rarnera, por cosfcumbre del oficio, in-tentó acoger con eínica sonrisa, con el gesto escéptico del que conoce el secreto de la vida y no cree en nada, las exclamaciones de la escandalizada labradora. Pero la mi-rada fija de los ojos claros de Pepeta acabó por avergonzarla, y bajó la caboza eomo si fuese á llorar. Ko; ella no era mala. Había trabajado en las fábricas, había servido á una família como dornéstica, pero al fin sus hermanas le dieron el ejemplo, cansadas de sufrir hambve; y allí estaba, reeibiendo unas ve-ces carifios y otras bofetadas, hasta que re-Yentase para siempre. Era natural: donde no hay padre y madre, la família termina asi. De todo tenía la culpa el amo de la fcie-rra, aquel don Salvador, que de seguro ardía en los infiernos. jAh, ladrónl... |Y cómo babia perdido ä toda una família! Pepeta olvidó su actitud fría y reserva- © Biblioteca Nacional de Espaňa LA B Ä ER AGA 25 da para unirse á la indignation de la mu-chacha. Verdad, todo verdad; aquel tío avaro tenia la culpa. La huerta entera lo sabía. jVálgame Dios, y eónio se pierde una casa! |Tan bueno que era el pobre tío Barret! jSi levantara la cabeza y viese á sus hi jas!... Ya sabían en la huerta que el pobre padre había muerto en el presidio de Ceuta hacía dos aňos; y en cuanto á la madre, la infeliz vieja había acabado de padecer en una cama del Hospital. [Las viieltas que da el mundo en diez aňosl ^Quién les hubiese dieho á ella y á sus hermanas, acostumbra-das á vivir en su casa como reinas, que acabarían de aquel modo? |Senorl jSeňor! iLibradaos de una mala personal... Rosario se animó con la eonversación; parecía rejuveneeerse junto á esta amiga de la niüez. Sus ojos, antes morteeinos, chispearon al recordar el pasado. Y las tierras? Seguian abandona-das, , eran una mancha de miseria en medio de la buerta fecunda, trabajada y sonriente. Diez aňos de abandono babían endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas entraňas todas las plantas parásitas, todos los abro-jos que Dios ha criado para eastigo del labrador. Una selva enana, enmaraňada y deforme se estendía sobre aquellos campos, con un oleaje de extraňos tonos Verdes, matizado á trechos por flores miste-riosas y raras, de esas que sólo surgen en las ruinas y los cementerios. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 30 V. BLAS CO IBANEZ Bajo las fron dos ida des de esta selva mi-nüseula y alantados por la seguridad de su guarida, ereeian y se multiplicaban toda suerte de biehos asquerosos, derramändose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos eon ca-parazön de metalicos refiejos, aranas de pa-tas cortas y vellosas, hasta culebias, que se deslizaban ä las aeequias inmediatas. Alli vivian, en el centro de la hermosa y cui-dada vega, forinando mundo aparte, devo-rändose unos ä otros; y aunque eausasen algün dano ä los vecinos, estos los respeta-ban eon cierta veueraciön, pues las siete piagas de Egipto parecfan poca cosa ä los de la huerta para arrojarlas sobre aquellos terrenos malditos. Como las tierras del tio Barr et no serfan nunoa para los hombres, deblan anidar en. elias los bicharraeos asquerosos, y euantos mäs, mejor. En el centro de estos campos desolados, que se destaeaban sobre la hermosa vega como nna mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzäbase la ba-rraea, ö mäs bien dicho, caia, con su mon- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAOA 31 tera da paja despanzurrada, enseňando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su eareomido costillaje de maděra. Las paredes, arafiadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blaneas quo delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la eoitaban de un extremo á otvo. Dos ó ties ventanillas, com-pletamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo gozne, ó iban á caer de un momento á otro, apenas soplase una ruda yentolera. Aquella ruina apenaba el ánimo, opri-mía el corazón. Parecía que del casueo abandonado fuesen á salir fantasmas en cuanto cerrase la nocbe; que de su interior iban á partii* giitos de personas asesina-das; que toda aquella maleza era un suda-rio ocultando debajo de él eentenares de cadáveres. Imágeues horribles era lo que inspiraba la contemplación de estos campos abando-nados; y su tétrica miseria aún resaltaba más al eontrastar con las tierras próximas. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 32 V. BLAS CO I BAŇ E Z íojas, bien cuidadas, llenas de correctas filas de hortalizas y de arbolillos, á cuyas hojas daba el otoňo una transpareneia aca-ramelada. Hasta los pájaros huían de aque-llos campos de muerte, tal vez por temor á los anímaluchos que rebullían bajo la maleza ó por husmear el hálito de la des-gracia. Sobre la rota techumbre de paja, si algo se veía era el revoloteo de alas negras y traidoras, plurnajes fúnebres de cuervos y milanoSj que al agitarse haeían enmude-cer los árboles cargados de gozosos aleteos y juguetones piídos, quedando silenciosa la huerta, como si no hubiese gorriones en media legua á la redonda. Pepeta iba á seguir adelante, hatia su blanca barraca, que asomaba entre los árboles algunos campos más allá; pero hubo de permanecer inmóvil en el alto borde del eamino, para que pasase un carro cargado que avanzaba dan do tumbos y parecía ve-nir de la ciudad. Su curiosidad femenil se excitó al fijarT se en él. Era un pobre carro de labranza, tirado © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BAEBACA 33 poľ un rocín viejo y huesudo, al que ayu-daba en los baches difíeiles u n hombre alto que marehaba junto á ól animándole con gtitos y ehasquidos de tralla. Veštia de labrador; pero el modo de lle-var el paňuelo anud&do á la cabeza, sus pantalones de pana y otros detalles de su traje, delataban que no era de la huerta, donde el adorno personál ha ido poco á poeo eontaminándose del gusto de la ciu-dad. Era labrador de algúu pueblo lejano: tal vez venía del riňón de la provincia. Sobre el carro amontonábanse, forman-do pirámide hasta más ai-riba de los vara-les, toda elase de objetos domésticos. Era la emigráciou de una familia entera. Tísicos colchones, jergonea rellenos de escandalosa hoja de maíz, sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, eestas, verdes banquiilos de cama, todo se amontonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable, oliendo á hambre, á fúga desesperada, como si la desgracia marchase tras de la familia pi-sándole los talones. En la eumbre de este revoltijo veíanse tres niňos abrazados, que eontemplaban los campos con ojos muy 3 © Biblioteca Nacional de Espaňa 34 V. BLAS CO IBANEZ abiertos, como exploradores qua visitan un pafs por vez primera. A pie y deträs del earro, como vigi-lando por si eaia algo de este, marchaban una mujer y uria muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecia hrja de aquella. AI otro lado del rocin, ayudando caando el vehiculo se detenla en un mal paso, iba ua mucha-cbo de uüos once aüos. Su exterior grave delataba al niüo que, acostumbrado ä lu-ehar con la miseria, es un bombre ä la edad en que otros juegan. Un perrillo sucio y ja-deante cerraba la marcba. Pepeta, apoyada en el lomo de su vaea, les vefa avanzar, poseida cada vez de ma-yor curiosidad. ... «|éll>—fuese quien fuese—estaba alli eon toda su família, instalándose sm reparo... de la partida ó distrito. Mezeländose en eleeeiones y galleando en toda la eontornada, el valentón había eonquistado este cargo, que le daba cierto aire de autoridad y consolidaba su pres-tigio entre los eonvecinos, los cuales le mimaban y le convidaban en dias de riego para tenerle propicio. Batiste estaba asombrado por la iujus-ta denuncia. Su palidez era de indignaeión. Miraba con ojos de rabia todas las earas conocidas y burlonas que se agolpaban en la verja. Luego vol?ía los ojos hacia su enemigo Pimento, que se contoneaba alti-vamente, como hombre acostumbrado á comparecer ante el tribunal y que se creia poseedor de una pequena parte de su in-discutible autoridad. —Parle vosté (1)—dijo avanzando un pie (1) —Hable usted. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA B ARB, AC A 107 la aeequia mas vieja, pues por vieio secular, el tribunal, en vez de valerse de las manos, sefialaba con la blanca alpargata al que debia bablar. Pimentd solt6 su acusaci6n. Aquel hom-bre que estaba junto a 61, tal vez por ser nuevo en la huerta, creia que el reparto del agua era cosa de broma y que podia bacer su santisima voluntad. El, Pimento, el que repre-sentaba la autoridad de la aeequia en su partida, babia dado a Batiste la bora para regar su trigo: las dos de la manana. Pero sin duda, el senor, no queriendo levantarse a tal bora, babia dejado perder su turno, y a las cinco, cuando el agua era ya de otros, babia alzado la compuerta sin permiso de nadie (primer delito), babia robado el riego k los demas vecinos {segundo delito) e in-tentado regar sus campos, queriendo opo-nerse a viva fuerza k las 6rdenes del catan-dador>, lo que constituia el tercero y ultimo delito. El triple delincuente, volvi6ndose de mil colores 6 indignado por las palabras de Pimentd, no pudo contenerse: © Biblioteca Nacional de Espana 108 V. BLAS CO IBA ŘEZ —jMentira y recontramentira! El tribunál se indígnó ante la energía y la falta de respeto eon que protestaba aquel bomb re. Si no guardaba silencio, se le impondría una multa. Pero jgran cosa eran las multas para su reconoentrada cólera de hombre pa-cífico! Siguió protestando contra la injusti-cia de los hombres, contra el tribunál, que tenía por servidores á pillos y embusteros como Pimentó. Alteróse el tribunál; las siete acequias se encresparon. — /Cuatre souš de multa! (1)—dijo el presidente. Batiste, dándose cuenta de su situacióu, calló asustado por haber incurrido en multa, mientras sonaban al otro lado de la verj* las risas y los aullidos de alegría de sus contrarius. Quedó inmóvil, con la cabeza baja y los ojos empaňados por lágrimas de cólera mientras su brutal enemigo acababa de formulář la denuncia. {1} — jCuatro sueldos de multa! © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 109 —Parle voste—le dijo el tribunal. Pero en las miradas de los jueces se no-taba poco interes por este intruso alboro-tador que venia ä turbar con sus protestas la solemnidad de las deliberaciones. Batiste, tröinulo por la ira, balbuceö, no sabiendo como empezar su defensa, por lo mismo que la creia justisima. Habla sido enganado; Pimento era un embustero y ademäs su enemigo implacable. Le habia dicbo que su riego era ä las cinco (se aeordaba muy bien), y abora afir-maba que ä las dos; todo para haeerle incu-rrir en multa, para matar unos trigos en los que estaba la vida fatura de su fami-lia... mur-murado tenuemente.) <>Se babía divertido mucho el domingo?... (Sileneio.) Él lo babía pasado bastante mal. Se aburría. Sin duda la eostumbre... pues... parecía que le fal-taba algo... jClaro! le había tornado ley al Camino... no, al camino no; lo que le gus-taba era acompaňarla... © Biblioteca Nacionál de Espaňa 148 V. B LÁ SCO IBAŇEZ Y aquí paró eti seco. Hasta le pareció á Roseta que se mordía nerviosamente la lengua para castigarla por su atrevimiento, y se pellizeaba eu los sobacos por naber ido tan lej os. Caminaron muebo rato en silencio. La muehacha no eontestaba; seguía su marcha con el contoneo airoso de las hilanderas, la cesta en la cadera izquierda y el brazo de-recho cortando el aire con un vaivén de péndulo. Pensaba en su ensuefio. Se imaginó es-tar en pleno delirío, viendo extravagancias, y varias veees volvió la eabeza creyendo percibir en la obscurídad aquel perro que le lamía las manos y tenia la cara de Tonet, recuerdo que aúu le hacía reir. Pero no; lo que llevaba al lado era un buen mozo capaz de defenderla; algo tímido y encogido, eso si, con la cabeza baja, como si las palabras que aún tenía por decir se le hubieran des-lizado hasta el pecho y allí estuviesen pin-chándole. Roseta aún leconfundió más. * Vamos á ver: —iPer que?... iper quM—preguntaba la muebacha. Y el mozo, cada vez inäs triste, mäs en-cogido, como uu reo convicto que oye su acusaciön, uada contesto. Marcbaba al mis-mo paso que la joven, pero separändose de ella, dando tropezones en el borde del Camino. Eoseta basta creyö que iba ä llorar. Pero cerca ya de la barraea, cuando iban ä separarse, Tonet tuvo un arranque de timido. Hablö con la misma violencia que babia callado; y como si no hubiesen transeurrido mucbos rninutos, contesto a la pregunta de la muebacha: —iPer que?... Perqu1 et vulle (1). Lo dijo aprosimändose a ella hasta lan-zarle su aliento ä la cara, brilländole los ojos como si por ellos se le saliera toda la verdad; y despuös de esto, arrepeutido otra vez, miedoso, aterrado por sus palabras, ecbö a correr como un nino. [Tonet la querial... Haeia dos dias que (l) —iPor que?,., Porque te quiero. © Biblioteca Nacional de Espana 150 V. BLASCO IBANEZ la muchacha esperaba estas palabras, y sin embargo le eausaron el efecto de una reve-laciön inesperada. Tambien ella le querfa; y toda la noebe, basta en suenos, estuvo oyendo, murmuradas por mil voces junto ä sus oidos, la miama fräse: iPerqu'et vullc. > No esperö Tonet ä la noehe siguiente. Al amanecer le viö Roseta en el Camino, casi oculto tras el tronco de una morera, mirändola con zozobra, como un nino que teme la reprimenda y estä arrepentido, dispuesto ä huir al primer gesto de des-agrado. Pero la hilandera sonriö ruborizandose, y ya no hubo mäs. Todo estaba hablado; no volrieron ä de-cirse que se querfan, pero era cosa conve-nida el noviazgo, y Tonet no faltö ni una sola vez ä acompanarla en su Camino. Elpanzudo carnieero bramaba de coraje con el repentino cambio de su criado, antes tan diligente y ahora siempre inventando pretexfcos para pasar boras y mäs horas en la huerta, especialmente al anocheeer. Pero con el egoismo de su dicba, Tonet © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 151 se preooupaba tanto de los taeos y amena-zas de su amo, eomo la hilandera de su te-mido padre, ante el cual sentia ordinaria-mente mäs miedo aiin que respeto. Roseta tenia siempre en su estudi algün nido, que decia haber eneontrado en el Camino. Su novio no sabia presentarse con las manos vacias, y exploraba todos los ca-nares y ärboles de la huerta para regalar ä la hilandera ruedas de pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantos pilluelos, con la rosada piel cubierta de fiuisimo pelo y el trasero desnudo, piaban desesperadamente, abriendo un pico descomunal jamäs ahito de migas. Roseta guardaba el regalo en su cuarto, comosifuese la misma persona de su novio, y lloraba cuando sus hermanos, la gente menuda que tenia por nido la barraca, en fuerza de admirar ä los pajaritos, acababan por retorcerles el pescuezo. Otras veces aparecia Tonet con un bulto en el vientre: la faja llena de altramuees y caoahuetes, comprados en casa de Copa; y siguiendo el Camino lentamente, com!an y comian, mirandose el uno en los ojos del © Biblioteca Nacional de Espana 162 V. B LÁ s CO IBAŇEZ otro, sonriendo como unos tontos sin saber de que, sentándose muebas veces en un ri-bazo sin darse cuenta de ello. Ella era la más juiciosa, y le reprendia. jSiempre gastando dinero! Eran dos reales ó poeo menos lo que en una semana babia dejado en la taberna con tantos obsequios. Y él se mostraba generoso. <;Para quién quería los cuartos sino para ella? Cuando se casaran—alguna vez babría de ser—ya guardaría el dinero. La cosa séria de allí á diez ó doce anos; no babia prisa; todo3 los noviazgos de la buerta duraban una tempo-rada asi. Lo del casamiento bacia vol ver á Roseta á la realidad. El día que su padre supiera todo aquello... \ Virgen santísimal iba á des-lomarla á garrotazos. Y hablaba de la futura paliza serenamente, sonriendo como una mucbacba fuerte acostumbrada á esa autoridad paternal, rígida, imponente y bonradota, que se manifiesta á bofetadas y palos. Sus relaeiones eran inocentes. Jamás asomó entre ellos el punzante deseo, la audacia de la earne. Marchaban por el ca- © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 153 mino easi desierto, en la penumbra del anoehecer, y la misma soledad parecía ale-jar de su pensamiento todo propósito im-puro. Una vez que Tonet rczó involuntaria-mente la cintura de Roseta, ruborizóse como si f uese él la mucbacba. Estaban los dos muy distantes de creer que en sus encuentros diarios podía llegar-se á algo que no fuese bablar y mirarse. Era el primer amor, la expansion de la ju-ventud apenas despierta, que se contenta con verse, con hablar y reir, sin sombra alguna de deseo. La hilandera, que en sus noebes pavo-rosas tanto había deseado la llegada de la primavera, vió con inquietud desarrollarse los crepúsculos largos y luminosos. Ahora se reunia con su novio en pleno día, y nunca faltaban en el camino compa-neras de la fábrica ó mujeres del veeinda-rio, que al verles juntos sonreian malicio-samente adivinándolo todo. En la fábrica comenzaron las bromas por parte de sus enemigas, que le pregun-taban irónicamente cuándo se casaba, y la © Biblioteca Nacionál de Espaňa 154 V. BLÄSCO IBÁŇEZ llamaban de apodo t la Pastora s, por tener amores con el nieto del tío Toniba. Temblaba de inquietud la pobre Roseta. |Qué paliza iba á ganarse! Cualquier día llegaba la notieia á su padre. Y fué por entonees cuando Batiste, el día de su sentencia en el Tribunal de las Aguas, la vió en el camino acompaňada de Tonet. Pero no ocurrió nada. El dichoso incidente del riego salvó ä la muchacha. Su padre, contento de baber librado su cose-cha, limitóse á mirarla varias veces con el entrecejo fruncido. Luego la advirtió con voz lenta, un índice en alto y el acento im-perativo, que en adelante cuidase de volver sola de la fábriea, pues de lo contrario sa-bría quién era él. Y sola volvió durante toda una sema-na. Tonet le tenía cierto respeto al seňor Batiste, y se contentaba con emboscarse cerca del camino, para ver pasar á la bilan-dera 6 seguirla después de muy lejos. Como los días er an más largos, babia mucha gente en el camino. Pero este alejamiento no podía prolon-garse para los novios impaeientes, y un © Biblioteca Nacionál de Espaňa LÁ B ARB, AC A 155 domingo por la tarde, Roseta, inaetiva, can-sada de pasear f rente á la pnerta de su ba-rraea y ereyendo ver ä Tonet en todos los que pasaban por las sendas lejanas, agarró un cántaro barnizado de verde, y dijo á su madre que iba á traer agua de la fuente de la Reina. La madre la dejó ir. Debía distraerse; [pobre muehaebal no tenia amigas, y á la juventud bay que darle lo suyo. La fuente de la Reina era el orgullo de toda aqueila parte de la buerta, eondenada al agua de los pozos y al líquido bermejo y fangoso que eorría por las aeequias. Estaba frente á una alquería abandona-da, y era «cosa antigua y de mucho niéri-to>, al decir de los más sabios de la huer-ta: obra de los moros, según Pimento; mo-numento de la época en que los apóstoles iban bautizando pillos por el mundo, según declaraba con majestad de oräculo el tío Tomba. Al atardecer avanzaban por los cami-nos, orlados de álamos con inquieto folia j e de plata, grupos de muchachas que lleva-ban su cántaro inmóvil y derecbo sobre la © Biblioteca Nacionál de Espaňa 156 V. BLASCO IBANEZ cabeza, recordando con su ritmieo paso y su ügura esbelta ä las eanef oras griegas. Este desfile daba a la huerta valenciana algo de sabor biblico. Rscordaba la poesla ärabe cantaudo ä la mujer junto ä la fuente con el cäataro ä sus pies, uniendo en uu solo cuadro las dos pasiones mäs vehementes del oriental: la belleza y el agua. La fuente de la Raina era una balsa cua-drada, con muros de piedra roja, y tenien-do su agua mucbo mäs baja que el nivel del sueio. Descendiase al fondo por seis escalones, siempre resbaladizos y verdosos por la humedad. Eu la eara del rectängulo de piedra fronterizo ä la esealera destacä-base un bajo relieve con figuras borrosas que era imposible adivinar bajo la capa de enjalbagado. Dobia ser la Virgen rodeada de angeles: una obra del arte grosero y cändido de la Edad Media; algun voto de los tiempos de la conquista; pero unas generaciones pican-do la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los anos, y otras blanqueän-dola con eserupulos de barbara curiosidad, habian dejado la losa de tal modo que solo © Biblioteca Nacional de Espana LA Ľ A BR A CA mi se distitiguía im bulto informe de mujer, cla reina>, que daba su nombre á la fuente: «reina de los moros», como forzosamente han de serlo todas en los cuentos del campo. No eran allí escasas la algazara y la eon-fusion los domingos por la tarde. Más de treinta muchachas agolpábanse con sus eántaros, deseosas todas elias de ser las pri-meras en llenar, pero sin prisa de irse. Em-pujábanse en la estrecha esealerilla, con las faldas recogidas entre las piernas para in-clinarse y hundir su cántaro en el pequeňo estanque. Estremecíase éste con las burbu-jas acuáticas snrgidas incesantemente del fondo de arena, don de Grecian manojos de plantas gelatinosas, verdes cabelleras on-deantes, moviéndose en su cárcel de cristal líquido á impulsos de la corriente. Los in-sectos llamados ttejedores> rayaban con sus patas inquietas esta clara superficie. Las que ya habían llenado sus cántaros sentábanse en los bordes de la balsa, con las piernas eolgando sobre el agua, enco-giéndolas luego eon eseandalizados ehilli-dos cada vez que algún muchacbo ba j aba á beber y miraba á lo alto. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 158 V. B LA SCO IBAŇEZ Era una reunion de gorriones revoltosos. Todas hablaban á tin tiempo; unas se insul-taban, otras iban despellejando á los ausen-tes haciendo publico todos los escándalos de la huerta. La juventud, libre de la seve-ridad paternal, se desprendia del gesto hi-pócrita fabricado para la casa, y se mos-traba eon toda la acometividad de una ru-deza falta de expansion. Aquellos ángeles morenos, que tan mansamente cantaban gozos y letrillas en la iglesia de Alboraya al celebrarse las fiesta de las solteras, enarde-cíanse á solas y matizaban su conversación con votos de earretero, hablando de cosas internas con el aplomo de una comadrona. Alii cay ó Roseta con su cántaro, sin haber eneontrado al novio en el Camino, á pesar de que anduvo lentamente, volviendo con f recuencia la cabeza, esperando á cada momento que saliese de una senda. La ruidosa tertulia de la fuente callóse al veria. Causo estupefacción en el primer momento la presencia de Roseta: algo asi eomo la entrada de un moro en la iglesia de Alboraya en plena misa mayor, d A que venia alii aquella Podfa ocurrir tal crimen en tierra de cristianos?... Ya no les bastaba a los de la huerta con que los bombres molestasen ä su pobre Batiste, calumniändolo ante el tribunal para que le impusieran multas injustas. Abora eran sus hijas las que perseguian ä la pobre Roseta, como si la infeliz tuviese culpa al-guna. , en su distinción de modales, en lo «bienhablado» que era, según declara-ción de su esposal Cada palabra que sus discípulos pro-nuneiaban mal—y no decían bien una © Biblioteca Nacionál de Espaňa 172 V. BLASGO IBAŇEZ sola—le hacía dav bufidos y levantar las manos con indiguación hasta tocar el ahu-mado techo de su vivienda. Esfcaba orgu-lloso de la urbanidad con que trataba á sus discípulos. —Esta barraca bumilde—decía á los treinta cbicuelos que se apretaban y em-pujaban en los estrechos bancos, oyéndole entre aburridos y teinerosos de la caúa— la deben mirar ustedes como si fuese el templo de la cortesía y la buena criajoza. iQué digo el templo! Es la antorcba que brilla y disuelve las sombras de barbarie de esta huerta. Sin mí, ,jqué serían uste-des? Unas bestias, y perdonen la palabra: lo mismo que sus senores padres, á los que no quiero ofender. Pero con la ayuda de Dios, han de salir ustedes de aqui eomo personas cumplidas, sabiendo presentarse en cualquier parte, y a que han tenido la buena suerte de encontrar un maestro eomo yo. , un granuja de siete aňos, eon el pantalón á media pierna sostenido por un tirante, eehábase del ban-eo abajo y se cuadraba ante el maestro, mi-rando de reojo la temible caňa. —Hace un rato que veo á usted hurgán-dose las narices y haciendo pelotillas. Vicio feo, seňor de Llopis; crea usted á su maestro. Por esta vez pase, porque es usted aplicado y sabe la tabla de multiplicar; pero la sabiduría es poca cosa cuando no va acompafiada por la buena crianza. No olvi-de usted esto, seňor de Llopis. Y el de las pelotillas lo aprobaba todo, eontento con salir de la advertencia sin ca-ňazo, cuando otro grandullón que estaba á su lado en el banco y debía guardar anti-guos resentimientos, al verle de pie y con © Biblioteca Nacionál de Espaňa 174 V. BLASGO IB AŇ E Z las posaderas iibres, le aplicó en ellas un pellizco traidor. —/Ay! jay!,.. Siňor maestro—gritó el muchacko—, «Morros ďaca* me pellisca. |Qué explosion de cólera la de don Joa-quíul Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos á llamarse por los apodos de sus padres y aun á fabricarlos nuevos. —(jQuién es Morros cľaca?... El seňor de Peris, querrá usted decir. jQtié modo de ha-blar, Dios miol Parece que esto sea una taberna... i Si á lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca! Descrísmese usted ense-nando á estos imbeciles. [Brutosl... T enarbolando la caňa empezó á repar-tir sonoros golpes: al uno por el pellizco y al otro por «impropiedad de lenguaje», como decía bufando don Joaquin sin parar en sus caůazos. Tan á ciegas iban los golpes, que los demás mucbacbos se apretaban en los bancos, se encogian, escondiendo cada cual la cabeza en el bombro del veci-no; y á un cbiquitin, el hijo pequefio de Batiste, asustado por el estrépito de la caňa, se le fué el cuerpo. Esto amansó al profesor y le hizo reco- © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 175 brar su perdida majestad, mientras el apa-leado auditorio se tapaba las narices. —Doňa Pepa—dijo ä su inujer—, Devese usted al seüor de Borrull, que está indis-puesto, y lírnpielo detrás de la escuela. Y la mujerona, que tenia eierto afecto á los tres hijos de Batiste porque pagaban todos los sábados, agarró de una mano al cseňor de Borrull», el cual salió de la escuela balanceándose sobre las tiernas pier-necitas, llorando todavía del sústo y ense-ňando algo más que el faldón por la aber-tura trasera de los calzones. Pasados estos incidentes volvía otra vez la leceión cantada, y la arboleda parecía es-tremecerse de fastidio al tamizar entre su ramaje este monótono sonsonete. Algunas tardes oíase un melancólico son de esquilas, y toda la escuela se agitaba de contento. Era el rebaňo del tío Tomba que se aprosimaba. Todos sabían que lle-gando el viejo con su ganado babia un par de boras de asueto. Si parlanchín era el pastor, no le iba en zaga el maestro. Ambos emprendían una interminable conversación, y los discípulos © Biblioteca Nacionál de Espaňa 176 V. BLAS CO IB A ŘEZ abandonaban los bancos para oirles de cer-ca ó iban á jugar con las ovejas que rumia-ban la hierba de los ribazos cercanos. A don Joaquin le inspiraba gran sirnpa-tia el viejo. Habia corrido mundo, tenia la deferencia de hablarle siempre en castella-no, era entendido en bierbas medicinales, sin arrebatarle por esto sus clientes; en fin, que resultaba la única persona de la buerta capaz de Se imaginan que no hay mas que pasar el día divirtiéndose?... En este centro se trabaja. Y para demostrarlo con el ejemplo, mo-vía la caňa que era un gusto, introduciendo á golpes en el redil de la sabiduría á todo el rebaňo de pilletes juguetones. —Con permiso de usted, tío Tomba: hace más de dos horas que estamos hablando. Tengo que continuar la lección. Y mientras el pastor, despedido cortés-mente, guiaba sus ovejas hacia el molino, para repetir allí sus historias, empezaba de nuevo en la escuela el canturreo de la tabla de multiplicar, que era para los discípulos de don Joaquin el gran alarde de sabiduría. A la caída del sol soltaban los mucha-chos su ultimo cänticô, dando gracias al © Biblioteca Nacionál de Espaňa IS2 V. BLAS CO IBANEZ Seüor «porque les habia asistido con sus luces>, y recogla cada cual el saquillo de la comida, pues como las distaneias en la huerta no eran poea cosa, los cbicos sallan poi" la manana de sus barracas eon provi-siones para pasar el dla en la escuela. Esto haeia decir ä algunos enemigos de don Joa-quin que el maestro era afieionado k casti-gar ä sus discipulos mermändoles la raciön, para subsanar de este modo las defitientias de la eocina de dona Pepa. Los viernes, al salir de la escuela, olan invariablemente todos ellos el mismo dis-curso: —Senores raios: manana es säbado; re~ euerdenlo ustedes ä sus senoras madres y h&ganlas saber que el que manana no trai-ga los dos cuartos no entrarä en la escuela. A usted se lo digo especialmente, *seüor de... tal >, y k usted, < senor de... cual»—y asl soltaba una doeena de nombres—, Tres se-manas que no traen ustedes el estipendio prometido, y asi no es posible la Instruction, ni puede procrear la ciencia, ni com-batirse con desahogo la barbarie nativa de estos campos. Yo lo pongo todo: mi sabi- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 183 duria, mis libros—y miraba las tres carti-llas que iba recogiendo su mnjer cuidado-samente para guardarlas en la vieja cómo-da—, y ustedes no traen nada. Lo dicho: el que maňana llegue con las manos vacias no pasará de esa puerta. Aviso á las seüoras madres. Formaban los mucbacbos por parejas, cogidos de la mano—lo mismo que en los colegios de Valencia; Es que no tiene usté ojos para apreciarla? A ver, Monote: ásacarlo otra vez. Mas no tuvo Monote que echar de nuevo los bofes, pues Batiste se alejó ficgiendo haber desistido de tal compra. Vagó pov el niercado, mirando de lejos otros animales, pero vigilando siempre con el rabillo de un ojo al gitano, el cual, fiu-giendo igualmente indiferencia, le seguía, le espiaba. Se acercó á un caballote fuerte y de pelo briliante, que no pensaba comprar, adivi-nando su alto precio. Apenas le pasó la mano por las ancas, sintió junto ä sus ore-jas un aliento ardoroso y un murmullo: —Treinta y tres... Por la salú de sus pe-quefios, no diga que no; ya ve que me pongo en razón. — Ventiocho—dijo Batiste sin volverse. Cuando se cansó de admirar aquella hermosa beštia siguió adelante, y por ha-cer algo presenció cómo una vieja labradora regateaba un boraquiilo. © Biblioteca Nacional de Espaňa 208 V. BLASCO IBANEZ El gitano habia vuelto ä eolocarse jtmto & su caballo y le miraba descle lejos, agi-tando Ia cuerda del ronzal como si le 11a-mase. Batiste se aproximö lentamente, si-mulando distraccion, rnirando los puentes, por donde pasaban como cüpulas movibles de colores las abiertas sombrillas de las mujeres de la ciudad. Era ya mediodia. Abrasaba la arena del cauce; el aire, encajonado entre los pre-tiles, uo se conmovia con la mäs le ve räfa-ga. En este ambiente cälido y pegajoso, el sol, cayendo de piano, pincbaba la piel y abrasaba los labios. El gitano avanzö algunos pasos bacia Batiste, ofreciendole el extremo de la cuerda como una toma de posesiön: —Ni lo de usted ni lo mio. Treinta, y bien sabe Dios que nada gano... Treinta, no me diga que no, porque me muero de rabia. Vamos... choque usted. Batiste agarrö la cuerda y tendiö una mano al vendedor, que se la apretö en6r-gicamente. Trato cerrado. El labrador fue" sacando de su faja toda aquella indigestiön de aborros que le hin- © Biblioteca Nacional de Espana LA BAERACA 209 chaba el vientre: un billete que le babía prestado el amo, unas cuantas piezas de á duro, uu puňado de plata menuda envuel-ta en un cucurucbo de papel; y cuando la cuenta estuvo eompleta no pudo librarse de ir con el gitano al sombrajo para convi-darle á una copa y dar unos cuautos cénti-mos á Honote por sus trotes. —Se lleva usted la joya del mercado. Hoy es buen día para usted, seno Bautista: se ba santiguao con la mano derecha, y la Virgen ha salío á verle. Aún tuvo que beber una segunda copa, obsequio del gitano, y al fin, cortando en seco su raudal de ofrecimientos y zalame-rías, cogió el ronzal de sn nuevo caballo, y con ayuda del ágil Monote, montó en el desnudo lomo, saliendo á paso corto del ruidoso mereado. Iba satisfeeho del animal: no babia per-dido el día. Apenas si se acordaba del po-bre Morrut, y sintió el orgullo del propie-tario cuando en el puente y en el eamino volviéronse algunos de la huerta á exami-nar el bianco cabailejo. Su mayor satisfaction fué al pasar fren- 14 © Biblioteca Nacionál de Espaňa 210 V. BLASOO IBANEZ te ä la casa de Copa. Hizo emprender al roein un troteeillo presuntuoso, eual si fue-se un eaballo de casta, y viö cömo despuös de pasar el se asomaban ä la puerta Pimentö y todos los vagos del distrito con ojos de asombro. ]Miserables! Ya estarian conven-cidos de que era dificii binearle el diente, de que sabia defenderse solo. Bien podian verlo: eaballo nuevo. [Ojalä lo que ocurria dentro de la barraca pudiera arreglarse tan fäeilmentel Sus trigos, altos y Verdes, formaban como un lago de inquietas ondas al borde del Camino; la alfalfa mosträbase lozana, con un peif ume que hizo dilatarse las na-rices del eaballo. No podia quejarse de sus tierras; pero dentro de la barraca era donde temia encontrar ä la desgraeia, eterna com-pafiera de su existencia, esperändole para clavar en 61 sus unas. AI oir el trote del roein, saliö Batistet con la cabeza eubierta de trapos, para apo-derarse del ronzal mientras su padre des-montaba. El muchacho se moströ entusias-mado por la nueva bestia. La acarieiö, me-tiöle sus manos entre los morros, y con el © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 211 ansia de tomar posesiön de ella, puso un pie sobre el corvejön, se agarrö ä la cola y montö por la grupa como un moro. Batiste entiö en la barraca, blanca y pulera como siempre, con los azulejos lumi-nosos y todos los muebles en su sitio, pero que parecia envuelta en la misma tristeza de una sepultura limpia y brillante. Su mujer saliö a la puerta del cuarto con los ojos hinchados, enrojecidos, y el pelo en desorden, revelando en su aspeeto cansado varias noches pasadas en vela. Acababa de marcbarse el mödieo; lo de siempre: pocas esperanzas. Despues de exa-minar un rato al pequefio, se habia ido sin recetar nada nuevo. Ünicamente al montar en su jaca babia dicho que volveria al ano-cbecer. Y el nino siempre igual, con una fiebre que devoraba su cuerpeeillo cada vez mäs extenuado. Era lo de todos los dlas. Se habian acos-tumbrado ya ä aquella desgracia: la madre lloraba automäticamente, y los demäs, con una expresiön triste, seguian dedicändose ä sus habituales ocupaciones. Despues, Teresa, mujer hacendosa, pre- © Biblioteca Nacional de Espana 212 V. JBLÄSCO IBANEZ guntöä su marido por el resultado del viaje, quiso ver el caballo, y hasta la triste Roseta olvidö sus pesares amorosos para ente-rarse de la adquisiciön. Todos, grandes y pequenos, fuäronse al eorral para ver el caballo, que Batistet aca-bafea de instalar en el establo. El niüo quedö abandonado en el camön del esiuäi, revol-viendose con los ojos empafiados por la en-fermedad, y balando döbilmente: Y ä los pocos pasos lo viö" ealdo sobre © Biblioteca Nacional de Espana 2/(5 V. BLASCO IBApEZ sus ancas, enganckado aiin al arado, pero intentando en vano levantarse, tendiendo sti cuello, relinchando dolorosamente, mientras de su costado, junto ä una pata delantera, manaba lentamente un liquido negruzco, del que se iban erapapando los surcos recien abiei'tos. Se lo habian beridoj tal vez iba a morir. |Recristo! Un animal tan necesario para 61 eorao la propia vida y que le habla costado einpenarse con el amo... Miro en torno, buscando al criminal. Nadie. En la vega, que azuleaba bajo el crepüsculo, no se oia mas que un ruido le-jano de carros, el susurro de los canares y los gritos con que se llamaban de una ba-rraea ä otra. En los caminos inmediatos, en las sendas, ni una persona. Batistet intentö disculparse ante su pa-dre de este descuido. Cuando eorrla bacia la barraca, asustado por los gritos de su madre, habfa visto venir por el Camino un grupo de hombres, gente alegre que rela y cantaba, regresando sin duda de la taberna. Tal vez eran ellos. El padre no quiso oir mäs... jPinientö! © Biblioteca Nacional de Espana LÁ BARRACA 217 (jqnién otro podía ser? El odio de la huerta le asesinaba un hijó, y ahora aquel ladrón le mataba su caballería, adivinando lo nečesaná que era para su existencia. jCristol (iNo habíaya bastante para que nn cristiano se perdiese?... Y no razonó más. Sin saber lo que ha-cía, regresó ä la barraca, cogió su escopeta detiás de lapuerta, y salió corriendo, mien-tras instintivamente abría la reeámara de su arma para ver si los dos canones esta-ban cargados. Batistet se quedó junto al eaballo, inten-tando restaňarle la sangre con su panuelo de la cabeza. Sintió miedo viendo á su padre correr por el eamino con la escopeta preparada, ansioso de dar desahogo á su furor ma-tando. Era terrible el aspecto de aquel hom-bretón siempre tranquilo y eachazudo. Des-pertaba la fiera en él, cansado de que lo hostigasen un día y otro día. En sus ojos inyectados de sangre brillaba la fiebre del asesinato; todo su euerpo se estremecía de eólera, esa terrible cólera del pacífico, que © Biblioteca Nacional de Espaňa 218 V. BLAS CO IBANEZ Guando rebasa el limite de la mansedumbre es para caer eri la feroeidad. Como un jabali furioso se entrö por los campos, pisoteando las plantas, saltando las arterias regadoras, troncbando cafiares. Si abandonö el camino, f ue" por llegar antes a la barraca de Pimento. Alguien estaba en la puerta. La eeguera de la eölera y la penumbra crepuscular no le permitieron distinguir si era hombre 6 mujer, pero viö cömo de un salto se metia dentro y eerraba la puerta de golpe, asus-tado por aquella apariciön pröxima k ecbarse la eseopeta ä la eara. Batiste se detuvo ante la barraca ce-rrada. —IPimento!... jLladre! jas<5mat! (1). Y su propia voz le causaba extrane-za, como si f uera de otro. Eua una voz tr6-mula y aflautada por la sofocaciön de la cölera. Nadie contestö. La puerta segula cerra-da: cerradas las ventanas y las tres aspille-ras del remate de la facbada que daban luz (1) —/Pimento/... ;Ladrön! ;as<5mate! © Biblioteca Nacional de Espana LA BAREAC A 219 al piso alto, á la cambra, donde eran guar-dadas las cosechas. El bandido le estaría mirando tal vez por algún agujero; tal vez preparaba su es-eopeta para dispararla traidoramente desde uno de los ventanillos altos; é instintiva-mente, con esa prevision moruna atenta ä suponer en el enemigo toda clase de malas artes, resguardó su cuerpo con el tronco de una biguera gigantesca que sombreaba la barraca de Pimento. El nombre de éste sonaba sin cesar en el silencio del crepúsculo, acompaňado de toda clase de insultos. —jBaixa, cóbarde! jAsómat, morrál! (1). Y la barraca permanecía silenciosa y cerrada, eomo si la bubiesen abandonado. Creyó Batiste oir gritos ahogados de mujer, choque de muebles, algo que le hizo adivinar una lucha de la pobre Pepeta de-teniendo á Pimento, el cual quería salir para dar respuesta á sus insultos. Después no oyó nada, y sus improperios siguieron sonando en un silencio desesperante. (1) — jBaja, cobarde! iAaomate, morral! © Biblioteca Nacionál de Espaňa 220 V. BLAS CO IBANEZ Esto le enfurecia mäs aun que si el enemigo se hubiera presentado. Pareclale que la muda barraca se burlaba de 61; y abandonando su escondrijo, se arrojö contra la puerta, golpeändola ä culatazos. Las maderas se estremecieron con este martilleo loeo. Queria saeiar su rabia en la vivienda, ya que no podla hacer anicos al duefio, y tan pronto aporreaba la puerta eomo daba de culatazos ä las paredes, arrancando enormes yesones. Hasta se eehö varias veces la eseopeta ä la cara, queriendo disparar los dos tiros contra las yentanillas de la cambra, deteni6ndole üni-camente el miedo ä quedar desarmado. Su cölera iba en aumento: rugia los insultos; sus ojos inyectados ya no podlan ver; se tambaleaba eomo si estuviera ebrio. Iba ä caer al suelo, apopl6tico, agonizante de cölera, asfixiado por la rabia; pero se salvö, pues de repente, las nubes rojas que la envolvian se rasgaron, al furor sucediö la debilidad, y viendo toda su desgracia, se sintiö anonadado. Su cölera, quebrantada al fin por tau horrible tensiön, empezö ä desvanecerse, y Batiste, repitiendo su ro- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 221 sario de insultos, sintiö de pronto que su voz se ahogaba basta eonvertirse en un ge-mido. AI fm rompiö ä llorar. Ya no injuriö mäs al maton. E116 poco ä poeo retrocediendo hasta llegar al eamino y se sentö en un ribazo eon la eseopeta ä sus pies. A11I llorö y llorö, sintiendo eon esto un grau alivio, aearieiado por las som-bras de la noehe, que pareclan tomar parte en su pena, pues eada vez se haclan mäs densas, ocultando su llanto infantil. jCuän desgraciado eral [Solo contra to-dos!... AI pequenin lo encontraria muerto al volver ä su barraca; el caballo, que era su vida, inutilizado por aquellos traidores; el mal llegando ä el de todas partes, sur-giendo de los eaminos, de las casas, de los eafiares, aprovechando todas las ocasiones para herir ä los suyosj y el, inerme, sin poder defenderse de aquel enemigo que se desvanecia apenas intentaba revolverse contra el, cansado de sufrir. [Grran DiosI dqu6 habia hecbo 61 para padeeer tanto? dNo era un hombre bueno?... Sinti6se cada vez mäs anonadado por el dolor. Alli se quedaria clavado en el ri- © Biblioteca Nacional de Espana 222 V. BLASCO IBANEZ bazo; podlan venir sus enemigos: no tenia fuerzas para coger la eseopeta caida ä sus pies. Resonö en el Camino un lento campani-lleo, poblando la obscuridad de misteriosas vibraciones. Batiste pensö en su pequeno, en el pobre OUspo, que ya babria muerto. Tal vez este sonido tan dulce era de los ängeles que habian bajado para llevärselo, y revoloteaban por la buerta no encontran-do su pobre barraca. jAy, si no quedasen los otros... los que necesitaban sus brazos para vivirl... El pobre bombre ansiaba su anonadamiento. Penso en la felicidad de dejar alli mismo, junto ä un ribazo, aquel corpacbön cuyo sostenimiento tanto le cos-taba, y agarrado ä la almita de su hijo, de aquel inocente, volar, volar como los bien-aventurados que 61 babia visto conducidos por ängeles en los cuadros de las iglesias. El melancölico campanilleo sonaba aho-ra junto ä el, y empezaron ä pasar por el Camino bultos inf ormes que su vista turbia por las lägrimas no acertaba ä definir. Sin-tiö que le tocaban con la punta de un palo; y levantando la eabeza, viö una escueta © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 223 figura, una espeeie de espectro que se in-clinaba hacia 61. Beconociö al tio Tomba: el ünico de la huerta ä quien 110 debia niagün pesar. El pastor, tenido por brujo, poseia la adivinaciön asombrosa de los ciegos. Ape-nas reeonocio ä Batiste parecio comprender toda su desgracia. Tentö con el palo la es-copeta que estaba ä sus pies, y volviö la cabeza, como si busease en la obscuridad la barraca de Pimentö. Hablaba eon lentitud, con una tristeza reposada, como hombre acostumbrado ä las miserias de un mundo del que pronto babia de salir. Adivino el llanto de Batiste. —jPül meu!... ifill meu!... Todo lo que ocurria ahora lo esperaba 61 jbijo mio! Ya se lo habia dicbo el primer dfa que le encontrö instalado en las tierras malditas: «]Le traerian desgracial...» Acababa de pasar frente ä su barraca y babia visto luces por la puerta abierta... Luego habia oido gritos de desesperaciönj el perro aullaba... El pequeno habia muer-to, (iverdad? Y el padre alli, creyendo estar sentado en un ribazo, cuando en realidad © Biblioteca Nacional de Espana 224 V. BLASÖO IB AN BZ donde estaba era con un pie en el presidio. Asl se pierden los hombres y se disuelven las familias. Acabaria matando tontamente como el pobre Barret, y muriendo como 61, en parpetuo encierro. Era algo fatal: aque-llas tierras habian sido maldecidas por los pobres, y no podian dar mas que frutos de maldiciön. T maseullando sus terribles profeeias, el pastor se alejö deträs de sus ovejas, Camino del pueblo, mientras aconsejaba al pobre Batiste que se marcbase tambien, pero lejos, muy lejos, donde no tuviera que ganar el pan lucbando contra el odio de tantas miserias coligadas. Invisible ya, bundido en las sombras, Batiste escuchö todavfa su voz lenta y triste: —Creume, fill meu: jteportardn desgrasia! © Biblioteca Nacional de Espana VIII Batiste y su familia no se dieron cuenta de cömo se inieiö el suceso inaudito, ines-perado; quiön fiie" el primero que se decidio ä pasar el puentecillo que unia el eamino con los odiados eampos. No estaban en la bavraea para fijarse en tales pormenores. Agobiados por el dolor, vieron que la huerta venia repentinamente bacia ellos; y no protestaron, porque la des-gracia necesita consuelo, pero tampoco agradecieron el inesperado movimiento de aproximaeiön. La muerte del pequefio se habia trans-mitido räpidamente por todo el contorno, graoias ä la extrana velocidad con que cir-culan en la buerta las noticias, saltando de barraca en barraca en alas del cbismorreo, el mäs räpido de los telegrafos. ig © Biblioteca Nacionál de Espaňa 226 V. BLASCO IBANEZ Aquella noche, rnuchos durraieron mal. Parecia que el pequefiln, al irse del mundo, hubiese dejado elavada una espina en la conciencia de los veeinos. Mäs de una mujer revolviöse en la cama, turbando con su inquietud el sueno de su marido, que protestaba indignado. «[Pero maldital , que apenas habían tornádo parte en la cruzada contra los © Biblioteca Nacionál de Espaňa 234 7. BLA SCO IBANEZ forasteros, formaban corro con Batiste en la puerta de la barraea: unos en cuclillas, ä lo nioro, otros sentados en silletas de es-parto, fumando y bablando lentamente del tiempo y las cosechas. Dentro, mujeres y mäs mujeres estru-jandose en torno ä la cama, abrumando ä la madre eon su ebarla, bablando algunas de los hijos qne babian perdido, instaladas otras en los rincones eomo en su propia casa, repitiendo todas las murmuraeiones de la vecindad. Aquel dla era extraordina-rio; no importaba que sus barracas estu-viesen sueias y la comida por baeer: habla excusa; y las criaturas, agarradas a sus fal-das, lloraban y aturdian eon sus gritos, queriendo unas volver ä easa, pidiendo otras que les ensenasen el älbaet. Algunas viejas se babian apoderado de la alaeena, y ä eada momento preparaban grandes vasos de agua eon vino y azücar, ofreeiöndolos ä Teresa y a su hija para que Uorasen con mäs «desahogo». Y cuando las pobres, hincbadas ya por esta inundacion azucarada, se negaban ä beber, las oficiosas comadres iban por turno eehändose al gaz- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARBACA 235 nate los refreseos, pues también neeesita-ban que les pasase el disgusto. Pepeta comenzó á dar gritos queriendo imponer su autoridad en esta confusion, t |Gente afueral En vez de estar molestan-do, lo que debian hacer era llevarse á las dos pobres mujeres, extenuadas por el dolor, idiotas por tan to ruido.» Teresa se resistió á abandonar á su hijo aunque sólo fuera por breve rato: pronto dej aria de verlo; que no la robasen el tiem-po que le quedaba de contemplar á su te-soro. Y prorrumpiendo en lamentos más fuertes, se abalanzó sobre el frio cadaver, queriendo abrazarle. Pero los ruegos de su bija y la voluntad de Pepeta pudieron más, y escoltada por mucbas mujeres, salió de la barraca con el delantal en la cara, gimiendo, tambaleán-dose, sin prestar atención á las que tiraban de ella disputándose el Uevarla cada una á su casa. Comenzó Pepeta el arreglo de la fúne-bre pompa. Primeramente colocó en el cen-tro de la entrada la mesita blanca de pino en que eomía la família, cubriéndola con © Biblioteca Nacionál de Espaňa 236 V. BLASCO IBANEZ una s&bana y elavando los extremos eon alfileres. Eneima tendi6 una eoleha de al-midonadas randas, y puso sobre ella el pe-queno ataiid traldo de Valencia, una mo-nada, que admiraban todas las vecinas: un estuehe bianco galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna. Pepeta saco de un envoltorio las ultimas galas del muertecito: un hdbito de gasa tejida con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo bianco, de ri-zada nieve, como la lnz del alba, cuya pu-reza simbolizaba la del pobrecito albat. Lentamente, con mimo maternal, fue" amortajando el cadaver. Oprimla el cuer-pecillo frio contra su pecho con arrebatos de estenl pasion, introducfa en la mortaja los rigidos bracitos con escrupuloso cuida-do, como iragmentos de vidrio que podian quebrarse al menor golpe, y besaba sus pies de bielo antes de aeoplaiios a tirones en las sandalias. Sobre sus brazos, como una paloma blanca yerta de frio, traslado al pobre Pas-cualet a la caja, a aquel altar levantado en medio de la barraca, ante el cual iba © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 231 k pasar toda la huerta atraida por Ia cu-riosidad. Aua no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendian sobre las orejas; un adoruo de salvaje, igual ä los de los in-dios de teatro. La piadosa mano de Pepeta, empenada en tenaz batalla con la muerte, tinö las pälidas mejillas con rosado coiore-te; la boca del muertecito, ennegrecida, se reanimö bajo una capa de encendido ber-mellön; pero en vano pugnö la sencilla la-bradora por abrir desmesuradamente sus flojos pärpados. Volvian ä caer, cubriendo los ojos inates, entelados, sin reilejo, con la tristeza gris de la muerte. |Pobre Pascualet!... [Infeliz ObispiMo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba becbo un mamarracho. Mas ternura dolorosa inspiraba su cabecita päli-da, con el verdor de la muerte, calda en la almobada de su madre, sin mäs adornos que sus cabellos rubios. Pero todo esto no impedia que las bue-nas buertanas se entusiasmasen ante su obra. cjMiradlol... |Si parecia dormidol © Biblioteca Nacional de Espana 238 V. BLAS CO I BAŇ E Z iTan hermosol [tan sonrosadol...> Jamás se había visto un albaet eomo este. Y llenaban de flores los huecos de su caja: flores sobre la blanca vestidura, flores espareidas en la mesa, apiladas, formando ramos en los extremos. Era la vega entera abrazando el cuerpo de aquel nino que tan-tas veces había visto saltar por sus sende-ros como un pájaro, extendiendo sobre su frio cuerpo una oleada de perfumes y co-lores. Los dos hermanos pequeňos contempla-ban á Pascualet asombrados, eon devoción, como un ser superior que iba á levantar el vuelo de un momento á otro. El perro ron-daba el fúnebre eatafalco, estirando el hocičo, queriendo lamer las frias maneeitas de cera, y prorrumpía en un lamento casi humano, un gemido de desesperaeión, que ponía nerviosas á las mujeres y hacía que persiguiesen á patadas ä la pobre bestia. Al mediodía, Teresa, eseapándose casi á viva f uerza del cautiverio en que la guar-daban las vecinas, volvió á la barraca. Su cariňo de madre la hizo sentir una viva satisfaction ante los atavíos del pequeňo. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARSACA 239 Le besó en la pintada boca, y redobló sua gemidos. Era la bora de comer. Batistet y los her-manos pequeňos, en los cuales el dolor no lograba acallar el estómago, devoraron un mendrugo ocultos en los rincones. Teresa y su bija no pensaron en comer. El padre, siempre sentado en una silleta de esparto bajo el emparrado de la puerta, fumaba cigarro tras cigarro, impasible como un oriental, volviendo la espalda á su vi-vienda, cual si temiera ver el bianco cata-f aleo que servia de altar al cadaver de su hijo. Por la tarde aún fueron más nuniero-sas las visitas. Las mujeres llegaban con el traje de los dias de fiesta, puestas de mantilla para asistir al entierro; las mucbacbas disputábanse con tenacidad ser de las cua-tro que habian de llevar al pobre albaet hasta el cementerio. Andando lentamente por el borde del camino y huyendo del polvo como de un peligro mortal, llegó una gran visita: don Joaquin y doňa Pepa, el maestro y su «seňora*. Aquella tarde, con motivo del —palabras de él—, no había eseuela. Bien se adivinaba viendo la turba de mucbaebos atrevidos y pegajosos que se iban eolando en la barraca, y cansados de contemplar, hurgándose las narices, el cadaver de su compaňero, salían á perseguir-se por el camino inmediato ó á saltar las acequias. Doňa Josefa, con un vestido algo raido de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la ba-rraca, y después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo á su marido, aposentó su robusta bumanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó, muda y como soňolienta, eontemplando el ataúd. La buena mujer, habituada á oir y admirar á su esposo, no podia seguir una conversation. El maestro, que lueia su casaquilla ver-dosa de los días de gran ceremónia y su corbata de mayor tamaňo, tomó asiento fuera, al lado del padre. Sus manazas de cultivador las llevaba enfundadas en unos guantes negros que habían eneanecido con los anos, quedando de color de ala de mos-ca, y las movía continuamente, deseoso de © Biblioteca Nacional de Espaňa LA BARRACA Ml atraer la atención sobre sus prendas de las grandes solemnidades. Para Batiste sacaba también lo más Hondo y sonoro do su estilo. Era su mejor cliente: ni un sábado había deiado de en-tregar á sus hijos los dos euartos para la escuela. —Este es el mundo, seňor Bautista; [hay que resiguarse! Nunea sabemos cuáles son los designios de Dios, y muehas veees, del mal saea el bien para las criaturas. Interrumpiendo su ristra de lugares eo-munes, dichos campanudamente, eomo si estuviera en la escuela, aňadió en voz ba j a, guiůando maliciosamente los ojos: —(jSe ha fijado, seňor Bautista, en toda esta gente?... Ayer hablaban pestes de us-ted y su familia, y bien sabe Dios que en muchas ocasiones les he censurado esa mal-dad. Hoy entran en esta casa con la misma confianza que en la suya y les abruman bajo tantas muestras de cariňo. La desgra-cia les hace olvidar, les aproxima á ustedes. Y tras una pausa, en la que permaneció cabizbajo, dijo golpeándose el pecho: —Creame á mí. que los conozco bien: en iß © Biblioteca Nacionál de Espaňa 242 V. BLAS CO IBANEZ el fondo son buena gente. Muy brutos, eso si, capaces de las mayores barbaridades, pero con un eorazön que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras... jPobre gentel <>Qiie culpa tienen sinacieron para vi vir como bestias y nadie les saca de su condiciön? Callö un buen rato, anadien do luego, con el fervor de un comerciante que en-salza su mercaneia: —Aqul lo que se necesita es instrueciön, mucha instrueciön. Templos del saber que dif undan la luz de la ciencia por esta vega, antorchas que... que,.. En fin, si vinieran mäs ebicos ä mi templo, digo, ä mi escuela, y si los padres, en vez de emborracharse, pagasen puntualmente como usted, senor Bautista, de otro modo andarla esto. Y no digo mas, porque no me gusta ofender. De ello corrla peligro, pues cerea de su persona andaban muchos padres de los que le enviaban diseipulos sin el lastre de los dos cuartos. Otros labriegos, que habian mostrado gran hostilidad contra la f amilia, no osaban llegar hasta la barraea y permanecian en el © Biblioteca Nacional de Espana LA BAREAC A 243 camino, formando corro. Por alii andaba Pimento, que aeababa de Uegar de la ta-berna eon eineo rnusicos, tranquila la eoneiencia despuds de haber estado durante algunas boras junto al mostrador de Gopa. Afluia eada vez mas gente a la barraca. No habia espacio libre dentro de ella, y las mujeres y los niilos sentabanse en los ban-cos de ladrillos, bajo el emparrado, 6 en los ribazos, esperando el momento del en-tierro. Dentro sonaban lamentos, consejos di-cbos con voz ene^gica, un rumor de lucba. Era Pepeta queriendo separar a Teresa del cadaver de su bijo. Vamos... babia que ser razonable: el albat no podia quedar alii para siempre; se bacia tarde, y los malos tragos pasarlos pronto. Y pugnaba con la madre por apartarla del ataiid, por obligarla k que entrase en el estudi y no presenciase el terrible momento de la salida, cuando el albat, levan-tado en hombros, alzase el vuelo con las blancas alas de su mortaja para no vol-ver mas. © Biblioteca Nacional de Espana 244 V. BLASÖO JBAŇBZ —j Fill meul... jrey de sa mare! (1) — ge-inía la pobre Teresa. Ta no lo veria más: uu beso... otro. T la eabeza, eada vez más f ría y lívida á pe-sar del colorete, movíase de un lado á otro de la almohada, agitando su diadema de flores, entre las manos ansiosas de la ma-dre y de la hermana, que se disputaban el ultimo beso. A la salida del pueblo estaba aguar-dando el seňor vieario eon el sacristan y los monaguillos: no era caso de hacerlos esperar. Pepeta se impacientaba. <|Aden-tro, adentrois T ayudada por otras muje-res, Teresa y su hi j a fueron metidas casi á viva f uerza en el estudi, revolviéndose des-greňadas, roj os los oj os por el llanto, el peeho palpitante á impulsos de una protes-ta dolorosa, que ya no gemía, sino aullaba. Cuatro muehaehas eon hueea falda, mantilla de seda caída sobre sus oj os y aire pudoroso y monjil, agarraron las patas de la mesilla, levantando todo el blanco cata-faleo. Como el disparo que saluda á la ban- (1) —iHřjo mío!... jrey de su madre! © Biblioteca Nacionál de Espaňa LÁ BÁREÁCA 245 dera que se iza, sonó un gemido extraňo, prolongado, horripilante, algo que hizo eo-rrer frío por muchas espaldas. Bra el perro despidiendo al pobre albaet, lanzando un qusjido interminable, eon los ojos laerimo-sos y las patas estiradas, cual si quisiera prolongar el cuerpo hasta donde llegaba su lamento. Buera, don Joaquin daba palmadas de ateneión: c[A verl... [Que forme toda la es-cuelal > La gente del eainino se babia apro-ximado ä la barraea. Pimento eapitaneaba ä sus amigos los músicos; preparaban éstos sus instrumentos para saludar al albaet ape-nas transpusiese la puerta, y entre el des-orden y el griterío eon que se iba formando la proeesión gorjeaba el elarinete, haeía es-ealas el cornetín y el trombón bufaba como un viejo gordo y asmático. Emprendieron la marcha los cbieuelos, llevando en alto grandes ramos de albaha-ca. Don Joaquin sabía haeer bien las cosas. Después, rompiendo el gentío, aparecieron las euatro doneellas sosteniendo el blanco y ligero altar sobre el cual iba el pobre albaet, acostado en su ataúd, moviendo la © Biblioteca Nacionál de Espaňa 246 V. BLASCO IBANEZ cabeza eon ligero vaiven, como si se despi-diese de la barraea. Los musicos rompieron ä tocar un vals juguetön y alegre, colocändose deträs del feretro, y despues de ellos abalanzäronse por el eamino, formando apretados grupos, todos los curiosos. La barraea, vomitando lejos de ella su digestion de gentio, quedo muda, sombria, con ese ambiente lügubre de los lugares por donde acaba de pasar la desgracia. Batiste, solo bajo la parra, sin abando-nar su postura de oriental impasible, mor-dia su cigarro, siguiendo con los ojos la marcha de la procesiön. Esta comenzaba a ondular por el camino grande, mareändose el ataüd y su catafalco como una enorme paloma blanca entre el desfile de ropas ne-gras y ramos verdes. jBien emprendia el pobre albaet el camino del cielo de los inocentes! La vega, desperezändose voluptuosa bajo el beso del sol primaveral, envolvia al muertecito con su aliento oloroso, lo acompanaba basta la tumba, cubriendolo con impalpable mor-taja de perfumes. Los viejos arboles, que © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 247 germinaban con una savia de resurreccion, parecian saludar al pequeno cadaver agi-tando bajo la brisa sus ramas cargadas de flores. Nunca la muerte pas6 sobre la tierra con disfraz tan hermoso. Desmelenadas y rugientes como locas, moviendo con f aria sus brazos, aparecieron en la puerta de la barraca las dos infeliees mujeres. Sus voces prolongabanse como un gemido interminable en la tranquila atmos-fera de la vega, impregnada de dulce luz. —I Fill mm!... jAnima mekua! (1)—ge-mlan la pobre Teresa y su hija. —;Actios, Pascualet!... jacii6s!—gritaban los pequenos sorbiendose las lagrimas. —jAimut fauuul—aullaba el perro, ten-diendo el hocico con un quejido interminable que crispaba los nervios y pa-recla agitar la vega bajo un escalofrio fu-nebre. Y de lejos, por entre el ramaje, arras-trandose sobre las verdes olas de los cam-pos, contestaban los ecos del vals que iba acompanando al pobre albaet hacia la eter- (1) —jHijo mio!,„ jAlma mia! © Biblioteca Nacional de Espana 248 V. BLASCO IBAŇ E Z nidad, balanceándose en su barqnilla blanca galoneada de oro. Las escalas enrevesadas del cornetín, sus cabriolas diabólícas, pare-cían una carcajada metálica de la muerte, que con el niüo en sus brazos se alej aba á través de los esplendores de la vega. A la caída da la tarde f ueron regresando los del eortejo. Los pequeňos, faltos de suefio por las agitaciones de la nocbe anterior, en que les había visitado la muerte, dormían sobre las sillas. Teresa y su hija, rendidas por el llanto, agotada la energia después de tan-tas nocbes de insomnio, babí an acabado por quedar inertes, cayendo sobre aquella cama que aún eonservaba la huella del po-bre niňo. Batistet roncaba en la cuadra, cerca del caballo enfermo. El padre, siempre silencioso é impasi-ble, recibía las visitas, estreehaba manos, agradecía con movimientos de cabeza los ofrecimientos y las frases de consuelo. Al cerrar la nocbe no quedaba nadie. La barraca estaba obscura, sileneiosa. Por la puerta abierta y lóbrega llegaba como un lej ano susurro la respiración cansada © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BAREA CA 249 de la farmlia, todos caidos, eomo muertos de la batalla eon el dolor. Batiste, siempre inmóvil, miraba eomo un idiota las estrellas que parpadeaban en el a zul ob s euro de la no ehe. La soledad le reanimó. Erapezaba á darse cuenta esacta de su situáciou. La vega tenia el aspecto de siempre, pero á él le parecía más hermosa, más ctranquilizadorai, como un rostro cenudo que se desarruga y sonríe. Las gentes, euyos gritos sonabau á lo lejos, en las puertas de las barracas, ya no le odiaban, ya no perseguirían ä los suyos. Habían estado bajo sn tecbo, borrando eon sus pasos la maldición que pesaba sobre las tierras del tío Barret. Iba á empezar una nueva vida. |Pero á qué preeiol... Y al tener de repente la vision clara do su desgracia, al pensar en el pobre Pascua-let, que á tales horas estaba aplastado por una masa de tierra Mmeda y bedionda, ro-zando su blanca envoltura con la corruption de otros cuerpos, aceebado por el gu-sano inmundo, él, tan hermoso, con aque-11a piel fina por la que resbalaba su callosa © Biblioteca Nacionál de Espaňa 250 V. BLASCO IBAŇEZ mano, con sus palos rubios que tantas voces había acaríeiado, sintió como una olea-da de plomo que subía y subía desde el es-tómago ä su garganta. Los grillos que eantaban en el vecino ribazo callaron, espantados por un extrano hipo que rasgó el silencio y sonó en la obs-curidad gran parte de la noche, como el es-tertor de una bestia herida. © Biblioteca Nacionál de Espaňa IX Había llegado San JuaD, la mejor época del ano: el tiempo de la reeolecclón y la abundaneia. El espacio vibraba de luz y de calor. Un sol africano lanzaba torrentes de oro sobre la tierra, resquebrajándola con sus ardorosas caricias. Sus ueebas de oro des-lizäbanse entre el follaje, toldo de Ter dura bajo el eual cobijaba la vega sus rumorosas acequias y sus húmedos surcos, como teme-rosa del calor que hacía germinar la vida por todas partes. Los árboles mostraban sus ramas car-gadas de frutos. Doblegábanse los nispere-ros con el peso de los am&rillos racimos cubiertos de barnizadas bojas; asomaban los albaricoques entre el follaje como rosa-das mejiüas de nino; registraban los mu- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 252 V. ĽLASCO 1BAŇEZ chachos eon impacieneia las corpulentas higueras, buscando eodieiosos las brevas primerizas, y en los jardines, por encima de las tapias, exbalaban los jazaaines su f ragancia azucarada, y las magnolias, como incensarios de maifíl, esparcían su perfume en el ambiente ardoroso impregnado de olor de mies. Las hoces relampagueantes iban tonsil-rando los campos, echando abajo las rubias cabelleras de trigo, las gruesas espigas, que, apoplétieas de vida, buscaban el suelo, do-blando tras ellas las delgadas caňas. En las eras amontonábase la paja for-mando colinas de oro que reüejaban la luz del sol; aventäbase el trigo entre remolinos da polvo, y en los campos desmocbados, á lo largo de lo3 rastrojos, saltaban los go-rriones buscando los granos perdidos. Todo era alegľía y trabajo gozoso. Cbi-rriaban carretas en los caminos; bandas de muobacbos correteaban por los campos ó daban cabriolas en las eras, pensando en las tortas de trigo nuevo, en la vida de abun-dancia y satisfaction que empezaba en las barraeas al llenarse el granero; y bašta los © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BA RRACA 253 viejos rocines mosfcraban los ojos alegres, marchando eon mayor desembarazo, como fortaleeidos por el olor de los montes de paja que, lentamente, eomo un rio de oro, iban á deslizarse por sus pesebres en el curso del ano. El dinero, cautivo en los estiidis durante el invierno, oeulto en el area ó en el fondo de una media, comenzaba á circular por la vega. A la eaída de la tarde Uenábanse las tabernas de bombres enrojecidos y barniza-dos por el sol, con la recia camisa sudosa, que bablaban de la cosecha y de la paga de San Juan, el semestre que habia que entregar ä los amos de la tierra. También la abundancia babia hecbo re-nacer la alegria en la barraca de Batiste. La cosecha hacia olvidar al albaet. Unica-mente la madre delataba eon repentinas lágrimas y algún prof undo suspiro el fugaz recuerdo del pequeňo. El trigo, los sacos repletos que Batiste y su hijó subían al granero y al caer de sus espaldas hacían temblar el piso, conmo-viendo toda la barraca, era lo que intere-saba á la família. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 254 V. BLASCO IBANEZ Comenzaba para todos ellos la buena öpoca. Tan extreniada como babia sido basta poeo antes la desgracia, era abora la fortuna. Deslizäbanse los dias en santa cal-ma, trabajando mucbo, pero sin que un leve cctitratiempo viniera ä turbar la mo-notonia de una existencia laboriosa. Algo se babia enfriado el afeeto que mostraron todos los veeinos al enterrar al pequeno. Segtm se amortiguaba el recuer-do de aquella desgracia, la gente parecla arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la eatästrofe del tfo Barret y la llegada de los intrusos. Pero la paz ajustada espontäneamente ante el blanco ataüd del pequeno no lle-gaba ä turbarse. Algo frios y reeelosos, eso si, pero todos cambiaban su saludo con la familia. Los hijos podian ir por la vega sin ser bostilizados, y hasta Pimento, euando eneontraba ä Batiste, movia la eabeza amis-tosamente, rumiando algo que era como contestaciön ä su saludo... En fin, que si no los querlan les dejaban tranquilos, que era todo lo que podian desear. En el interior de la barraca, jquö abun- © Biblioteca Nacional de Espana LA BAREAGA 255 dancial [que pazl... Batiste se mostraba ad-mirado de su eosecha. Las tierras, descan-sadas, vii-genes de cultivo en mueho tiem-po, parecian haber soltado de una vez toda la vida aeumulada en sus entranas durante diez anos de reposo. Ei grano era grueso y abundante, y segün las noticias que circula-ban por la vega, iba ä alcanzar buen precio. Habia algo mejor—y esto lo pensaba Batiste sonriendo—: 61 no debia partir el pro-dueto satisfaeiendo arrendamiento alguno, pues tenla franquicia por dos anos. Bien babia pagado esta ventaja con largos meses de alarma y de coraje y con la muerte del pobre Pascualet. La prosperidad de la familia parecla reflejarse en la barraea, limpia y brillante eomo nunca. Yista de lejos, destacäbase de las viviendas vecinas, como revelando que habia en elia mäs prosperidad. Nadie hu-biera reconocido la trägiea barraea del tio Barret. Los ladrillos rojos del pavimento frente ä la puerta brillaban brunidos por las diarias frotaeiones; los maeizos de alba-bacas y dompedros y las enredaderas for-maban pabellones floridos, por eneima de © Biblioteca Nacional de Espana •258 V. BLASCO IBANEZ los cuales recortabase sobre el eielo el fronton triangular y agudo de la barraea, do in-rnaculada blaneura. En su interior notabase inmediatamente el revoloteodelas plancha-das cortinas cubriendo las puertas de los estudis, los vasares con pilas de platos y con tuentes concavas apoyadas en la pared, ex-bibiendo pajarracos fantasticos y flores co-mo tomates pintadas en su fondo, y sobre la cantarera, semejante a un altar de azule-jos, mostrabanse, como divinidades contra la sed, los panzudos y charolados cantaros, y los jarros de loza y de cristal verdoso pandientes en fila de los elavos. Los muebles viejos y maltreebos, re-cuerdo perenne de las antiguas peregrina-ciones buyendo de la miseria, comenzaban a desaparecer, dejando sitio libre a otros que la hacendosa Teresa adquiria en sus viajes a la ciudad. El dinero producto de la recoleccion invertiase en reparar las bre-chas abiertas en el ajuar de la barraea por los mesas de espera. Algunas veces sonrela la familia recor-dando las amenazadoras palabras de Pi-menU. Aquel trigo que, segun el valenton, © Biblioteca Nacional de Espana LA B ARB. AC A 257 nadie llegaría á segar, empezaba á embelle-cer á la família. Roseta tenia dos faldas más y Batiste t y los pequeňos se pavoneaban los domingos vestidos de nuevo de cabeza á pies. Atravesando la vega en las horas de más sol, euando ardía la atmosféra y mos-cas y abejorros zumbaban pesadamente, sentíase una impresiou de bienestar ante esta barraca limpia y fresca. Bi corral dela-taba, á través de sus bardas de barro y es-tacas, la vida contenida en él. Cloqueaban las gallinas, cantaba el gallo, saltaban los conejos por las sinuosidades de un gran montón de leňa tierna, y vigilados por los dos bijos pequeňos de Teresa, ŕlotaban los ánades en la veeina acequia y correteaban las manadas de polluelos por los rastrojos, piandoincesantemente, moviendo sus cuer-pecillos sonrosados, cubiertos apenas de fiuo plumón. Todo esto sin contar que Teresa, más de una vez, se encerraba en su estudi, y abriendo un cajón de la cómoda, desliaba paňuelos sobre paňuelos para extasiarse ante un montoncillo de monedas de piata, 17 © Biblioteca Nacionál de Espaňa 258 V. BLASCO IBANEZ el primer dinero que su marido habia he-eho sudar a las tierras. Todo exige un prin-cipio, y si los tiempos erau buenos, a este dinero se uniria otro y otro, y |qui6n sabe si al llegar los chieos k la edad de las quin-tas podrfa librarlos con sus aborros de ir a servir al rey como soldadosl La reconcentrada y silenciosa alegria de la madre notabase tambieu en Batiste. Habia que verle un domingo por la tarde, fumando una tagarnina de a cuarto en honor a la festividad, paseando ante la ba-rracaymirando sus campos amorosamente. Dos dias antes habla plantado en ellos maiz y judias, como muchos de sus veeinos, pues a la tierra no hay que dejarla deseansar. Apenas si podia el llevar adelante lo^ dos campos que babia roturado y cnltiva-do. Pero, lo mismo que el difunto tio Barret, sentia la embriaguez de la tierra; cada vez deseaba abarcar mas con su trabajo, y aunque era algo pasada la sazon, pensaba remover al dla siguiente la parte de terre-no que permanecia ineulta a espaldas de la barraca, para plantar en ella melones, cose-eha inmejorable, a la que su mujer sacarla © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 25.9 muy buen producta llevándolos, eoino otras, al Mercado de Valencia. Habia que dar gracias á Dios, que le permitia al flu vivir tranquilo en aquel pa-raíso. j Que tierras las de la vegal... Por algo, segun las historias, lloraban los moros al ser arrojados de alli. La siega habia limpiado el paisaje, eehando abajo las masas de trigo matizadas de amapolas que cerraban la vista por todos lados eomo murallas de oro. Ahora la vega parecia mucho más grande, infini-ta, y extendía hasta perderse de vista los grandes cuadros de tierra roja, cortados por sendas y acequias. En todas las casas se observaba riguro-samente la fiesta del domiugo, y como habia cosecha reciente y no poco dinero, nadie pensaba en contravenir el precepto. No se veía un solo hombre trabajando en los campos, ni una caballería en los caminos. Pasaban las vie j as por las sendas con la reluciente mantilla sobre los ojos y una si-lleta en un brazo, como si tirase de ellas la campana que volteaba lejos, muy lejos, sobre los tejados del pueblo. En una encruci- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 260 F. BLASCO IBAŇJEZ jada chillaba persiguiéndose uii grtipo nu-meroso de niüos; sobre el verde de los ri-bazos destacábanse los pantalones rojos de algunos soldaditos que aprovechaban la fiesta para pasar una hora en sus casas. Sonaban á lo lejos, conio una tela que se rasga, los eseopetazos contra las bandas de golondrinas que volaban á un lado y á otro en contradanza caprichosa, silbando aguda-mente, como si rayasen con sus alas el distal azul del cielo; zumbaban sobre las ace-quias las nubes de mosqnitos casi invisibles, y en una alquería verde, bajo el anoso eniparrado, agitábanse como una amalgama de colores faldas noreadas, panuelos visto-sos. La dormilona cadencia de las guita-rras parecía arrullar á un cornetín chillón que iba lanzando á todos los extremos de la vega, dormida bajo el sol, los mor unos sones de la jota valenciana. Este tranquilo paisaje era la idealization de una Arcadia laboriosa y feliz. Allí no podia existir gente mala. Batiste despe-rezábase con voluptuosidad, dominado por el bienestar tranquilo de que parecía im-pregnado el ambiente. Roseta, con los chi- © Biblioteca Nacional de Espaňa LA B A RE A CA 261 cos, se babia ido al baile de la alqueria; su inujer dormitaba bajo el sombrajo, y él se paseaba desde su vivienda al camino, por el pedazo de tierra ineulta que daba en-trad a al earro. De pie en el puentecito, iba eontestando á los saludos de los vecinos, que pasaban riendo como si fuesen ä presenciar un es-pectäculo graciosísiino. Sa dirigían todos á casa de Copa, para ver de cerca la famosa «porfia» de Pimentó con los hermanos Terrerola, dos malas ca-bezas lo niisnio que el rnarido de Pepeta, que babían jurado igualmente odio al tra-bajo y pasaban el día entero en la taberna. Surgían entre ellos numerosas rivalidades y apuestas, especialmente en esta época, que era cuando aumentaba la concurren-cia del establecimiento. Los tres valento-nes pujaban en brutalidad, ansioso cada uno de alcanzar renombre sobre los otros. Batiste había oido hablar de esta apuesta que bacia ir las gentes á la famosa taberna como en jubileo. Sa trataba de permanecer sentados ju- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 262 V. BLASCO IBAŇEZ gando al truque, y gin beber más líquido que aguardiente, hasta ver quién era el ultimo que caía. Empezaron el viernes al anochecer, y aún estaban los tres en sus silletas de cuer-da el domingo por la tarde, jugando la cen-tésima partida de truque, con el jarro de aguardiente sobre la mesilla de eine, dejan-do sólo las cartas para tragarse las sabrosas morcillas que daban gran fama al tabernero Copa por lo bien que sabía conservarlas en aceite. La noticia, esparciéndose por la vega, hada venir como en procesión ä todas las gentes de una legua á la redonda. Los tres guapos no quedaban solos un momento. Tenían sus apasionados, que se encargaban de oeupar el cuarto sitio en la partida, y al llegar la noebe, euando la masa de especta-dores se retiraba á sus barraeas, quedá-banse allí viendo eómo jugaban á la luz de un candil colgado de un chopo, pues Copa era hombre de malas pulgas, incapaz de aguantar la pesada monotonía de esta apuesta, y asi que llegaba la hora de dor-mir cerraba su puerta, dejando en la plazo- © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 263 lata k loa jugadores despues de renovar su provision de aguardiente. Muehos fingian indignaeiön ante la bru-talidad de esta «poifia», pero en el fondo de su änimo escarabeajaba cierto orgullo por el beebo de ser tales bombres sus vecinos. jYaya unos mozos de hierro que eria la huerta! El aguardiente pasaba por sus euer-pos eomo si fuese agua. Todo el eontorno parecia tener la vi&ta flja en la taberna, esparciendose con cele-ridad prodigiosa las noticias sobre el curso de la apuesta. Ya se habian bebido dos cän-taros, y corno si nada... Ya iban tres... y tan firmes. Copa llevaba la euenta de lo bebido. Yla gente, segun su predüecciöu, apostaba por alguno de los tres eontendientas. Esta lucha, que durante dos dias apa-sionaba ä toda la vega y no parecia aün proxima a su fiu, babia llegado a oidos de Batiste. El, bombre sobrio, incapaz de beber alcohol sin sentit' nauseas y dolores de cabeza, no podia ocultar un asombro muy eereano ä la admiraciön ante estos brutos, que, segün sus suposiciones, debian tener el estömago forrado de hoja de lata. © Biblioteca Nacional de Espana 2M V. BLAS CO IBANEZ Y seguia con inirada de envidia ä todos los que marchaban hacia la taberna. ,iPor quo no habfa de ir 61 adonde ibaii los otros?... Nunca habla entrado en casa de Copa, el antro en otro tiempo de sus ene-migos; pero ahora justifieaba su presencia lo estraordinario del suceso.,. Ademäs, ique" demoniol despu^s de tanto trabajo y tan buena eoseeha, bien podla un hombre hon-rado permitirse un poco de expansiön. Y dando un grito ä su dormida mujer para avisarla que se iba, emprendiö el Camino de la taberna. Era como un hormigueo humano la masa de gente que llenabala plazoleta freute ä casa de Copa. AUi estaban, en cuerpo de camisa, con pantalones de pana, ven-truda faja negra y panuelo ä la cabeza en forma de mitra, todos los hombres del eon-torno. Los viejos se apoyaban en gruesos cayados de Liria, amarillos y con arabes-cos negros; la gente joven mostraba arre-mangados los brazos nervudos y rojizos, y como contraste movia delgadas varitas de fresno entre sus dedos enormes y ca-llosos. Los enormes chopos que rodeaban © Biblioteca Nacional de Espana LA BARKACA 265 la taberna daban sombra a los animados grupos. Batiste se fijo por primera vez deteni-damente en la famosa taberna, eon sus pa-redes blancas, sus ventanas pintadas de azul y los quicios chapados con vistosos azulejos de Manises. Tenia dos puertas. Una era la de la bodega, y por entre sus hojas abiertas veianse las dos ril as de toneles enormes que Hega-ban basta el tecbo, los inontones de pellejos vacios y arrugados, los grandes embudos y las medidas de cine tenidas de rojo por el continuo resbalar del liquido. En el fondo de la pieza estaba el pesado carro que ro-daba hasta los ultimos limites de la provin-cia para traer las compras de vino. Esta habitation obscura y humeda exhalaba un vabo de alcohol, un perfume de mosto, que embriagaba el olfato y turbaba la vista, haciendo pensar que la tierra entera iba a quedar cubierta por una inundacidn de vino. AUi estaban los tesoros de Copa, de los cuales hablablan con unci6n y respeto to-dos los borrachos de la huerta. El solo co- © Biblioteca Nacional de Espana 266 V. BLASGO IB AN JE Z nocia el secreto de sus toneles; atravesando con su vista las viejas duelas, apreciaba la ealidad de la sangre que contenian; era el sumo sacerdote de este templo del alcohol, y al querer obsequiar ä alguien, sacaba, con tanta devotion como si llevase entre las manos la custodia, un vaso en el que cen-telleaba el liquido color de topacio con iri-sada corona de brillantes. La otra puerta era la de la taberna, la que estaba abierta desde una hora antes de apuntar el dia y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como un gran reetängulo rojo la luz de la läm-para de petröleo col gada sobre el mos-trador. Tenlan las paredes zöealos de ladrillos rojos y barnizados, ä la altura de un bom-bre, con una orla terminal de üoreados azu-lejos. Desde alii hasta el techo todas las paredes estaban dedicadas al sublime arte de la pintura, pues Gopa, aunque parecia hom-bre burdo, atento ünicamente ä que por la noche estuviese Ueno el cajön de su mos-trador, era un verdadero Mecenas. Habia traldo un pintor de la eiudad, mantenißn- © Biblioteca Nacional de Espana LA BAREAC A 267 dolo alii mas de una semana, y este capri-cho de magnate protector de las artes le habia costado, segun declaraba el, unos cinco duros, peseta mas que menos. Bien era verdad que no podia volverse la vista a ningun lado sin tropezar con al-guna obra maestra, cuyos rabiosos colores parecian alegrar a los parroquianos, ani-m&ndoles & beber. Arboles azules sobre campos morados, borizontes amarillos, ca-sas mas grandes que los arboles y personas mas grandes que las easas; cazadores con es-copetas que parecian escobas y majos anda-luces, con el trabuco sobre las piernas, mon-tados en briosos corceles que tenian aspecto de ratas. Un portento de originalidad que entusiasmaba k los bebedores. Y sobre las puertas de los cuartos, el artista, aludiendo discretamente al establecimiento, babia pintado asombrosos «bodegones>: granadas como bigados abiertos y ensangrentados, sandias que parecian enormes pimientos, ovillos de estambre rojo que intentaban pasar por melocotones. Mucbos sostenian que la preponderan-cia de la casa sobre las otras tabernas de la © Biblioteca Nacional de Espana 268 V. BLASGO IBANEZ huerta se debfa ä estos asombrosos ador-nos, y Copa maldecla las moscas que empa-naban tanta hermosura con el negro pun-teado de sus desahogos. Junto ä la puerta principal estaba el mostrador, mugriento y pegajoso; deträs de 61, la triple fila de pequenos toneles, coro-nada por almenas de botellas conteniendo los diversos e innunierables liquidos del es-tablecimiento. Da las vigas, como bamba-linas grasientas, colgaban pabellones de Jonganizas y moreillas, 6 ristras de pequenos pimientos rojos y puntiagudos corao dedos de diablo, y rompiendo la monotonia de tal decorado, algun jamön rojo y bor-lones majestuosos de chorizos. El regalo para los paladares delicados estaba en un armario de turbios cristalos junto al mostrador. Alii las estrellas de pas-tafiora, las tortas de pasas, los rollos escar-cbados de azücar, las magdalenas, todo con cierto tonillo obscuro y motas sospeebosas que denunciaban antigüedad, y el queso de Murviedro, tierno, fresco, de suave blan-cura, en piezas como panes, destilando to-davla suero. © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 269 Ademas, eoiitaba Copa eon su cuaito-daspensa, donde estaban en tinajas gran-des conio monumentos las Verdes aceitunas partidas y las morcillas de cebolla eonser-vadas en aeeite: articulos de mayor despa-ebo. Al final de la taberna abriase la puerta del eorral, enorme, espacioso, eon su media doeena de fogones para guisar las paellas. Las pilastras blancas sostenian una parra vetusta, que daba sombra ä tan vasto es-pacio, y apilados ä lo largo de nn lienzo de pared, taburetes y mesitas de eine, en tan drodigiosa cantidad, que pareefa baber pre-visto Copa la invasiön de su casa por la vega entera. Batiste, eseudrinando la taberna, se fijo en el dueno, bombrön despeebngado, pero con una gorra de orejeras eneasquetada en pleno estio sobre su rostro enorme, mofle-tudo, amoratado. Era el primer parroquia-no de su establecimiento; jamäs se acosta-ba satisfeeho si no babfa bebido en sus tres comidas medio cäntaro de vino. Por ello, sin duda, apenas si llamaba su ateneiön esta apuesta que tan alborotada traia ä la vega entera. © Biblioteca Nacional de Espana 270 V. BLASCO IB ARE Z Su ínostrador era una atalaya desde la cual, como experfco conocedor, vigilaba la borrachera de sus parroquianos. Que nadie alardease de guapo dentro de su casa, pues antes de hablár ya había echado mano él á una porra que tenia bajo el mostrador, es-peeie de as de bastos, al que le temblaban Pimento y todos los valentones del contor-no... En su casa, nada de r ey er tas. j A ma-tarse, al eaminol Y cuando se abrían las navajas y se enarbolaban taburetes, en no-che de domingo, Copa, sin hablar palabra ni perder la ealma, surgía entre los comba-tientes, agarraba del brazo á los más bra-vos, los Uevaba en vilo bašta la earretera, y atrancando la puerta por dentro, empe-zaba á eontar tranquilamente el dinero del cajón antes de acostarse, mientras afuera sonaban los golpes y los lamentos de la riňa reanudada. Todo era asunto de cerrar una bora antes la taberna; pero dentro de ella jamás tendría la justicia quebacer al-guno mientras estuviese él detrás del mostrador. Batiste, después de mirar furtivamente desde la puerta al tabernero, que con la © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BAERAOA 271 ayuda de su mu jer y un criado despachaba á los parroquianos, volvió á la plazoleta. Allí se agregó á un corrillo de viejos que discutían sobre euál de los tres sostenedo-res de la apuesta se mostraba más sereno. Mucbos labradores, cansados de admiral1 á los tres guapos, jngaban por su cuen-ta ó merendaban formando corro alrededor de las mesillas. Circulaba el porrón, sol-tando su rojo chorrilio que levantaba un tenue glu-glu al caer en las abiertas bocas; obsequiábanse unos á otros con pufiados de cacahuetes y altramuces. En platos cón-cavos de loza Servian las criadas de la taberna las negras y aceitosas moreillas, el queso fresco, las aceitunas partidas, con su caldo en el que flotaban olorosas hierbas; y sobre ks mesas veíase el pan de trigo nuevo, los rollos de rubia corteza, mostran-do en su interior la miga mořena y sucu-lenta de la gruesa harina de la buerta. Toda esta gente, comiendo, bebiendo y gesticulando, levantaba el mismo rumor que si la plazoleta estuviese ocupada por un avispero enorme, y en el ambiente flotaban vapores de alcohol, un vaho asfixiante © Biblioteca Nacionál de Espaňa 272 V. SLA SCO IBANJSZ de aceite frito y el penetrante olor del mos-to, mezeländose con el perfume de los cam-pos vecinos. Batiste se aproximö fiaalmente al gran corro que rodeaba k los de la apuesta. Al prineipio no viö nada; pero lenta-mente, empujado por la euriosidad de los que estaban deträs de el, fue* abriändose paso entre los cuerpos sudorosos y apreta-dos, hasta rerse en primera füa. Algunos espectadores estaban sentados en el suelo, con la niandibula apoyada en ambas ma-nos, la nariz sobre el borde de la mesilla y la vista fija en los jugadores, para no per-der detalle del famoso suceso. Alli era donde inäs intolerable resultaba el olor de alcohol. Parecian impregnados de 6\ los alientos y la ropa de toda la gente. Viö Batiste ä Pimentö y k sus contrin-cantes sentados en taburetes de fuerte ma-dera de algarrobo, con los naipes ante los ojos, el jarro de aguardiente al alcance de una mano y sobre el eine el montoneito de granos de maiz que equivalla ä los tantos del juego. A cada jugada, alguno de los tres agarraba el jarro, bebfa en 61 reposadamen- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 273 te y lo pasaba á los eornpaüeros, que lo iban empinando igualmente eon no menos ceremónia. Los espectadores más inmediatos mi-raban los naipes á cad a uno por encima del bombro para convencerse de que juga-ba bien. No babia cuidado: las cabezas es-taban sólidas; eomo si aili no se bebiese mas que agua, nadie incurría en descuido ni bacia jugadas torpes. Y seguía la partida, sin que por ello los de la apuesta dejasen de bablar con los amigos, bromeando sobre el final de la lucha. Pimento, al ver á Batiste, masculló un qHolab que pretendía ser un saludo, y volvió la vista á sus cartas. Sereno, podría estarlo; pero tenia los ojos enrojecidos, brillaba en sus pupilas una chispa azulada é indeeisa, semejante á la llama del alcohol, y su cara iba adqui-riendo por momentos una palidez mate. Los otros no estaban mejor; pero todos reian. Los espectadores, contagiados por los del juego, se pasaban de mano en mano los ja-rros pagados á eseote, y era aquello una is © Biblioteca Nacionál de Espaňa 274 V. BLASCO IBAŇEZ verdadera inundación de aguardiente, que, desbordándose fuera de la taberna, bajaba coino oleada de fuego á todos los estó-magos. Hasta Batiste tuvo que beber, apremia-do por los del corro. No le gustaba, pero un hombre debe probar todas las cosas, y vol-vió á animarse eon las mismas reflexiones que le habían llevado bašta la taberna. Ctiando un padre de familia ha trabajado y tiene en el granero la coseeha, bien puede permitirse su poquito de locuva. Sintió calor en el estómago y en la ca-beza una deliciosa turbación. Comenzaba á acostumbrarse á la atmosféra de la taberna, encontrando cada vez más graciosa la «porfía». Hasta Pimenió le resultaba un hombre notable... á su modo. Los jugadores habían terminado la par-tida numero... {aadie sabía euántos) y dis-eutían con sus amigos sobre la próxima cena. Uno de los Terrerola perdía terreno vi-siblemente. Dos días de aguardiente á todo pasto, eon sus dos noehes pasadas en tur-bio, empezaban á pesar sobre él. Se iban ce- © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRAC A 275 rrando sus ojos y dejaba caer pesadamente la cabeza sobre su hermano, el eual preten-dia reanimarle con tremendos pufietazos en los ijares, dados en sordina por debajo de la mesa. Pimento sonreia socarronamente ante este triunfo. Ya tenia uno en el suelo. Y discutía la cena con sus admiradores. Dsbia ser espléndida, sin miedo al gasto: de todos modos, él no babia de pagarla. Una cena que f uese digno final de la hazana, pues en la misma nocbe seguramente quedaria ter-minada la apuesta venciendo al otro her-mano. Y cual trompeta gloriosa que anuncia-ba por anticipado el triunfo de Pimento, empezaron á sonar los ronquidos de Terre-rdla el pequeno, caido de bruces sobre la mesa y proximo á desplomarse del tabure-te, corao si todo el aguardiente que llevaba en el estómago buscase el suelo por ley de gravedad. S a hermano hablaba do despertarle á bofetadas; pero Pimento intervino bonda-dosamente, como un vencedor magnánimo. Ya le despertarian á la hora de cenar. Y © Biblioteca Nacionál de Espaňa 276 V. BLAS CO IBANEZ afectando dar poca iinportaneia ä la porfia y ä su propia fortaleza, hablÖ de su falta de apetito como de una gran desgracia, des-pu6s de haberse pasado dos dias eu aquel sitio devorando y bebieudo brufcalmente. Uu amigo corriö ä la taberna para traer una larga ristra de guindillas. Esto le de-volveria el apetito. La bufonada provocö grandes risotadas, y Pimentö, para asoin-brar mäs ä sus admiradores, of reeiö el man-jar infernal al Terrerdla que aün se soste-nfa firme, mientras 61, por su parte, lo iba devorando con la misma indiferencia que si fuese pan. Un murmullo de admiraciön eireulö por el eorro. Por cada guindilla que se comia el otro, el marido de Pepeta se zampaba tres, y asi dieron fin ä la ristra, verdadero rosario de demonios Colorados. Este bruto debia tener coraza en el estömago. Y seguia firme, impasible, cada vez mäs pälido, con los ojos entumecidos y rojos, preguntando si Copa habia ya matado un par de pollos para la cena y dando instruc-ciones sobre el modo de guisarlos. Batiste le miraba con asombro y al mis- © Biblioteca Nacional de Espana LA ĽÁREACA 211 nio tiempo sentía un vago deseo de irse. Comenzaba á caer la tarde; en la plazoleta subían de tono las voces; se iniciaba el es-cándalo de todas las nocbes de domingo. Además, Pimento le miraba con demasiada frecuencia, con sus ojos molestos y extra-nos de borracbo flrme. Pero sin saber por que, permanecía allí, como si este espectá-culo tan nuevo para él pudiese más que su voluntad. Los amigos del valentón le daban bro-ma al ver que después de las guindillas daba tientos al jarro, sin euidarse de si su euemigo le imitaba. «No debía beber tan-to: iba á perder, y le faltaría dinero para pagar. Abora y a no era tan rico como en los afios anteriores, cuando la duena de sus tierras se eonformaba con no cobrarle el arrendamiento.> Un imprudente dijo esto sin darse euen-ta del valor de sus palabras, y se bizo un silencio doloroso, como en la alcoba de un enfermo cuando se pone al descubierto la parte daňada. jHablar de arrendamientos y de pagas en aquel sitio, cuando entre actores y es- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 278 V. BLASOO IBANEZ peetadores se habfa consumido el aguardiente ä cäntarosL. Batiste se sintiö inquieto. Le pareciö que pasaba de pronto por el ambiente algo hostil, amenazador. Sin gran esfuerzo hu-biera echado a correr; pero se quedö, cre-yendo que todos le miraban a hurtadillas. Temiö, si hiüa, antieipar la agresiön, ser detenido por el insulto; y eon la esperanza de pasar inadvertido, permaneciö inmövil, como subyugado por una impresiön que no era de miedo, pero si de algo mäs que pru-deneia. Los admiradores de Pimento le bacian repetir el proeedimiento de que se valia to-dos los anos para no pagar ä la duena de sus tierras, y lo eelebraban con grandes ri-sotadas, con estremecimientos de maligna alegria, como eselavos que se regocijan con las desgracias de su senor. El valentön relataba modestamente sus glorias. Todos los anos, por JSTavidad y por San Juan, emprendia el camino de Valencia, idle, idle, para ver ä la propietaria de sus tie-rras. Ofcros llevaban el buen par de pollos, la cesta de tortas, la banasta de frutas, para © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 279 enternecer á los seňores, para que acepta-sen la paga incompleta, lloriqueando y pro-metiendo redondear la suma más adelante. El sólo llevaba palabras, y 110 muchas. Su ama, una stůorona majestuosa, lo reeibía en el eomedor de su easa. Por allí cerea andaban las hijas, unas sefioritingas siempre llenas de lazos y colorines. Dona Manuela echaba mano á la libreta para reeordar los semestres que Pimentó llevaba atrasados... tVenía á pagar, ^eh?...» Y el socarrón, al oir la pregnnta de la seňora de Pajares, siempre contestaba lo mis-mo: íNo, seňora; no podia pagar porque estaba sin un euarto. Sabía que con esto se aereditaba de pillo. Ya lo decía su abuelo, que era persona de mucho saber: del valen-tón, apoyado por las muestras de asenti-miento de todos. No le exigían que se f uese de la taberna, libráudolos de su presencia odiosa; le , son<5 un ruido de puchero que estalla y cayö Pimento eon la cabeza rota de un taburetazo. © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 289 En la plazoleta se produjo una confu-siön indeseriptible. Copa, que desde su cubil pareeia no Bjarse en nada y era el primero en husmear las reyertas, asi qua viö el taburete por el aire, tiro del as de bastos oculto bajo el mostrador, y ä porrada seca limpiö en un santiamen la taberna de parroquianos, ce-rrando inmediataraente la puerta, segün su saua costumbre. Qtiedö revuelfca la gente en la plazoleta, rodaron las mesas, enarboläronse varas y garrotes, poniendosa cada uno en guardia contra el vecino, por lo que pudiera oeu-rrir; y mientras tanto, el causante de toda la zambra, Batiste, permanecia inmövil, con los brazos caidos, empunando todavla el taburete con mancbas de sangre, asus-tado de lo que acababa de hacer. Pimentö, de bruces en el suelo, se que-jaba con lamentos que parecian ronquidos, saliendo ä borbotones la sangre de su rota cabeza. Con la fraternidad del ebrio, acudiö Terrerdla el mayor en auxilio de su rival, mirando bostilmente ä Batiste. Le insul- 19 © Biblioteca Nacional de Espana 290 V. BLÄSCO IBAŇEZ taba, buscando en su faja un arma para hernie. Los más paeíťicos hnían por las sendas, volviendo atrás la cabeza con malsana cu-riosidad; los demás seguían inmóviles, pues-tos á la defensiva, capaz cada uno de des-pedazar al vecino sin saber por que, pero no queriendo ser el primer o en la agresión. Los palos seguían en alfco, relucian las nava-jas en los grupos, pero nadie se aprosimaba á Batiste, y éste retrocedió lentamente de espaldas, enarbolando el ensangrentado ta-burete. Asi salió df* la plazoleta, mirando con ojos de reto al grupo que rodeaba al caido Pimento. Eran todos gente brava, pero parecían domin ados por la fuerza de este hombre. Viéndose en el camino, á cierta dištancia de la taberna, echo á correr, y cerca ya de su barraca arrojó eh una acequia el pe-sado taburete, mirando con horror las man-chas negruzcas de la sangre ya seea. © Biblioteca Nacionál de Espaňa Batiste perdiö toda asperanza de vivir tranquilo en sus tierras. La huerta entera volvia ä levantarse contra 61. Otra vez tnvo que aislarse en la barraca con su familia, vivir en perpetuo vaeiOj como un apestado, eomo una fiera ec jaulada ä la que todos ensenaban el puno desde lejos. Su rau jer le babia contado al dia siguien-te eomo fue- conducido ä su barraca el be-rido valentön. El mismo, desde su vivienda, babfa ofdo los gritos y las amenazas de toda la genta qua acompanaba solieita al magu-llado Pimentö... Una verdadera manifesta-ciön. Las mujeres, sabedoras de lo ocurrido gracias ä la pasmosa rapidez con que en la buerta se transmiten las noticias, salian al Camino para ver de cerca al bravo marido © Biblioteca Nacional de Espana 292 V. BLÄSCO IBANEZ de Pepeta y eompadeeerle eoiiio ä un heroe sacrificado por el interes de todos. Las mismas que horas antes hablaban pastes de el, escandalizadas por su apuesta de borraeho, le compadeclan, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban ven-gauza contra aquel «muerto de hambrei, aquel ladrön, que, no contento con apode-rarse de lo que no era suyo, todavia inten-taba imponerse por el terror ataeando ä los hombres de bien. Pimento se mostraba magnlfico. Mucho le dolia el golpe, andaba apoyado en sus amigos, con la cabeza entrapajada, heeho un Ecce homo, segün afirmaban las indig-nadas coinadres; pero hacia esfuerzos para sonreir, y ä cada excitation de vengaaza contestaba con un gesto arrogante, afir-mando que corria de su cuenta el castigar al enemigo. Batiste no dudö que aquellas gentes se vengarfan. Conocia los procedirnientos usuales en la huerta. Para aquella tierra no se habia heeho la justicia de la ciudad; el presidio era poca cosa tratändose de satis-facer un resentimiento. ^Para que" neeesi- © Biblioteca Nacional de Espana LA BAHRA CA 293 taba im hombre jueces ni Guardia civil, te-niendo buen ojo y una eseopeta en su ba-rraca? Las cosas de los bombres deben re-solverlas los hombres mismos. Y como toda la huerta pensaba asi, en vano al dia siguiente de la rina pasaron y repasaron por las sendas dos charolados tri-cornios, yendo de easa de Copa ä la barraca de Pimentö para bacer preguntas insidiosas ä la gente que esfcaba en los campos. Nadie babia visto nada, nadie sabia nada; Pimentö contaba con risotadas brutales cörno se ha-bia roto 61 mismo la cabeza volviendo de la taberna, ä consecuencia de su apuesta, que le biso andar con paso vacilante, chocando contra los arboles del Camino; y los dos guardias eiviles tuvieron que volverse ä su cuartelillo de Alboraya, sin saear nada en claro de los vagos minores de rifia y san-gre que habian llegado basta ellos. Esta magnanimidad de la victima y de sus amigos alarmaba ä Batiste, haciöndole vivir en perpetua defensiva. La familia, como medroso earacol, se replegö dentro de la vivienda, buyendo del contacto con la buerta. © Biblioteca Nacional de Espana 294 V. BLASOO IBANEZ Los pequeflos ya no asistieron ä la es-cuela, Roseta dejö de ir ä la fabrica y Ba-tistet no daba nn paso mäs allä de sus cam-pos. El padre era el ünico que salia, mos-t.randose tan eonnado y tranquilo por su seguridad, como euidadoso y prudente era para eon los suyos. Pero no hacia ninguti viaje 4 Valencia sin llevar consigo la escopeta, que dejaba connada ä un amigo de los arrabales. Vivia en continuo contacto con su arin\ la pieza mäs moderna de su casa, siempre limpia, brillante y acariciada con ese carifio de moro que el labrador valenciano siente por su escopeta. Teresa estaba tan triste como al morir el pequefiuelo. Gada vez que veia ä su ma-rido limpiando los dos caiiones del arma, eambiando los cartucbos 6 baciendo jugar la palanca para convencerse de que se abria con suavidad, pasaba por su memoria la imagen del presidio y la terrible bistoria del tio Barret. Veia sangre, y maldecia la hora en que se les ocurriö establecerse so-bre estas tierras malditas. Y despues venlan las boras de inquietud por la ausencia de © Biblioteca Nacional de Espana LA BA RR AGA 295 su niarido, unas tardes interininables, de angustia, esperando al hombre que nunca regresaba, salieudo ä la pnerta de la barra-ca para explorar el Camino, estremeci6n-dose cada vez que sonaba ä lo lejos algüu disparo de los eazadores de golondrinas, crey6ndolo el principio de una tragedia, el tiro que destrozaba la cabeza del jefe de la familia ö que le abria las puertas del pre-sidio, Y cuando, finalmente, apareeia Batiste, gritaban los pequenos de alegria, son-reia Teresa limpiändose los ojos, salia la hija ä abrazar al pare, y hasta el perro sal-taba jnnto ä 61, husmeandolo con inquie-tud, como si olfatease en su persona el pe-ligro que acababa de arrostrar. Y Batiste, sereno, firme, sin arrogancia, reia de la inquietud de su familia, mos-trändose cada vez mäs atrevido segün iba transeurriendo el tiempo desde la famosa rina. Se consideraba seguro. Mientras'llevase pendiente del brazo el magnifico cpäjaro de dos voces», como 61 llamaba ä su escopeta, podia marcbar con tranquilidad por toda la huerta. Yendo en tan buena companfa, © Biblioteca Nacional de Espana 296 V. BLAS CO IBAŇEZ aus enemigos fingían no conocerle. Hasta algunas veees había visto de lejos é, Pimentó, que paseaba por la buerta como bandera de venganza su cabeza entrapajada, y el valentón, á pesar de que estaba repuesto del golpe, huía, temiendo el encuentro tal vez más que Batiste. Todos le miraban de reojo, pero jamás oyó desde los campos cercanos al camino una palabra de insulto. Le volvían la es-palda con desprecio, se inelinaban sobre la tierra y trabajaban febrilmente bašta per-derle de vista. El único que le bablaba era el tío Tom-ba, el pastor loco, que le reconocía con sus ojos sin luz, como si oliese en torno de Batiste el ambiente de la catástrofe. Y siem-pre lo mismo... quería abandonar las tierras malditas? —Fas mal, fill men; te portardn desgra-sia (1). Batiste acogia con una sonrisa la cantilena del viejo. Familiarizado con el psligro, nunca lo (I) —Ilaccs mal, hijo raío; te traerán deagracia. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BAERACA 297 uabia ternido menos que ahora. Hasta sen-tia cierto goce secreto provocändolo, mar-chando rectaniente hacia 6\. Su hazaüa de la taberna babia rnodifieado su earäcter, antes pacifico y sufrido, despevtando en su interior uua brutalidad agresora. Qaeria demostrar ä toda aquella gente que no la teinia, y asl como le habia abierto la eabeza ä Pimentö, era capaz de andar ä tiros eon toda la huerta. Ya que le empujaban ä ello, seria valentöny jactancioso por algüu tiem-po, para que le respetasen, dejändole des-pues vivir tranquilaniente. Metido en tan peligroso empeno, hasta abaridonö sus cainpos, pasando los dias en los senderos de la huerta con pretesto de cazar, pero en realidad para eshibir su es-copeta y su gesto de poeos amigos. Una tarda, tirando ä las golondrinas en el barranco de Carraixet, le sorprendiö el crepusculo. Los pajaros tejlan con su inquieto vuelo una capricbosa contradanza, reflajada por las tranquilas charcas con orlas de juncos. Este barranco, que cortaba la huerta como una grieta profunda, sombiio, de aguas © Biblioteca Nacional de Espana 298 V. BLASCO IBANEZ estancadas y putrefaetas, con orillas fango-sas junto a las cuales se agitaba alguna piragua medio podrida, era de un aspecto de-solado y salvaje. Nadie bubiera sospechado que detr&s de los altos ribazos, m&s alia de los juncos y los cafiares, estaba la vega con su ambiente risueno y sus verdes perspec-tivas. Hasta la luz del sol parecia lugubre bajando al fondo de este barranco tamizada por una aspera vegetacion y reflejandose p&lidamente en las aguas muertas. Batiste paso la tarde tirando. En su faja quedaban ya poeos cartuehos, y a sns pies, como monton de plumas ensangrentadas, tenia hasta dos doeenas de pajaros, |La gran cenal... [Como se alegrarla su familial Enipezo a" anochecer en el prof undo ba-rranco; de las charcas surgio un halito he-diondo, la respiracion venenosa de la fiebre paludiea. Las ranas eantaban a miles, como si saludasen a las primeras estrellas, con-tentas de no oir ya los tiros que interrum-plan su eroqueo y las obligaba h arrojarse medrosamente de cabeza, rompiendo el terso eristal de los estanques putrefactos. Recogio Batiste los manojos de pajaros, © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRAGA 299 colgán dolos de su faja, y con sólo dos sal-tos subió el ribazo, emprendiendo por las sendas el regreso á su barraca. El eielo, impregnado aún de la debil luz del crepúscuio, teuía un tono dulee de vio-leta; brillabau las estrellas, y en la inmensa huerta sonaban los mil ruidos de la vida campestre antes de extinguirse con la Jle-gada de la nocbe. Pasaban por las sendas las muebacbas que regresaban de la ciudad, los bombres que volvian del eampo, las cansadas caballerias arrastrando el pesado carro, y Batiste contestaba al ijBöna nith de todos los que transitaban junto á él, gente de Alboraya que no le conocia ó no tenía los motivos que sus eonvecinos para odiarle. Dejó atrás el pueblo, y según avauzaba Batiste haeia su barraca marcábase cada vez más la bostilidad. La gente tropezaba con él en las sendas sin darle las buenas nocbes. Eutraba en tierra extranjera, y como soldado que se prepara á combatir apeuas cruza la frontera enemiga, Batiste buscó en su faja las municiones de guerra, dos car- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 300 V. BLA8C0 IBANEZ tuchos eon bala y postas fabricados por 61 mismo, y cargö su escopeta. El hombretön riö despues de hacer esto. Buena rociada de plomo iba ä reeibir todo el que intentase cortarle el paso. Carninaba sin prisa, tianquilamente, go-zändose en respirar la frescura de aquella noehe de verano. Pero esta caima no le im-pedia ir pensando en lo aventurado que era reeorrer la huerta ä tales horas teniendo enemigos. Su oldo sutil de eampesino percibiö im ruido ä su espalda. Volviose räpidamente, y ä la difusa luz de las estrellas creyö ver un bulto negro saliendo del Camino con si-lencioso salto y ocultändose detras de un ribazo. Batiste requirio su escopeta, y montan-do las llaves se aproximö cautelosamente ä dicho sitio. Nadie... Ünicamente ä alguna distancia le pareciö que las plantas ondu-laban en la obscuridad, como si un cuerpo se arrastrase entre ellas. Le venian siguiendo: alguien intentaba sorprenderle traidoramente por la espalda. Pero esta sospecha durö poco. Tal vez f uese © Biblioteca Nacional de Espana LA B AER AGA 301 algún perro vagabunde- que buía al sentir su aproximación. En fin: lo cierto era que alguien buía de ól, fuese quien fuese, y nada tenia que hacer allí. Siguió adelante por el lóbrego camino, andandosiienciosamente, como hornbre que eonoee el terreno á eiegas y por prudencia desea no llarnar la ateneión. Segiín se apro-xiniaba á su barraea sentía mayor inquie-tud. Este era su distrito, pero en él estaban sus más tenaees enemigos. ' Algunos minutos antes de llegar á su vivienda, cerea de la alquería azul donde ^ las mucbacbas bailaban los domingos, el camino se estrangulaba, formando varias eurvas. A un lado, un ribazo alto coronado por doble ŕlla de vie j as moreras; al otro, una aneba ačequia, cuyos bordes en pen-diente estaban cubiertos por espesos y altos eaňares. Esta vegetáciou pareeía en la obscuri-dad un bosque indiano, una bóveda de bambúes chnbreándose sobre el camino negro. La masa de canas, estremeeida por el vientecillo de la noebe, lanzaba un que- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 302 V. BLAS CO IB AN BZ jido lugubre; parecia olerse la traiciön en este lugar, tau fresco y agradable durante las boras de sol. Batiste, para burlarse de su propia in-quietud, exageraba el peligro mentalmente. iMagnifico lugar para soltarle un escope-tazo segurol Si Pimento anduviese por alli, no despreciaria tan her mos a oeasiön. Y apenas se dijo esto, saliö de entre las canas una recta y fugaz lengua de fuego, una flecha roja, que al disolverse prodiijo un estampido, y algo paso silbando junto ä una ore ja de Batiste. Tiraban contra ei.,. Instintivamente se agaehö, queriendo confundirse eon la lobreguez del suelo, no presentar bianco al enemigo. Y en el mismo momento brillö un segundo fogo-nazo, sonö otra detonation, confundien-dose con los ecos aun vivos de la primera, y Batiste sintiö en el hombro izquierdo un dolor de desgarramiento, algo asi como una una de acero aranändole superficial-mente. Apenas si parö en ello su atenciön. Sen-tia una alegria salvaje. Dos tiros... el enemigo esfcaba desarmado. © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 303 —jCristo! j Ava 't püle! (1) Sa lanzó por entre las eanas, bajó easi rodando la pendiente de una de las orillas de la acequia, y se vió metido en el agua hasta la eintura, los pies en el barro y los brazos altos, muy altos, para impedir que se la mojase la eseopeta, guardando avara-mente los dos tiros hasta el momento de dispararlos con toda seguridad. Ante sus ojos cruzábanse las eanas, for-mando apretada bóveda, casi al ras del agua. Delante de él iba sonando en la lobre-guez un chapoteo sordo, corno si un perro buyese acequia abajo... Alíí estaba el ene-migo: |á éll Y empezó una carrera loca en el pro-fundo cauee, andando já tientas en la som-bra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pega-dos á la carne, tirantes, pesados, dificultan-do los movimientos, recibiendo en el rostro el bof etón de las caňas tronchadas, los ara-fiazos de las hoj as rig id as y cortantes. Hubo un momento en que Batiste creyó (1) — jCristo! ;Aliora te pillo! © Biblioteca Nacionál de Espaňa 304 V. BLAS CO IB A Ň E Z ver algo negro quo se agarraba á las caüas pngnando p or remontar el ribaao. Preten-díaescaparse... |fuegol S us manos, quesen-tían la eomezón del homicidio, echaron la escopeta á su cara; partió el gatillo... sonó el disparo, y cayó el bulto en la acequia en-tre una lluvia de hojas y caüas rotas. jA él! já éll... Obra vez volvió Batiste a oir aquel chapoteo de perro fugitivo; pero ahora con más f u er za, com o si es trom ar a la huída espoleado por la desesperaeión. Fué un vertigo esta carrera á través de la obscuridad, de la vegetáciou y del agua. Resbalaban los dos en el blanducho suelo, sin poder agarrarse á las eaňas por no sol-tar la escopeta; arremolinábase el agua, ba-tida por la furiosa carrera, y Batiste, que cayó de rodillas varias veces, sólo pensó en estirar los brazos para mantener su arma fuera de la superficie, salvando el tiro de reserva. T asi continue la cacería human tientas, en la obscuridad profunda, hasta que en una revuelta de la acequia salieron á un espacio despejado, con los ribazos limpios de caňas. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARR AGA 305 Los ojos de Batiste, habituados a la lo-breguez de la böveda vegetal, vieron con toda claridad ä un hombre que, apoyän-dose en la escopeta, salia tambaleändose de la acequia, moviendo con dificultad sus piernas cargadas da barro. Era 61... [611 iEl de siempre! — jLladre... lladre: no V escaparäs! (1) —rugio Batiste, disparando sii segundo tiro desde el fondo de la acequia con la seguri-dad del tirador que puede apuntar bien y sabe que «kace carne». Le viö" caer de bruces pesadaniente so-bre el ribazo y gatear luego para no rodar hasta el agua. Batiste quiso alcanzarle, pero con tanta preoipitaeiön, que fu6 61 quien, dando un paso en falso, cayö cuan largo era en el fondo de la acequia. Su cabeza se hundiö en el barro, tra-gando el liquido terroso y rojizo; creyö morir, quedar enterrado en aquel lecbo de fango, y al flu, con un esfuerzo poderoso, eonsiguiö enderezarse, saeando fuera del agua sus ojos ciegos por el limo, su boca (l) —[Ladrön... ladr<5n: no te escaparäs! £0 © Biblioteca Nacional de Espana 300 V. 13LASC0 1BANEZ que aspiraba ankelante el viento de la noebe. Apenas recobrö la vista, buscö ä su ene-rnigo. Habla desaparecido. Ctiorreando barro y agua, salio de la acequia, sitbiö la pendieute por el mismo sitio que su adversario; pero al llegar am-ba no le vio. En la tierra seca se marcaban algunas manchas negruzcas, y las tocö con las ma-nos. Oiian a sangre. Bleu sabta 61 que no kabia errado el uro, Pero en vano busco al contrario, eon el deseo de contemplar su cadäver. Aquel Pimentö tenia el pellejo duro, y arrojando sangre y barro iba tal vez ä rastras hasta su barraca. De 61 debia proeeder un vago roce que creyö pereibir en los in-mediatos eampos semejante al de unagran culebra arrasträndose por los surcos; por 61 ladraban todos los perros de la huerta eon desesperados aullidos. La babia oido arrastrarse del mismo modo un cuarto de hora antes, cuando intentaba sin duda ma-tarle por la espalda, y al verse descubierto huyö ä gatas del eamino para apostarse © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 307 mas alia, en el frondoso eafiar, y acecharlo sin riesgo. Batiste sintio miedo de pronto. Estaba solo, en medio de la vega, completamente desarmado; su eseopeta, f alta de eartuchos, no era ya mas que una debil inaza. Pimento no podia retornar contra el, pero tenia amigos. Y dominado por subito terror, echo a correr, buscando a traves de los campos el camino que conducla a su barraca. La vega se estremecia de alarma. Los cuatro tiros en medio de la noehe habian puesto en conmocion & todo el contorno. Ladraban los perros, cad a vez mas furio-sos; entreabrianse las puertas de alque-rias y barracas, arrojando negras siluetas que ciertamente no salian con las manos vacias. Con silbidos y gritos entendfanse los eonvecinos a grandes distancias. Tiros de noebe podian ser una serial de incendio, de ladrones, jquien sabe de qu6!„. seguramen-te de nada bueno; y los hombres salian de sus casas dispuestos a todo, con la abne-gaci6n y la solidaridad de los que viven en pleuo campo. © Biblioteca Nacional de Espana 308 V. BLASCO IBAŇEZ Asustado por este movimiento, corrió Batiste kaeia su barraea, eneorvándose mu-chas veces para pasar inadvertido al am-paro de los ribazos ó de los grandes mon-tones de paja. Ta veía su vivienda, con la puerta abierta é iluminada y en el eentro del rojo cuadro los bultos negros de su familia. El perro le olfateó y fué el primero en saludarle. Teresa y Roseta dieron un grito de regocijo. —Batiste, leres tú? —jPare! /pare!... T todos se abalanzaron á él, en la en-trada de la barraea, bajo la vetusta parra, ä través de cuyos pämpanos brillaban las estrellas eomo gusanos de luz. La madre, eon su fino oído de mu j er inquieta y alarmada por la tardanza del ma-rido, babía oído lejos, muy lejos, los cuatro tiros, y el corazón le dió un vueleo, como ella deeía. Toda la familia se babia lanzado á la puerta, devorando ansiosa el obseuro horizonte, convencida de que las detonacio-nes que alarmaban la vega tenían alguna reláciou con la ausencia del padre. © Biblioteca Nacional de Espaňa LA BARRAGA 309 Logos de alegria al verde y al oir sus pa-labras, no se fijaban en su cara matichada de barro, en sus pies descalzos, en la ropa sucia y chorreando fango. Le empujaron bacia dentro. Roseta se colgaba de su cuello, suspirando amorosa-meüte, eou los ojos todavía búmedos: —jParel /pare!.,. Pero el pare no pudo contener una rnueca de sufrimiento, un «|ay!» abogado y doloroso. Un brazo de Roseta se babia apo-yado en su hombro izquierdo, en el mismo sitio donde sufrió el desgarrón de la uüa de acero, y en el qua abora sentia un peso eada vez más abrumador. AI entrar en la barraea y darle de Ueno la luz del candil, las mujeres y los cbicos lanzaron un grito de asombro. Vieron la ea-misa ensangrentada... y además su facha de forajido, como si aeabara de eseaparse de un presidio saliendo por la letrina. Roseta y su madre prorrumpieron en gemidos. «jReina Santísimal... |Seňora y so-beranal ^Le babian matado?...^ Pero Batiste, que sentia en el bombro un dolor cada vez más insufrible, las saeó © Biblioteca Nacionál de Espaňa 310 V. BLASCO I BAŇ E Z de sus larnentaciones ordenando con gesto hoseo que viesen pronto lo que tenia. Roseta, más animosa, rasgó la gruesa y áspera camisa hasta dejar el hombro al des-eubierto... |Cuánta sangrel La mucbacba palideció, baciendo esfuerzos para no des-mayarse. Batistet y los pequenos empeza-ron á llorar y Teresa continuó los alaridos como si su esposo se haila.se en la agónia. Pero el herido no estaba para sufrir la-mentaciones y protestó con rudeza. Menos lloros: aquello era poca cosa; la prueba estaba en que podia mover el brazo, aunque cada vez sentia mayor peso en el hombro. Em un rasguüö, una rozadura de bala y nada más. Sentíase demasiado fuerte para que aquella berida fuese grave. jA veil... agua, trapos, hilas, la botella de arnica que Teresa guardaba como milagroso re-medio en su estudi... [moverse! el caso no era para estar todos mirándole con la boca abierta. Revolvió Teresa todo su cuarto, buscan-do en el fondo de las areas, rasgando lien-aos, desliando vendas, mientras la mucha-cha lavaba y voWia á lavar los labios de © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA B AER A CA 311 aquella hendidura sangrienta que partia eomo un sablazo el carnoso hombro. Las dos mujeres atajaron como pudie-ron la hemorragia, vendaron la herida, y Batiste respiró con satisfaction, como si ya estuviese eurado. Peores golpes habían caí-do sobre él en su vida. Y se dedieó á sermonear á los pequenos para que fuesen prudentes. Dô todo lo que babian visto, ni una palabra á nadie. Eran asuntos que convenia olvidarlos. Y lo mis-mo repitió á su mu jer, que bablaba de avi-sar al médico. Valia esto tanto como llamar la atención de la justicia. Ya hía curándose él solo; su pellejo bacia milagros. Lo que irnpoitaba era que nadie se mezclase en lo ocurrido aliá abajo. [Quién sabe cómo esta-ría á tales boras... el otrol Mientras su mujer le ayudaba á cam-biar de ropas y preparaba la cama, Batiste le conto lo ocurrido. La buena mujer abiia los ojos con expresión de espanto, snspira-ba pensando en el peligro arrostrado por su marido y lanzaba miradas inquietas á la cerrada puerta de la barraca, como si por ella fuese á filtratse la Gfuardia civil. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 312 V. BLASCO IBAŇEZ Batistefc, en tanto, con una pradencia precoz, cogía la escopeta y á la luz del candil la secaba, limpiando sus caňo-nes, esforzändose en borrar de elk toda senal de uso reciente, por lo que pudiera ocurrir. La noche f aé mala para toda la familia. Batiste deliró en el camón del esťudi. Tenia fiebre, agitábase furioso, como si aún co-rriese por el cauce de la acequia cazando al hombre, y sus gritos asustaban á los pe-queňos y á las dos mujeres, que pasaron la noehe de claro en claro, sentadas junto al lecho, ofrecíéndole á cada instante agua azucarada, único remedio casero que logra-ron inventár. Al día siguiente la barraca tuvo en-tornada su puerta toda la maňana. El he-rido parecía estar me j or; los chieos, con los ojos enrojeeidos por el insomnio, permane-cían inmóviles en el corral, sentados sobre el estiórcol, siguiendo con atención estúpida todos los movimientos de los animates en-cerrados allí. Teresa atisbaba la vega por la puerta entreabierta, volviendo después al lado de © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRACA 313 Batiste... [Cuänta gente! Todos los del con-torno pasaban poi* el carumo con direeciön ä la barraca de Pimentö. Se veia en torno de ella un hormiguero de hombres... y todos con la cara fosca; bablando ä gritos, entre energicos manoteos, lanzando tal vez desde lejos miradas de odio ä la antigua barraca de Barret. Su niarido acogia con grunidos estas noticias. Algo le escarabajeaba en el peeho causändole bondo daiio. Este movitniento de la huerta hacia la barraca de su enemi-go era una prueba de que Pimentö se ha-llaba grave. Tal vez iba ä morir. Estaba seguro de que las dos balas de su escopeta las tenia aün en el cuerpo. Y ahora, ^que* iba ä pasai?... <>Morina 61 en presidio, como el pobre tio Barret?... No; se contiuuarian las costumbres de la huerta, el respeto ä la justicia por mano pro-pia. Se callarfa el agonizante, dejando ä sus amigos, los TerrerÖla u otros, el encargo de vengarle. Y Batiste no sabfa qu6 temer inäs, si la justicia de la eiudad 6 la de la huerta. Empezaba ä caer la tarde, cuando el ha- © Biblioteca Nacional de Espana 314 V. BLAS CO IBAŇEZ rido, despreciando las protestas y ruegos de las dos mujeres, salto de su camón. Se ahogaba; su euerpo de atleta, habi-tuado ä la fatiga, no podia resistir tantas horas de inmovilidad. La pesadez del hom-bro le impulsaba á eambiar de posición, como si esto pudiera librarle del dolor. Con paso vacilante, entumecido por el reposo, salió de la barraca, sentándose bajo el emparrado, en un banco de ladrillos. La tarde era desapacible; soplaba un viento demasiado fresco para la estación. Nubarrones morados cubrían el so], y por bajo de ellos desplomábase la luz, cerrando el horizonte como un tel ó n de oro pálido. Miro Batiste vagamente hacia la parte de la ciudad, volviendo su espaida á la barraca de Pimento, que abora se veía clara-mente, al quedar despojados los campos de las cortinas de mies que la ocultaban antes de la siega. Sentía el herido á un mismo tiempo el impulso de la curiosidad y el miedo á ver demasiado; pero al fin volvió lentamente los ojos bacia la casa de su adversario. Sí; mucha gente se agrupaba ante la © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BABEAC A 315 puerta: bombres, mujeres, niřios; toda la vega, qua conía ansiosa á visitar ä su ven-eido libertador. |Gómo debían odiarle aquellas gentesl... Estaban lejos, y no obstante adivinaba su nombre sonando en todas las boeas. En el zumbar de sus oidos, en el latir de sus sienes ardorosas por la fiebre, creyó perci-bir el susurro amenazante de aquel avis-pero. Y sin embargo, bien sabia Dios que él no babia becho mas que defenderse; que sólo deseaba mantener á los suyos sin eau-sar dano ä nadie. <>Qué culpa tenia de en-contrarse en pngua eon unas gentes que, como decia don Joaquin el maestro, eran muy buenas, pero muy bestias?... Terminaba la tarde; el erepúsculo eer-nia sobre la vega una luz gris y triste. El vjento, cada vez más fuerte, t raj o bašta la bařraca tm lejano eco de lamentos y voces fuiiosas. Batiste vió arremolinarse la gente en la puerta de la barraca lej an a, y luego muchos brazos levantados con espresión de dolor, manos crispadas que se arrancaban el pa- © Biblioteca Nacionál de Espaňa 316 V. BLASCO IBANEZ nuelo de la cabeza para arrojarlo con rabia al suelo. Sintiö el berido que toda au sangre afluia ä su eorazön, que este se detenia como pa-ralizado algunos instantes, para despuös latir eon mäs f uerza, avrojando ä su rostro una oleada roja y ardiente. Adivinaba lo ocurrido allä lejos; se lo decia el eorazön; Pimento acababa de morir. Temblö Batiste de frio y de rniedo; fue" una sensaciön de debilidad, como si de re-pente le abandonaran sus f uerzas, y se me-tio en su barraca, no respirando normal-mente basta que viö la puerta con el ce-rrojo ecbado y encendido el candil. La velada fue- lugubre. El sueno abru-maba ä la familia, rendida de cansancio por la vigilia de la nocbe anterior. Apenas si cenaron, y antes de las nueve ya estaban todos en la cama. Batiste sentiase mejor de su berida. El peso en el bombro habia disminuido; ya no le dominaba la flebre; pero abora le ator-mentaba un dolor extrano en el eorazön. En la obscuridad del estudi y todayia despierto, viö surgir una figura pälida, in- © Biblioteca Nacional de Espana LA BARRACA 31? determinada, que poeo ä poeo f u6 tomando eontorno y eolores, hasta ser Pimentö tal como le habia visto en los Ultimos dias, con la cabeza entrapajada y su gesto amena-zarite de terco vengativo. Molestäbale esta visiön, y cerrö los ojos para dormir. Obscuridad absoluta; el suefio iba apoderändose de el... Pero los cerrados ojos ernpezaron ä poblar su densa lobreguez de puutos igneos, que se agrandaban for-mando manchas de varios eolores; y las manchas, despu6s de flotar caprichosa-mente, se buscaban, se amalgamaban, y otra vez veia k Pimentö aproximändose ä 61 lentamente, con Ia cantela feroz de una mala bastia que fascina ä su vfctima. Batiste hizo esfuerzos por librarse de esta pesadilla. No dormfa, no: escuchaba los ronquidos de su mujer, acostada junto ä 61, y de sus hijos, abrumados por el cansancio; pero los ofa cada vez mäs hondos, como si una fuerza misteriosa se llevase lejos, muy le-jos, la barraca, y 61, sin embargo, permane-ciese alli, inerte, sin poder moverse por mäs esfuerzos que intentaba, vieodo la eara de © Biblioteca Nacional de Espana 318 V. BLASÖO IBANEZ Pimentö junto k la suya, sintiendo en su rostro la cälida respiraciön de su enernigo. Pero (juo babia muerto?... Su embotado peusamieiito formulaba esta pregunta, y tras muchos esfuerzos se contestaba k si mismo que Pimentö habia muerto. Ya no tenia, como autes, la cabeza rota; ahora mostraba el cuerpo rasgado por dos heri-das, que Batiste no podia apreeiar en que lugar estaban; pero dos beridas eran, qua abrian sus labios amoratados como inago-tables fuentes de sangre. Los dos escopeta-zos: eosa indiscutible. El no era de los tira-dores que marran. Y el fantasma, envolviendole el rostro con su respiraciön ardiente, dejaba caer sobre Batiste una mirada que parecla agu-jerearle los ojos y deseendia y descendla hasta aratiarle las entraflas. —jPerdönam, Pimentö!—gemia el herido con voz infantil, aterrado por la pegadilla. Si; debia perdonarle. Lo babia matado, era verdad; pero el habia sido el primero en buscarlo. [Yamos: los bombres que son bombres deben mostrarse razonablesl El tenia, la culpa de todo lo ocurrido. © Biblioteca Nacional de Espana LA B ARB, AC A 319 Pero los iBuertos no entienden razones, y el especfcro, procediendo eomo uu bandi-do, soiireía feroztnente, y de tin salto se subía á la cam a, sentándose sobre él, opri-miéndole la herida del hombro con todo su peso. Gímió Batiste de dolor, sin poder mo-verse para repeler esta mole. Intentaba entemeeeilo llamándole Tôni, con familiar carifio, en vez de designarle por su apodo. —Tôni, me fas mal (1). Eso es lo que deseaba el fantasma, ha-cerle dano. Y pareciéndole aún poco, con sólo su mirada arrebató los trapos y venda-jes de su herida, que volaron y se espareie-ron. Luego hundió sus uňas erueles en el desgarrón de la carne y tiró de los bordes, haciéndole rugir: —;A y t jay!... / * Pimente >, perdón am! Tal era su dolor, que los estremeci-mientos, subiendo á lo largo de su espalda hasta la cabeza, erizaban sus rapados ca-bellos, haciéndolos erecer y enroscarse (1) —Toui, me Laces dailo. © Biblioteca Nacionál de Espaňa 320 V. ĽLASCO I BANE Z con la contraction de la ang Lístia, hasta eonvertirse en horrible madoja de ser-pieutes. Entonces ocurrió una eosa horrible. El fantasma, agarrándoíe de su extraňa cabe-llera, hablaba por fin. — Vine... vine (1)—decía tirando de él. Le arrastraba con sobrehumana ligei'e-za, lo llevaba volando ó nadando—no lo sa-bía él con certeza—, ä través de uu elemen-to ligero y resbaladizo, y asi iban los dos vertiginosamente, deslizándose en la som-bra, hacia una mancha roja que se mar-cab a lejos, muy lejos. La mancha se agrandaba, tenia una forma parecida á la puerta de su estueli, y salía por ella un humo denso, nauseabundo, un hedor de paja quemada que le impedia respirar. Debía ser la boca del infierno: alii le arrojaria Pimento, en la inmensa hoguera, cuyo resplandor inflamaba la puerta. El miedo venció su parálisis. Dió un espanto-so grito, movió al fin sus brazos, y de un (1) —Ven... ven. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRAG A 321 terrible revés envió lejos de si á Pimentó y su extra ňa eabellera. Tenia loa ojos bien abiertos y no vió más al fantasma. Habia soňado; era sin duda una pesadiüa de la fiebre; abora vol-vía á verse en la cama con la pobre Teresa, que, veatida aiio, roncaba fatigosamen-te á su lado. Pero no; el delirio continuaba todavia. ^Qué luz desUimbrante iluminaba su estudi? Aim veia la boca del infierno, que era igual á la puerta de su euarto, arrojando bumo y rojizo resplandor. «rSstaria dormido?... Se restregó los ojos, movió los brazos, se in-corpovó eu la cama... No; despierto y bieu despierto. La puerta estaba cada vez más roja, el humo era más denso, Oyó sordos crujidos como de caňas que estallan lamidas por la llama, y bašta vió dauzar las cbispas aga-rrándose como moseas de fuego á la corti-na de cretona que cerraba el cuarto, Sonó un ladrido desesperado, interminable, como un esquilón sonando á rebato. [Recristo I... La convicción de la realidad, asaltándole de pronto, pareció enloquecerle. 21 © Biblioteca Nacionál de Espaňa 322 V. BLAS CO IBAŇEZ —j Teresa! j T er esa!... jAmunt! (1) Y del primer empujón la echo fuera de la cama. Después coriió al cuarto de los chicos, y á golpes y gritos los saco en cami-sa, como un rebaňo idiota y medroso que corre ante el palo, sin saber adónde va. Ya ardía el techo de su cuarto, arrojando sobre la cama un ramillete de chispas. Cegado por el humo y eontando los mi-nutos como siglos, abrió Batiste la puerta, y por ella salió enloqueeida de tenor toda la familia en paňos menores, comendo hasta el camino. Allí, un poco más serenos, se contaron. Todos: estaban todos, hasta el pobre perro, que aullaba melancólicamente mi-rando la bairaea incendíada. Teresa abrazó á su hija, que, olvidan-do el peligro, estremecíase de vergüenza al verse en camisa en medio de la huerta, y se sentaba en un ribazo, apelotonándose con la preoeupación del pudor, apoyando la barba en las rodillas y tirando del blanco lienzo para que le cubriera los pies. (1) —[Teresa! [Teresa!.,. [Arriba! © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARRAGA 323 Los dos pequenos refugiäbanse ame-drentados eil los brazos de su hermano inayor, y el padre agitäbase eomo un demente, rugiendo maldiciones. jRecordöns! \Y quo bien bablan sabido hacerlol... Habian prendido fuego ä la ba-rraca por sus cuatro costados; toda ella ardla de golpe. Hasta el corral, con su eua-dra y sus sombrajos, estaba coronado de Hamas. Partian de 61 relincbos desesperados, cacareos de terror, grunidos feroces; pero la barraca, in sensible ä los lamentos de los que se tostaban en sns entranas, seguia arrojando curvas leuguns de fuego por las puertas y los ventauos. Da su incendiada cubierta eleväbase una espiral enorme de bumo blanco, que con el reflejo dal incen-dio tomaba trausparencias de rosa. Habla cambiado el tiempo; la noche era tranquila, no soplaba ninguua brisa, y el azul del cielo solo estaba empanado por la columna de bumo, entre cuyos blancos ve-ilones asomaban curiosas las estrellas. Teresa luebaba con el marido, que, re-puesto de su dolorosa sorpresa y aguijo- © Biblioteca Nacional de Espana 324 V. BLAS00 IBANEZ neado por el interns, que hace cometer lo-curas, queria meterse en aquel infierno. Un instante nada mäs: lo indispensable para sacar del estudi el saquito de plata, producta de la cosecba. [Ah, buena Teresa! No era necesario que contuviese al marido, suf riendo sus re-cios empujones. Una barraca arde pronto; la paja y las canas aman el fuego. La te-cbumbre se vino abajo estruendosamente, aquella erguida techumbre que Ios vecinos miraban como un insulto, y del enorme brasero subiö una columna espantosa de chispas, ä cuya incierta y vacilante luz pa-recia gesticular la huerta con fantästicas muecas. Las paredes del corral temblaban sor-damente, eual si dentro de ellas se agitase dando golpes una legion de demonios. Como ramilletes de fuego saltaban las aves, 6 in-tentaban volar ardiendo vivas. Se desplomo' un trozo del muro hecbo de barro y estacas, y por la negra brecha saliö como una centella un monstruo es-pantable. Arrojaba humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo © Biblioteca Nacional de Espana LA BARR AC A 325 desesperadamente su rabo como una esco-ba de fuego, que esparcía hedor de pelos quemados. Era el rocín. Pasó con prodigioso salto por encima de la família, galopando f nrio-samente á fcravés de los campos. Iba ins-tintivamente en busca de la acequia, y eayó en ella con un cbirrido de bierro que se apaga. Tras él, arrastrándose cual un demonio ebrio y lanzando espantables gruňidos, sa-lió otro espectro de fuego, el cerdo, que se desplomó en medio del campo, ardiendo eomo una antorcha de grasa. Ya sólo quedaban en pie las paredes y la parra, con s us sarmientos retorcidos por el incendio y las pilastras que se destacaban como barras de tinta sobre un fondo rojo. Batistet, con el ansia de salvar algo, corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas in-mediatas, que parecían parpadear con el reflejo del ineendio. —i Socorro! jsocorroí... já fôo! já fdoí (1) (1) i Fuego! jfuego! © Biblioteca Nacionál de Espaňa 326 K .Ji L Á 300 IB Á Ň E Z Sus voces se perdían, levantando el eco inútil de i as ruinas y los cementerios. Su padre sonrió cruelmente. En vano llamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentro de las blancas barracas había ojos que atisbaban curiosos por las rendijas, tal vez bocas que reían eon un gozo infernal, pero ni una voz que dijera: tjAquí estoyb [El pan!... jCuánto cuesta ganarlo! [Y cuán malos bace á los hombres! En una barraca brillaba una luz pálicí a, amarillenta, triste. Teresa, atolondrada por el peligro, quiso ir á ella ä implorar soco-rro, con la esperanza que infunde el ajsno auxilio, con la ilusión de algo milagroso que se ansía en la desgracia. Su marido la detuvo con una expreeión de terror. No: allí no. A todas partes, me-nos allí. Y como hombre que ba caído tan hondo, tan hondo que ya no puede sentir re-mordimientos, apartó su vista del incendio para fijarla en a quel la luz macilenta; luz de cirios que arden sin brillo, como alimen-tados por una atmosféra en la que se per-cibe aún el revoloteo de la muerte. © Biblioteca Nacionál de Espaňa LA BARS A. CA 327 [Adiós, Pimento! Bien servido te alejas del mundo. La barraca y la fortuna del odiado intraso alumbrarán tu cadaver mejor que los cirios eomprados por la desolada Pepeta, amarillentas lágrimas de luz. Batistet regresó desesperado de suinútil correría. Nadie eontestaba. La vega, silenciosa y ceňuda, les despe-día para siempre. Bstaban más solos que en medio de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza. Huirían de allí para empezar otra vida, sintiendo el hambre detrás de ellos pisán-doles los talones; dejarían á suš espaldas la ruina de su trabajo y el euerpecito de uno de los suyos, del pobre albaet, que se pu-dría en las entrafias de aquella tierra eomo víctima inocente de una batalla implacable. Y todos, con resignación oriental, sen-táronse en el ribazo, y allí aguardaron el amanecer, con la espalda transida de frío, tostados de frente por el brasero que tenia sus rostros con reflejos de sangre, siguiendo © Biblioteca Nacionál de Espaňa 328., r V. BLASCO IBA Ň E Z con la pašividad dal fatalismo el eurso del fuégo, que'iba davorando todos sus esfuer-Zos y los convertía en pavesas tan delezna-blas'y íénues como sus antiguas ilusiones de paz ytrabajo. fin Valencia.--Octiibre-Diciembve 1808. © Biblioteca Nacionál de Espaňa © Biblioteca Nacionál de Espaňa 1104149108