Amelia.—No me dejarás nun ca, ^verdad? No podría yo re-sistirio. Arturo.—Nunca. Etta se acerca a él, torna sus manos y to mira profundamente. El sol contradictorio del invierno entra en cascadas por las ven-tanas. / Amelia.—Entonces es preciso que estemos los dos solos, sin esta luz que se interpone entre nosotros y me irapide ver tu cara. Cierra las ventanas, Arturo, J por favor! Ciérralas todas. (Ét tiene una gran vacilación. Ella insiste.) iCiérralas! Arturo, con un gran esfuerzo, se dirige a las ventanas y las cierra una por una, mientras ella lo sigue ansiosamente con t a vista. At llegar a la ultima, la oscuridad es tan ominosa que lo hace vacilar de nuevo. Vuelve a abrirla comptetamente y lo inunda la luz del sol. / debit, Amelia.—Arturo. (Es un llamado dibit, pew desesperada.) Arturo.—No puedo cerrarlas todas. j Defame una siquiera! jTJna o me volvere\ ..(Se detiene asustado de lo que iba a decir.) Amelia.—No quieres protegerme entonces. La luz me Mere, me hace sangrar. i Mira mis manos! Arturo.—jDejame una, Amelia! Amelia.—Volveras a abrirlas todas, Arturo tan pronto como me alivie de esto... Las abrir&s todas, de nuevo. Arturo.—(Maquinatmente, absorto frente at sol.) ^En la pri-mavera? / ; Amelia,—Eso es. En la prima vera. En otra prim a vera. Arturo hace un terrible esfuerzo. Cierra la ventana. Perma-nece un momento desconcertado, sus manos tiembtan en el aire oscuro. Arturo.—;I>6nde estas, Amelia? (Rie.) No te veo. Amelia.—(Con su voz fuerte, clara de siempre.) Aquf. Se tevanta y te tiende las manos. £1 la enlaza por el talle y los dos se dirigen al sofd, donde se sientan en silendo. Cae, lento, el T e l o N 726 El gesticulador pieza para demagogos en tres actos . [19381 Para Alfredo Gomez de la Vega, que tan noble proyecd6n escenica y tan hum ana calidad supo dar a la figura de Cesar Rubio. PERSONAJES El profesor César Rubio, 50 aňos Elena, su esposa, 45 aňos Miguel, su hijo, 22 aňos Julia, su hija, 20 aňos El profesor Oliver Bolton (norteamericano con acento espanol), 30 aňos Un desconocido (El gbneral Navarro) Epigmenio GuzmAn, presidente municipal Salinas, Garza, Treviňo, diputados locales El lichnciado Estrflla, detegado y orador del Partido Embterio Rocha, viejo Leon Salas La multitud Época: hoy ACTO PRIMERO Los Rubio aparecen dando los ultimos toques at arreglo de la sala y el comedor de su casa, a la que han tlegado el mismo dia, procedentes de la capital. El color es intense Los hombres estdn en mangos de camisa. Todavia queda al centro de la escena un cajón que contiene tibros. Los muebles son escasos y modestos: dos siltones y un sofa de tule, toscamente tallados a mono, hacen las veces de juego comfortable, contrastando con algunas siltas vienesas, bastante despintadas, y una mecedora de bejuco. Dos terceras partes de la escena representan la sola, mientras la ter- 727 ZLZL cera parte, al fondo, es tá dedicada al comedor. La division entre las dos piezas consiste en una especie de galéria: unos arcos con pilares descubiertos, hechos de maděra; con exception del arco central, que hace función de pásaje, tos otros estdn cerrados hasta la altura de un metro por tablas pintados de un azul pdlido y floreado, que et tiempo ha desleído y las moscas han manchado. Demasiado pobre para tener mosaicos o cemento, la casa tiene un piso de tipichil, o cemento doméstico, cuya desigualdad presto una actitud —dijérase— inquietante a los muebles. El techo es de vigas. La sala tiene, en primer término izquierda, una puerta que comunica con :l exterior; un poco más arriba hay una ven-tana amplia; al centra de la pared derecha, un arco conduce a la escalera que lleva a tas recámaras: Al fondo de la escena, detrás de los arcos, es visible una ventana situada al centra; una puerta, al fondo derecha, lleva a la pequeňa cocina, en la que se su-pone que hay una salida hacia el solar caracteristico del Norte. La casa es toda, vistblemente, una construcción de maděra, solida, pero no en muy buen estado. El aislamiento de su situación no permitió la traditional fábrica de sillar; la modestia de los due-ňos, ni siquiera la fábrica de adobe, frecuente en las regiones menos populosas del Norte. Elena Rubio, mujer bajita, robusta, de unos cuarenta y cinco aňos, con un trapo amarrado a la ca-beza a guisa de cofia, sacude las sillas, cerca de la ventana derecha, y las acomoda conforme termina; Julia, muchacha alta, de silueta agradable aunque su rostro carece de atractivo, también con la cabeza cubierta, termina de arreglar el comedor. At levan-tarse el telón puede vérsela de pie sobre una silla, colgando una lamina en la pared. La linea de su cuerpo se desiaca con bastante vigor. No es propiamente la traditional virgen provintiana, sino una mezcla curiosa de pudor y provocation, de represión y de fuego. César Rubio es mořeno; su figura r ecuer da vagamente la de Emiliano Zapata y, en general, la de los hombres y las mo-das de 1910, aunque vista impersonalmente y sin moda. Su hijo Miguel parece más joven de to que es; delgado y cosi pequeňo, es más bien un muchacho mal alimentado que fino. E stá sentado sobre el cajón de los libros, enjugdndose la freute. César.—^Estás cansado, Miguel? MicuBL.—El calor es insoportable. César.—Es el calor del Norte que, en realidad, me hacia falta en Mexico. Verás qué bien se vive aqui. Julia.—ŕ Bajando.) Lo dudo. Césah.—Si, a ti no te ha gustado venir al pueblo. Julia.—A nadie Ie gusta ir a un desierto cuando tiene vein-te aňos. . César.—Hace veinticinco aňos era peor, y yo nací aquí y viví aqui. Ahora tenemos la carretera a un paso. 728 3-333333 Julia.—Si... podré ver pasar los automóviles com o las vacas iniran pasar los trenes de ferrocarril. Será una diversion. CiSMt.—(Mirándola fijamente.) No me gusta que resientas tanto este viaje, que era necesario. Elena se acerca. Julia.—Pero, ^por que era necesario? Te lo puedo decir, papá. Porque tú no conseguiste hacer dinero en Mexico. Miguel.—Piensas demasiado en el dinero. Julia.—A cambio de lo poco que el dinero piensa en mi. Es como en el amor, cuando nada más uno de los dos quiere. César.—č Qué sabes tú del amor? Julia.—Demasiado. Sé que no me quieren. Pero en este desierto hasta podré parecer bonita. Eleka.— (Acercándose a ella.) No es la belleza lo único que hace acercarse a los hombres, Julia. Julia.—No... pero es lo único que no los hace alejarse. Elena.—De cualquier modo, no vamos a estar aquí toda la vida. Julia.—Claro que no, mamá. Vamos a estar toda la muerte. (César la mir a pensativamente.) Elena.—De nada te servia quedarte en Mexico. Alejándote, en cambio, puedes conseguir que ese muchacho piense en ti. Julia.—Si... con alivio, como en un dolor de muelas ya pa-sado. Ya no le doleré... y la extracción no le dolió tampoco. Miguel.—(Levantándose de la caja.) Si decidimos quejamos, •creo que yo tengo mayores motivos que tú. César.—^También tú has perdido algo por seguir a tu padre? Miguel.—(Volviéndose a otro lado y encogiéndose de hom-bros.) Nada... una carrera. César.—<>No cuentas los aňos que perdiste en la Universidad? Miguel.—(Mirándolo.) Son menos que los que tú has perdido en ella. Elena,—(Con reproche.) Miguel. César.—Déjalo que hable. Yo perdí todos esos anos por man-tener viva a mi família... y por darte a ti una carrera... también un poco porque ereía en la universidad como un ideal. No te pido que lo comprendas, hijó mío, porque no podrías. Para ti la universidad no ŕue nunca más que una huelga permanente. Miguel.—Y para ti una esclavitud eterna. Fueron los profe-sores como tú los que nos hicieron desear un cambio. César.—Claro, queríamos ensenar. Elena.—Nada te dio a ti la universidad. César, más que un sueldo que nunca nos ha alcanzado para vivir. César.—Todos se quejan, hasta tú. Tú misma me erees un fracasado, <.verdad? 729 Elena.—No digas eso. César.—Mira las caras de tus hijos: ellos están enteramente de acuerdo con mi fracaso. Me consideran como a un muerto. Y, sin embargo, no hay un solo hombre en Mexico que sepa todo lo que yo sé de la revolución. Ahora se convencerán en la es-cuela, cuando rais sucesores demuestren su ignorancia. ÍMiguel.—č Y de qué te ha servido saberlo? Hubiera sido mejor que supieras menos de revolución, como los generales, y fueras generál. Asf no hubiéramos tenido que venir aqui. Julia.—Asi tendriamos dinero. Elena.—Miguel, hay que Uevar arriba. este cajón de libros. Miguel.—Ahora ya hemos empezado a hablar, mamá, a decir la verdad. No trates de impedirlo. Más vale acabar de una vez. Ahora es la verdad la que nos dice, la que nos grita a nosotros... y no podemos evitarlo. César.—Sí, más vale que hablemos claro. No quiero ver a mi alrededor esas caras silenciosas que tenían en el tren, reprochán-dome el no ser generál, el no ser bandido inclusive, a cambio de que tuviéramos dinero. No quiero que volvamos a estar, como en los Ultimos días de Mexico, rod e a do s de pausas. Déja-los que estallen y lo digan todo, porque también yo tengo mucho que decir, y lo diré. * Elena.—Tú no tienes nada que decir ni que explicar a tus hijos. César. Ni debes tomar asi lo que ellos digan: nunca han tenido nada— nunca han podido hacer nada. Miguel.—Sí, pero i por qué? Porque nunca lo vimos a él poder nada, y porque él nunca tuvo nada. Cada quien sigue el ejemplo que tiene. Julia.—^Por culpa nuestra hemos tenido que venir a este de-sierto? Te pregunto qué habíamos hecho nosotros, mamá. César.—Sí, ustedes quieren la capital; tienen miedo a vivir y a trabajar en un pueblo. No es culpa de ustedes, sino mía por haber ido allá también, y es culpa de todos los que antes que yo han creído que es allá donde se triunfa. Hasta los revolucionarios aseguran que las revoluciones sólo pueden ganarse en Mexico. Por eso vamos todos allá. Pero ahora yo he visto que no es cierto, y por eso he vuelto a mi pueblo. Miguel.—No... lo que has visto es que tú no ganaste nada; pero hay otros que han tenido éxito. César.—ilx> tuviste tú? Miguel.—No me dejaste tiempo. César.—^De qué? (T)e convertirte en un líder estudiantil? Tonto, no es eso lo que se necesita para triunfar. Miguel.—Es cierto, tú has tenido más tiempo que yo. Julia.—Aqui, ni con un siglo de vida haremos nada. (Se siení a con viotencia.) César.—;Qué has perdido tú por-venir conmigo, 'Julia? 730 Julia.—La vista del hombre a quien quiero. Elena.—Eso era precisamente lo que te tenia enferma, hija. CÉSAR.—(En et centro, machacando un poco las patabras.) Un profesor de universidad, con cuatro pesos diarios, que nunca pagaban a tiempo, en una universidad en descomposición, en la que nadie ensefiaba ni nadie aprendía ya... una universidad sin clases. Un hijo que pasó seis aüos en huelgas, quemando cohetes y gritando, sin estudiar nunca. Una hija... (Se detiene.) Julia.—Una hija fea. Elena se sienta cerca de ella y la acaricia en la cabeza. Julia se aparta de mal modo. César.—Una hija enamorada de un firi de bailes que no la quie-re. Esto era Mexico para nosotros. Y porque se me ocurre que podemos salvarnos todos volviendo al pueblo donde nací, donde tenemos por lo menos una casa que es nuestra, parece que he cometido un crimen. Ciaramente les expliqué por qué quería venir aqui. Miguel.—Eso es lo peor. Si hubiéramos tenido que ir a un lugar fértil, a un campo; pero todavía venimos aqui por una ilusión tuya, por una cosa inconfesable... César.—i Inconfesable? No conoces el precio de las palabras. Va a haber elecciones en el Estado, y yo podria encontrar un acomodo. Conozco a todos los polfticos que juegan... podré con-vencerlos de que fanden una universidad, y quizá seré rector de ella. Elena.—Ninguno de ellos te conoce, César. César.—Alguno hay que fue condiscipulo mio. Elena.—iQuién n» becho nada por ti entre ellos? César.—No en balde he enseňado la história de la revolución tan tos afios; no en balde he acumulado datos y documentos. Sé tantas cosas sobre todos ellos, que tendrán que ayudarme. MlGUEL.^De espaldas al público.) Eso es lo inconfesable. César.—(Dándole una bofetada.) ^Qué puedes reprocharme tú a mí? i Qué derecho tienes a juzgarme? Miguel.—(Se vuelve lentamente hacia el frenle conforme ha-bla.) EI de la verdad. Quiero vivir la verdad porque estoy harto de apariencias. Siempre ha sido lo mismo. De chico, cuando no tenía zapatos, no podia salir a la calle, porque mi padre era profesor de la universidad y qué irían a pensar los vecinos. Cuando Ilegaba tu santo, mamá, y venían invitados, las sillas y los cu-biertos eran prestados todos, porque había que proteger la buena reputación de la família de un profesor universitario... y lo que se bebía y se comía era fiado, pero j qué pcnsarían las gentes si no hubiera habido de beber y de coraer! 731 Elena.—Miguel, no tienes derecho a reprocharnos el ser po-bres. Tu padre ha trabajado siempre para ti. Miguel.—j Pero si no es el ser pobres lo que les reprocho! ; Si yo queria salir descalzo a jugar con los demás chicos! Es la apariencia, la mentira lo que me hace sentirme asi. i Y, además, era cómico! j Era cómico porque no engaňaban a nadie... ni a . los invitados que iban a sentarse en sus propias sillas, a comer \ con sus propios cubiertos... ni al tendero que nos fiaba las mer-\ cancias! Todo el mundo lo sabía, y si no se reian de ustedes era 'i porque ellos vivían igual y hacían lo mismo. i Pero era cómico! \(Se echa a llorar y se deja caer en uno de los sillones.) Julia.—(Levantándose.) No sé qué puedes decir tú cuando yo pasé por cosas peores... siempre mal vestida... y siendo, además, como soy... fea. Elena.—(Levantándose y yendo a ella.) Hija, j no es cierto! Le totna la cabeza y la besa. Esta vez Julia se deja hacer. César.—(Después de una pausa.) Hay que subir esos libros, Miguel. (Miguel se levanta, secándose los ojos, con gesto cast infantil, y entre los dos hombrcs levantan la caja.) Déjanos pasar, Elena. (Elena se hace a un lado dejando libre el paso hacia la escalera. En ese momento llaman a la puerta.) čHan tocado? (Pequeňo sitencio durante el cual todos miran a la puerta. Nue-va llamada. César deja la caja en el suelo y contesta, mientras Miguel se aparta de la caja.) ^Quién es? La voz de Bolton.—(Con un levisimo acento norteamericano.) c Hay un teléfono aquí? He tenido un accidente. César se dirige a la puerta y obre. Aparece en el marco el profesor Oliver Bolton, de la Universidad de Harvard. Tiene treinta aňos y una agradable apariencia deportiva. Es de un rubio muy quemado por largos baňou de sol, y viste un ligero träfe de verano. César.—Pase usted. Bolton.—(Entrando.) Siento mucho molestar, pero hago mi primer viaje a su hermoso pais en automóvil, y mi coche... des-compuesto en la carretera. tPuedo telefonear? César.—No tenemos teléfono aquí. Lo siento. Bolton.—Oh, yo puedo reparar el coche (sonríe), pero está todo oscuro ahora. Tendría que esperar has ta maňana. £Hay un hotel cerca? César.—No. No encontrará usted nada en varios kilómetros. Bolton.—(Sonriendo con vacilación.) Entonces... odio impo-nerme a la gente... pero quizá podría pasar la noche aquí... si ustedes quieren, como en un hotel. Me permitirán pagar. 732 César.—(Después de una pequeňa pausa y un cambio de mi-radas con Elena.) No será necesario, pero estamos recién insta-Iados y no tenemos muebles suficientes. Miguel.—Puede dormir en mi cama. Yo dormiré aquí. (Seňa-la el sofa de tule.) Bolton.—(Sonriendo.) Oh, no... mucha molestia. Yo dormiré aquí. César.—No será ninguna molestia. Mi hijo le cederá su cama; nos arreglaremos. Bolton.—í Es seguro que no es molestia? Miguel.—Seguro. Bolton.—Gracias. Entonces traeré mi equipaje del coche. César.—Acompáflalo, Miguel. Bolton.—Gracias. Mi nombre es Oliver Bolton. (Hace un sa-ludo y sale; Miguel lo sigue.) Elena.—No debiste recibirlo en esa forma. No sabemos quién es. César.—No; pero pensaría muy mal de Mexico si la primera casa a donde llega le cerrara sus puertas. Elena.—Eso lo enseňaría a no Ilegar a casas pobres. Yo no podría hacer esto, dormir en casa ajena. César.—Parece decente, además. Elena.—Con los americanos nunca sabe uno: todos vistcn bien, todos visten igual, todos tienen autos. Para mí son como chinos; todos iguales. Voy a poner sábanas en la cama de Miguel. (Sate por ta puerta izquierda.) 'Julia, que se había sentado junto a ta ventana, se levanta y se dirige hacia la misma puerta. César, sin mirarla de frente, la tlama a media voz. César.—Julia... Julia.—(En la puerta, sin volverse.) Mandě. César.—Ven acá. (Ella se acerca; él se sienta en el sofa.) Siéntate, quiero hablar contigo. Julia.—(Automática.) No nos ha quedado mucho que decir, tverdad? César.—Julia, čno te arrepientes un poco de haber tratado con tanta dureza a tu padre? Julia.—Pregúntale a Miguel si él se arrepiente. Todo esto tenia que suceder algún día. Hoy es igual que maňana. Me arre-piento de haber nacido. César.—i Hija! Sólo la juventud puede hablar asi. Exageras porque te humillaría que tu tragédia no fuera grandiosa. Todo porque un muchacho sin cabeza no te ha querido. (Julia se vuelve a otro lado.) Y bien, déjame decirte una cosa: no se fijó en ti, no te vio bien. 733 Julia.—No hablemos más de eso. (Con amargura.) No hizo más que verme. Si no me hubiera visto... César.—Quiero que sepas que al venir aquí lo he hecho tam-bién pensando en ti, en ustedes... Julia.—Gracias... César.—Si crees que no comprendo que he fracasado en mi vida... si crees que me parece justo que ustedes paguen por mis fracasos, te equivocas. Yo también lo quiero todo para ti. Si crees que no saldremos de este lugar a algo mejor, te equivocas. Estoy dispuesto a todo para asegurar tu porvenír. Julia.—(Levantdndose.) Gracias, papá. ^Es eso todo...? César.—(Deteniéndola por un brazo.) Si crees que eres fea, te equivocas, Julia. Quizá no debería yo decirte esto... pero {bajando mucho la voz) tíenes un cuerpo admirable... eso es lo que importa. (Se limpia la garganta.) Julia.—(Desasiéndose, lo mir a.) i Por qué me dices eso? César.—(Mirándola a los ojos, lentamente.) Porque no te conoces, porque no tienes conciencia de ti. Porque soy el único hombre que hay aquí para decírtelo. Miguel no sabe... y aquel otro, imbecil, no se fijo en ti. (Mira a otro lado.) Tienes lo que los hombres buscamos, y eres inteligente. Julia.—(Con voz blanca.) Pareces otro de repente, papá. César.—A veces soy un hombre todavía. Serás feliz, Julia, te lo juro. Julia.—Me avergüenza guardarte rencor, padre, por haberme hecho nacer... pero lo que siento es algo contra mí, no contra ti... i Siento tanto po poder felicitarte por tener una hija bonita! A veces me asfixio, me siento como si no fuera yo más que una cara fea... (César la acaricia ligeramente) monstruosa, sin cuerpo. Pero no te odio, créelo, \no te odio! (Lo besa.) César.—He pensado muchas veces, viéndote crecer, que pu-diste ser la hija de un hombre ilustre, único en su tipo; pero ya ves: todo lo que sé no me ha servido de nada hasta ahora. Mi conocimiento me parece a menudo una podredumbre interior, porque no he podido crear nada con lo que sé... ni siquiera un libro. Julia.—Nos parecemos mucho, ^verdad? César.—Quizá eso es lo que nos alej a, Julia. Julia.—(Con un arrebato casi infantil, el primero.) i Pero no nos alejará ya! jTe lo prometo! De cualquier modo, no quiero quedarme mucho tiempo aquí. Prometeme... César.—Te lo prometo... pero a tu vez prometeme tener pa-ciencia, Julia. Julia.—Sí (Con una sonrisa amarga.) Pero... jsabes por qué me siento tan mal aquí, como si llevara un siglo en esta casa? Porque todo esto es para mí como un espejo enorme en el que me estoy viendo siempre. 734 César.—Tienes que olvidar esas ideas. Yo haré que las olvides. Se oye a Elena bajar la escalera. La voz de Elena.—César, ^crees que ya habrá cenado este gringo? (Entra.) No tenemos mucho, sabes. César.—Habrá que ofrecerle. Qué diría si no... Mafiána ire-mos al pueblo por provisiones, y yo averiguaré dónde está Navarro para ir a verlo y arreglar trabajo de una vez. Elena.—i Navarro? César.—El general, según él. Es un bandido, pero es el posible cándidato... el que tiene más probabilidades. No se acordará de mí; tendre que hacerle recordar... Esto es como volver a nacer, Elena, empezar de nuevo; pero en Mexico empieza uno de nuevo todos los días. Elena.—(Moviendo la cabeza.) Miguel tiene razón; si esto fuera camp o, sería mucho mejor para todos. No tendrías que meterte en política. César.—En Mexico todo es política... la política es el clima, el aire. Elena.—No sé. Creo que a pesar de todo habría preferido que siguieras en la universidad... César.—čOlvidas que en la ultima crisis me echaron? Elena.—-Quizá si hubieras esperado un poco, hablado con el nuevo rector, te habrían devuelto tu puesto. César.—^Cuatro pesos? La pobreza segura. Elena.—-Segura, tú lo has dicho. Julia.—(Con un estremecimiento.) No... la pobreza no. Yo creo que es mejor, después de todo, que hayamos venido aquí. Es un cambio. Elena.—Hace un momento te quejabas. Julia.—Pero es un cambio. César.—No sé por qué, pero tengo la seguridad de que algo va a ocurrir aquí. Elena.—Voy a preparar la cena. Ojalá no te equivoques, César. César.—iPor qué no dices "de nuevo"? Elena.—(Tomándole la mano y oprimiéndosela con ternura.) Siempre tienes esa idea. Es absurdo. Si fuera yo más joven, aca-barías por influirme. (Se desprende.) Ayúdame, Julia. Las mujeres pasan al comedor y de allí a la cocina. César torna un libro del cajón, lo hojea, se encoge de hombros y vuelve a arrojarlo en él. César.—No quedó lugar donde poner mis libros, čverdad? (Espera un momento la respuesta, que no viene.) ^No quedó lugar...? 735 r-t-t-p-f. p p p m-i -I J J -I Sé dirige al hablar hacia el comedor, cuando entran Miguet y Bolton Itevando una maleta cada uno. Bolton.—Aquí estamos. César.—i Ha cenado usted, seňor...? Bolton.—Bolton, Oliver Bolton. (Deja la maleta y mientras habla saca de su cartera una tarjeta que entrega a César.) Tomé algo esta tarde en el camino, gracias. Odio molestar. César.—{Mirando la tarjeta.) Un bocado no le caerá mal. Veo que es usted profesor de la Universidad de Harvard. Bolton.— Oh, sí. De historia latinoameričana. (Recogiendo su maleta.) Voy a asearme un poco. (Usted permite? Miguel.—Arriba hay un lavabo. Me adeíanto para enseňarle el camino. (Lo hace.) Bolton.—Gracias. Los dos solen. Se les oye subir ta escalera. César mira y re-mira la tarjeta y teniéndola entre los dedos de la mano derecha golpea con ella su mano izquierda. Una sonrisa bastame peculiar se detiene por un momento en sus labios. Se guarda ta tarjeta y empuja el caján de libros hasta el comedor, en uno \íe cuyos rin-cones lo coloca. Mientras lo hace, Elena pasa de la cocina al comedor buscando unos plat os. Elena.—Me pareció que me hablabas hace un momento. César.—No. Elena.—(Has puesto los libros aquí? Estorbarán, y no qued6 lugar para el libřero, sabes. César.—(Después de una pequeňa pausa.) Eso era lo que quería preguntarte. Elena.—Creí que te enojarías. César.—Es curioso, Elena. Elena.—(Que? César.—Este americano es profesar de historia, también... profesor de historia latinoameričana en su país. Elena.—(Sonriendo.) Entonces será pobre. César.—,»C)tro reproche? Elena.—jNo! Ya sabes que yo no torno en serio esas cosas. que tanto atormentan a Julia y a ti. Se es pobre como se es mořena... y yo nunca he tenido la idea de teňirme el pelo. César.—Es que crees que no haré dinero nunca. Elena.—No lo creo (con ternura), lo sé, seňor Rubio, y estoy tranquila. Por eso me da recelo que te metas en cosas de po-lítica. César.—No tendría yo que hacerlo si fuera profesor universi-tario en los Estados Unidos, si ganara lo que este gringo, que es 736 ffl bastantc joven. (Elena se dirige sin contestar a la puerta de la cocina.) Elena... Elena.—Tengo que ir a la cocina. (Qué quieres? César.—Estaba yo pensando que quizás... Ya sabes cuánto se interesan los americanos por las cosas de México... Elena.—Si no se interesaran tanto sería mucho mejor. César.—Escucha. Estaba yo pensando que quizás este hombre pueda conseguirme algo allá... una clase de historia de la revo-lución mexicana. Sería magnífico. Elena.—Desde luego: podrías aprender inglés. Despierta, César, y déjame preparar la cena. césar.—i Por qué me lo echas todo abajo siempre? Elena.—Para que no te caigas tú. Me da miedo que te hagas ilusiones con esa velocidad... Siempre has estado enfermo de eso, y siempre he hecho lo que he podido por curarte. César.—i Pero no te das cuenta? No hay un hombre en el mundo que conozca mi materia como yo. Ellos lo apreciarían. Elena lo mira sonriendo y sále. César vuelve a sacar ta tarjeta de Bolton, la mira y le da vueltas entre los dedos mientras pasa a la sala. Miguel regresa al mismo tiempo. Miguel.—(Seco.) Quieres que subamos los libros? César.—(Abstraído en su sueňo.) (Qué? Miguel.—Los libros. (Quieres que los subamos? César.—No... después... los he arrinconado en el comedor. Se sienta y saca del bolsilto un paquete de cigarros de hoja y Ha uno metódicamente. Miguel.—(Acercándose un paso.) Papá. César.—(Encendiendo su cigarro.) (Qué hay? Miguel.—He reflexionado mientras acompaňaba al americano y él hablaba. César.—(Distraído.) Habla notablemente bien el espaňol, (te has fijado que pronuncia la ce? Miguel.—Probablemente no tenía yo derecho a decirte todas las cosas que te dije, y he decidido irme. César.—(Adónde? Miguel.—Quiero trabajar en alguna parte. César.—(Te vas por arrepentimiento? (Miguel no contesta.) (Es por eso? Miguel.—Creo que es lo mejor. Ves... te he perdido el respeto. César.—Creí que no te habías dado cuenta. Miguel.—Pero yo no puedo imponerte mis puntos de vista... no puedo dirigir tu conducta. César.—Ah. 737 Migubl.—Reconozco 'tu libertad, déjame libre tú también. Quiero dedicar mi tiempo a mi vida. César.—iCómo la dirigirás? Miguel.—(Obstinado.) Después de lo que nos hemos dícho... y me has pegado... César.—(Mirando su mano.) Hace mucho que no lo hacía. Pero no es ésa tu única razón. Cuando nos vimos f rente a frente durante aquella huelga... tú entre los estudiantes, yo con el Orden. .. me dijisté cosas peores... un discürso. Y sin embargo, volviste a cenar a casa... muy tarde. Yo te esperé. Me pediste perdón. No pensastc en irte... Miguel.—Era otra situation. No quiero seguir viviendo en la mentira. CÉSAR.—En esta mentira; pero hay otras. ^Ya escogiste la tuya? Antes era la in disciplin a, la huelga. Miguel.—Eso era por lo menos un impulso hacia la verdad. CÉSAR.—Hacia lo que tú creías que era la verdad. Pero £qué frutos te ha dado hasta ahora? Miguel.—No sé... no me importa. No quiero vivir en tu mentira ya, en la que vas a cometer, sino en la mia. (Violentamettte, en un arrebato infantil de tos característicos en él.) Papá, si tú quisieras prometerme que no harás nada... (Le echa un brazo al cueltc.) CÉSAR.—Nada... ide qué? Miguel.—De lo que quieres hacer aquí con los políticos. Lo dijiste una vez en Mexico y esta noche de nuevo. César.-—No sé de qué hablas. Miguel.—Sí lo sabes. Quieres usar lo que sabes de ellos para conseguir un buen empleo. Eso es... (baja la voz) chantaje. CÉSAR.—(Auténticamente avergonzado por un momenta.) No hables asi. Miguel.—(Vehemente, apretando el brazo de su padre.) Entonces dime que no harás nada de eso. j Dímelo! Yo te prometo trabajar, ayudarte en todo, cambiar... César,—(Tomándole la barba como a un niňo.) Está bien, hijó. ; Miguel.—(Cálido.) í Me lo juras? César.—Te prometo no hacer nada que no sea honrado. Miguel.—Gracias, papá. (Se ale ja como para irse. Se vuelve de pronto y corre a él.) Perdón am e todo lo que dije antes. (Se oye ba jar a Botton.) Cesar.—(Dándote la mano.) Ve a asearte un poco para cenar, Bolton.—(Entrando.) <>No interrumpo? CtísAR.—Pase usted, siéntese. (Botton lo hace.) < m f-" . I I I I í í I í I Miguel.—No, gracias. Con permiso. (Sale por ta izquierda.) César.—(Dándole -fuego.) t De modo que usted ensena história Tatmoamericana, profesor? Bolton.—Es mi pasión; pero me interesa especialmente la história de Mexico. Un pais increíble, lieno de maravillas y de monstruos. Si usted supiera qué poco se conocen las cosas de Mexico en mi tierra (pronuncia Mehico), sobre todo en el Este. Por esto he venido aquí. César.—ŕ A investigar? Bolton.—(Satisjecho de expticarse y de entrar en su materia.) Hay dos casos extraordinarios, muy interesantes para raí, en la história contemporánea de Mexico. Entonces, mi universidad me man da en busca de da tos, y, además, tengo una beca para hacer un libro. César.—;Puedo saber a qué casos se refiere usted? Bolton.—;Por qué no? (Ríe.) Pero si usted sabe algo, se lo quitaré. Un caso es el de Ambrose Bierce, este americano que viene a Mexico, que se une a Pancho Villa y lo sigue un tiempo. Para mí, Bierce descubrió algo irregular, algo malo en Villa, y por esto Villa lo hizo matar. Una gran pérdida para los Estados Unidos. Hombre interesante. Bierce, gran escritor crítico. Es-cribió el Devil's Dictionary. Bueno, él tenia esta gran ilusión de Pancho Villa como justiciero; quizá sufrió un desengaňo, y lo dijo: era un crítico. Y Villa era como los dioscs de la guerra, que no quieren ser criticados... y era un hombre, y tampoco los hombres quieren ser criticados, y lo mató. César.—Pero no hay ninguna certeza de eso, Ambrose Bierce llegó a Mexico en noviembre de 1913; se reunió con las fuerzas de Villa en seguida, y desapareció a raíz de la batalla de Oji-naga. Fueron muchas las bajas; los muertos fueron enterrados apresuradamente, o abandonados y quemados después, sin identifies r. Con toda probabilidad, Bierce fue uno de ellos. 0 bien, fue fusilado por Urbina, en 1915, cuando intentó pasarse al ejér-cito constitucionalista. Pero Villa nada tuvo que ver en ello. Bolton.—Mi tesis es más romántica, quizás; pero Bierce no era hombre para desaparecer asi, en batalla, por accidente. Para mí, fue deliberadamente destruido. Destruido es la palabra. Y no era un traidor. Sin embargo, usted parece bien enterado. César,—(Con una sonrisa.) Algo. Tengo algunos documentos sobre los extranjeros que acompafiaron a Villa... Santos Choca-no, Ambrose Bierce, John Reed.., Bolton.—; Es posible? |0h, pero entonces usted me será uti-lísimo! Quizá sabe algo también sobre el otro caso, César.—^Cuál es el otro caso? Bolton.—El de un hombre extraordinario. Un general mexi-cano, j oven, el más grande revolucionario, que inició la revolu-ción en el Norte, hizo comprender a Madero la necesidad de 739 una revolución, domino a Villa. A los veintitrés anos era general. Y también desapareció una noche... destruido como Ambrose Bierce. César.—(Pausadamente.) £Se refiere usted a César Rubio? Bolton.—j Oh, pero usted sabe! Si yo pudiera encontrar docu-mentos sobre él, los pagaría muy caros; mi universidad me respalda. Porque todos creen hasta hoy, que César Rubio es una... saga, un mito. César.—(Echando la cabeza hada atrás, con el gesto de recor-dar.) General a los veintitrés aňos, y el más extraordinario de todos, es cierto. Počas gentes saben que se levantó en armas precisamente a raíz de la entrevista Creelman-Díaz, el 5 de sep-tiembre de 1908. Se levantó aquí, en el Norte, y se dirigió a Monterrey con cien hombres. En Hidalgo,.. mientras el general Diaz y cada gobemador repetían el grito de independencia, un dcstacamento federal barrió a todos los hombres de César Rubio. Sólo él y dos compaňeros suyos quedaron con vida. Bolton.—(Anhelante.) Si, si. CÉSAR.—César rue entonces a Piedras Negras, donde entre-vistó a don Pancho Maděro y Io convenció de la necesidad de un cambio, de una revolución. Maděro se decidió entonces, y sólo entonces, a publicar La sucesión presidential. Mientras en todo el pais se celebraban las fiestas del Centenario, Rubio sostuvo las primeras batallas, recorrió toda la República, puso en movimiento a Maděro, agitó a algunos diputados y preparó las jornadas de noviembre. No hubo un solo disfraz que no usa-ra, una sola acción que no acometiera, aunque lo perseguia toda la policia porfirista. Bolton.—(Excitadísimo.) <;Está usted seguro? << Tiene docu-mentos? César.—Tengo documentos. Bolton.—Pero entonces, esto es maravilloso... usted sabc más que ningun historiador mexicano. César.—(Con una sonrisa extraňa.) Tengo mis motivos. Entra Elena de la cocina, y aunque sin escuchar ostensible-mente, sigue la conversation a la vez que sale y regresa, dispo-niendo la mesa para la cena. César se vuelve con molestia para ver quien ha entrado. Bolton.—Pero lo más interesante de Rubio no es esto. César.—čSe refiere usted a su critica del gobierno de Maděro? Bolton.—No, no; eso, como el levantamiento contra Huerta, como sus... (busca la palahra) sus disensiones con Carranza, Villa y Zapata, pertenecen a su fuerte carácter. César.—£ä que se refiere usted entonces? (Elena sale.) Bolton.—A su desaparición misma, a su destrucción... una 740 cosa tan fuera de su carácter, que no puede explicarse. <;Por qué desapareció este hombre en un momento tan decisive, de la revolución, para dejar el control a Carranza? No creo que haya muerto; pero si murió, ^cómo, por qué murió? César.—(Soňador.) Sí, fue el momento decisivo, verdad?... una noche de noviembre de 1914. Bolton.—^Sabe usted algo sobre eso? Dígamelo, deme documentos. Mi universidad los pagará bien. (Vuelve Elena, César la ve.) César.—(Despertando.) Su universidad... Hace poco hablaba yo a mi esposa de las universidades de ustedes... Son grandes. Bolton.—jOh! Fuera de Harvard, usted sabe... distinguidas quizá, pero jóvenes, demasiado jóvenes. Pero hábleme más de este ašunto. (César se vuelve a mir ar hacia Elena, que en este momento permanece de espaldas pero en toda apariencia sin hacer nada que le impida escuchar.) No tenga usted recelo a darmé informes. Mi universidad tiene mucho dinero para inver-tir en esto. César.—Una noche de noviembre de 1914... pronto hará vein-ticuatro aňos. (Vuelve a mirar.hatia Elena, que dispone la mesa.) č Por qué tiene usted tanto interes en esto? Bolton.—Personalmente tengo más que interes... entusiasmo por Mexico, una pasión; pero ningún hombre en Mexico me ha interesado como este César Rubio. (Ríe.) He acabado por conta-giar a toda mi universidad de entusiasmo por este héroe. (Elena sate y regresa en seguida, fmgiéndose atareada.) CÉSAR.—(Observando a Elena mientras habla.) ŕ Y por qué este héroe y no otro más tradicional, más... convencional, como Villa, o Maděro, o Zapata? Ustedes los americanos admiran mucho a Villa desde que hizo andar a Pershing a salto de mata. Bolton.—(Sonriendo.) Pero, ;no comprende usted, que sabe tanto de César Rubio? El es el hombre que explica la revolución mexicana, que tiene un coneepto total de la revolución y que no la hace por cuestión de gobierno, como unos, ni para el Sur, como otros, ni para satisfacer una pasión destructiva. Es el único caudillo que no es politico, ni un simple militarista, ni una fuerza ciega de la naturaleza... y sin embargo (Elena sale) manda a los políticos, somete a los bandidos, es un gran mili-tar... pacifista, si puedo decir asi. César.—-Decia usted que su universidad tiene mucho dinero... ,-Cuánto, por ejemplo? Bolton.—(Un poco desconcertado por lo directo de la pregun-ta.) No sé. A mi me han dado una suma para mi trabajo de búsqueda, pero podría consultar... si viera los documentos. Jutia entra de la cocina, eruza y se dirige a ta puerta izquierda, 741 saliendo. César la sigue con la vista, sin dejar de háblar, hosta qtte desaparece. César.—Parece que desconfía usted. Bolton.—No soy yo quien puede comprar, es Harvard. césar.—(Dudando.) Ustedes lo compran todo. Bolton.—(Sonriendo.) £Por qué no, si es para la cul tura? César.—Los códices, los manuscritos, los incunables, las jo-yas arqueológicas de México; comprarían a Taxco, si pudieran Uevárselo a su casa. Ahora le toca el turno a la verdad sobre César Rubio. Bolton.—(Ante lo inesperado del ataque.) No entiendo. (Está usted ofendido? Hace un momento parecía comunicativo. César.—También a mí me apasiona el terna. Pero todo lo que poseo es la verdad sobre César Rubio... y no podría darla por poco dinero... ni sin ciertas condiciones. Bolton.—Yo haré lo posible por hacer frente a ellas. César.—(Desilusionado.) Ya sabía yo que regatearía usted. Bolton.—Perdón, es una expresión inglesa... hacer frente a sus condiciones, es decir... (buscando) joh!, satisfacerlas. César.—Eso es diferente. (Reenciende su cigarro de hoja.) Pero, (tiene usted una idea de-la suma? Bolton.—(Incómodo: esta actitud en un mexicano es inespe-rada.) No sé bien. Dos mil dólares... tres mil tal vez... César.—(Levantándose.) Se me figura que tendrá usted que buscar sus informes en otra parte... y que no los encontrará. , Bolton.—Oh, siento mucho. (Se levanta.) Si es una cuestión de dinero podrá arreglarse. La universidad está interesada... yo estoy... apasionado, le digo. (Por qué no dice usted una cifra? (Elena entra de la cocina.) César.—Yo diría una. (Mirando hada Elena y bajando ta voz, con cierta impaciencia.) Yo diría diez. Bolton.—(Arqueando las cejas.) ]0h, oh! Es mucho. (Con sincero desatiento.) Terno que no aceptarán pagar tanto. César.—(Haciendo seňa de salir a Elena, que lo míra.) En-tonces lo dejaremos allí, seňor... (Busca la tarjeta del norte-americano en las bolsas de su pantalón, la encuentra, ta mira) seňor Bolton. (Juega con la tarjeta.) Bolton.—Sin embargo, yo puedo intentar... intentaré... César.—Una noche de noviembre de 1914, seňor Bolton —la noche del 17 de noviembre, para ser preciso—, César Rubio atra-vesaba con su asistente y dos ayudantes un paso de la sierra de Nuevo Leon para dirigirse a Monterrey y de allí a México, donde tenía cita con Carranza. Había mandado por delante un destaca-mento explorador, y a varios kilómetros lo seguía el grueso de sus fuerzas. En ese momento Rubio tenía el contingente mejor organizado y más numeroso, y todos los triunfos en la mano. 742 mm mm mm Era el hombre de la situación. Sin embargo, su ejército no lo alcanzó nunca, aunque siguió a delante esperando encontrarlo. Cuando se reunió con el destacamento explorador en San Luis Potosí diez días después, la oficialidad se enteró de que su jefe había desaparecido. Con él desaparecieron sus dos ayudantes, uno de los cuales era su favorito, y su asistente. Bolton.—Pero £qué pasó con él? César.—Eso es lo que vale diez mil dólares. Bolton.—(Excitado.) Yo le ofrezco a usted completar esa suma con el dinero de mi beca, con una parte de mis ahorros, si la universidad paga más de seis. (Tiene usted confianza? César.—Sí. Bolton.—,-Tiene usted documentos? César.—(Después de una breve dudá.) Sí. Bolton.—Entonces dígame... me quemo por saber... César.—En un punto que puedo ensefiarle, el ayudante favorito de César Rubio disparó třes veces sobre él y una sobre el asistente, que quedó ciego. Bolton.—£Y qué pasó con el otro ayudante? Usted dijo dos. césar:—(Vivamente.) No... uno, su ayudante favorito. Rubio, antes de morir, alcanzó a matarlo... era el capitán Solfs. Bolton.—Pero usted decfa que el ejército no se reunió nunca con César Rubio. Si seguía el mismo camino, tuvo que encon-trar los cuerpos. Y se sabe que el cuerpo de él no apareció nunca; no sé los otros. César.—Cuando usted vea el lugar, comprenderá. Rubio se desvió del camino sin darse cuenta, conversando con el ayudante, Más bien, el ayudante se encargó de desviarlo. Seguían mar-chando hacia Monterrey, pero no en linea recta. Se apartaron cuando menos un kilómetro hacia los montes. Bolton.—Pero, ;quién ordenó este crimen? César.—Todo... las circunstancias, los caudillos que se odia-ban y procuraban exterminarse entre sí... y que se asociaron contra él. Bolton.—(Y los cuerpos, entonces? César.—Los cuerpos se pudrieron en el sitio en una oquedad de la falda de un cerro. Bolton.—(El asistente? César.—Escapó, ciego. El registró los cadáveres cuando su dolor físico se lo permitió... él me contó a mí la historia. Bolton.—£Y qué documentos tiene usted? César.—Tengo actas municipales acerca de sus asaltos, informes de sus escaramuzas y combates, versiones taquigráficas de algunas de sus entrevistas... una de ellas con Maděro, otra con Carranza. El capitán Solíš era un buen taquígrafo. Bolton.—No, no. Quiero decir... £qué pruebas de su muerte? César.—Los papeles de identificación de César Rubio... un 743 ■■h mmmihi wmmwm hmmhhii jma^m ~.....c........c.....C.........C l telegrama manchado con su sangre, por el que Carranza lo ci-taba en Mexico para diciembre. Bolton.—^Nada más? César.—Soils tenia también un telegrama en clave, que he logrado descifrar, donde le ofrecian un ascenso y diner o si pa-saba algo que no se menciona... pero sin firma. Bolton.—^Eso es todo lo que tiene? (Súbitamente descon-fiado.) £Por qué está usted tan íntimamente enterado de estas cosas? César.—El asistente ciego me lo dijo todo. Bolton.—No... digo todas estas cosas... antes me ha dicho usted detalles desconocidos de la vida de César Rubio que nin-gún historiador menciona. ^Cómo ha hecho usted para saber? César.—(Con su sonrisa extraňa.) Soy profesor de historia, como usted, y he trabajado muchos aňos. Bolton,—j Oh, somos colegas! jMe alegro! Es indudable que entonces... l?or que no ha puesto usted todo esto en un libro? César.—No lo sé... inercia; la idea de que hay demasiados libros me lo impide quizes... o soy infecundo, simplemente. Bolton.—No es verosímil. (Se golpea los muslos con las manos y se levanta.) Perdóneme, pero no lo creo. César.—(Levantdndose.) i Cómo ? Bolton.—No lo creo... no es posible. César.—No entiendo. Bolton.—Además, es contra toda logica. César.—t Qué? Bolton.—Esto que usted cuenta. No es lógico un historiador que no escribe lo que sabe. Perdone, profesor, no creo. César.—Es usted muy dueňo. Bolton.—Luego, estos documentos de que habla no valen diez mil dólares... que son cincuenta mil pesos, perdone mi traduc-ción... ni prueban la muerte de Rubio. César.—Entonces, busque usted por otro lado. Bolton.—(Briliante.) Tampoco es lógico, sobre todo. Usted sabe que hombre era César Rubio... el caudillo total, el hombre elegido. £Y que me da? Un hombre como él, matado a tiros en una emboscada por su ayudante favorito. César.—No es el único caso en la revolución. Bolton.—(Escéptico.) No, no. <;É1, que era el amo de la revolución, muere asi nada más... cuando más necesario era? Me habla usted de cadáveres desaparecidos, que nadie ha visto, de papeles que no son prueba de su muerte. César.—Pide usted demasiado. Bolton.—El enigma es grande. Y la teoria parece absurda. No corresponde al carácter de un hombre como Rubio, con una voluntad tan magnifica de vivir. de hacer una revolución sana; 744 no corresponde a su destino. No lo creo. (Se sienta con mat humor y desilusidn en uno de los sillones.) Cesar.—(Despuds de una pausa.) Tiene usted razon; no corresponde a su caracter ni a su destino. (Pausa. Pasea un poco.) Y bien, voy a decirle la verdad. Bolton.—(Iluminado.) Yo sabfa que eso no podia ser cierto. Cesar.—La verdad es que Cesar Rubio no muri6 de sus heridas. Bolton.—iC6mo explica usted su desaparicion entonces? £Un secuestro hasta que Carranza gan6 la revolucidn? Cesar.—(Con tentitud, como reconstruyendo.) Rubio salio de la sierra con su asistente ciego. Bolton.—Pero, £por que no volvid a aparecer? No era capaz de emigrar, ni de esconderse. Cesar.—(Dubitativo, pausado.) En efecto... no era capaz. Sus heridas no tenian gravedad; pero enferm6 a consecuencia de ellas... del descuido inevitable... tres, cuatro meses. Entre-tanto, Carranza promulgo la ley del 6 de enero de 1915, en Veracruz, como ultimo recurso, y gan6 la primera jefatura de la revoluci6n. Esto agrav6 la enfermedad de Cesar, y... Bolton. —j No me diga usted ahora que murio de enfermedad, en su cama, como... como un profesorl Cesar.—(Mirdndolo extranamente.) <>Qu6 quiere usted que le diga, entonces? Bolton.—La verdad... si es que usted la sabe. Una verdad que corresponda al caracter de Cesar Rubio, a la 16gica de las cosas. La verdad siempre es logica. Cesar.—Bien. (Duda.) Bien. (Pequena pausa.) Enferm6 mas gravemente... pero no del cuerpo, cuando supo que la revolu-ci6n habia caido por completo en las manos de gente menos pura que el. Encontro que lo habian olvidado. En muchas re-giones ni siquiera habian oido hablar de el, que era el autor de todo... Bolton.—Si hubiera sido americano habria tenido gran pu-blicidad. Cesar.—Los heroes mexicanos son diferentes. Encontr6 que lo confundian con Rubio Navarrete, con Cesar Trevifio. La popu-laridad de Carranza, de Zapata y de Villa, sus luchas, habian ahogado el nombre de Cesar Rubio. (Se detiene.) La conspiracibn del olvido habia triunfado. Bolton.—Eso suena mas humano, mas posible. Cesar.—Su enfermedad lo habia debilitado mucho. El des-aliento retard6 su convalecencia. Cuando quiso volver, despues de mas de un aiio, fue inutil. No habia lugar para el. Bolton.—(Impresionado.) Si... si, claro. iQu6 hizo? Cesar.—Su ejercito se habia disuelto, sus amigos habian muer- 745 to en las grandes matanzas de aquellos aňos... otros lo habian traicionado. Decidió desaparecer. Bolton.—^Va usted a decirme ahora que se suicidó? Cesar.—(Con la misma extraňa sonrisa.) No, puesto que usted quiere la verdad logica. Bolton.—čBien? César.—Se apartó de la revolución completamente desilusio-nado, y pobre. Bolton.—(Con ansiedad.) jPero vive! César.—(Acentuando su sonrisa.) Vive. Más que nosotros dos. Bolton.-—Le daré la cantidad que usted ha pedido si me lo prueba. César.—<;Qué prueba quiere usted? Bolton.—El hombre mi srno. Quiero ver al hombre. Elena pasa de ta cocina at comedor llevando pan y servilletas. César.:—Tiene usted que prometerme que no revelará la verdad a nadie. Sin esta condición no aceptaría el trato, aunque me diera usted un milión. Bolton.—i Por qué? César.—Tiene usted que prometer. El no quiere que se sepa que vive. Bolton.—Pero, čpor qué? César.—No sé. Quizes espera que la gente lo recuerde un día... que desee y espere su vuelta. Bolton.—Pero yo no puedo prometer el silencio. Yo voy a enseflar en los Estados Unidos lo que sé, mis estudiantes lo espe-ran de mí. César.—Puede usted decir que vive; pero que no sabe dónde está. (Elena sale a ta cocina.) Bolton.—(Moviendo la cabeza.) La historia no es una novela. Mis estudiantes quieren los hechos y la filosofía de los hechos, pagan por ello, no por tm sueňo, un... mito. César.—Sin embargo, la historia no es más que un sueňo. Los que la hicieron soňaron cosas que no se realizaron; los que la estudian sueňan con cosas pasadas; los que la enseňan (con una sonrisa) sueňan que poseen la verdad y que la entregan. Bolton.—iQué quiere usted que prometá entonces? César.—Prometáme que no revelará la identidad actual de César Rubio. (Elena sale a la cocina y vuelve con una sopera humeante.) Bolton.—(Pausa.) ^Puedo decir todo lo demás... y probarlo? César.—Sí. Bolton.—Trato hecho. (Le tiende la mano.) ^Cuándo me lle-vará usted a ver a César Rubio? <; Dónde está? César.—(La voz ligeramente empaňada.) Quizá lo verá usted más pronto de lo que imagina. 746 g g g g C g Bolton.—čQué ha hecho desde que desapareció? Su carácter no es para la inactividad. César.—No. Bolton.—,-Pudo dejar de ser un revolucionario? César.—Suponga usted que escogió una profesión humilde, oscura. Bolton.-—£Él? Oh, sí. iQuizás arar el campo? Él creía en la tierra. César.—Quizás; pero no era el momento... Bolton.—Es verdad. César.—Había otras cosas que hacer... había que continuar la revolución, limpiarla de las lacras personales de sus hombres... Bolton.—Sí. César Rubio lo harfa. Pero, ^cómo? César.—(Con voz empaňada siempre.) Hay varias formas. Por ejemplo, Ilevar la revolución a un terreno mental... pedagó-gico. Bolton.—t Qué quiere usted decir? César.—Ser, en apariencia, un hombre cualquiera... un hombre como usted... o como yo... un profesor de historia de la revolución, por ejemplo. Bolton.—(Cayendo casi de espaldas.) ^Usted? César.—(Después de una pausa.) čLo he afirmado asi? Bolton.—No... pero... (Reaccionando bruscamente, se le-vanta.) Comprendo. ]Por eso es por lo que no ha querido usted publicar la verdad! (César lo mira sin contestar.) Eso lo explica todo, i verdad? César.—(Mueve ajirmativamente la cabeza. Con voz concen-trada, con ta vista fija en el espacio, sin ocuparse en Elena, que lo mira intensamente desde el comedor.) Si... lo explica todo. El hombre olvidado, traicionado, que ve que la revolución se ha vuelto una mentira, un negocio, pudo decidirse a enseňar historia. .. la verdad de la historia de la revolución, no? Elena estupefacta, sin gestos, avanza unos pasos hacia los arcos. Bolton.—Sí. jEs... maravilloso! Pero usted... César.—(Con su extraňa sonrisa.) č Esto no le parece a usted increíble, absurdo? Bolton.—Es demasiado fuerte, demasiado... heroico; pero corresponde a su carácter. iPuede usted probar...? Elena.—(Pasando a la sala.) La cena está lista. (Vaatapuer-ta izquierda y tlama.) j Julia! jMiguel! j La cena! Se oye a Miguel bajar rápidamente la escatera. Bolton.—(A Elena.) Gracias, seňora. (A César.) i Puede usted? mi mi i 1 g i i J J J J J J j César afirma con la cabeza. Entra Miguel. Julia llega un se- gundo después. Elena.—(A Bolton.) Pase usted. Bolton.—(Absorto.) Gracias. (Se dirige at comedor; de pronto, se vuelve a César, que esiá inmóvil.) ;Es maravilloso! Miguel.—(Mirándolo extraňado.) Pase usted. Bolton.—Maravilloso. \ Oh, gracias! Elena.—Empieza a servir, Julia, iquieres? Julia pasa ul comedor. Miguel, que se ha quedado en la puer-ta, mira con desconfianza a Bolton, luego a César, percibiendo algo particular. César, consciente de esta mirada vigilante, ca-mina unos pasos hacia el primer término, derecha. Elena lo sigue. l Elena.—César... César.—(Se vuelve bruscamente y ve a Miguel.) Entra en el comedor y atiende al seňor (mira la tar jeta.) Bolton. (A Bolton.) Pase usted. Yo voy a lavarme, si me permite. Se dirige a la izquierda bajo la mirada de Miguel que, después de dejar pasar a Bolton, se encoge de hombros y entra. Elena.—(Que ha seguido a César a la izquierda, lo detiene por un brazo.) ,-Por qué hiciste eso. César? César.—(Desasiéndose.) Necesito lavarme. Elena.—,»Por qué lo hiciste? Tú sabes que no está bien, que has (muy abajo) mentido. César se encoge violentamente de hombros y sale. Elena per-manece en et sitio siguiéndolo con la vista. Se oyen sus pasos en la escalera. Del comedor salen ahora voces. Julia.—Siéntese usted, seňor. Bolton.—Gracias. Digo, sólo en la revolución mexicana pue-den encontrarse episodios asi, ^verdad? Miguel.—£A qué se refiere usted? Bolton.—Hombres tan sorprendentes-' como... Elena.—(Reaccionando bruscamente y di- I rigiéndose con energía al comedor.) Mis hijos f Casi a *a vez-no saben nada de eso, profesor. Son demasia-do ióvenes. J Bolton.—(Levantándose, absolutamente convencido ya.) jOh, claro está, seňora! Comprendo... pero es maravilloso de todas' maneras. telón 748 ACTO SEGUNDO Cuatro semanas más tarde, en casa del profesor César Rubio. Son las cinco de la tarde. Hace calor, un calor seco, irritante. Las puertas y la ventana están abiertas. Julia hace esfuerzos por leer un libro, pero frecuentemente abandona la lectura para aba-nicarse con él. Lleva un traje de casa, excesivamente ligero, que seňala con demasiada precision sus formas. Deja caer el libro con fastidio y se asoma a la ventana derecha. De pronto grita: Julia.—^Carta para aquí? Después de un instante se vuelve al frente con desaliento. Recoge et libro y vuelve nuevamente la cabeza hacia la ventana. Mientras ella está asi, el desconocido —Navarro— se detiene en et marco de la puer ta derecha. Es un hombre alto, enérgico, de unos cincuenta y dos aňos. Tiene el pelo blanco y un bigo-te de guias a la kaiser, muy negro, que casi parece teňido. Viste, at estilo de la región, ropa muy ligera. Se detiene, se pone las manos en la cihtura y examina ta pieza. Al ver ta forma de Julia destacada junto a la venta, sonríe y se lleva instintivamente la mano a la guia del bigote. Julia se vuelve, levantándose. Al ver al desconocido se sobresalta. Desconocido.— Buenas tardes. Me han dicho que vive aquí César Rubio. ^Es verdad, seňorita? Julia.—Yo soy su hija. Desconocido.—jAh! (Vuelve a retorcerse et bigote.) Conque vive aquí. Bueno, es raro. Julia.—;Por qué dice usted eso? Desconocido.—(Y dónde está César Rubio? Julia.—No sé... salió. Desconocido.—(Con un gesto de contrariedad.) Regresaré a verlo. Tendre que verlo para creer... Julia.—Si quiere usted dejar su nombre, yo le diré... Desconocido.—(Después de pausa.) Prefiero sorprenderlo. Soy un viejo amigo. Adiós, seňorita. (Se atusa el bigote, sonríe con insolenda y recorre el cuerpo de Julia con los ojos. Ella se es-tremece un poco. Ét repite, mientras la mira.) Soy un amigo... un antiguo amigo. (Sonríe para sí.) Y espero volver a verla a usted también, seňorita. Julia.—Adiós. Desconocido.—(Sale contoneándose un poco y se vuelve a verla desde la puerta.) Adiós, seňorita. (Sale.) Julia se encoge de hombros. Se oyen los pasos de Elena en la escalera. Julia reasume su posición de lectura. 749 Elena.—(Entrando.) ^Quién era? (El cartero? Julia.—No... un hombre que dice que es un antiguo amigo de papá. Lo dijo de un modo raro. Dijo también que volvena. Me miró de una manera tan desagradable... Elena.—(Con intention.) (Dices que no pasó el cartero? Julia.—Pasó... pero no dejó nadá. . ,. . Elena.—(Esperabas carta? Julia.—No. Elbna.—Haces mal en mentirme. Sé que has escrito a ese muchacho otra vez. (Por qué lo hiciste? (Julia no responde.) Las mujeres no deben hacer esas cosas; no haces sino buscarte una tortura más, esperando, esperando todo el tiempo. Julia.—Algo he de hacer aquí. Mamá, no me digas nada. (Se estremece.) Elena.—(Qué tienes? Julia.—Estoy pensando en ese hombre que vino a buscar a papá... en cómo me miró. (Transition muy brusca. Arroja el libro.) (Vamos a estar asi toda la vida? Yo ya no puedo más. Elena.—(Moviendo la cabeza.) No es esto lo que te atormen-ta, Julia, sino el recuerdo de Mexico. Si olvidaras a ese muchacho, te resignarías mejor a esta vida. Julia.—Todo parece imposible. (Y mi padre, que hace? Irse por la maňana, volver por la noche, sin resolver nada nunca, sin hacer caso de nosotros. Hace semanas que no puede hablársele sin que se irrite. Me pregunto si nos ha querido alguna vez. Elena.—Le apena que sus asuntos no vayan mejor, más rápi-damente. Pero tú no debes alimentär esas ideas que no son limpias, Julia. Julia.—Miguel también está desesperado, con razón. Elena.—Son ustedes tan impacientes... (Dónde está ahora tu hermano? Julia.—Se rue al pueblo, a buscar trabajo. Dice que se irá. Hace bien. Yo deb ia... Elena.—(Que puede una hacer con hijos como ustedes, tan apasionados, tan incpmprensivos? Te impacienta esperar un cam-bio en la suerte de tu padre, pero no te impacienta esperar que te escriba un hombre que no te quiexe. Julia.—Me haces dano, mamá. Elena.—La verdad es la que te hace daňo, hija. (Julia se le-vanta y se dirige a la izquierda.) Hay que planchar la ropa. (Quie-res traerla? Está tendida en e! solar. Julia, sin responder, pasa al comedor y de allí a la cotina para xalir al solar. Elena la sigue con la vista, moviendo la cabeza, y jMi.sa a la cotina. La »SCtna queda desierta un momento. Por la derecha entra i nm rl wir» nt hrazo, los zapatos polvosos. Tira el saco en 710 1 Ľ L 1 una sitla y se tiende en el sofa de tule enjugdndose la frente. Acostado, Ha, metódicamente como siempre, un cigarro de hoja. Lo endende. Fuma. Elena entra en el comedor, percibe el clor del cigarro y pasa a la sala. Elena.—(Por que no me avisaste que habias Hegado? César.—Dame un vaso de agua con mucho hielo. Elena pasa al comedor y vuelve un momento después con el agua. César se mcorpora y bebe lentamente. Elena.—(Arreglaste algo? César.—(Tendiéndole el vaso vatio.) iNo crees que te lo ha-bría dicho si asi fuera? Pero no puedes dejar de preguntarlo, de molestarme, de... (Calla bruscamente.) Elena.—(Dando vuettas al vaso en sus manos.) Julia tiene razón... hace ya semanas que parece que nos odias, César. César.—Hace semanas que parece que me vigilan todos... tú, Julia, Miguel. Espian mis menores gestos, quieren leer en ml cara no sé qué cosas. Elena.—i César! Julia.—(Entra en et comedor llevando un lío de ropa.) Aquí está la ropa, mamá. Elena.—(Va hacia el comedor para dejar el vaso.) Déjala aquí. O mejor no. Hay que recoserla antes de plancharla. (Quie-res hacerlo en tu cuarto? Julia pasa, sin contestar, a la sala, y cruza hacia la izquierda sin hablar a su padre. César.—(Mirándota.) (Sigue molestándote mucho el calor, Julia? Julia.—(Sin volverse.) Menos que otras cosas... menos que yo misma, papá. (Sale.) César.—(Ves cómo me responde? (Qué le has dicho tú, que cada vez siento a mis hijos más contra mí? Elena.—(Con lentitud y firmeza.) Te engaňas, César, no te atreves a ver la verdad. Crees que somos nosotros, que soy yo sobre todo la que incomoda y te persigue. No es eso. Eres tú mismo. César.—(Qué quieres decir? Elena.—Lo sabes muy bien. César.—(Sentándose bruscamente.) Acabemos... habla claro. Elena.—No podría yo hablar más claro que tu conciencia. César. Estás asi desde que se fue Bolton... desde que cerraste el trato con él. César.—(Levantándose furioso.) ^Ves cómo me espías? Me espiaste aquella noche también. 751 i i i r ŕ mm tail wJí Will" h* ' 3 Smml iu!3 hMMV ..........i ^ NhJ tan} Elena.—Oi por casualidad, y te reproché que mintieras. Cesar.—Yo no menti. Puesto que oiste, debes saberlo. Yo no afirmé nada, y le vendi solamente lo que él quería comprar. Elena.—La forma en que hablaste era más segura que una afirmacion. No sé cómo pudiste hacerlo. César, ni, menos, cómo te extraňa el que te persiga esa mentira. César.—Supón que fuera la verdad. Elena.—No lo era. César.—i Por que no? Tú me conociste después de ese tiempo. Elena.—César, i dices esto para llegar a creerlo? v César.—Te equivocas. Elena.—Puedes engaňarte a ti mismo si quieres. No a mí. césar.—Tienes razón. Y sin embargo, ípor qué no podría ser asi? Hasta el mismo nombre... nacimos en el mismo pueblo, aquí; teníamos más o menos la misma edad. \ Elena.—Pero no el mismo destino. Eso no te pertenece. ' César.—Bolton lo creyó todo... era precisamente lo que él quería creer. elena;—<• Crees que hiciste menos mal por eso? No. César.—(Por qué no lo gritaste entonces? (Por qué no me desenmascaraste f rente a Bolton, f rente a mis hijos? Elena.—Sin quererlo, yo complete tu mentira. César.—(Por que? Elena.—Tendrias que ser mujer para comprenderlo. No quiero juzgarte. César... pero esto no debe seguir adelante. César.—; Adelante? Elena.—Vi el paquete que trajiste la otra noche... el uniforme, el sombrero tejano. César.—j Entonces me espias! Elena.—Si... pero no quiero que te engaňes más. Acabarías por creerte un héroe. Y quiero pedirte una cosa: i que vas a ha-cer con ese dinero? César.—No tengo que darte cuentas. Elena.—Pero si no te las pido. Ni siquiera cuando era joven habria sabido que hacer con el dinero. Lo que quiero es que hagas algo por tus hijos... están desorientados, desesperados. César.—Tienes razón, tienes razón. He pensado en ellos, en ti, todo el tiempo. He querido hacer cosas. He ido a Saltillo, a Monterrey, a buscar una casa, a ver muebles. Y no he podido comprar nada... no sé por que... (Baja la cabeza.) Fuera de ese uniforme... que me hacia sentirme tan seguro de ser un general. Elena.—i No has pensado que podría descubrirse tu mentira? César.—No se descubrirá. Bolton me dio su palabra. Nadie sabrá nada. Elena.—Tú, todo el tiempo. ^Por que no nos vamos'de aquí? Los muchachos necesitan un cambio... un verdadero cambio. 752 Vámonos, César... sé que tienes dinero suficiente... nô me 1m-porta cuánto- A hora que lo tienes... es el guardarlo lo que te pone asi. César.—(Tengo derecho a usarlo? Eso es lo que me ha tor-turado. iDerecho a usarlo en mis hijos sin...? Elena.—Tienes el dinero. Yo no podría verte tirarlo, ahora que lo tienes; no podría: me dan tanta inquietud, tanta insegu-ridad mis hijos. César.—j Tirarlo! Lo he pensado; no pude. Y... me da ver-güenza confesártelo... pero he Hegado a pensar en irme solo. Elena.—Lo sabia. Cada noche que te retrasabas pensaba yo: ahora y a no vol vera. César.—No fue por falta de cariňo... te lo aseguro. Elena.—También lo sé... eran remordimientos, César. César.—(Transition.) (Remordimientos por que? Otros hom-bres han hecho otras cosas, cometido crimenes... sobre todo en Mexico. No robé a ningun pobre, no he arruinado a nadie. Elena.—Tú sabes que si se descubriera esto, por lo menos Bolton, que es joven, perderia su prestigio, su carrera.., y nos-otros, que no tenemos nada, la tranquilidad. Vámonos, César. César.—Bolton mismo, si algo averiguara, tendria que callar para no comprometerse. (Y adónde podríamos ir? (A Mexico? Elena.—Siento que tú no estarias tranquilo alii. César.—(Monterrey? (Saltillo? (Tampico? Elena.—(Podrías vivir en paz en la República, César? Yo tendria siempre miedo por ti. César.—No te entiendo. Elena.—Tú lo sabes... sabes que tendrias siempre delante el fantasma de... CÉSAR.—(Rebetdndose.) Acabarás por hacerme creer que soy un criminal. (Pausa.) (Por que no ir a los Estados Unidos? č A California? Elena.—Creo que seria lo mejor, César. César.—Me cuesta el salir de Mexico. Elena.—Nada te detiene aquí más que tus ideas, tus sueňos, compréndelo. César.—jMis sueňos! Siempre he querido la realidad: es lo que tú no puedes entender. Una realidad... (Se encoge de hom-bros.) Mucho tiempo he tenido deseos de ir a California; pero no podría ser para toda la vida. (Reaction vigorosa.) Has aca-bado por hacerme sentir miedo; no nos iremos, no corro peligro alguno. Elena.—(Has sentido miedo entonces? También sentiste remordimientos. (No te das cuenta de que esas cosas están en ti? César.—Quien te oyera pensaría en algo sórdido y horrible, en un crimen. No, no he cometido ningún crimen. Lo que tú llamas remordimiento no era más que desorientación. Si no he 753 usado ei dinero es porque nunca habia tenido tanto junto... en mi vida...: he perdido la capacidad de gastar, como ocurre con nuestra clase; otros pierden la capacidad de comer, en fuerza de privaciones. Elena.—Si... eso parece razonable... parece cierto, Cdsar. Cesar.—^Entonces? Elena.—Parece, porque lo generalizas. Pero no es cierto, C&-sar. Puede ser que no hayas cometido un crimen al tomar la personalidad de un muerto para... Cesar.—] Bastal Elena.—Puede ser que no hayas cometido siquiera una falta. ^Por que" sientes y obras como si hubieras cometido una falta y un crimen? CEsSAR.—jNo es verdad! Elena.—Me acusas de espiarte, de odiarte... huyes de nos-otros diariamente... y en el fondo, eres tu el que te espias, despierto a todas horas; eres tu el que empiezas a odiarnos... es como cuando alguien se vuelve loco, ^no ves? CfiSAR.—£Y que" quieres que haga entonces? (Pausa.) O... £re-clamas tu parte? Elena.—Yo soy de esas gentes que pierden la capacidad de comer: la he perdido a tu lado, en nuestra vida. No me quejo. Pero Miguel dijo que se quedaba porque tu le habias prometido no hacer nada deshonesto. Cesar.—^Y lo he hecho acaso? ELENA.—Tu lo sabes mejor que yo; pero tus hijos se secan de no hacer nada, Cösar. Somos viejos ya y necesitamos el dinero menos que ellos. Puede s ayudärles a establecerse, fuera de aqui. Podrias darles todo, para librarte de esas ideas... iQui nos importa ser pobres unos cuantos anos mäs, a ti y a nü? CfisAR.—(Muy torturado.) ^No tenemos nosotros derecho a un desquite? Elena.—Si tu quieres. Pero no los sacrifiquemos a ellos. Qui-zä no quieres irte de Mexico porque pensaste que la gente podia enterarse de que tenemos dinero... por vanidad. Si nos vamos, C£sar, seremos felices. Pondremos una tienda o un restorän me-•xicano; cualquier cosa. Miguel cree en ti todavfa, a pesar de todo. Cr sm;.—|D6jame! ^Por que" quieres obligarme a decidirlo todo ahora? Despuös habrä. tiempo. .. habrä tiempo. (Pausa.) Me conoccs demasiado bien. Elena.—|Despu6s! Puede ser tarde. No me guardes rencor, Cösar. (Le loma la mono.) Hemos estado siempre como desnu-dos, cubriöndonos mutuamente. En el fondo eres recto... <-por que" tc uvrigüenzas de serlo? ,-Por que" quieres ser otra cosa... ahora? CfltiAH.—Todo el mundo aqui vive de apariencias, de gestos. Yi. lw» tlli'h» que »oy el otro Cösar Rubio... ,-a quien pcrjudica eso? Mira a los que Uevan äguila de general sin haber peleado en una batalla; a los que se dicen amigos del pueblo y lo roban; a los demagogos que agitan a los obreres y los llaman camaradas sin haber trabajado en su vida con sus manos; a los profesores que no sahen ensenar, a los estudiantes que no estudian. Mira a Navarro, el precandidato... yo se que no es mas que un bandi-do, y de eso si tengo pruebas, y lo tienen por un heroe, un gran hombre national. Y ellos si hacen daiio y viven de su mentira. Yo soy mejor que muchos de ellos. cPor qua no...? Elena.—Tu lo sabes... tambidn eso esta en ti. Tu no, porque no, porque no. CfiSAR.—i Estüpida! | Döjame ya! j D^jame! Elena.—Estäs ciego, Cösar. Entra Miguel con el saco al brazo y un periödico doblado en la mono. Parece trastornado. Cisar y Elena caltan, pero sus vo-ces parece que siguieran sonando en la atmösfera. Cisar pasea de un extremo a otro. Miguel se sienta en et sofd, cansado, mi-rdndolos lentamente. Elena.—£D6nde estuviste, Miguel? Miguel no contesta. Mira con intensidad a Cäsar: La tut se hace mds opaca, como si se eubriera de polvo. Cesar.—(Votviindose como picado por un aguijön.) iTor que" me miras asf, Miguel? Miguel.—(Lentamente.) He estado pensando que tus hijos sa-bemos muy poco de ti, padre. Cesar.—t^e mi? Nada. Nunca les ha importado saber nada de mi. Miguel.—Pero me pregunto tambien si mamä sabe mds de ti que nosotros, si nos ha ocultado algo. Elena.—Miguel, £que" te pasa? Es como si me acusaras de... Miguel.—Nada. Es curioso, sin embargo, que para saber qui^n es mi padre tenga yo que esperar a que lo digan los pe-riodicos. Cesar.—<[Que quieres decir? Miguel.—(Desdoblando el periödico.) Esto. Aqui hablan de ti. Cesar.—(Yendo hacia iL) Dame. Miguel.—(Con una energia concentrada, ritmica casi.) No. Voy a leerte. Eso por lo menos lo aprendi. Cesar y Elena cambian una mirada rdpida. Elena.—(.4 media voz.) jC^sar! Miguel.—(Leyendo con lentitud, martilleando un poco las pa- 755 labras.) "Reaparece un gran héroe mexicano. La verdad es más extrana que la ficción. Bajo este título, tornádo de Shakespeare, el profesor Oliver Bolton, de la Universidad de Harvard, publica en el New York Times una serie de artículos sobre la revolución mexicana." César.—Sigue, Elena se acerca a él y toma su brazo, que va apretando gra-dualmente durante la lectura. Miguel.—(Después de una mirada a su padre; leyendo con voz blanca.) "El primero relata la misteriosa desaparición, en 1914, del*extraordinario general César Rubio, verdadero precursor de la revolución, según parece. Bolton describe la vertiginosa carrera de Rubio, su influencia sobre los destinos de Mexico y sus hombres, hasta caer en una emboscada tendida por un subor-dinado suyo, comprado por sus enemigos. EI articulo reproduce documentos aparentemente fidedignos, fruto de una honesta investigation." Elena.—Había prometido, ,-no? César.—Calla. Miguel.—(Los mira. Sonríe de un modo extraňo y sigue leyendo.) "Estas revelaciones agitarán los círculos políticos y se-guramente alterarán los textos de la história mexicana contem-poránea. Pero el golpe teatral está en el segundo articulo, donde Bolton refiere su reciente descubrimiento en Mexico. Según él, César Rubio, desilusionado ante el triunfo de los dernagogos y los falsos revolucionarios, oscuro, olvidado, vive —contra toda creencia—, dedicado en humilde cátedra universitaria —gana cuatro pesos diaríos (ochenta centavos de dólar)— a enseňar la história de la revolución para rescatarla ante las nuevas gene-raciones. (Miguel levanta la vista hada César, que se vuelve a otra parte. Se oyen los pasos de Julia en ta escalera.) Al estre-char la mano de este héroe —dice Bolton— prometí callar su identidad actual. Pero no resisto a la belleza de la verdad, al de-seo de hacer justicia al hombre cuya conducta no tiene paralelo en la história." Julia.—Mamá. Miguel.—(Volviéndose a ella.) Escucha. (Lee.) "Siendo digno César Rubio de un homenaje nacionál, puede además ser aún útil a su pais, que necesita como nunca hombres desinteresados. Cincinato se retiró a labrar la tierra convirtiéndose en un rico hacendado. César escribió sus Comentarios; pero ni estos héroes ni otros pueden equipararse a César Rubio, el gran caudillo de ayer, el humilde profesor de hoy. La verdad es siempre más extraňa que la ficción." (Pausa.) Julia.—iQué quiere decir...? 756 MiouBL^-H»y algo mái. (U:) "El profoor Bolton> Mr6 a los corresponsales extranJero« que encontri * Cajar HuM<- "> una humilde casa de madera aiilada cerca dal puablo de Aiim- de, proximo a la carretera central." Elena.—i Oh, César! Julia.—Papá, no entiendo... ŕesto se refiere a. ■.? César—čEs todo? Miguel.—No... hay más. Pero dile a Julia que sc refiere a tí, padre. CÉSAR.—Acaba. - _ . . miguel.—"La Secretaría de Guerra y el Partido RevoluciO-nario investigan ya con gran reserva este caso por orden del Primer Magistrado de la Nación. A ser cierto, este aconteci-miento revolucionára la política mexicana." Ahora si es todo. Elena.—čQué vas a hacer ahora, César? César.—Tenías razón. Debemos irnos. Miguel.—Pero yo quiero saber. iEs cierto esto? Y si es cierto, i por qué lo has callado tanto tiempo, padre? Julia.—(Apartando los ojos del periódico.\ Tú, papá... i Parece tan extraňo! Miguel.—Dfmelo. Elena.—Interrogas a tu padre, Miguel. Miguel.—š Pero no comprendes, mama? Tengo derecho a Julia.—(Tirando el periodica y corriendo a abrazar a César.) čY te has sacrifieado todo este tiempo, papá? Yo no sabía... ] Oh, me haces tan feliz! Me siento tan mala por no haber... César la abraza de modo que te impide ver su rostro demu-dado. Miguel.—t Vas a decírmelo? Jv\Äk.—(Desprendiéndose, vehemente.) ,;Acaso no crees que sea cierto? Deberíamos sentir vergiienza de cómo nos hemos portado con él (sonriendo), con el seňor general César Rubio. Miguel.—Papá, č no me lo dirás? César.—Y bien... Elena.—Debemos irnos inmediatamente, César; ya que ha sucedido lo que queríamos evitar. Miguel, Julia, empaquen pronto. Nos vamos ahora mismo a los Estados Unidos. El tren pa-sará a las siete por el pueblo. César.—(Decidido.) Si, es necesario. Julia se dirige a la izquierda. Miguel.—Pero esto parece una fúga. t Por que? £Y por que el silencio? No es más que una palabra... 757 Julia.—(Volviéndose.) Ven, Miguel, vamos. César.—(Con esfuerzo.) Se te explicará todo después. Ahora debemos empacar y marcharaos. Miguel le dirige una ultima mirada y cruza hacia la izquierda. Cuando se reúne con Julia cerca de la puerta, se oye un toquido por la derecha. César y Elena se miran con desamparo. César.—{La voz blanca.) čQuién? Cinco hombres penetran por la derecha en el orden siguien-te: primero, Epigmenio Guzmán, presidente municipal de Allende; en seguida, el licenciado Estrella, delegado del Partido en la región y gran orador; en seguida, Salinas, Garza y Treviňo, dipu-tados locales. Instintivamente Elena se prende al brazo de César y lo hace retroceder unos pasos. Julia se sitúa un poco más atrás, al otro lado de César, y Miguel al lado de su madre. Este cuadro de familia desconcierta un poco a los recién llegados. Guzmán.—(Limpiándose la garganta.) t Es usted el que dice ser el general César Rubio? César.—(Después de una rápida mirada a su familia, se ade-lanta.) Ése es ml nombre. Salinas.—(Adelantando un paso.) Pero ^es usted el general? Guzman.—Permítame, compaňero Salinas. Yo voy a tratar esto. Estrella.—Perdón. Creo que el indicado para tratarlo soy yo, seňores. (Blande un telegrama.) Adcmás, tengo instrucciones es-peciales. ExtreBc es attr. Áclgadz ziznc usus i£Z?ism£_- biyáci zně zn~ aaaáiH £í fixuL. ČTsr granaes ptínľôis y mucňos amüos. Tiene la piet manchada por esas confusas manifestaciones cutáneas que atestiguan a ta vez el exceso sexual y el exceso de abstention sexual. Los otras son norteňos típicos, delgados Salinas y Treviňo, gordos Garza y Guzmán. Todos sanos, buenos bebedores de cerveza, campechanos, claros y decididos. Treviňo.—Oye, Epigmenio. Garza,—Mire, compaňero Estrella... Simultáneamente Guzmán.—Me parece, sefiores, que esto me toca a mí, y ya. César.—(Que ha estado mirándotos.) Cualquiera que sea su um m i,., sefiores, háganme favor de sentarse. (Con un ademán hatia el grupo de sus familiäres.) Mi esposa y mis hijos. 758 Los visitantes hace n un saludo silencioso, menos Estrella, que se dirige con una sonrisa a estrechar la mono de Elena, Julia y Miguel, murmur ando saludo s banales. Es un capitalino de la baja close media. Entretanto, Epigmenio Guzmán ha estado obser-vando intensamente a César. Guzman.—Nuestro asunto es enteramentě privado. Sería pre-ferible que... (Mira a la familia.") César.—Elena... Elena toma de la mano a Julia e initio el mutis. Miguel per-manece mirando a su padre y a tos visitantes atternativamente. Estrella.—De ninguna manera. El asunto que nos trae exige el secret© más absoluto para todos, menos para los familiäres del seňor Rubio. Elena y Julia se han vuelto. Salinas.—No necesitamos la presencia de las sefioras por ahora. Trevino.—Esto es cosa de hombres, compaňero. César.—(Irónico, inquieto en realidad por la tensa atención de Miguel, por la angustia de Elena.) Si es por mí, seňores, no se preocupen. No tengo secretos para mi familia. Garza.—Lo mejor es aclarar las cosas de una vez, Usted... Estrella.—Compaňero diputado, me permito recordarle que tengo la representación del partido para tratar este asunto. Estimo que la seňora y la seňorita, que representan a la familia mexicana, deben quedarse. CS&ái—T-t^prr ^£ hastßac äs saňacse «eaarei 'T&dor Äí> aataz Jtscaztirruúj x Úc vez: mstas fig—C it$Ke zrrr—jTJí' mirando a César.) i Usted? (A Guzmán.) Guzmán.—(Sobresaltado.) Gracias. Estrella y Salinas que dan sent ados en el sofa de tule; Garza y Treviňo en los sitlones de tule, a los tados. Guzmán, al ser m-terpelado por César, va a sentarse al sofa, de modo que Estrella queda al centro. Elena y Julia se han sentado en el otro extremo, mirando al grupo. Miguel, para ver la cara de su padre, que ha quedado de espaldas al publico, se sitúa recargado contra los arcos. César, como un acusado, queda de frente al grupo de polí-ticos en primer término derecha. Los diputados miran a Guzmán y a Estrella, Salinas.—čQuě pasó? tQuién habla por fin? Treviňo.—Eso. 759 cccccccc Estkella.—(Adelantándose a Guzmán.) Seňores... (Se lim-pia la garganta.) El seňor Presidente de la República y el Partido Revolucionario de Ja Nación me han dado instrucciones para que investigue las revelaciones del profesor Bolton y establezca la identidad de su informante. <-Qué tiene usted que decir, seňor Rubio? Debo pedirle que no se equivoque sobre nuestras inten-ciones, que son cordiales. césar.—(Pausado, sintiendo como una quemadura la mirada f i ja de Miguel.) Todos ustedes son muy jóvenes, seňores... per-tenecen a la revolución de hoy. No puedo esperar, por lo tanto, que me reconozcan. He dicho y a que soy César Rubio. č Es todo lo que desean saber? Saunas.—(A Estrella.) Mi padre conoció al general César Rubio... pero murió. Trbviňo.—También mi tío... sirvió a sus órdenes; me ha-blaba de él. Murió. Garza.—Sin embargo, quedan por ahí viejos que podrían re-conocerlo. Estrella.—Esto no nos lleva a ninguna parte, compaňeros. (A César.) Mi comisión consiste en averiguar si es usted el general César Rubio, y si tiene papeles con qué probarlo. Cesar.—(Alerta, consciente de ta silenciosa observación de Guzmán.) Si han leído ustedes los periódicos —y me figuro que si— sabrán que entregué esos documentos al profesor Bolton. Estrella.—Mire, mi general... hm... seňor Runbio, este asunto tiene una gran importancia. Es necesario que hable usted y a. César.—(Casi acorralado.) Nunca pense en resucitar el pa-sado, seňores. Miguel.—(Avanza dos pasos quedando en linea diagonal f rente a su padre,) Es preciso que hables, papá. César.—(Tratando de veneer su abatimiento.) <-Para que? Estrella.—Usted comprende que esta revelación está desti-nada a tener un peso singular sobre los destinos politicos de Mexico. Todo lo que le pido, en nombre del seňor Presidente, en nombre del Partido y en nombre de la patria, es un docu-mento. Le repito que nuestras intenciones son cordiales. Una prueba. César.—(Alzando la cabeza.) Hay cosas que no necesitan de pruebas, seňor, i Qué objeto persiguen ustedes al investigar mi vida? tPor qué no me dejan en mi retiro? Estrella.—Porque si es usted el general César Rubio, no se pertenece, pertenece a la revolución, a una patria que ha sido siempre am or o sa madre de sus héroes. Salinas.—Un momento. Antes de decir diseursos, compaňero Estrella, queremos que se identifique. 760 Garza.—Que se identifique... ^ c.___t4j~.„ Trevino.—Eso es todo lo que pedimos. > mpnte Miguel.—Papá. (Da un paso más al frente.) ) meme César.—Es curioso que quienes necesitan de pruebas mate-riales sean precisamente mis paisanos, los diputados locales... (mirada a Miguel) .. .y mi hijo. (Miguel retrocede un paso, ba-jando la cabeza.) £ Por que no me dejan tan muerto como estaba? Estrella.—(Decidido.) Comprendo muy bien su actitud, mi general, y yo que represento al Partido Revolucionario de la Nación no necesito de esas pruebas. Estoy seguro de que tampoco el seňor Presidente las necesita, y bastará... Salinas.—(Levantándose.) Nosotros sí. Estrella.—Permítame. Es el pueblo, son los periodistas, que no tardarán en llegar aquí (César y Elena cambian una mirada); son los burócratas de la Secretaría de Guerra, que tampoco tardarán. (Por qué no nos da usted esa pequeňa prueba a nosotros y nos tiene confianza, para que nosotros respondamos de usted ante el pueblo? César.—El pueblo serfa cl único que no necesitara pruebas. Tiene su instinto y le bašta. Me rehuso a identificarme ante ustedes. Miguel.—Pero, čpor qué, papá? Garza.—No es necesario que se ofenda usted, general. Veni-mos en son de paz. Si pedimos pruebas es por su propia con-veniencia. Salinas.—Lo más práctico es traer a algunos viejos del pueblo. Yo voy en el carro. Treviňo.—Pedimos una prueba como acto de confianza. Estrella.—Yo eneuentro que el general tiene razón. (A César. Ya ve usted que yo no le he apeado el título que le pertenece. (A los demás.) Pero si él supiera para qué hemos venido aquí, comprenderfa nuestra insistencia. César.—(Mirando alternativamente a Miguel y a Elena.) čCon qué objeto han venido ustedes, pues? Estrella.—Allí está la cosa, mi general. Démonos una prueba de mutua confianza. César.—(Sintiéndose fortalecido.) Empiecen ustedes, en-tonces. Estrella.—(Sonriendo.) Nosotros estamos en mayoría, mi general: en esta época el triunfo es de las mayorías. Salinas.—La cosa es muy sencilla. Si él se niega a identi-ficarse, ,-a nosotros qué? Sigue muerto para nosotros y ya. Estrella.—Mi misión y mi interes son más amplios que los de ustedes, compaňeros. Treviňo.—Allá usted... y allá las autoridades. Nosotros no tenemos tiempo que perder. Vámonos, muchachos. (Se levantan.) Garza.—(Levantándose.) Espérate, hombre. 761 SALINAS.—(Levanlándose.) Yo sícmprc Jcs dije que era pura ílusión todo. Esxwslla.—(Levantándose.) Las autoridades militares, en efec-to, mi general, podrán presionarlo a usted. iPor que insistir en esta actitud? £Por que no nombra usted a alguien que lo conoz-ca, que lo identifique? Es en interés de usted... y de la nación... y de su Estado. (Se vuelve hacia la familia.) Pero es tamos per-diendo el tiempo. Con todo respeto hacia su actitud, mi general... estoy seguro de que usted tiene razones poderosas para obrar asi... la seňora podría sin duda... Elena se levanta. César.—(Con angustiosa energia.) No meta usted a mi mujer en estas cosas. Elena.—-Déjame, César. Es necesario. Yo atestiguaré. César.—Mi esposa nada sabe de esto. (A Elena.) Cállate. Guzman.—(Hablando por primera vez desde que empezó esto.) Un momento. (Todos se vuelven hacia él, que continua sen-tado.) Dicen que César Rubio era un gran fisonomista... yo no lo soy; pero recuerdo sus facciones. Era yo muy joven y no lo vi más que una vez; pero para mí, es él. Lo he estado observan-do todo el tiempo. (Sensation.) Tal vez se acuerde de mi padre, que sirvió a sus órdenes. (Saca un gruesó reloj de tipo ferroca-rrilero, cuya tapa posterior a/za; se levanta él mismo, y tiende el retoj a César Rubio.) ;Lo conoce usted? César.—(Tomando el reloj, pasa al centro de la escena mien-tras los demás lo rodean con curiosidad. Duda antes de mirar el retrato, se decide, lo mira y sonríe. Alza la cab e za y devuelve el reloj a Guzmán. Se mete las manos en los bolsillos y se sienta en el sofa, diciendo:) Gracias. Guzmán.—čLo conoce usted? (Se acerca.) César.—(Lentamente.) Es Isidro Guzmán; lo mataron los huertistas el 13, en Saltillo. Guzmán.—(A los otros.) ,>Ven cómo es él? Estrella.—iEs usted, entonces, el general César Rubio? Salinas.—Eso no es prueba. GuzmAn.—iCómo iba a conocer a mi viejo, entonces? Trevlňo.—No, no; esto no quiere decir nada. Estrella.—Un momento, seňores. Mi general... hm... seňor Rubio: idónde nació usted? Espero que no tenga inconveniente en divii nu- eso. César.—En esta misma población, cuando no era más que un principio de aldea. Estrblla.—,»En quč calle? César.—En la única que tenia el pueblo entonces... la Calle KcmI 762 Estrella.—^En qué ano? César.—Hizo medio siglo precisamente en julio pasado. Estrella.—;( Sacando un telegrama del bolsillo y pasando ta vista sobre él.) Gracias, mi general. Ustedes dirán lo que gus-ten, compaůeros; a mí me bašta con esto. Los datos coinciden. Guzmán.—Y a mí también. Conoció al viejo. César.—(Sonriendo.) Le decían la Gallareta. GuzmAn.—(Con entusiastno.) Es verdad. César.—(Remachando.) Era valiente. GuzmAn.—(Más entusiasmado.) jYa lo creo! Ese era el viejo. .. murió peleando. Valiente de la eseuela de usted, mi general. César.—i De cuál de las dos? (Risas.) No... la Gallareta murió por salvar a César Rubio. Cuando los federales dispararon sobre César, que iba adelante a caballo, el coronel Guzmán hizo reparar su montura y se atravesó. Lo mataron, pero se salvo César Rubio. Treviňo.—^Por qué habla usted de sí mismo como si se tra-tara de otro? César.—(Čada vez más dueňo de si.) Porque quizás asi es. Han pasado muchos anos... los hombres se transforman. Lue? go, la costumbre de la cátedra... (Se levanta.) Ahora; <;estáň ustedes satisfechos, sefiores? Salinas.—Pues... no del todo. Garza.—Algo nos falta por ver. César.—iY qué es? Salinas.—(Mirando a los otros.) Pues papeles, pruebas, pues César.—(Después de una pausa.) Estoy seguro de que ahord el profesor Bolton publicará los que le entregúé, que eran todos los que tenia. Entonces quedará satisfetiia su curiosidad por entero. Pero, hasta entonces, sigan considerándome muerto; dé-jenme acabar mis días en paz. Quería acabar en mi pueblo, pero puedo irme a otra parte. Sensation y protestas entre los políticos. Aun Satinas y Garza protestan. La familia toda se ha acercado a César. Estrella acaba por hacerse oír, después de un momento de agitar los bra-zos y abrir una gran boca sin conseguirlo. Estrella.—Mi general, si he venido en representation del Partido Revolucionario de la Nación y con una comisión confidential del seňor Presidente, no ha sido por una mera curiosidad, ni únicamente para molestar a usted pidiéndole sus papeles de identification. Guzmán.—Ni yo tampoco. Yo vine como presidente municipal de Allende a diseutir otřas cuestiones que importan al Estado. Lo mismo los sefiores diputados. 763 Garza.—Es verdad. Cesar.—(Miranda a Elena.) iQué desean ustedes, entonces? Elena.—(Adelantdndose hacia el grupo.) Yo sé lo que desean. .. una cosa politica. Diles que no, César. Estrella.—El admirable instinto femenino. Tiene usted una esposa muy inteligente, mi general. Salinas.—Trevifio. Treviňo.—čOué hubo? Salinas torna a Treviňo por el brazo y lo lleva hacia la puerta, donde hablan ostensibletnente en secreto. Guzmán los sigue con la vista, moviendo la cabeza. Guzmín.—(Mientras mira hacia Salinas y Treviňo.) La seňora le ha dado al clavo, en efecto. Salinas.—(En voz baja, que no debe ser oida del publico, y muy lentamente, mientras habla Guzman.) Vete volando al pueblo en mi carro. (Treviňo mueve la cabeza afirmativamente.) Es indispensable que los actores pronuncien estas palabras inaudibtes para el publico. Decirlas efectivamente sugerirá una action planeada, y evitard una laguna en la progresión del acta, a la vez que ayudará a los actores a mantenerse en cardcter mientras estén en la escena. César.—Gracias. <>Es eso, entonces, lo que buscan ustedes? Estrella.—Buscamos algo más que lo meramente politico fnmediato, mi general. La reaparición de usted es providen... (se corrige y se detiene buscando la palabra) próvida y revolu-cionaria... (Entretanto, al mismo tiempo:) Saunas.—.. .y traete a Emeterio Rocha... Estrella.—.. .y extraordinariamente oportuna. Este Estado, como sin duda lo sabe usted, se prepara a llevar a cabo la election de un nuevo gobernador. Salinas.—(Entretanto.) £1 conoció a César Rubio. (En-tiendes? TreviRo.—(Mismo juego.) Seguro. Ya veo lo que quieres. César.—(A Estrella.) Conozco esa circunstancia... pero nada tiene que ver conmigo. Salinas.—(Mismo juego, dando una patmada a Treviňo en el hombro.) ;De acuerdo? Nada más por las dudas. (Treviňo afirma con la cabeza.) Váyase, pues. Treviňo sale rdpidamente después de dirigir una mirada circular a la escena. Estrella.—Se equivoca usted, mi general. Al reaparecer, 764 usted se conviertc automáticamcntc cn el candidate ideal para el Gobiemo de su Estado natal. Elena.—jNo, Césaři Julia.—(Por que no, mamá? Papá lo merece. (Lo mira con pasión.) César.—(Por que no, en efecto? (Salinas se reitne con el grupo sonriendo.) Voy a decírselo, seňor... seňor... Estrella.—Rafael Estrella, mi general. César.—Voy a decírselo, seňor Estrella. (Invotuntariamente en papel, viviendo ya el mito de César Rubio.) Me aleje para siempre de la politica. Prefiero continuar mi vida humilde y oscura de hasta ahora. Estrella.—No tiene usted derecho, mi general, permitame, a privar a la patria de su valiosa colaboración. GuzmAn.—El Estado está en peligro de caer en el continuis-mo... usted puede salvarlo. César.—No. César Rubio sirvió para empezar la revolución. Estoy viejo. Ahora toca a otros continuarla. (Habla usted ofi-cialmente, compafiero Estrella? Estrella.—Cumplo, al hacer a usted este ofrecimiento, con la comisión que me fue confiada en Mexico por el Partido Revo-lucionario de la Nation y por el seňor Presidente. GuzmXn.—Yo conozco el sentir del pueblo aqui, mi general. Todos sabemos que Navarro continuaria el mangoneo del gobernador actual, de acuerdo con él, y no queremos eso. Navarro tiene malos antecedentes. Estrella.—Conocen la historia de usted, y eso basta. El Partido, como el instituto politico encargado de velar por la invio-labilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted una oportunidad para que surja en el Estado una noble competencia politica por la gubernatura. Sin desconocer las cualidades del precandidato General Navarro, prefiere que el pueblo elija en-tre dos o más candidatos, para mayor esplendor del ejercicio democrático. GuzmAn.—La verdad es que tendria usted todos los votos, mi general. Garza.—No puede usted rehusar, i verdad, compafiero Salinas? Salinas.—(Sonriendo.) Un hombre como César Rubio, que tan to hizo... que hizo más que nadie por la revolución, no puede rehusar. César.—(Vacilante.) En efecto; pero puede rehusar precisa-mente porque ya hizo. Hay que dejar el sitio a los nuevos, a los revolutionaries de hoy. Elena.—Tienes razón, César. No debes pensar en esto si-quiera. 765 í Papá gobernador! Julia.—i Pero no te das cuenta, mamá? Debes aceptar, papá. Guzman.—Gobemador... j y quién sabe qué más después! Todo el Norte estaría con él. César da muestra de pensar profundamente en el dilema. Elena.—(Que comprende todo.) César, oyeme. No dejes que te digan más... No debes... Miguel.—i Por qué no, mamá? (Inflexible.) Elena.—j César! César.—(A Guzman.) ^Por qué ha dicho usted eso? Nunca he pensado en... César Rubio no hizo la revolution para es objeto. Guzman.—Yo si he pensado, mi general. Lo pense desde que vi la noticia. Estrella.—El seňor Presidente de la República me dijo por teléfono: Dígale a César Rubio que siempre lo he adm i rado como revolucionario, que en su reaparición veo un triunfo para la revolution; que juegue como precandidato y que venga a verme. César.—(Reacciona un momenta.) No... No puedo aceptar. Guzman.—Tiene usted que hacerlo, mi general. Garza.—Por el Estado, mi general. Estrella.—Mi general, por la revolution. Salinas.—(Con una sonrisa insistente.) Por lo que yo sé de César Rubio, él aceptaría. César.—(Contestando directamente.) El seňor diputado tiene todavía sus dudas sobre mi personalidad. Lo que no sabe es que a César Rubio nunca Io llevó a la revolution la simple ambition de gobernar. El poder mata siempre el valor personal del hombre. O se es hombre, o se tiene poder. Yo soy hombre. Estrella.—Muy bien, mi general, pero en Mexico sólo gobier-nan los hombres. Guzman.—Si tú tienes dudas, Salinas, no estás con nosotros. Salinas.—Estoy, pero no quiero que nos equivoquemos. Yo siempre he sido del partido que gana, y ustedes también, para ser francos. El general no nos ha dado pruebas hasta ahora... yo no discuto; su nombre es bueno; pero no quiero que vayamos a quedar mal... por las dudas... ustedes me entienden. Estrella.—Compaňero Salinas, debo decirle que su actitud no me parece revolucionaria. César.—Yo entiendo perfectamente al seňor diputado... y tiene razón. Vale más que nadie quede mal... y que lo deje-mos allí. Elena.—(Tomando la mano de César y oprimiéndola.) Gra-cias, César. (Él sonríe; pero sería dificit decir por qué.) GuzmXn.—jVes lo que has hecho? (Salinas no responde.) General, no se preocupe usted. Nosotros respondemos de todo. 766 CCCCQ Estrella.—Mi general, yo estimo que usted no está en liber-tad de tomar ninguna decision hasta que haya hablado con el seňor Presidente. César.—(Desamparado, arrastrado at fin por la farsa.) ^Debo hacerlo? Eso sería tanto como aceptar... Elena.—Escríbele, César; dale las gracias, pero no vayas. Estrella.—Seňora, los escrúpulos del general lo honran; pero la revolution pasa en primer lugar. Guzmán.—General, el Estado se encuentra en situation difí-cil. Todos sabemos lo que hace el gobernador, conocemos sus enjuagues y no cstamos de acuerdo con ellos. No queremos a Navarro; es un hombre sin escrúpulos, sin criterio revolucionario, enemigo del pueblo. César.—de ustedes? Guzmán.—No es sólo eso. Todos los municipios estamos contra ellos; en la ultima junta de presidentes municipales acorda-mqs pedir la deposición del gobernador, y oponernos a que Navarro gane. Salinas.—Lo cierto es que el gobernador, igual que Navarro, excluyen a las buenas gentes de la región. Garza.—Son demasiado ambiciosos; han devorado juntos el presupuesto. Deben sueldos a los empleados, a los maestros, a todo el m undo; pero se han comprado ranchos y casas. César.—En otras palabras, ni el actual gobernador ni el general Navarro les brindan a ustedes ninguna ocasión de... co-laborar. GuzmXn.—^Para qué engafiarnos? Es la verdad, mi general. Es usted tan inteligente que no podemos negar... Estrella.—El seňor Presidente ve en usted al elemento capaz de apaciguar el descontento, de pacificar la región, de armoni-zar el gobiemo del Estado. Garza.—Pero los que somos de la misma tierra vemos en usted también al hombre de lucha, al hombre honrado que re-presenta el espiritu del Norte. ^Dónde está el mal si queremos colaborar con usted? Usted no es un ladrón ni un asesino. César.—Nunca creyó César Rubio que la revolution debiera hacerse para el Norte o para el Sur, sino para todo el pais. Estrella.—Razón de más, mi general. Ese criterio colectivo y unitario es el mismo que anima al seňor Presidente hatia la colectividad. Elena.—(Cerca de César.) No oigas nada más ya, César. Diles que se vayan... te lo pido por... César.—(La hace a un lado. Pausa.) Seňores, les agradezco mucho... pero ustedes mismos, en su entusiasmo, que me con-mueve, han olvidado que existe un impedimento insuperable. Estrella.—iQué quiere usted decir, seňor? César.—Los plebiscitos serán dentro de cuatro semanas. 767 Guzman.—Por eso queremos resolver ya las cosas. Garza.—En seguida. Salinas.—Por lo menos, aciararlas. Estrella.—Las noticias publicadas en los periódicos sobre la reaparición de usted, son la propaganda más efectiva, mi general. No tendrá usted que hacer más que presentarse para ganar los plebiscitos. César.—El impedimento de que hablo es de carácter consti-t ucional. Guzman.—No sé a qué se refiera usted, seňor general. Nos-otros procedemos siempre con apego a la Constitución. César.—(Sonriendo para si.) Con apego a ella, todo candidato debe haber residido cuando menos un ano en el Estado. Yo no volvi a mi tierra sino hasta hace cuatro semanas. (Esto to dice con un tono definitivo, cosi triunfal. Sin embargo, seria dijicit precisar qué objeto es el que persigue ahora.) Guzman.—Es verdad, pero... Salinas.—Eso yo lo sabía ya, pero esperaba a que el general lo dijera. Su acu'tud borra todas mis dudas y me convence de que es otro el candidato que debemos buscar. Garza.—(Ttmidamente.) Pero, hombre, yo creo que puede haber una solución. Estrella.—Debo decir que el partido considera este caso politico como un caso de excepción... de emergencia casi. Lo que interesa es salvar a este Estado de caer en las garras del conti-nuismo y de los reaccionarios. La Constitución local puede ad-mitir la excepción y ser enmendada. Salinas.—Olvida usted que eso es función de los legisladores, compaňero. Estrella.—No sólo no lo olvido, compaňero, sino que el partido ha previsto también esa circunstancia y cuenta con la cola-boración de ustedes para que la Constitución local sea refor-mada. Salinas.—Esto está por ver. Guzman.—Hombre, Salinas... Estrella.—Creo que no es el lugar ni la ocasión de discutir... César.—(Pausadamente.) Existen antecedentes, jo no? La Constitución Federal ha sido enmendada para sancionar la re-elección y para ampliar los periodos por razones polít icas. En lo que hace a las constituciones locales, el caso es más frecuente. Salinas.—No en este Estado. Usted, que es del Norte, debe de saberlo. César.—(Sin alter arse.) Cuando, por ejemplo, un candidato ha estado desempefiando un alto puesto de confianza en el go-bierno federal, no ha necesitado residir un afio entero en su Estado natal coň anterioridad a las elecciones. Le han bastado unas cuantas visitas. Pero... 768 Estrella.—Naturalmente, mi general. Los gobiernos no pue-den regirse por leyes de carácter general sin excepción. Lo que el partido ha hecho antes, lo hará ahora. César.—Sólo que yo no estoy en esas condiciones. No fue un alto empleo de confianza en el gobierno federal lo que me alejó de mi Estado, sino una humilde cátedra de historia de la revo-lución. Guzmín.—Eso a mí me parece más meritorio todavia. Estrella.—Mi general, deje Usted al partido encargarse de le-galizar la situación. Ha resuelto problemas más difíciles, de modo que, si quiere usted, saldremos esta misma noche para Mexico. César.—(Dirigiéndose a Salinas.) La Legislatura local se oponě, i verdad? Garza.—Perdone, general. El compaňero Salinas no es la Legislatura. Ni que fuera Luis XIV. César.—(A Salinas.) Conteste usted. Salinas.—Cuando los veo a todos tan entusiasmados y tan llenos de confianza, no sé qué decir. Me opondré en la Cámard si i o creo necesario. Estrella.—Compaňero Salinas, ;no está usted en condiciones muy semejantes a las del general? Involuntariamente, por su-puesto; pero recuerdo su elección... la arregló usted en Mexico. Salinas.—(Vivamente.) No es lo mismo. Estaba yo en una comisión oficial. Estrella.—Pues precisamente eso es lo que ocurre ahora con nuestro geenral. Ha sido llamado por el seňor Presidente, lo cual le confiere un carácter de comisionado. Salinas.—Bueno, pues, en todo caso me regiré por la opinion de la mayoria. Estrella.—Es usted un buen revolucionario, compaňero. Las mayorías apreciarán su actitud. (Le tiende la mano con la más artificial sencillez.) Elena.—(Angustiada.) He odiado siempre la política, César. No me obligues a... a separarme de ti. ■ César.—Seňores, mi situación, como ustedes ven, es muy di-fícil. Ni mi esposa ni yo queremos... Estrella.—Seňor general, el conflicto entre la vida publica y la vida privada de un hombre es eterno. Pero un hombre como usted no puede tener vida privada. Ese es el precio de su gran-deza, de su heroismo. César.—čCrees que estoy demasiado viejo para gobernar, Elena? Conoces mis ideas, mis suefios.., sabes que podria hacer algo por mi Estado, por mi pais... tanto como cualquier mexicano... Guzman.—;Oh, mucho más, mi general! César.—Quizás, en el fondo, he deseado esta oportunidad siem- 769 pre. Si me la ofrecen ellos libremente, ipor que no voy a acep-tax? Soy un hombre honrado. Puedo ser util. He soňado tanto tiempo con serlo. Si ellos creen... Estrella.—Mi general, la utilidad de usted en la revolution, su obra, es conocida de todos. Nadie duda de su capacidad para gobernar, čverdad, senores? Guzman.—Por supuesto. Nadie duda de que salvará al Es-tado. Garza.—Estamos seguros. Contamos con usted para eso. Estrella.—El partido proveerá a que usted, que ha estado un tanto alejado del medio, cuente en su gobierno con los colabo-radores adecuados. <;No es asi, compaňero Salinas? Salinas.—Claro está, compaňero Estrella. César.—Comprende lo que quiero, Elena. ^Por que no? Pero nada haria yo sin ti. Estrella.—El seňor Presidente, que es un gran hombre de familia, apreciará esta noble actitud de usted. Pero usted, seňora, debe recordar la gloriosa tradition de heroísmo y de sacri-ficio de la mujer mexicana; inspirarse en las nobles heroinas de la independencia y en ese tipo más noble aún si cabe, simbolo de la femineidad mexicana, que es la soldadera. Elena.—(Con un ademdn casi brusco.) Le ruego que no me mezcle usted a sus maniobras. Miguel.—(Apremiante.) Hay algo que no dices, mamá. <»Por qué? iQué cosa es? Julia.—Mamá, yo comprendo muy bien... tienes miedo. Pero puedes ayudar a papá... tal vez yo también pueda. Debemos hacerlo. Miguel.—tQué cosa es, mamá? Julia.—Dejala, no la tortures ahora con esas preguntas. Mamá... . Elena.—i César! CÉSAR.—(Mirándola de frente y hablando pausadamente.) Dí lo que tengas que decir. Puedes hacerlo. Elena.—Tengo miedo por ti, César. Estrella.—Seňora, de la vida de mi general cuidaremos todos, pero más que nadie su glorioso destino. Elena.—\ César! César.—(Impaciente, pero frío, definitivo.) Dilo ya, ; dilo! Elena se yergue apretando las manos. En el momento en que quizá va a gritar la verdad, aparecen en la puerta derecha Treviňo y Emeterio Rochá. Rochá es un viejo robusto y sano. de unos sesenta y cinco aňos. Todos se vuelven hada ellos. Trhviňo.—,;Cuál e»? 770 Salinas.—Tú lo conoces, ^verdad, viejo? Rochá.—(Deteniéndose y mirando en torno.) čCuál dices? <Éste? (Da un paso hacia César.) Cés\n.—(Adelantándose después de un ademán de fuga: todo a una carta.) čYa no me conoces, Emeterio Rochá? Rochá.—(Mirándolo lentamente.) Hace tantos aňos que... Guzmán.—El general lo conoce. SALINAS.—Pero no se trata de eso. Rochá.—Creo que no has cambiado nadá. Sólo te ha crecido el bigote. Eres el mismo. Salinas.—^Cómo se Hama este hombre, viejo? césar.—Anda, Emeterio, dilo. Rochá.—(Esforzándose por recordar.) Pues, hombre, es cu-rioso. Pero eres el mismo... pues sí... el mismo César Rubio. César.—^Estás seguro de que ése es mi nombre, Emeterio? Rochá.—No podría dařte otro. Claro, César... César Rubio. Te conozco'desde que jugabas a las canicas en la calle Real. César.—(Estás seguro de reconocerme? Rochá.—(Simplemente, tendiéndole la mano.) ,:Pues no de-cían que te habían matado, César? César le estrecha la mano sonriendo. Treviňo.—Allí viene una multitud. Empiezan a oírse voces cuya proximidad se acentúa gradual-mente. GuzmAn.—Es claro. Todo el pueblo se ha enterado ya. Ahora sí, Salinas, se acabaron las dudas. Miguel.—(Mirando a César.) <*Se acabaron? Salinas.—Ahora sí. Perdóneme, mi general. César te da la mano en silencio. Las voces se precisan. Dicen: lCésar Rubio! jQueremos a César Rubio! Estrella.—Mi general, diga usted la palabra, diga usted que acepta. Elena.—César... César.—(Con simple dignidad.) Si ustedes creen que puedo servir de algo, ácepto. Acepto agradecido. Julia lo besa. Elena lo mira con angustia y le oprime la mano. Miguel retrocede un paso. Guzman.—(Corre a la puerta derecha, grita hacia afuera.) i Viva César Rubio, muchachos! 771 r r ■J iÍJ -J~"IbPiJ Vocerío dentro: [VivaI {Viva, jijos! Las mujeres corren a la ventana; miran hacia afuexa. Julia.—Míra, papá, jmira! (César se acerca.) Ese hombre del bigote negro es el que vino a buscarte antes. Estrella.—(Mirando también.) ,>Lo conoce usted, mi general? César.—(Después de una pausa.) Es el llamado general Navarro. Rochá.—Sirvió a tuš órdenes en un tiempo. Creo que fue tu ayudante, Que pues? Hable ya. Salinas.—Ha dicho que el tiene medios de... probar que el general es un impostor, jvaya! (Se enjuga la frente. Guzman rie a carcajadas.) ESthella.—Creo que tendre que hablar unas palabras con el general Navarro, en nombre del Partido. Guzman.—fise te gan6, Salinas. Salinas.—Basta. que Navarro lo diga para que nadie lo crea. De todos modos, hay que ponerse muy aguilas. Estrella.—tQuieren que les diga mi opinion muy franca, senor es? GuzmAn.—A ver. Estrella.—Si el general Navarro viera un poco mas de cerca al genera] Rubio, le pasaria lo que a todos los demas, Io mismo que a usted, Salinas. Saunas.—,> Que? Estrella.—Se volveria rubista. (Los otros rien.) Hablo en se-rio. El general Rubio tiene un magnetismo inexplicable. Yo s6, por ejemplo, que el presidente del partido es un hombre diffcil. Bueno, pues en media hora de platica, parecia como que se habia enamorado de el. (Guzman rie satisfecho.) Salinas.—^Y Garza? ^No debfa venir a la diez y media? GuzmAn.—Garza esta alia, acabando de arreglar todo lo ne-cesario. Alia lo veremos. Salinas.—^Y Trevifio? Estrella.—Tiene que ayudar a Garza. 774 Salinas.—Pero ya debian estar aqui, ^no? Guzman.—j Que nervioso estas! Ni que fueras el candidato. Estrella.—Asf les pasa en las bodas a las damas de la novia. Se anticipan. Salinas.—Digan Io que quieran. Yo no estare tranquilo hasta ver al general en el palacio de gobierno. Por las dudas. GuzmAn.—Callate. Ahf viene. Se oyen los pasos de Cesar en la escalera. Los tres hombres se retinen para saludarlo. Entra Cdsar Rubio. En estas cuantas semanas se ha operado en il una transfiguracion impresionante. Las agitaciones, los excesos de control nervioso, la fiebre de la ambicidn, la lucha contra el miedo, han dado a su rostro una no-bleza serena y a su mirada una limpidez, una seguridad casi in-creible. Estd pdlido, un poco afilado, pero revestido de esa dig-nidad peculiar en el mestizo de categorla. A pesar del color, viste un pantaldn y un saco de casimir oscuro; una catnisa blanca y fina y una corbata azut marino de algodon. Lleva en la mano un sombrero de los llamados tejanos, bianco, "cinco equis" que ostenta el dguila de general de divisidn. Este seria el unico lujo de su nueva personalidad, si no se considerara en primer lugar la minuciosa limpieza de su persona como un lujo mayor aim. Cesar.—Buenos di'as, muchachos. Todos.—Buenos dias, mi general. Estrella.—^Como se siente el senor gobernador? Cesar.—^Para que anticipar las cosas, Estrella? Nada pierde uno con esperar. GuzmAn.—Eso es pan comido, senor. Estrella.—Vea usted este telegrama del senor Presidente, mi general, por si le quedan dudas. C£sar.—(Despues de pasar la vista por el telegrama.) Ninguna duda, Estrella. No puede haberla donde sabe uno que las cosas simplemente son o no son. (Defa el sombrero sobre el escritorio y aparta los tetegramas con una mano, sin fijarse mucho en ellos.) Lo bueno de la carrera del politico... <>No hay telegrama del profesor Bolton? Estrella.—Envfa su felicitati6n, mi general; pero no puede venir. Ofrece estar presente en la toma de posesi6n. Cesar.—(Senciltamente.) Me hubiera gustado verlo aqui hoy. (Pasea de un extremo a otro, lentamente.) Lo bueno de la carrera del politico es que lo pone a uno en contacto con las raices de las cosas, con los hechos, con la acci6n. La politica es una especie de filologfa de la vida que lo concatena todo. Pero Io que yo prefiero es este vivir frente a frente con el tiempo, sin escapatoria... este ir de la mano con el tiempo sin perder ya un segundo de ei. (Se detiene, levanta el cartel y lo mira. Luego 775 busca dónde colgarlo mientras sigue hablando. Guzman y Salinas se precipitan, toman el cartel y lo prenden sobre uno de los arcos. César, mirándose en su imagen, continúa.) Va uno al fon-do de las pasiones humanas sin pcrder su tiempo, y conoce uno el precio de todo a primera vista... y lo paga uno. La politica lo relaciona a uno con todas las cosas originates, con todos los sis-temas del movimiento, empezando por el de las estrellas. Se sabe la causa y el objeto de todo; pero se sabe a la vez que no puede uno revelarlos. Se conoce el precio del nombre. Y asi el gran politico viene a ser el latido, cl corazón de las cosas. Estrella.—(Que es el único que ha entendido un poco.) La politica es superior a todo lo demás, en efecto, mi general. Es un ejercicio de todo el cuerpo y de todo el espiritu. César.—(Dejando pasar la interrupción.) El politico es el eje de la rueda; cuando se rompe o se corrompe, la rueda, que es el pueblo, se hace pedazos; él separa todo lo que no serviria junto, liga todo lo que no podria existir separado. AJ principio, este movimiento del pueblo que gira en torno a uno produce una sensation de vacío y de muerte; después descubre uno su fun-ción en ese movimiento, el ritmo de la rueda que no serviria sin eje, sin uno. Y se siente la única paz del poder, que es moverse y hacer mover a los demás a tiempo con el tiempo. Y por eso ocurre que el politico puede ser, es, en Mexico, el mayor creador o el destructor más grande. ^Es parecido a mi este retarto? Guzman.—Ya lo creo que es parecido. El otro dia, viendo un cartel, me decía uno de los viejos del pueblo, que lo conoció a usted cuando empezaba en la revolution: César no cambia; está igual que cuando le barrieron a la gente en Hidalgo, hace trein-ta aftos. Estrella.—El heroismo es una especie de juventud eterna, mi general. César.—Es verdad. Este retrato se parece más al César Rubio de principios de la revolution que a mí. Y sin embargo, soy yo. (Sonrie.) Es curioso. čQuién lo hizo? Salinas.—Un grabador viejo de aquí del pueblo. César.—El pueblo entiende muchas cosas. (Sonrie, piensa un momenta y abre la boca como si fuera a decir algo más sobre esto. Se reprime, se pone las manos a la espalda y da algunos pasos al -frente.) ^Corrigio usted su discurso, Estrella? Estrella.—Está listo, mi general. César.—<fti.) i Mnh ! Our llcjjucn cuando gusli-n. 778 Salinas.—(Torciendo un cigarro y abandonando su guardia.) Que pronto se cansan ustedes. Estrella.—(Volviendo al escritorio.) En realidad, es me-i jor asi. En este momento, como si hubiera estado esperando esta nueva actitud, entra Navarro flanqueado por sus dos pistoleros. Es el desconocido del segundo acto. I Navarro.—^Que hay, muchachos? (Sobresalto general Todos se levantan y agrupan.) No se espanten, hombre. (Cruza al centra.) tĎónde está el maestrito ése? (Riendo.) No me espera-ban, ieh? Estrella.—(Un poco tembloroso, pero impecable.) El seňor general Rubio está enterado de la visita de usted y le ruega que tenga la bondad de esperar. (Los hombres de Navarro se burlan un poco de esta formula.) Navarro.—(Mordiéndose los labios.) ;Ah, vaya! (Se vuelve hacia sus pistoleros.) Pues haremos antesala, muchachos. ^Qué les parece? Salas.—Como en la Presidencia, jefe. (Rte.) Leon.—(Com un movimiento amenazador.) Lo que es nos-otros, no lo haremos esperar a él. GuzmAn.—(Adelantando un paso hacia él.) i Con que sentido lo dices? Leon.—(Imitándolo.) Con el que tú quieras, Epigmenio. Con éste. (Hace ademdn de desenfundar.) Estrella.^j Seňores! j Seňores 1 Navarro.—jQuieto, Leon! (Epigmenio Guzman y Leon retro-ceden hacia ángulos opuestos mirandose con ferocidad de mato-nes. A Estrella.) Usted es el representante del partido, i no? Diga-le a Rubio que quiero hablarle a solas. Estrella.—El seňor general Rubio sabe que quiere usted hablarle a solas. Asi será. Navarro.—(Mordiéndose los labios.) No puede negar que es maestro, lo sabe todo. ^Entonces que esperan ustedes para salir? Salinas.—Si crees que vamos a dejar aquí solos con él a tres matones con pistolas... Navarro.—(Amenazador.) Mira, Salinas... (Transición. Rle.) Yo ňo vengo armádo. (Abre ligeramente su saco para probarto.) Guzman.—Pero éstos si. Navarro.—Salas, dale tu pistola a Leon. Salas.—Pero, oye... Navarro.—(Con mando brutal.) Dale tu pistola a Leon. (Salas lo obedece a regahadientes.) Leon, espéranos en el coche. Salas se reunirá contigo dentro de un momento y me esperarán juntos. 779 J J J*3 i (Leon sale después de mirar hacia los otros y escupir.) Ahora, giieritos, Iárguense ustedes también. (Los otros dudan.) Estrella.—Son las órdenes del general, seňores. Cezmá*.:—\k Z"rrvm:.^ ^-exte- "vimx.s l ciiiinifji as dhbbb> al Leon de circo ese. Sauk\s.—El general dijo que lo esperara Navarro solo. Estrella.—Yo voy a subir; bajaré con el general. No hay cuidado. Navarro.—Me gusta la conversación. Salas se queda conmigo hasta que baje el maestrito. Guzman y Treviňo solen. Salinas los imita moviendo la cabeza. Todavia en la puerta derecha se vuelve con desconfianza. Estrella sate por la izquierda. Se le oye subir la escalera. Navarro.—(En voz alta.) ;Qué cerote tienen éstos! Te aseguro que nos van a espiar. Salas.—También yo no sé para que quieres hablar con Rubio. Navarro.—Dicen que es muy buen conversador, (Ríe.) Dame un cigarro de papel, £ tienes? (Salas se acerca a dárselo.) Lum-bre. (Solas enciende un cerillo y se acerca más para encender el cigarro. De este modo quedan los dos en primer término centro, cast fuera del area del proscenia.) (Está todo arreglado? Salas.—Todo, jefe. Salinas asoma brevemente la cabeza. Navarro lo ve, ríe; Salinas desaparece. Navarro.—Ya sabes entonces: si no hay arreglo, te vas volado en el carro chico y preparas el numerito. Salas.—(Como voy a saber? Navarro.—(Después de pausa. Ríe.) Yo no puedo salir a hacerte la sena; pero como las gentes de éste van a estar pen-dientes, me arreglaré para que entre Salinas. Cuando lo veas eátrar, vuelas. Salas.—Bueno. Navarro.—Nada más que háganlo -todo bien. Apenas suceda la cosa, deshagan a balazos al loco ése. Recuerda bien lo del crucifijo y los escapularios. Salas.—Eso ya está listo. Entonces Salinas es la seňal. Navarro.—Si, cuando entre. Si no entra, me e sper as con Leon. Salas.—Bueno. Navarro.—Vete ya. (Ríe.) No vayan a creer que estamos cons-pirando. Salas sale porta derecha. Navarro dirige una mirada circular a la pieza y una sonrisa bur tona aparece en sus labios cuando mira 780 ,1 el cartel. Se acerca a él sonriendo, se detiene, alza la mano y da un papirotazo al retrato. Se oyen pasos en la escalera: Navarro se vuelve y aguarda. Un momento después aparecen César Rubio y Estrella por la izquierda. Los dos antagonists se encuen- César es el primero que habla. . , César.—iQwé hay, Navarro? Navarro.—(Que hay. César? Césas-—Déjcnos solos, ttceruňado. Nos vamM áentro da unm minutos. (Navarro rts enire diemes. Estrella sale después de mirarlos. Cuando quedan solos habla César.) tNo te sientas? Navarro.—(Por que no? Se dirige al sofd de tule. César to sigue. Se sientan. César.—;De que se trata, pues? Navarro.—Perdóname, no me dej a hablar la risa. César.—(Altivamente.) ^Cómo? Navarro.—Te viene grande la figura de César Rubio, hombre. No sé cómo has tenido el descaro... el valor de meterte en esta farsa. César.—čQué quieres decir? Navarro.—Te llamas César y te apellidas Rubio, pero eso es todo lo que tienes del general. No te acuerdas de que te conoci desde nifto. César.—Hasta los viejos del pueblo me han reconocido. Navarro.—Claro. Se acuerdan de tu cara, y cuando quieren nombrarte no tienen más remedio que decir César Rubio. j Bah 1 Ahorremos palabras. A ml no me engafias. César.—(Con desprecio.) cEs eso todo lo que tienes que de-cirme? Navarro.—También quiero decirte que no seas tonto, que te retires de esto. (César no contesta.) Te puedes arrepentir muy tarde. (SííeMCÍo de César.) To no conoces la política. César. Esto no es la universidad de Mexico. Aquí rompemos algo más que vidrios y quemamos algo más que cohetes. Cesar.—iQué te propones? Navarro.—Te voy a denunciar en los plebiscitos. Cuando vean que no eres más que un farsante, que estás copiando los gestos de un muerto... César.—i Imbecil! No puedes luchar contra una creencia general. Para todo el Norte soy César Rubio. Mira ese retrato, por ejemplo: se parece a mí y se parece al otro, fijate bien. (No recuerdas? Navarro.—Te denunciaré de todas maneras. César.—(Por que no te atreves a mirar el retrato? Anda y denůnciame. Anda y cuéntale al indio que la virgen de Guada- 781 -"9 i lupe es una invention de la política espaňola. Verás qué te dice. Soy el único César Rubio porque la gente lo quiere, lo cree asi. Navarro.—Eres un impostor barato. Se te ha ocurrido lo más absurdo. Aquí podías presumir de sabio sin que nadie te tapara el gallo, j y te pones a presumir de general! César.—Igual que tú. Navarro.—tQué dices? César.—Digo: igual que tú. Eres tan poco general como yo o como cualquiera.. (Miguel entra apenas en este momento sin que se le haya sentido bajar. AI oír las voces se detiene, retro-cede y desaparece sin ser visto, pero desde este momento aso-mará incidentalmente la cabeza varias veces.) £De dónde eres general tú? César Rubio te hizo teniente porque sabías robar caballos; pero eso es todo. El viejo caudillo, ya sabes cuál, te hizo divisionario porque ayudaste a matar a todos los cató-licos que aprehendían. No sólo eso... le conseguiste mujeres. Esa es tu hoja de scrvicios. Navarro.—(Pdlido de rabia.) Te estás metiendo con cosas que... César.—,-No es cierto? Todas las noches te tomabas una bo-tella entera de coňac para poder matar personalmente a los de-tenidos en la Inspection. Y si nada más hubiera sido coňac... Navarro.—\ Ten cuidado! César.—ŕ De qué? Puede que yo no sea el gran César Rubio. Pero, č quién eres tú? Quién es cada uno en Mexico? Dondequie-ra encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesi-nos disfrazados de heroes, burgueses disfrazados de Líderes; ladfones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sa-bios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de hombres. Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores hipócritas. Navarro.—Ninguno ha robado, como tú, personalidad de otro. César.—£No? Todos usan ideas que no son suyas; todos son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coňac, y rellenas de limonáda; otros son rábanos o guayabas: un color por fuera y otro por dentro. Es una cosa del pais. Está en toda la história, que tú no conoces. Pero tú, mírate, tú. Has conocido de cerca a los caudillos de todos los partidos, porque los has servido a todos por la misma razón. Los más puros de entre ellos han necesitado siempre de tus manos para cometer sus crímenes, de tu conciencia para recoger sus remordimientos, como un basurero. En vez de aplastarte con el pie, te han dado honores y dinero porque conocias sus secretos y ejecutaba sus bajezas. Navarro.—(Con furia.) No se trata de mí, sino de ti, un macs-trillo mediocre, un fracasado que nada pudo hacer por si mis-mo. .. ni slquiera matar, y que sólo puede vivir tomando la 782 figura de un muerto. Ese es un gesto superior a todos. De ti, a quien voy a denunciar hoy y a poner en ridiculo aunque sea el ultimo acto de mi vida. j Estás a tiempo de retroceder, César! Hazlo, déjame el campo libre, no me provoques. César.—tY quién eres tú para que yo te tema? No soy César Rubio. (La cara angustiada de Miguel aparece un momento.) Pero sé que puedo serlo, hacer lo que él quería. Sé que puedo hacer bien a mi pals impidiendo que lo gobiernen los ladrones y los asesinos como tú... que tengo en un sólo día mas ideas de gobierno que tú en toda tu vida. Tú y los tuyos están pro-bados ya y no sirven... están podridos; no sirven para nada más que para fomentar la vergiienza y la hipocresia de Mexico. No creas que me das miedo. Empecé mintiendo, pero me he vuelto verdadero, sin saber cómo, y ahora soy cierto. Ahora conozco mi destino: sé que debo completar el destino de César Rubio. Navarro.—(Levantándose.) Allá tú; pero no te quejes luego, porque hoy todo el pueblo, todo el Estado, todo el pais, van a saber quién eres. César.—(Levantándose.) Denúnciame, eso es. No podrías escoger un camino más seguro para destruirte tú solo. Navarro.—čQué quieres decir? César.—^Te interesa, eh? Dime una cosa: <-cómo vas a pro-bar que yo no soy el general César Rubio? Miguel asoma y oculta la cabeza entre las manos. Navarro.—Ya lo verás. César.—Me interesa demasiado para esperar. A mi vez, debo advertirte de paso que nadie creerá palabra de lo que tú digas. Estás demasiado tarado, te odian demasiado. i Cómo vas a pro-bar que César Rubio murió en 1914? Navarro.—De modo irrefutable. César.—Es lo que yo creía. Puedes irte y probarlo. Es posible que acabes conmigo; pero acabarás contigo también. Navarro.—Explicate. César.—^Para qué? iHo estás tan seguro de ti... ? Navarro.—Estoy tan seguro, que sé que te destruiré hoy. César.—£ Si? (Torna aliento.) £ Dices que vas a probar de modo irrefutable la muerte de César Rubio? Navarro.—Si. César.—(Sentándose.) Si supieras historia, sabrías que es difícil eso. Navarro.—Lo probaré. César.—Sólo podrías hacerlo si hubieras sido testigo presen-cial de ella. Navarro.—Lo fui. César.—£ Por qué no lo salvaste, entonces? 783 Navarro.—No rue posible... eran demasiados contra nosotros. César.—Ese fue el parte oficial que inventaron. Mientes. Navarro.—En la balacera... César.—No hubo balacera. Navarro.—;Qué? César.—No hubo más que un asesino. Fue la primera vez en su carrera que se tomó una botella entera de coflac para que no le temblara el pulso. Navarro.—jNo es verdad! |No es verdad! César.—,rPor que niegas antes de que yo lo diga? Navarro.—(Tembloroso.) No he negado. César.—Te tranquilizaste demasiado pronto cuando me viste, el dia que vino todo el pueblo. Hace cuatro semanas. Pero cuando yo salia, parecia que ibas a desmayarte. Habias tenido du-das, remordimientos, miedo... Navarro.—<>Yo? ^Por que había de...? Eres un imbecil. No sabes lo que dices. César.—(Levantdndose con una terrible grandeza.) Tú dejas-te ciego de un tiro al asistente Canalés. <;Lo recuerdas? Navarro.—j Mentira! César.—Tú mataste al capitán Solis, a quien siempre envi-diaste porque César Rubio lo preferfá. Navarro.—jTe digo que mientes! César.—(Jmponente.) jTii mataste a César Rubio! Navarro.—jNo! César.—Hubieras debido matar a Canales, o cortarle la len-gua. Está vivo y yo sé dónde está. Por este crimen te hicieron coronel. Navarro.—I Es una calumnia eshipida! Si tan seguro estás de eso, ipor que no se lo contaste a tu gringo? César.—Porque creia yo entonces que iba a necesitarte. No te necesito. Ve y denunciame. Yo dare las pruebas, todas las pruebas de que dices la verdad... no puedo hacer más por un antiguo amigo. (Navarro se deja caer abatido en un sillón. César lo mira y continúa.) ^Te creías muy fuerte? <Por que dices eso? Migubl.—{2?ruía/.) iPor que ha hecho esto mi padre? Elena.—(Sentdňdose en el sofá.) £Hecho que? Miguel.—Esta mentira... esta impostura. Elena.—^Qué dices? Miguel.—Sé que no es César Rubio. ^Por que tuvo que mentor? Elena.—Podria decirte que no ha mentido. Miguel.—Podrías, en efecto. i Y qué? No me convencerías después de lo que he oído. Elena.—čQué es lo que has oído, Miguel? Miguel.—La verdad. Se la oi decir a Navarro. Elena.—jUn enemigo de tu padre! tCómo pudiste creerlo? Miguel.—También se lo of decir a otro enemigo de mi padre. .. al peor de todos. A él mismo. Elena.—^Cuando? Miguel.—Hace un momento, cuando discutia con Navarro. Mien t e ahora tú también si quieres. Elena.—j Miguel! Miguel.—tCómo voy a juzgar a mi padre... y a ti... después de esto? Elena.—(Reaccionando con energia.) ^A juzgamos? £Y desde cuándo juzgan Ios hijos a sus padres? Miguel.—Quiero, necesito saber por que hizo esto. Mientras no lo sepa no estaré tranquilo. Elena.—Cuando ťú nacisté, tu padre me dijo: Todo lo que yo no he podido ser, lo que no he podido hacer, todo lo que a mi me ha fallado, mi hijo lo será y lo hará. Miguel.—Eso es el pasado. No vayas a decirme ahora que mintió por mi, para que yo hiciera algo. Elena.'—Es el presente, Miguel. Examínate y júzgate, a ver si has correspondido a sus ilusiones. 788 Miguel.—, I la respetado él las mías? Todavia al llegar a esta casa Ie pedi que no fuera a hacer nada deshonesto, nada sucio. Tenia yo derecho a pedírselo, y él lo prometió. Elena.—Nada sucio, nada deshonesto ha hecho. Miguel.—£Te parece poco? Robar la personalidad de otro hombre, apoyarse en ella para satisfacer sus ambiciones personales. Elena.—Todavfa bace un momento se preocupaba por tí; pen-saba que a su triunfo tú podrías hacer lo que quisieras en la vida. i Es asi como le pagas? Migubl.—Lo que no quiero es su triunfo... no tiene derecho a triunfar con el nombre de otro. Elena.—Toda su vida ha deseado hacer algo grande... no sólo para él, sino para mi, para ustedes. Miguel.—<■; Entonces por eso lo justificas? ^Porque te dará dinero y comodidades? Elena.—No conoces a tu madre, Miguel. Tu padre no per-judica a nadie. El otro hombre ha muerto, y él puede hacer mucho bien en su nombre. Es honrado. Miguel.—| No! No es honrado, y eso es lo que me lastima en esto. En la miseria, yo le hubiera ayudado... lo hubiera hecho todo por él. Asi... no quiero volver a verlo. Elena.—(Asustada.) Eso es odio, Miguel. Miguel.—^Qué esperabas que fuera? Elena.—No puedes odiar a tu padre. Miguel.—He hecho todos los esfuerzos... primero contra la mediocridad, contra la mentira mediocre de nuestra vida. Toda mi infancia, gastada en proteger una apariencia de cosas que no exist fan. Luego en la un i versi d ad, mientras él defendía el cas-carón, la mentira... Elena.—; Miguel! ,!Te olvidas de que tú... ? Miguel.—No. Pero ahora esto. Es demasiado ya. Con razón me sentia yo inquieto, ineómodo, avergonzado, cada vez que oía los vivas, los aplausos, Ios discursos. Ha llegado a represen-tar a la perfection todas las mentiras que odio, y esto es lo que ha hecho por mi, por su hijo. Nunca podré oír ya el nombre de César Rubio sin enrojecer de vergiienza. Elena.—(Levantdndose agitada.) No podria decirte c uán t o me torturas, Miguel. Debe de haber algo descompuesto en ti para darte estos pens ami entos. Miguel.—(Por qué hizo esto mi padre? Elena.—<»No has dicho tú mismo que por sus ambiciones, no has pensado ya que por las mias? ^No has dicho que no creerás lo contrario de lo que crees ahora? No tengo nada que decirte, porque no lo comp re nde rias. No te reconozco, eso es todo... no puedo crcer que seas el mismo que llevé en mi. 789 Miguel.—Mamá, cno comprendes tu tampoco, entonces? Elena.—Comprendo qua te Ilevaba todavia en mí, que se-guías en mi vientre, y que de pronto te arrancas de él. Miguel.—<;No te das cuenta de que quiero la verdad para vi-vir; de que tengo hambre y sed de verdad, de que no puedo respirar ya en esta atmosféra de mentira? Elena.—Estás enfermo. Miguel.—Es una enfermedad terrible, no creas que no lo sé. Tu puedes curarme... tu puedes explicarme... Elena.—(Lo tnira con una gran piedad.) Siéntate, Miguel. (Ella se sienta en el sofa; él a sus pies.) Miguel.—(Mientras se sienta.) (Qué podrás decirme que bo-rre lo que oí decir a mi propio padre? Elena.—Puedo decirte que tu padre no minťió. Miguel.—(Irguiendo violentamente la cabeza.) Si tu mientes, mamá, se me habrá acabado todo. Elena.—(Endrgica.) Tu padre no mintió. Él nunca dijo a nadie: Yo soy el generál César Rubio. A nadie... ni siquiera a Bolton. Él lo creyó, y tu padre lo dejó creerlo; le vendio pa-peles auténticos para tener dinero con que llevarnos a todos nosotros a una vida mas feliz. Miguel.—Pero me habia prometido.'.. No puedo creerlo. Elena.—(No estuviste tú aqui la tarde que vinieron los poli-ticos? (Le oiste decir una sola vez que él fuera el generál César Rubio? (Miguel mueve la cabeza en silencio.) Entonces, £por qué lo acusas? (Por qué has dicho todas esas horribles cosas? Miguel.—(Nuevämente apasionado.) (Por qué aceptó entonces toda esta farsa, por qué no se opuso a ella? No dijo: Yo soy el generál César Rubio, pero tampoco dijo que no lo fuera. jY era tan fácilj Una palabra... y ha ido más lejos aún.... ha lle-gado a enganarse, a creer que es un generál, un héroe. Es ri-dículo. (Cómo pudo.... ? Si yo tuviera un hijo le dana la verdad como leche, como aire. Elena.—Si tuvieras un hijo, lo harias desgraciado. Ya te he dicho por qué aceptó tu padre. Hará bien en el gobierno, es su oportunidad, la cosa que él habia soňado siempre; podrá dar a sus hijos lo que no tuvieron antes. (Qué harias tu, en su lugar, si tus hijos te creyeran un fracasado, y se te presentara la oca-sión de hacer algo... grande? Miguel.—Nada es más grande que la verdad. Mi padre go-bernará en lugar de los bandidos... él mismo lo dijo; pero esos band i dos por lo menos son ellos mismos, no el fantasma de un muerto. Elena.—No tomó su nombre siquiera... se Hamaban igual, na-cieron en el mismo pueblo____ MiGUBL^—No... no... asi no. Lo preferia yo cuando estuvo frcnte a mi en la universidad. 790 Elena.—Eres tan joven, Miguel. Tus juicios, tus ideas, son violentos y duros. Los lanzas como piedras y se deshacen como espuma. Antes, en la universidad, acusabas a tu padre de ser un fracasado; ahora... Miguel.—Era mejor aquello. Todo era mejor que esto. Ahora lo veo. Julia entra por la izquierda. Visiblemente ha estado oyendo parte de esta conversación. Miguel se levanta y va hacia la ventana.--. Julia.—(Qué pasa, mamá? Elena.—Nada. Julia.—No me lo niegues. Miguel.—(Votviéndose, sin de jar ta ventana.) Has estado oyendo, (Verdad? Escondida en la escalera. Julia.—Asi oíste tú lo que no debías oír: la conversación entre papá y Navarro. Te vi desde arriba. (Por qué no saliste entonces? (Por qué no te atreviste a decirle esas cosas a papá. frente a frentě? Elena.—\ Julia! Julia.—Para mí, como quiera que sea, papá será siempre un hombre extraordinario... un héroe. Si lo hubieras observado en estos días, dando órdenes, hablando al pueblo, sometiendo a los jefes, habrías visto que nació para esto. Tuvo que esperar mucho tiempo, pero mereda tener esta ocasión de... Miguel.—Eres mujer. (Cómo no había de despertar tus peo-res instintos el truco del héroe? Eso es lo que te tiene seducida. Si no lo observé a él, era porque te observaba a ti. Para quien no supiera que eras su hija, pudiste pasar por una enamorada de él. Y además, claro, su heroísmo te dará lo que has deseado siempre: trajes, joyas, automóviles. Elena.—\Miguel, te prohibo...! Julia.—Pero si lo que habia en ti es la inferioridad, la en-vidia... Miguel.—;Yo no he mentido! Julia.—Él era un buen profesor, tú, un mal cstudiante. Ahora, en el fondo, querrías estar en su lugar, ser tú el héroe. Pero te falta mucho. Miguel.—jEstúpida! (No comprendes entonces lo que es la verdad? No podrlas... eres mujer; necesitas de la mentira para vivir. Eres tan estúpida como si fueras bonita. Elena.—(Interponiéndose entre ellos.) \Bašta, Miguel! Julia.—No creas que me lastimas con eso. (Qué es mi fealdad junto a tu cobardia? Porque tu afán de tocar la verdad no es más que una cosa enfermiza, una pasión de cobarde. La verdad está dentro, no fuera de uno. 791 Elena.—(Julia 1 Miguel.—Créelo asi, si quieres. Yo seguiré buscando la verdad. Í Pausa. Julia va hada la mesa, torna los telegramas y los lee una por uno, con satisfaction. Elena se sienta. Miguel, clavado ante la ventana, mira hacia afuera. Julia.—Mira, mamá, del Presidente. (Se to lleva.) Elena.—(Toma el tetegrama, pero no to mira.) Miguel... Miguel.—£Mamá? Elena.—^Oíste toda la conversación con Navarro? Miguel.—Casi toda, Elena.—Entonces debes decirme... Miguel.—No recuerdo nada... la verdad que lo que oi me lie-no los oídos de tal modo que no pude oír otra cosa ya. Elena.—;Amenazó Navarro a tu padre? Miguel.—Supongo que si. Elena.—Recuerda... es necesario que recuerdes. Nunca he estado tan inquieta por él. <;Qué dijo? £En que forma lo ame-nazó? | Miguel.—i Qué importancia tiene? Mi padre no puede perder ahora. Elena.—j Miguel! Por favor, piensa, hazlo por mi. Miguel.—(Después de una pausa.) Ahora recuerdo. Al despe-dirse, Navarro dijo... si: "Tú solo te has sentenciado... Será como tú lo has querido." Elena.—(Levantándose.) Miguel, tu padre está en peligro, y tú lo sabías y te has quedado aqui a decir esas cosas de él... Miguel.—(Adelantando un paso.) i No te das cuenta de cómo me sentia yo... de cómo me siento? Elena.—jTu padre está en peligro! Miguel.—,-No lo buscó él? ^No mintió? Elena.—Debes ir pronto, Miguel. Debes cuidarlo. Miguel vacila. Julia.—No se atreve, mamá, eso es todo. Iré yo. Elena.—Ya lo sentia, lo sentia. (Se oprime las manos.) Navarro va a tra tar de matarlo. * j Julia corre hacia. la puerta, a la vez que: Miguel.—(Reactionando bruscamente.) Tienes razón, mamá. Perdóname por todo. Iré... trataré de cuidarlo; pero después... Seremos mi padre y yo, frente a frente. (Sale corriendo.) 792 ! Julia.—No pasará nada, mamá. jTengo tanta confianza en él ahora! Elena.—No sé... no sé. En el fondo, Miguel... Julia.—Miguel está loco, mamá... busca la verdad con fana-tismo, como si no existiera. No le hagas caso. Elena.—Está en un estado tal... Y tú también. Todas estas cosas que se han dicho ustedes dos... Julia.—(Con una sonrisa.) Asi era de nifio, mamá. Y asi era como Miguel se decidia a pelear, para demostrarme que no era un coberde. Elena.—Has sido tan dura... Julia.—Pero a nadie más le dejaría yo decirle eso. Elena.—No sé... no sé. (Vn pooo hipnotizada por la inquie-tud.) iQué hora es? Julia.—Mediodía, mamá. Fíjate en el sol. Ahora ya puedo saber la hora por el sol. Elena, un poco sonámbula, va hacia la ventaná. Allí abre los brazos de modo que toque tos dos extremos del marco, y con ta cabeza echada hacia atrás mira intensamente hacia afuera. Julia sigue leyendo telegramas y subrayando su interés con pequeňos gestos de satisfaction. Elena parece una estatua. Julia la mira. Julia.—Tranquillzate, mamá, por favor. Dentro de poco es-tará aquí y seremos otros... Hasta Miguel. Elena.—(Sin volverse.) No puedo. Hace un momento sentí el sol como un golpe en el pecho. Julia.—Hazlo por él. No le gustaría verte asi. Elena.—Miguel tiene razón. Nada bueno puede salir de una mentira. Y, sin embargo, yo no he podido detener a César. Julia.—No hay mentira, mamá. Todo el pasado fue un sueňo, y esto es real. No me importan los trajes ni las joyas, como cree Miguel, sino el aire en que viviremos. El aire del poder de mi padre. Será como vivir en el piso más alto, de aquí, pri-mero; de todo Mexico después. Tú no lo has oído hablar en los mítines, no sabes todo lo que puede dar él, que fue tan pobre. Y todo lo que puede tener. Elena.—Yo no quiero nada, hija mía, sino que él viva. Y ten-go miedo. Julia.—Yo no; es como la luz, para mí. Todos pueden verlo, nadie puede tocarlo. Y será lindo, mamá, poder hacer todas las cosas, pensarlas con alas; no como antes, que todos los deseos, todos los sueňos, parecían reptiles encerrados en mi. Elena.—(Se sienta.) Quizá piensas en tu amor, y hablas asi por eso. ;Esperas que ese muchacho te quiera viéndote tan alta? Yo no lo aceptaria entonces: sería interés. Julia.—Yo no lo quiero ya, mamá. Lo sé desde hace dos sema- 793 lias. Lo que arnaba yo en él era lo que no tenia a mi alrededor ni en mí. Pero ahora lo tengo, y él no importa. Tendre que bus* car en otro hombre las otřas cosas que no tenga. Querer es completers e. Elena.—Tengo miedo, Julia. Todas estas semanas, mientras César iba y venia por el Estado, yo pensaba en la noche que el hombre a quien yo quise ha desaparecido, y que hay otro hombre, formándose apenas, a quien yo no quiero todavia. Si eligen a César... Julia.—Está elegido ya, mamá, £no lo ves? Un elegido. Elena.—Si eligen a César, será el gobernador. Lo rodeará gente a todas horas que lo ayudará a vestirse y lo alejará de mť. Tendrá tanta ropa que no podrá sentir carino ya por ninguna prenda.... y yo no tendre ya que remendar, que mantener vivas sus camisas ni que quitar las manchas de su traje. De un modo o de otro, será como si me lo hubieran matado. Y yo quiero que viva. (Se levanta violentameníe.) Es preciso que no lo elijan, Julia, es preciso. Julia.—iEstás loca? £No comprendes todo lo que esto signi-fica para todos? ,;No has sentido nunca deseos de vivir en la luz? Será una vida nueva para todos. Elena.—Hablas como él. Julia.—Yo prepararé su ropa cada maňana, en tal forma que no pueda tocar su corbata ni sentir su traje sobre su cuerpo sin tocarme, sin sentirme a mí. Contigo consultará sus cosas, sus planes, sus decisiones, y cuando las realice te estará viendo y tocando. Elena.—No me ha hecho caso ahora... no ha querido hacer-me caso. ,;Por qué? ^Por qué? No. Que lo derroten, aunque lo denuncien... que se burle de él y de su mentira toda la gente. Miguel tiene razón. Que lo injurien, que lo escupan... Julia.—i No hables asi! i?ot qué hablas asi? Elena.—Yo lo consolaré de todo. Quiero que viva. Julia.—Quieres que muera. Elena.—Quiero que muera el fantasma y que viva él; que muera su muerte natural, propia. Que viva. (Pausa. En el silen-cio del mediodía se oye un claxon de automóvit, bastante proximo. Elena se sobresatta.) ]Un coche! Julia.—(Corriendo a la ventana, desde alii.) Son Guzman y Miguel, mamá. Elena.—iVienen otros coches? Julia no contesta. Elena queda inmóvil en el centro mirando h,u ui la puerta. Julia se retině con ella. Entran Miguel y Guzman. ELRNA.—Miguel... (Espera. Miguel baja la cabeza en sitencio.) JUL!A<—{Que ha pniado? m GuzmAn.—fJadeante.) Seňora____ ELENA.—£Han... herido a César? (Guzman baja la cabeza.) No... Lo han matado, £verdad? Guzman.—Encontré al muchacho en el camino, seňora, corriendo. Ya era tarde. Elena.—(Contenida.) ^Como fue? £ Navarro? GuzjwAn.—Para mí, fue él, seňora. Pero allí mataron al que disparó. Bastó un tiro. Apenas acabábamos de Uegar, y el general iba a sentarse cuando... En el corazón. Julia.—Mamá... Le agarra las manos. Es un dolor incrédulo el de las dos, que va desenvolviéndose y afirmándose poco a poco. Elena.—<;Dice usted que mataron al hombre que disparó? Guzmán.—El pueblo lo hizo pedazos, sefiora. Ruido de automóviles dentro. Elena.—(Lenta, con voz blanca.) Pedazos. Se vuetve hada ta pared, muy erguida. Julia Hora sin extre-mos, nada más bajando la cabeza y dejando correr sus lágrimas. Miguel se deja caer en un asiento. Ahora se oyen voces. En el umbrat de ta puerta aparece Navarro. Guzman.—jTú! čCómo te atreves...? Navarro.—(Avanzando.) Seňora, permítame presentarle mis condolencias más sinceras. Su marido ha sido víctima de un co-barde asesinato. Miguel, pasando por detrás de ellos, cierra ta puerta. Guzman.—Y tan cobarde. Creo que yo tengo idea de quién es el asesino. Miguel.—(En primer término derecha.) Yo también. Navarro.—(Imperturbable.) El asesino de César Rubio, seňora, fue un fanático católíco. Guzmán.—jFuiste tu! Navarro.—Fue un fanático, como puede probarse. En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios escapularios. Guzman.—No tiene caso calumniar a nadie. Sabemos de sobra... Elena.—(De hielo.) Váyase usted, general Navarro. No sé como se atreve a presentarse aquí, después de... 795 La mterrumpe un tumulto creciente, afuera. Las voces se multipliam en un rumor de tormenta. Navarro se inclina, se di-rige a la puerta, la abre y sale de spues de una mirada a la fami-lia. Se escucha un rumor hostil. Luego, coda vez mds dis tint a-mentě, ta voz de Navarro que grita: La voz db Navarro.—| Camaradas! He venido a decir a la viuda de César Rubio mi indignation ante el vil asesinato de su ] marido. Aunque hay pruebas de que el asesino fue un católico, no falta quien se atreva a acusarme. (Murmullo hostil. Guzman va a la puerta y sale.) Estoy dispuesto a defenderme ante los tribunates y a renunciar a mi candidatura hast a que se pruebe mi inocencia... La voz de Guzman.—jMentira! jMentira! jFue él y todos lo sabemos 1 Murmullo hostit, pero indefinible. La voz de Navarro.—No contestaré. César Rubio ha caido a manos de la reacción en defensa de los ideales revolucionarios. Yo lo admiraba. Iba a ese plebiscito dispuesto a renunciar en su favor, porque él era el gobemante que necesitábamos. (Murmullo de aprobación.) Pero si soy electo, hare de la memoria de César Rubio, mártir de la revolution, victims de las conspiracio-nes de los fanáticos y los reactionaries, la mas venerada de todas. Siempre lo admire como a un gran jefe. La capital del Estado llevara su nombre, le levantaremos una universidad, un monumenio que recuerde a las futuras generaciones... (Lo inte-rrumpe un clamor de aprobación.) jY la viuda y los hijos de César Rubio vivirán como si él fuera gobernador! (Aplausos sofocados.) Elena.—(Agitando una mano como quebrada.) Cierra, Miguel. Las puertas, las ventanas, ciérralo todo. Miguel.—No, mamá. Todo el mundo debe saber, sabrá... No podria yo seguir viviendo corao el hijo de un fantasma. Elena.—(Deshecha.) Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya. Julia, vencida, se dirige a cerrar la ventana primero, luego la puerta. Penumbra. El rumor exterior se hace menos perceptible. Miguel.—i Mamá 1 (Solloza sin ruido.) ELENA.—Ése es otro hombre. El nuestro... (No puede seguir. Llaman a la puerta.) No abras, Julia. - Tocan nuevamente. Miguel abre con lentitud. Entra Estrella; Salinas y Guzman tras él. 796 Estrella.—(Solemne, con esa especie de alegria de serlo que acompaňa a los demagogos.) Seňora, el seňor Presidente ha sido informado ya de este triste suceso. (Miguel, vuelto hacia etlos, escucha.) El cuerpo del seňor general Rubio será velado en el pa-lacio de gobierno. Vengo para llevarlos a ustedes alii. Se le tribu-tarán honores locales de gobernador; pero, además, considerando que se trata de un divisionario y de un gran héroe, su cuerpo recibirá honores presidenciales y reposará en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Usted, seňora, tendrá la pension que la co-rresponde. El gobierno revolucionario no olvidará a la familia de su héroe más alto. Elena.—Gracias. No quiero nada de eso. Quiero el cuerpo de mi marido. Iré por él. (Camina hacia la puerta. Julia la si-gue.) Tú quédate. Julia.—Mamá, iremos todos. Y se le hárán los honores. (Elena la mira.) £No comprendes? Salinas.—No entiendo, seňora... Estrella.—Cesar Rubio pertenece al pueblo, seňora. GUZMAN.—(Detrás de eltos, saňudo.) Nos pertenece a nos-ptros para siempre. Julia.—,>No comprendes, mamá? Él será mi belleza. Elena hace un esfuerzo para hablar, sin lograrlo. Agita un poco una mano. Estrella ta torna dél brazo. Salen. Miguel queda inmóvit en la escena. Los murmullos y las voces desaparecen en un silencioso homenaje a la viuda. Después de un momenta entra Navarro. Miguel.—tested? Tengo que aclarar algo, primero con usted, luego con todo el mundo. Navarro.—(Brutal.) <-Qué es lo que sabe usted? Miguel.—Sé que usted mató a mi padre. (Con una violencia incontenibte.) Lo sé. jOÍ su conversation! Navarro.—(Estremecido.) (Si? (Se sobrepone.) Oiga usted lo que dice el pueblo que presenció los acontecimientos, joven. El asesino fue un católico: puedo probarlo. Mis propias gentes tra-taron de aprehenderlo. Miguel.—Y para mayor seguridad, lo mataron. Para borrar todas las pruebas. Mató usted a mi padre y a su asesino material, como mató usted a César Rubio. ] Lo oi todo! Navarro.—(Turbado y descompuesto.) Su dolor no lo deja... (Desafiante de pronto.) |No podria usted probar nada! Miguel.—Eso no puedo remediarlo ya. Pero no voy a permi-tir esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, la pension, i Usted sabe muy bien que mi padre no era César Rubio! Navarro.—íEstá usted loco? Su padre era César Rubio. (Como va uster a luchar contra un pueblo entero convencido de ello? Yo mismo no luché. 797 Miguel.—Usted mato. ^Era. mas facil? Navarro.—Su padre fue un heroe que merece recordation y respcto a su memoria. Miguel.—No dejare perpetuarse una mentira semejante. Dir£ la verdad ahora mismo. Navarro.—Cuando se calme usted, joven, comprendera cual es su verdadero deber. Lo comprendo yo, que fui enemigo politico de su padre. Todo aquel que derrama su sangre por su pais es un heroe. Y Mexico necesita de sus heroes para vivir. Su padre es un martir de la revoluciGn. 1 Miguel.—jEs usted repugnante! Y hace de Mexico un vam-piro... pero no es eso lo que me importa... es la verdad, y la dire, la gritare. Navarro.—(Se lleva la mano a la pistola. Miguel lo mira con desaflo. Navarro reflexiona y He.) Nadie lo creera. Si insiste usted en sus desvarios, hare" que lo manden a un sanatorio. Miguel.—(Con una frialdad terrible.) Si, seria usted capaz de eso. Aunque me cueste la vida... Navarro.—Se reirdn de usted. No podria usted quitarle al pueblo lo que es suyo. Si habla usted en la calle, lo tomaran por loco. (Saluda irdnicamente el cartel de Cdsar Rubio.) Su padre era un gran heroe. Miguel.—Encontrare pruebas de que el no era un heroe y de que usted es un asesino. Navarro.—(En la puerta.) tCuales? Habra que probar una cosa u otra. Si dice usted que soy un asesino, gente mal intentio-nada podria creerlo; pero como tambien piensa usted decir que su padre era un farsante, nadie lo creera ya. Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande, muchacho. Le debo mi elecci6n. Sale. Se oye un clamor confuso afuera. Luego, voces que gri-tan: jViva Navarro! La voz de Navarro.—; No, no, muchachos 1 j Viva Cesar Rubio! fUn "viva Cisar Rubio" clamoroso se deja oir. Miguel hace un movimiento hacia la puerta; luego sale rdpidamente por la izquierda. Ruido de voces y de automoviles en marcha, afuera. Pequeiia pausa, al cabo de la cual Miguel reaparece llevando una pequeiia maleta. Se dirige a la puerta derecha. De alii se vuelve, descuelga el cartel con la imagen de Cisar Rubio, des-puis de dejar su maleta en el suelo. Dobla el cartel quietamente, y lo coloca sobre el escritario. Luego empuja con el pie el rotlo de carteles, que se abre como un abanico en una multiple imagen de Cisar Rubio. Miguel.—i La verdad I EEC Se cubre un momento la cara con las martos, y parece que va a abandonarse, pero se yergue. Entonces toma, desesperado, su maleta. En la puerta se cerciora de que no queda nadie afuera. El sol es cegador. Miguel sale, huyendo de la sombra misma de Cesar Rubio, que lo perseguird toda su vida. t e l 6 n APOSTILLA Aparte de cortes menores, en la representation fue suprimido el regreso de Cisar Rubio (ver p. 788), quedando eliminada la frase: "Es bueno que ha-bles con Miguel. Es la unica inquietud que me llevo: estuvo muy extrano hace un rato; me parece que sabe algo. Tranquilizalo, Elena.' Sin embargo, para no prescindir del movimiento psicotdgico impticito en este parlamento, el segundo que pronuncia Cesar Rubio en su escena con Elena (ver p. 787, linea 29) quedo modijicado como sigue: "...Miguel... es la unica inquietud que me llevo: creo que sabe algo, tranquilizalo. Miguel po-dra hacer algo brillante, amplio, si quiere", etc. Las escenas finales del tercer acta, aunque fueron representadas a la letra fuera de cartes minimos, pueden ganar en concision y en intensidad por medio de la refundicidn siguiente (a partir de la p. 795, noveno parlamento): Elena.—(Lenta, con voz blanca.) Pedazos. (Se vuelve hacia la puerta, muy erguida. Julia llora sin extremos, nada mas bajando lacabeza y dejando correr sus tdgrimas. Miguel se deja caer en un asiento.) Se oye un tumulto hostil afuera y, domindndolo: La voz de Navarro.—j Camaradas! Vengo a decir a la viuda de Cdsar Rubio mi indignation ante el vil asesinato de su marido. GuzmAn.—•,Navarro! £C6mo se atreve...? (Sale con violencia dejando la puerta abierta.) La voz de Navarro.—Hay pruebas de que el asesino fue un ca-tolico. En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios esca-pularios... La voz de GuzmAn.—j Mentira! j Mentira! [Fue el y todos lo sabemos! Murmullo hostil pero indefinible. La voz de Navarro.—No contestare. Estoy dispuesto a res-ponder ante los tribunales y a renunciar a mi candidatura hasta probar mi inocencia. Cesar Rubio ha caido a manos de la reao-ci6n en defensa de los ideales revolutionaries. Yo lo admiraba. 799 ttttmtttŠ |jMHMaaJ| f|É^t*M*ÉÍ 'HMmhüA IWhWMA ^MMwMhII ^^MMiM^ Iba a ese plebiscito para renunciar en su favor porque él era el gobernante que necesitábamos. (Murmullo de aprobación.) Si soy electo, haré de su memoria la más venerada de todas porque era un gran jefe. La capital del Estado llevará su nombre, le levantaremos una universidad, un monumento que recuerde a las generaciones futuras... (Lo interrumpe un clamor de aprobación.) Elena.—(Agitando una mano como quebrada.) Cierra, Miguel, las puertas, las ventanas, ciérralo todo. Miguel.—(Yendo hada la puería.) No, mamá. Todo el mundo debe saber, sabrá... No permitiré esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, jno! Elena.—(Deshecha.) Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya. Julia se dirige pasivamente a cerrar la ventana. Miguel, ven-ddo por la voz de su madre, se detiene ante la puerta y, al fin, ta cierra. Penumbra. Et rumor exterior se hace menos perceptible. Miguel.—jMamá! (Solloza sin ruido.) Elena.—Ése es otro hombre. El nuestro. LI am an a la puerta.) No abras, Julia. (No puede seguir. Tocan nuevamente. Miguel abre. Entra Navarro. Tras él, Guzmán. Navarro.—(Avanzando bajo la mirada fija, lenta e indefinible de Miguel.) Seňora, permitaine presentarle mis condolencias más sinceras. Su marido ha sido víctima de un cobarde asesinato. GuzmXn.—Y tan cobarde. Yo sé que fuiste tú. Miguel.—(En primer término der echa, entre Navarro y la puerta.) Yo también. Navarro.—(Imperturbable.) EI asesino de César Rubio fue un fanático católico. Elena.—(De hielo.) Váyase usted, general Navarro. No sé cómo se atreve a presentarse aquí después de... La interrumpe el abrirse de la puerta. Entran Estrella y Salinas, al mismo tiempo que Navarro, que iba a satir y que retro-cede para dejarlos entrar, se borra insensiblemente al fondo, en el comedor. .Estrella.—(Solemne, con esa espede de alegria de serlo que acompaňa a los demagogos.) Seňora, el seňor Presidente de la República ha sido informado de este triste suceso. El cuerpo del seňor general Rubio será velado en el palacio de gobierno; pero, considerando que se trata de un divisionario y de un gran héroe, recibirá honores presidenciales y reposará en la Rotonda 800 de los Hombres Ilustres. Usted, seňora, tendrá la pension qu.e le corresponde. El gobierno revolucionario no olvidará a la farni-Iia de su héroe más alto. Elena.—Gracias. No quiero nadá de eso. Quiero el cuerp° de mi marido. Iréporél. (Camina hada la puerta. Julia la sigue.) Tú quédate. Salinas.—No entiendo, seňora... Estrella.—César Rubio pertenece al pueblo, seňora. GuzmXn.—(Detrás de eltos, saňudo.) Nos pertenece a nos-otros para siempre. Juua.—Iremos todos, mamá, y se le hárán los honores-comprendes? Eso (muy bajo) será mi belleza. Elena hace un esfuerzo para habtar, sin tograrlo. Siente que ha perdido definitivamente al hombre que fue suyo: no tendfd. ni su cuerpo. Agita un poco una mano y ta deja caer. iPara Qué hablar ya? Estrella la torna del brazo; Julia le pasa una mano por la dntura. Solen, seguidos por Guzman y Salinas. El rumor exterior se apaga como un homenaje a ta familia del héroe. Mi-guel permanece en escena, indetiso. Mira hada la puerta y mueve la cabeza. Navarro sale del comedor y avanza hada él. Navarro.—iQué es lo que sabe usted? Miguel.—(Con una violentia incontenibte.) Sé que usted mat<5 a mi padre y a su asesino material como mató al verdadero César Rubio. Navarro.—(Desafiante.) No podría usted probar nada. Miguel.—(Cara a cara con él.) No lo mato porque quiero probar la verdad primero, y para eso tiene usted que vivir. Es usted un asesino y mi padre no era un héroe. Encontraré pruebas. Navarro.—Si está usted loco, lo encerraremos. Todo aquel que derrama su sangre por su pais es un héroe, y Mexico nec&. sita de sus héroes para vivir. Su padre fue un héroe y un mártir de la revolución. MlGUEL.—Es usted repugnante y hace de Mexico, de la revolución, un vampiro. Pero caerá usted. Yo diré, yo gritaré la verdad ahora mismo. (Va a ta puerta.) Navarro.—(Con una frialdad de muerte.) Se reirán de uste^ Si dice que yo soy un asesino, gente mal intencionada podría creerlo; pero si jura que su padre era un farsante, nadie lo creerá ya. No se puede luchar contra la credulidad de un pueblo eji-tero. Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande, mu-chacho: le debo mi elección. Aparta a Miguel de la puerta y sale. Se oye un clamor confuso afuera. Luego una voz que grita: i Viva Navarro! 801 HI HWWMálA. i _J i...........1 MwwH wmmn mmn* mmmm La voz de Navarro.—No, no, muchachos. i Viva César Rubio! Un i Viva César Rubio! clamoroso se deja oír. . Miguel háce un movimiento hacia la puerta, tuego sate rápi-damente por la izquierda. Ruido de voces y de automóviles en marcha, afuera. Breve pausa al cabo de la cual reaparece Miguel llevando una pequeňa maleta. Se dirige hacia la puerta derecha. De alli se vuetve, descuelga el cartel con la imagen de César Rubio, después de posar su maleta en el suelo. Dobia el cartel quie-tamente y to coloca sobre el escritorio. Luego empuja con el pie el rollo de carteles, que se obre como un abanico en una multiple imagen de César Rubio. Miguel.—jLa verdad! (Se cubre un momento el rostro con las manos y parece a punto de abandonarse, pero se yergue. En-tonces toma, desesperado, su maleta. En la puerta se cerciora de que no queda nadie afuera. El sol es cegador. Miguel sale, huyendo de la sombra misma de César Rubio, que lo perseguirá toda su vida.) thon La mu jer no hace milagros comedia de malas maneras en tres actos [1938] PERSONAJES En orden de apariciön Bernardo Rosas, 26 anos Ricardo Rosas, 22 anos Victoria Rosas, 27 anos SeSora Rosas, 50 anos Herminia Rosas, 24 afios Roberto Dävila, 25 afios Alejandro, esposo de Victoria, 29 anos Elsa, prima de tos Rosas, 19 anos Fernando Roblbs, 32 afios La action en Mixico. Hoy. En casa de la familia Rosas. El único decorado representa un interior —la sála de retibo de los Rosas, cuya arquitectura moderna contrasta sin violencia con un mobiliario de principios de siglo, de excetente gusto. El contraste denuncia un descenso en la fortuna de los Rosas, quienes han tenido que mudarse a un apartamiento limitado al perder sus propiedades. La familia se mantiene, sin embargo, en un estado de gran dignidad, y los restos de su fortuna, como ocurre casi siempre en estos casos, representan una pequeňa fortuna, en si. La estructura del apartamiento es a base de arcos italianistas —una especie de aprovechamiento moderno de la arquitectura del Renacimiento. La puerta de entrada está en el ángulo izquierdo del fondo, al cabo de un pequeňo pasillo. Al fondo centro, detrás de los arcos, hay tres pequeňos balcones que dan a una terraza minúscula. En primer término izquierda, una puerta que lleva a las habitaciones de Bernardo y Ricardo. Cerca de la puerta, un poco mas arriba, hay una escatera que conduce a un segundo piso donde están las habitaciones de Vic- 802 803