Harold Bloom El canon occidental La escuela y los libros de todas las epocas Traducciön de Damian AIou EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA PREFACIO Y PRELUDIO Este libro estudia a veintiséis escritores, necesariamente cois cierta nostalgia, puesto que pretendo aislar las cualidades que con-vierten a estos autores en canónicos, es decir, en autotidades en nuestra cultuta. Bl «valor estetico» se considers a veces más una idea de Emmanuel Kant que una realidad, pero a lo largo de toda una vida de lectura no ha sido ésta mi experiencia. Las cosas, sin embargo, se han desmoronado, el centro no se ha mantenido, y cuando uno se ve en medio de lo que solia llamarse «el mundo eru-dito» sólo encuentra pura anarquia. Poco me interesa remedar las guerras culturales; todo lo que tengo que decir acerca de nuestras miserias actuales se halla en el primer capítulo y en el ultimo. Lo que deseo aqui es explicar la organization de este libro y justificar mi election de estos veintiséis escritores entre los numerosos cente-nares que forman parte de lo que en tiempos se consideró el canon occidental. Giambatista Vico, en sus Principios de una ciencia nueva, postu-laba un ciclo de tres fases -Teocrática, Aristocrática, Dernocrática-, seguidas de un caos del cual fmalmente emergeria una Nueva Edad Dernocrática. Joyce hizo un magnlfico uso seriocómico de Vico al organisier Finnegans Wake, y yo he seguido la estela de su Estela,1 con la excepción de que he omitido la literatura de la Edad Teocrática. Mi secuencia historka comienza con Dante y concluye con Samuel Beckett, aunque no siempre he seguido un estricto orden cronoló-gico. De este modo, he iniciado la Edad Aristocrática con Shakespeare porque es la figura central del canon occidental, y a continuation lo he estudiado en relation con casi todos aquellos, desde 1. Wake sigmfica tanto «despertar» como «estela». (M. del T.) 11 Chaucer a Montaigne, que dejaron huella en su obra, a craves de muchos de aquellos en quienes influyó -Milton, el Dr. Johnson, Goethe, Ibsen, Joyce y Beckett entre elios-, y también a través de aquellos que intcntaron rechazarle: Tolstoi en particular, junto con Freud, quien se apropió de Shakespeare al tiempo que insistia en que era el conde de Oxford quien habia escrito las obras de «el hombre de Stratford*. La selection no es tan arbitraria como puede parecer. Los autores han sido elegidos tanto por su sublimidad como por su naturaleza representativa: se puede escribir un libro sobre veintiséis autores, pero no sobre cuatrocientos. Ciertamente, los escritores occidentales más importantes desde Dante están aquí: Chaucer, Cervantes, Montaigne, Shakespeare, Goethe, Wordsworth, Dickens, Tolstoi, Joyce y Proust. Pero ^dónde están Petrarca, Rabelais, Ariosto, Spenser, Ben Jonson, Racine, Swift, Rousseau, Blake, Pushkin, Melville, Giacomo Leopardi, Henry James, Dostoievski, Hugo, Balzac, Nietzsche, Flaubert, Baudelaire, Browning, Chéjov, Yeats, D. H. Lawrence y muchos otros? He procurado que los cánones nacionales quedaran re-presentados por sus figuras eruciales: Chaucer, Shakespeare, Milton, Wordsworth y Dickens por parte de Inglaterra; Montaigne y Moiiere por Francia; Dante por Italia; Cervantes por Espafia; Tolstoi por Rusia; Goethe por Alemania; Borges y Neruda por Hispanoamérica; Whitman y Dickinson por Estados Unidos. Los dramaturgos más importantes están presentes: Shakespeare, Moiiere, Ibsen y Beckett; también los novelistas: Austen, Dickens, George Eliot, Tolstoi, Proust y Wooif. El Dr. Johnson aparece como el más grande de los crlticos literarios occidentales; sería difícil encontrarle rival. Vico no postulaba una Edad Caótica antes del ricorso o regreso de una segunda Edad Teocrática; pero a nuestro siglo, mientras finge proseguir la Edad Democrática, nada puede caracterizarlo me-jor que el adjetivo de caótico. Sus escritores clave son Freud, Proust, Joyce, Kafka: ellos personifican el espiritu lkerario de nuestra época. Freud se consideraba un científico, pero pervivírá como un gran ensayista, al igual que Montaigne o Emerson, no como el fun-dador de una terapia ya desacreditada como (o elevada a) un episodic más en ia larga historia del chamanismo. Ojalá hubiera cspacio para más poetas modernos, además de Neruda y Pessoa, pero nin-gún poeta de nuestro tiempo ha igualado En busca del tiempo per-dido, Wises o Finnegans Wake, los ensayos de Freud o las parabolas y rektos de Kafka. Con la mayoría de estos veintiséis escritores he intentado en-frentarme directamente a su grandeza: preguntar qué convierte al autor y las obras en canóntcos. La respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrafieza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de veria como extraňa. Walter Pater definió el Romanticismo como la suma de la extraňeza y la belleza, pero creo que con tal formuláciou caracterizó no sólo a los románticos, sino a toda escritura canó-nica. El ciclo de grandes obras va desde La divina comedia hasta Fin de partida, de lo extraňo a lo extraňo. Cuando se lee una obra canónica por primera vez se experimenta un extraňo y misterioso asombro, y casi nunca es lo que esperábamos. Recién leldas, La divina comedia, El paraúo perdido, Fausto. Segunda parte, Hadji Mu-rad, Peer Gynt, Vlises y Canto generál tienen en común esa cualidad misteríosa, esa capacidad de hacerte sentir extraňo en tu propia casa. Shakespeare, el más grande escritor que podremos llegar a cono-cer, a menudo da !a impresión contraria: nos lleva a la intemperie, a tierra extraňa, al extranjero, y nos hace sentir como en casa. Su poder de asimilación y contaminación es único, y constituye un perpe-tuo reto a la puesta en escena y a la crítica. Me parece absurdo y lamentable que la crítica actual de Shakespeare -«materialista cultu-ral» (neomarxista); «neohistoricista» (Foucault); «feminista»- haya desertado de ese reto. La crítica shakespeariana se ha olvidado por completo de su supremacía estética e intenta reducirio a «las ener-gías sociales» del Renacimiento inglés, como si no existier« una verdadera diferencia de mérito estético entre el creador de Lear, Hamlet, Yago, Falstaff, y discípulos como John Webster y Thomas Middleton. El mejor crítico inglés vivo, Sir Frank Kermode, en sus Formas de atención (1985) ha proclamado la más clara advertencia que conozco sobre el destino del canon, es decir, sobre el destino de Shakespeare: Los cánones, que niegan la distínción entre saber y opimón y son instrumentos de supervivencia construidos para que resis-tan el tiempo, no la razón, son por supuesto deconstructíbles; si la gente creyera que tales cosas no deben existir, probablemente encontraría el modo de destruirlas. Su defensa ya no puede ser asumida por un poder instítucional central; ya no pueden ser obligatorios, aunque, de no existir, resulta difícil imaginär cómo' 12 13 las instituciones academicas podrian llevar a cabo sus activida-des normales, incluida la contrataciön de profesores. La manera de destruir el canon, tal como indica Kermode, no es ningün secreto, y el proceso estä ya bastante avanzado. No me intc-resa, como este libro dejara claro repetidamente, el actual debate en-tre los defensores del ala derecha del canon, que desean preservarlo en virtud de sus supuestos (e inexistentes) valores morales, y la trama academico-periodistica, que he bautizado como Escuela del Resentimiemo, que desea derrocar el canon con el fin de promover sus supuestos (e inexistentes) programas de cambio social. Espero que este libro no se convierta en una elegia al canon occidental, que quiza, en algun momento, sea todo lo contrario, y que la barahünda de lemmings deje de lanzarse en pos de su propio exterminio. En el catälogo de autores canönicos con que concluye el libro, y en parti-cuiar en el de nuestro siglo, he aventurado una modesta profecfa por lo que concieme a las posibilidades de supervivencia. Un signo de originalidad capaz de otorgar el estatus canönico a una obra literaria es esa extrafieza que nunca acabamos de asimilar, o que se convierte en algo tan asumido que permanecemos ciegos a sus caracteristicas. Dante es ei mayor representante de la primera posibilidad, y Shakespeare un fenomenal ejemplo de la segunda. Walt Whitman, siempre contradictorio, participa de ambos lados de la paradoja, Despues de Shakespeare, el mayor representante de esa extrafieza asumida es el primer autor de la Biblia hebrea, la figura denominada el Yahvista o j por los estudiosos de la Biblia del siglo XIX (la «J» procede de la manera en que los alemanes escriben la palabra hebrea Yahve, o Jehovä en ingles, el resultado de un anti-guo error de transcripciön). J, al igual que Homero una persona o personas extraviadas en un oscuro recodo del tiempo, parece que vi-viö en Jerusalen o sus alrededores hace unos tres mil aftos, mucho antes de que Homero viviera o fuera inventado. Quien fue ese J pri-migenio, es probable que nunca lo sepamos. Yo especulo, sobre una base literaria puramente interna y subjetiva, que J bien pudo haber sido una mujer de la corte del rey Salomön, un lugar de sofisticada cultura, considerable escepticismo religioso y gran complejidad psi-colögica. Un avispado resenisfa de mi obra Ei libro de J me reprendiö por no haber tenido la audacia de ir hasta el final e identificar a J con Betsabe, la reina madre, unä mujer hitita que e] rey David tomö tras haberlo dispuesto tödo para que su marido, Uriah, muriera en el campo de batalla. Me alegra aceptar esa sugerencia, aunque sea con cierto retraso: Betsabe, la madre de Salomön, es una admirable can-didata. La sombria väsiön que rios ofrece del catastrofico hijo y suce-sor de Salomön, Rehoboam, implicita durante todo el texto yahvis-tico, resulta de este modo facil de explicar; al igual que su irönica presentaciön de los patriarcas hebreos, y su afecto por algunas de sus esposas y por mujeres forasteras como Hagar y Tamar. Ademäs, es una soberbia ironia a lo J que el autot inaugural de lo que acaba-ria convirtiendose en la Tora no fuera un Israeli, sino una mujer hitita. A partir de ahora me referire al Yahvista como J o Betsabe. J fue la autora de lo que ahora conocemos como Genesis, Exodo y Numeros, pero lo que ella escribiö fue censurado, revisado y a menudo abrogado o distorsiorsado por una serie de redactores a lo largo de cinco siglos, culminando con Ezra, o uno de sus seguidores, en la epoca del regreso del exilio babilonio. Estos revisores eran sa-cerdotes y escribas cultuales, y parece que se quedaron escandaliza-dos por la libertad e ironia con que Betsabe retratö a Yahve. El Yahve de J es humano, demasiado humano: come y bebe, suele per-der los nervios, se regocija en sus propias maldades, es celoso y ven-gativo, proclama su justicia mientras constantemente elige a sus fa-voritos, y se convierte en un caso grave de ansiedad neurötica cuando extiende su bendicion, que hasta entonces recaia solo sobre una elite, a toda la muititud Israeli. Para cuando lidera a esa enlo-quecjda y sufrida horda a traves del desierto del Sinai, se ha vueito tan demente y peligroso, para el mismo y para los demäs, que el es-critor j merece ser calificado del mayor blasfemo de todos los autores que en el mundo han sido. La saga de J concluye, que nosotros sepamos, cuando Yahve, con sus propias manos, entierra a su profeta Moises en una tumba sin nombre, tras negarse a que los prolongados sufrimientos del IL der de los israelitas tengan mas recompensa que un atisbo de la Tie-rra Prometida. La obra maestra de Betsabe es su relato de las rela-ciones entre Yahve y Moises, una narraciön que esta por encima de la ironia o la tragedia, y que va desde la sorprendente elecciön de un profeta reacio por parte de Yahve hasta su intento, carente de motivo, de asesinar a Moises, y las subsiguientes penaiidades que afligen tanto a Dios como a su instrumento. 14 15 La ambivalencia entre lo divino y lo humano es uno de los grandes halkzgos de j, otro signo de originalidad tan permanente que apenas lo reconocemos, puesto que las historias que Betsabe conto nos han absorbido. La conmociön fundamental implicita en esta originalidad artffice del canon llega cuando nos damos cuenta de que la adoraciön occidental a Dios -por parte de judios, cristia-nos y musulmanes- es la adoraciön a un personaje literario, el Yahve de J, bien que adulterado por devotos revisionistas. Las üni-cas conmociones comparables que conozco ocurten cuando nos damos cuenta de que el Jesus amado por los cristianos es un personaje literario en gran medida inventado por el autor del Evangelio de Marcos, y cuando leemos el Corän y oimos solo una voz, la voz de Alä, recogida en todo detalle y sin perder una coma por la audacia de su profeta Mahoma. Quizä algün dia, ya bien entrados en el si-glo XXI, cuando el mormonismo se haya convertido en la religiön dominante de, por lo menos, el oeste de Estados Unidos, aquellos que nos sucedan experimenten una cuärta conmociön al enfrentarse a la osadia del autentico profeta americano, Joseph Smith, en sus vi-siones definitivas, La perla de gran valor y Doctrinas y alianzas. La extraneza canönica puede existir sin la conmociön de tal audacia, pero el aroma de la originalidad debe flotar sobre cualquier obra que de modo inapelable gane el agön con la tradiciön y entre a formar parte del canon. En la actualidad, nuestras instituciones edu-cativas estän atestadas de resentidos idealistas que denuncian la competencia tanto en la literatura como en la vida, pero, segün to-dos los antiguos griegos, estetica y agonistica son una sola cosa, ver-dad que posteriormente fue recuperada por Burckhardt y Nietzsche. Lo que Homero ensena es una poetica del conflicto, una lecciön que primero aprendiö su rival Hesiodo. Todo Piatön, como vio el critico Longino, procede del incesante conflicto del filösofo con Homero, que queda exiliado de La repüblica, aunque en vano, puesto que Homero y Piatön siguieron siendo el libro de texto de los griegos. La divina comedia de Dante, segün Stefan George, fue «el libro y escuela de todas las epocas», aunque eso es algo mds cierto para los poetas que para los demäs, y seria mäs adecuado de-cirlo de Shakespeare, como mostraremos en este libro. A los escritores contemporäneos no les gusta que les digan que deben competir con Shakespeare y Dante, y aun asi esa lucha fue lo que llevö a Joyce hasta la grandeza, hasta una eminencia compartida solo por Beckett, Proust y Kafka entre los autores modernos occi- dentales. El arquetipo fundamental de las grandes obras literarias serä siempre Pindaro, que celebra las victorias casi divinas de los atletas aristocräticos ai tiempo que transmite la sensaciön de que sus odas a la victoria son, ellas mismas, victorias sobre cualquier otro posible competidor. Dante, Milton y Wordsworth repiten la meta-föra clave de Pindaro, consistente en correr para ganar la palma, que es una inmortalidad laica extraöamente contraria a cualquier idealismo religioso. Mucho hay que esforzarse para no ser irönico con el «idealismo», ahora la moda en nuestras universidades y facul-tades, donde todos los criterios esteticos y casi todos los criterios in-telectuales han sido abandonados en nombre de la armom'a social y el remedio a la injusticia histörica. En la practica, la «ampliaciön del canon» ha sigmficado la destrucciön del canon, puesto que entre los escritores que uno estudia ya no se incluyen los mejores indepen-dientemente de que por pura casualidad sean rnujeres, africanos, hispanos o asiäticos, sino, por contra, los escritores que ofrecen poco mäs que el resentimiento que han cultivado como parte de su identidad. No hay extraneza ni originalidad en ese resentimiento; y aunque los hubiera, no seria suficiente para crear herederos del Yavista y Homero, Dante y Shakespeare, Cervantes y Joyce, Como formulador del concepto critico que una vez bautice como «la angustia de las influencias», he visto como la Escuela del Resentimiento repetia insistentemente que tal idea se aplicara solo a los Varones Europeos Blancos y Muertos, y no a las rnujeres y a lo que pintorescamente denominamos «multiculturalistas». De este modo, las animadoras feministas proclaman que las rnujeres escrito-ras cooperan entre si amorosamente como si hicieran ganchillo, mientras que los activistas literarios afroamericanos y chicanos van incluso mäs lejos al afirmar que se hallan libres de cualquier angustia provocada por la contaminaciön: cada uno de ellos es Adan al despertarse. No conciben ningün momento en que no fueran como ahora; autocreados, autoengendrados, su genio es solo suyo. En cuanto que afirmaciones realizadas por poetas, dramaturgos y escritores de ficciön en prosa, son saludables y comprensibles, aunque se enganen. Pero, en boca de supuestos crfticos literarios, tan opti-mistas pronunciamientos no son verdaderos ni interesantes, y van en contra tanto de la naturaleza humana como de la naturaleza de la literatura de imaginaciön. No puede haber escritura vigorosa y canönica sin el proceso de influencia literaria, un proceso fastidio-so de sufrir y dificil de comprender. Nunca he sido capaz de recono- 16 17 cer mi teoría de. la influencia cuando es sometida a un ataque, puesto que lo que se ataca no es jamás ni siquiera una atinada pa-rodia de mis ideas. Como demostraré en el capitulo sobre Freud, estoy a favor de una lectura shakespeariana de Freud, no de una lectura freudiana de Shakespeare ni de ningún otro escritor. La an-gustia de 3a influencia no es una angustia reiacionada con el padre, real o literario, sino una angustia conquistada en el poema, novela u obra de teatro. Cualquier gran obra literaria lee de una manera errónea -y creativa-, y por tanto malinterpreta, un texto o textos precursores. Un auténtico escritor canóníco puede interiorim o no la angustia de su obra, pero eso imporía poco: la gran obra que uno consígue escribir es la angustia. Este punto ha sido atinada-mente expresado por Peter de Bolla en su libro Hada una retórica historka: describir la influencia como la novela familiar freudiana resulta una lectura extremadamente debil Para Bloom, «influencia» es a la vez una categoría tropológica, una figura que determina la tradición poética, y una mezcla de relaciones psíquicas, históri-cas y de imágenes ... la influencia describe las relaciones entre los textos, es un fenómeno intertextual ... tanto la defensa psí-quica interna -la experiencia de la angustia por parte del poeta-como las relaciones históricas externas de los textos entre si son el resultado de una lectura equivocada, o de un encubrimiento poetko, y no la causa. Sin duda, este certero resumen parecerá intrincado a aquellos que no estén familiarizados con mis intentos de estudiar el pro-blema de las influencias literarias, aunque ahora, en el momento de iniciar este examen del amenazado canon occidental, De Bolla me brinda un buen punto de partida. Hay que arrastrar la carga de las influencias si se desea alcanxar una originalidad significativa dentro de la riqueza de la tradición literaria occidental. La tradición no es sólo una entrega de testigo o un amable proceso de transmisión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria o la inclusion en el canon. Esta lucha no pueden dirimirla las inquietudes sociales, ni el criterio de una generación de impacientes idealistas, ni un grupo de marxístas que proclamen: «Dejad que los muertos entierren a los muertos», ni unos sofistas que intentan sustítuir el canon por la bi- 18 blioteca y el espíritu perspicaz por el archivo. Poemas, relatos, no-velas, obras de teatro, nacen como respuesta a anteriores poemas, relatos, novelas u obras de teatro, y esa respuesta depende de actos de lectura e interpretación llevados a cabo por eseritores posteriores, actos que son idémicos con las nuevas obras. Estas lecturas de textos precursores son necesartamente defensi-vas en parte; si fueran sólo apreciativas, las nuevas creaciones que-darían ahogadas, y no sólo por razones psicológicas. La cuestión no es la rivalidad edípica, sino la naturaleza misma de vigorosas y originales imaginaciones1 literarias: el lenguaje metafórico y sus vicisitu-des. Una nueva metafora, o una figura retórica inventiva, síempre implica partir de una metafora previa, lo que lleva aparejado, al me-nos parcialmente, dar la espalda o rechazar una figura anterior. Shakespeare utiliza a Marlowe como punto de partida, y los primeros héroes-villanos de Shakespeare, como Aarón el Moro de Tito An-drónico y Ricardo III, están bastante cerca de Barrabás, el judío de Malta de Marlowe. Cuando Shakespeare crea a Shylock, su judío de Venecia, la base metafórica del grotesco discurso del villano queda alterada radicalmente, y Shylock es una vigorosa lectura errónea o una interpretación equivocada creativa de Barrabás, mientras que Aarón el Moro está más cerca ser de una repetición de Barrabás, coneretamente desde el punto de vista del lenguaje metafórico. Cuando Shakespeare escribe Otela, todo vestigio de Marlowe ha desaparecido ya: la autocomplaciente villanía de Yago es cognitiva-mente mucho más sutil y aňos luz más refinada en cuanto a imágenes que los plácemes del desmesurado Barrabás. Bn la comparación de Yago con Barrabás, la lectura errónea creativa que hace Shakespeare de su precursor Barrabás es un completo triunfo. Shakespeare es un caso único en el que el precursor sale mvariablemente empe-quenecido. Ricardo III manifiesta una angustia de las influencias en relación con El judío de Malta y Tamburlaine, pero Shakespeare aún estaba buscando su Camino. Con la aparición de Falstaff en Enrique IV, Primera parte, acaba encontrándolo, y Marlowe se con-vierte en una ruta olvidada, tanto en el escenario como en la vida. Después de Shakespeare, hay pocas figuras que se hallen rela-tivamente libres de la angustia de las influencias: Milton, Moliěre, Goethe, Tolstói, Ibsen, Freud, Joyce; y para todos ellos, a excepción 1. Hay que tornado en el doble sentido de inventář y crear imágenes. (N. del T.) 19 de Moliére, sólo Shakespeare siguió siendo el problema, como este libro pretende demostrar. La grandeza reconoce la grandeza y queda ensombrecida por elia. Suceder a Shakespeare, que escribió 1a mejor prosa y la mejor poesía de la tradición Occidental, es un destino complejo, puesto que la origínalidad se vuelve peculiarmente difícil en todo aquello que tiene verdadera importancia: representación de los seres humanos, el papel de 1a memoria en 1a cognición, la esfera de la metafora a la hora de sugerir nuevas posibilidades para el len-guaje. Se trata de excelencias particulares de Shakespeare, y nadie le ha iguaiado como psicólogo, pensador o retórico. Wittgenstein, que sentía muy poco aprecio por Freud, se le parece sin embargo en su suspicacia y reacción defensiva ante Shakespeare, que es una afrenta para el filósofo al igual que lo es para el psicoanalista. No hay origi-nalidad cognitiva en toda k história de la filosofía comparable a la de Shakespeare, y resulta a la vez irónico y fascinante escuchar a Wittgenstein dilucidar si existe una verdadera diferencia entre la representación shakespeariana del pensamiento y el pensamiento mismo, Es cierto, tal como observa el poeta y crítico australiano Kevin Hart, que «la cultura Occidental torna su lčxico de inteligibili-dad de ia filosofía griega, y que todo lo que decimos de la vida y la muerte, de 1a forma y el estilo, está marcado por las relaciones con esa tradición». Sin embargo en la práctica la inteligibilidad tras-ciende su léxico, y debemos recordarnos que Shakespeare, que des-confiaba de la filosofía, es mucho más importante para la cultura Occidental que Platón y Aristoteles, Kant y Hegel, Heidegger y Wittgenstein. En la actualidad me siento bastante solo al defender la autonómia de la estética, pero su mejor defensa es ia experiencia de leer El rey Lear y a continuación ver ia obra en un buen montaje. El rey Lear no deriva de una crisis de la filosofía, y su fuerza tampoco puede ser justificada como una mistificación promovida, de una forma u otra, por las instituciones burguesas. Es senal de la degene-ración de los estudios literarios que a uno se le considere un excéti-trico por mantener que la literatúra no es dependiente de la filosofía, y que la estética es irreductible a 1a ideológia o 1a metafísica. La crítica estética nos devuelve a k autonómia de la literatúra de ima-ginación y a la soberanía del alma solitaria, al lector no como un ser social sino como el yo profundo: nuestra más recóndita interioridad. En un gran escritor, lo profundo de esa interioridad constituye k fuerza que consigue sacudirse el abrumador peso de los logros del pasado, para que cada origínalidad no sea aplastada antes de que se rnanifieste. Los grandes textos son siempre reescrítura o revisio-nismo, y se fundan sbbre una lectura que abre espacio para ei yo, o que actúa para reabrir viejas obras a nuestros recientes sufrimientos. Los originales no son originales, pero esa irónia emersoniana cede la palabra al pragmatismo emersoniano, según el cual el inventor sabe cómo pedir prestado. La angustia de las influencias cercena a los talentos más débiles, pero estimula al genio canónico. Lo que emparenta intimamente a los tres novelístas más vibrantes de la Edad Caótica -Hemingway, Fitzgerald y Faulkner- es que todos surgen de la influencia de Joseph Conrad, pero la mitigan astutamente mezclando a Conrad con un precursor americano: Mark Twain en el caso de Hemingway, Henry James en el de Fitzgerald, y Herman Melville en el de Faulkner. Algo de esa astucia aparece en la fusion que T. S. Eliot hace de Whitman y Tennyson, y de ia mezcla marca Ezra Pound de Whitman y Browning, y de nuevo en la maneta en que Eliot se desvfa de Hart Crane y da otro bandazo hacia Whitman. Los grandes escrito-res no eligen a sus precursores fundamentales; son elegidos por ellos, pero poseen k inteligencia de transformar a sus antecesores en seres compuestos y, por tanto, parcialmente imaginarios, En este libro no me ocuparé directamente de las relaciones in-tertextuales entre los veintiséis autores considerados; mi propósito es considerarlos como representantes de todo el canon occidental, aunque no hay duda de que mi interes por los probiemas de las influencias emerge en casi todas partes, a veces quizá sin que yo sea consciente del todo. La gran literatúra, agonlstica lo quiera o no, no puede separarse de las ansiedades provocadas por las obras que poseen prioridad y autoridad sobre ella. Aunque casi todos los críticos se resisten a comprender el proceso de k influencia literaria o in-tentan idealizar ese proceso como algo completamente generoso y amable, las sombrías verdades de la competencia y la contamination se hacen más fuertes a medida que la história canónica se prolonga en el tiempo. Un poema, una obra de teatro o una novela se ve ne-cesariamente obligada a nacer a través de obras precursoras, por muy deseosa que esté de abordar directamente inquietudes sociales. La contingencia gobierna k literatúra y cualquier empresa cognitiva, y la contingencia constituida por el canon literario occidental se manifiesta esenckimente en la angustia de las influencias que forma y malforma cada nuevo texto que aspira a la permanencia. La 20 21 literatura no es simplemente lenguaje; es también voluntad de figuration, el objetivo de la metafora que Nietzsche una vez definió co-mo el deseo de ser diferente, el deseo de estar en otra parte. Esto significa en parte ser distinto de uno mismo, pero ptincipalmente, creo, ser distinto de las metáforas e imageries de las obras contän-gentes que son el parrimonio de uno: el deseo de hacer una gran obra es el deseo de estar en otra parte, en un tiempo y un lugar pro-pios, en una originalidad que debe combinarse con la herencia, con la angüStia de las influencias. 22 1. ELEGÍA AL CANON Origínariamente, ei canon significaba la elección de libros pot parte de nuestras instituciones de enseňanza, y a pesar de las recien-tes ideas políticas de multiculturalismo, la auténtica cuestión del canon subsiste todavía: ^Qué debe intentar leer el individuo que todavía desea leer en este momento de la história? Los bíblicos se-senta afios ya no bastan más que para leer una selection de los gran-des escritores que componen lo que podría denominarse la tradición occidental, por no hablar de las tradiciones de todo el mundo. El que lee debe elegir, puésto que literalmente no hay tiempo suŕl-ciente para leerlo todo, aun cuando uno no hiciera otra cosa en todo el dia. El magnifico verso de Mailarme —«la carne es triste, ay, y ya he leido todos ios libros»— se ha convertido en una hípérbole. La superpoblación, la repleción malthusiana, es el auténtico con-texto de las angustias canónicas. En la actuaíidad, no pasa ni un momento sin que nuevas oleadas de lemmings académicos, obce-cándose en su propio exterminio, proclamen las responsabilidades morales del crítico, aunque, con el tiempo, este moralismo remitirá. Todas las instituciones de enseňanza tendrán su departamento de estudios culturales, un buey al que no conviene sacrificar, y flore-cerá una estética subterránea, que restaurará en parte el romanti-cismo de la lectura. Resefiar malos libros, senaló una vez Auden, es malo para el ca-rácter. Al igual que todos los moralistas dotados, Auden idealizaba a pesar de sí mismo, y debería haber vivido la época presente, en ia que ios nuevos comisarios nos dicen que leer buenos libros es malo para el carácter, cosa que me parece cierta. Leer a los mejores escritores —pongamos a Homero, Dante, Shakespeare, Tolstoi— no nos convertirá en mejores ciudadanos. El arte es absolutamente inútil, 25 segun el sublime Oscar Wilde, que tenia razön en todo. Tambien nos dijo que toda mala poesia es sincera. Si yo tuviera el poder de hacerlo, daria orden de que esas palabras fueran grabadas a la en-trada de todas las universidades, a fin de que todos los estudiantes pudieran ponderar el esplendor de dicha idea. EI poema inaugural del presidente Clinton, escrito por Maya Angelou, fue elogiado en un editorial del New York Times como una obra de magnitud whitmaniana, y su sinceridad es de hecho abrumadora; entra a formar parte de todas las obras instantänea-mente canönicas que inundan nuestras academias. La desdichada verdad es que nada podemos hacer; podemos resistir basta cierto punto, pero mäs alia de ese punto incluso nuestras universidades se verän compelidas a acusarnos de racistas y sexistas. Recuerdo.que un colega, sin duda con ironia, le dijo a un entrevistador del New York Times que «Todos somos criticos feministas». Esta es la ret.6-rica adecuada para un pais ocupado, un pais que no espera liberation alguna de la liberation. Puede que las inscituciones esperen se-guir el consejo del principe de Lampedusa, autor de El gatopardo, que recomienda a sus pares: «Que todo cambie un poco para que todo siga exactamente igual.» Por desgracia, nada volverä a ser lo mismo, puesto que el arte de leer bien y a fondo, que es el cimienro de nuestra empresa, de-pendia de personas que ya en la infancia eran fandticas de la lectura. Incluso los devotos y solitarios lectores son ahora necesariamente asediados, pues no pueden estar seguros de que las nuevas genera-ciones acaben prefiriendo a Shakespeare o a Dante por encima de cualquier otro escritor. Las sombras se alargan en este ocaso, y nos acercamos al segundo milenio esperando que las sombras crezcan aim mas. No deploro todo esto; la estetica es, bajo mi punto de vista, un asunto individual mäs que social. En cualquier caso, no hay culpa-bles, aunque algunos de nosotros agradeceriamos que no se nos di-jera que carecemos de las ideas sociales liberales, generosas y abiertas de los que nos suceden. La critica literaria es un arte antiguo; su inventor, segun Bruno Snell, fue Aristofanes, y casi estoy de acuerdo con Heinrich Heine cuando dice que «Hay un Dios, y su nombre es Aristöfanes». La critica cultural es otra lamentable ciencia social, pero la critica literaria, como arte, siempre fue y sera un fenömeno elitista. Fue un error creer que ia critica literaria podia convertir-se en un pilar de la education democratic^ o de la mejora social. Cuando nuestros departamentos de Literatura Inglesa u otras litera-turas se encojan hasta las dimensiones de nuestros actuales departa-inentos de Cläsicas, cediendo casi todas sus funciones a las legiones de los Estudios Culturales, quizä seamos capaces de regresar al estu-dio de lo ineludible, a Shakespeare y a sus escasos lguales, quienes, despues de todo, nos inventaron a todos nosotros. El canon, una vez lo consideremos como ia relaciön de un lec-tor y escritor indivtdual con lo que se ha conservado de entre todo lo que se ha escrito, y nos olvidemos de el como iista de libros exi-gidos para un estudio determinado, serä identico a un Arte de la Memoria literario, sin nada que ver con un sentido religioso del canon. La memoria es siempre un arte, incluso cuando actüa involun-tariamente. Emerson oponia el Partido de la Memoria al Partido de la Esperanza, pero eso era en una Norteamerica muy distinta. Ahora el Partido de la Memoria et el Partido de la Esperanza, aunque la esperanza haya menguado. Pero siempre ha sido peligroso institucionalizar la esperanza, y ya no vivimos en una sociedad en la que se nos permita institucionalizar la memoria. Necesitamos ense-fiar mäs selectivamente, buscar a aquellos pocos que poseen la capa-cidad de convertirse en kctores y escritores muy individuaies. A los demäs, a aquellos que se someten a un curricuium politizado, pode-mos abandonarlos a su suerte. En la practica, el valor estetico puede reconocerse o experimentarse, pero no puede transmitkse a aquellos que son incapaces de captar sus sensaciones y percepciones. Renk por el nunca Ueva a nada. Lo que mäs me interesa es ei hecho de que tantas personas de mi profesiön hayan desertado de la estetica, teniendo en cuenta que algunas, cuando menos, comenzaron teniendo la capacidad de expe-rimentar el valor estetico. En Freud, esa deserciön es la metäfora de k represiön, del olvido inconsciente pero significativo. En el caso de mis colegas, el propösito de esa deserciön esta claro: mitigar una culpa desplazada. Olvidar, en un contexto estetico, es desastroso, pues la Cognition, en la critica, siempre depende de la memoria. Longino habria dicho que lo que los resentidos han olvidado es el placer. Nietzsche lo habria ilamado dolor; pero todos ellos habrfan pensado en la misma experiencia en las alturas. Aquellos que de alli descienden, como lemmings, salmodian la letania de que la mejor manera de explicar la literatura es decir que se trata de una mistifi-caciön promovida por las instituciones burguesas. Eso reduce la estetica a ideologia, o como mucho a metafisica. 26 27 Un poema no puede leerse como un poema, debido a que es origi-nariamente un documento social, o, rara vez, aunque cabe esa po-sibilidad, un intento de superar la filosofia. Contra esta idea insto a una tenaz resistencia cuyo solo objetivo sea conservar la poesia con ranta plenitud y pureza como sea posible. Nuestras legiones que han desertado representan un ramal de nuestras tradiciones que siempre ha huido de la estetica: el moralismo platonico o la cien-cia social aristotelica. Cuando se ataca a la poesia, o bien se la exi-lia porque destruye el bienestar social o bien se la tolera siempre y cuando asuma el papei de catarsis social bajo los estandartes del nuevo multiculturaüsmo. Bajo las superficies del marxismo, femi-nismo o neohistoricismo academicos, la antigua polemica del pla-tonismo, o de la mediana social aristotelica igualmente arcaica, prosiguen su marcha. Supongo que el conflicto entre estas tenden-cias y los siempre acosados partidarios de ia estetica nunca cesarä. Ahora estamos perdiendo, y sin duda seguiremos perdiendo, y es una lästima, porque muchos de los mejores estudiantes nos aban-donarän por otras disciplinas y profesiones, un abandono que ya se esta produciendo. El que lo hagan estä justificado, pues no pode-mos protegerlos contra la perdida de los criterios intelectuales y es-teticos de valor y perfecciön de nuestro gremio. Lo ünico que po-demos hacer es mantener cierta continuidad con la estetica, y no ceder a la mentira de que aqueüo a que nos oponemos es la aven-tura y las nuevas interpretaciones. Es conocida la fräse de Freud en la que define la ansiedad como Angst vor etwas, o inquietud por el porvenir. Siempre hay algo que nos angustia del futuro, aun cuando solo sea el estar a la altura de las expectativas depositadas en nosotros. Eros, presu-miblemente la mäs placentera de las expectativas, provoca sus pro-pias angustias en la conciencia reflexiva, lo cual es el tema de Freud. Una obra literaria tambien levanta expectativas que preci-san ser cumplidas, o de otro modo se deja de leer. Las angustias mäs profundas de la literatura son literarias; de hecho, en mi opi-niön, definen lo literario y casi se identifican con ello. Un poema, novela, u obra de teatro se contagia de todos los trastornos de la humanidad, incluyendo el miedo a la mortalidad, que en el arte de la literatura se transmuta en la pretension de ser canönico, de unirse a la memoria social o comün. Incluso Shakespeare, en sus niejores sonetos, revolotea sobre este deseo o impulso obsesivo. La retörica de la inmorlalidad es tambien una psicologia de la supervi-vencia y una cosmologia. ,jDe dönde procede la idea de concebir una obra literaria que el mundo este dispuesto a considerar inmortal? No la encontramos en las Escrituras de los hebreos, que al hablar de textos canönicos se referian a aquellos que contaminaban las manos que los tocaban, presumiblemente porque las manos mortales no eran aptas para ma-nejar escrituras sagradas. Para los cristianos, Jesus reemplazö a k Tora, y lo que mäs importaba de Jesus era la Resurrecciön. jEn que fecha de la historia de la escritura profana se comienza a hablar de poemas o de relatos inmortales? El concepto estä en Petrarca, y lo desarrolla maraviilosamente Shakespeare en sus sonetos. Ya es un elemento latente en el elogio que hace Dante de su propia Divina comedia. No podemos decir que Dante secularizara la idea, puesto que lo subsumiö todo, con lo que, en cierto sentido, no secularizo nada. Para el, su poema era una profecia, tanto como la de Isaias, de modo que quizä podamos decir que Dante inventö nuestra moderna idea de lo canönico. Ernst Robert Curtius, el eminente erudito me-dievalista, pone enfasis en que Dante consideraba que solo dos via-jes al mäs aila antes que el suyo eran autenticos: el de Eneas, en el Libro 6 de la epopeya de Virgilio, y el de San Pablo, tal como lo na-rra en Corintios 2, 12-.2. De Eneas surgiö Roma; de San Pablo el cristianismo gentil; de Dante iba a surgir, si hubiera vivido hasta los ochenta y un aflos, el cumplimiento de la profecia esoterica oculta en la Comedia, pero Dante muriö a los cincuenta y seis. Curtius, siempre alerta a la fortuna de las metäforas canönicas, tiene un excurso titulado «La poesia como perperuaciön» que re-monta el origen de la eternidad de la fama poetica a la Iiiada (6.359) y a las Odas de Horacio (4.8, 28), donde se nos asegura que es la elo-cuencia y afecto de la Musa lo que permite que el heroe nunca muera. Jakob Burckhardt, en un capitulo sobre la fama literaria que Curtius cita, observa que Dante, el poeta-filöiogo de la Italia renä-centista, «tenia plena conciencia de ser un dispensador de fama y, de hecho, de inmortalidad», una conciencia que Curtius localiza entre los poetas latinos de Francia en fecha tan temprana como el afio 1100. Pero en cierto momento esta conciencia fue ligada a la idea de la canonicidad laica, de modo que no era el heroe celebrado, sino la celebraciön misma, lo que se aclamaba como inmortal. El canon laico, en el que la palabra significa catälogo de autores aprobados, 28 29 no comienza de hecho hasta la mitad del siglo XVII!, durante el periodo literario de la Sensibilidad, Sentimentalidad y lo Sublime. Las Odas de William Collins rastrean el canon Sublime en los prc-cursores heroicos de la Sensibilidad, comenzando por los antiguos griegos y pasando por Milton, y se cuentan entre ios primeros poe-mas ingleses escritos para promover una tradition laica de la cano-nicidad. El canon, una palabra religiosa en su origen, se ha convertido en una election entre textos que compiten para sobrevivir, ya se in-terprete esa election como realizada por grupos sociales dominantes, instituciones educativas, tradiciones criticas o, como hago yo, por autores de aparicidn posterior que se sienten elegidos por figu-ras anteriores concretas. Algunos partidarios actuales de lo que se denomina a si mismo radicaiismo academico llegan a sugerir que las obras entran a formar parte del canon debido a frucn'feras campanas de publicidad y propaganda. Los compinches de estos escepticos a veces llegan a cuestionar incluso a Shakespeare, cuya eminencia les parece en cierto modo impuesta. Si adoras al dios de los procesos histöricos, estäs condenado a negarle a Shakespeare su palpable su-premacia estetica, la originalidad verdaderamente escandalosa de sus obras. La originalidad se convierte en el equivalente literario de terminos como empresa individual, confianza en uno mismo y com-petencia, que no alegran los corazones de feministas, afrocentristas, marxistas, neohistoricistas inspirados por Foucault o deconstructi-vistas; de todos aquellos, en suma, que he descrito como miembros de la Escuela del Resentimiento. Una iluminadora teorla acerca de la formation del canon la ex-pone Alastair Fowler en Tipos de iiteratura (1982). En un capitulo titulado «Jerarquias de generös y cänones de literatura», Fowler se-fiala que «los cambios en ei gusto literario a menudo pueden atri-buirse a una revaluation de los generös que las obras canönicas re-presentan», En cada epoca, hay generös considerados mäs canönicos que otros. En las primeras decadas de nuestro siglo, la novela ro-mäntica norteamericana fue exaltada como genero, lo que contri-buyö a que Faulkner, Hemingway y Fitzgerald se convirtieran en los escritores dominantes de la prosa de fiction del siglo xx, dignos sucesores de Hawthorne, Melville, Mark Twain, y del Henry James que triunfö con La copa dorado, y Las alas de la palama. El efecto de esta exaltation del romanticismo sobre la novela «realista» fue que narraciones visionarias como la de Faulkner en Mientras ago- nize, de Nathanael West en Miss Lonelyhearts y de Thomas Pynchon en La subasta del lote 49 gozaron de mayor consideración critica que Hermana Carrie y Una tragédia americana de Theodore Dreiser. Ahora ha comenzado una posterior revisión de generös con el desa-rrollo de la novela periodistica, como por ejemplo A sangre fria de Truman Capote, La cancion del verdugo, dt Norman Mailer, y La ho-guera de las vanidades de Tom Wolfe; a la luz de dichas obras, Una tragédia americana ha recuperado gran parte de su brillo. La novela historka parece habet quedado permanentemente de-valuada. Gore Vidal me dijo una vez, con amarga elocuencia, que su Franca orientación sexual le había negado la categoría canónica. Pero lo que ocurre, en mi opinión, es que las mejores obras de Vidal (a excepeion de la sublimemente provocativa Myra Brecken-bridge) son novelas históricas —Lincoln, Burr y varias más—, y este subgénero ya no conseguirá la canonización, lo cual explicaria el triste destino de la novela pródigamente imaginativa de Norman Mailer Nockes de la antigüedad, una maravillosa anatómia dei em-baucamiento y el engaňo que no sobrevivió a su ubicación en el an-tiguo Egipto de El Libro de los muertos. La história y la narrativa se han separado, y nuestras sensibilidades no parecen capaces de conci-liarlas. Fowler llega más lejos a la hora de exponer la cuestión de por qué, en cada momento de la história, no todos los géneros gozan de la misma popuiaridad: tenemos que tener en cuenta el hecho de que, en cada período histórico, no todos los géneros gozan de 1a misma popuiaridad, y algunos, de hecho, quedan prácticamente relegados al olvido. Cada época posee un repertorio de géneros bastante escaso al que los lectores y eríticos reaccionan con entusiasmo, y el repertorio del que pueden disponer sus escritores es tambiéfi más pe-quefio: el canon provisional queda fijado, en su casi totalidad, por los escritores más importantes, de mayor personalidad o más arcanos. Cada época elimina nuevos nombres del repertorio. En un sentido amplio, quizá existan todos los géneros en todas las edades, vagamente encarnados en extravagantes y caprichosas excepciones... Pero el repertorio de géneros en activo siempre ha sido pequefio, y sujeto a supresiones y adiciones proporcio- 30 31 nalmente significativas ... algunos críticos han sentido la tenta-ción de considerar el sistema de géneros como algo casi basado en un modeio hidrostático, como si su sustancia total permane-ciera constante, aunque sujeta a redistribucíones. Pero no existe una base firme para dichas especulaciones. Haremos mejor en tratar los vaivenes de los géneros simple-mente en términos de elección estética. Yo mismo querrfa argüir, en parte siguiendo a Fowler, que la elección estética ha guiado siempre cualquier aspecto laico de la for-mación del canon, pero resulta dificil mantener este argumento en unos momentos en que la defensa del canon literario, al igual que su ataque, se ha politízado hasta tal extremo. Las defensas ídeológi-cas del canon Occidental son tan perniciosas en relación con los va-lores estéticos como las virulentas críticas de quienes, atacándolo, pretenden destruir el canon o «abrirlo», como prociaman ellos. Nadá resulta tan esencial al canon occidental como sus principios de selectividad, que son elitistas sólo en la medida en que se fundan en críterios puramente artísticos. Aquellos que se oponen al canon in-sisten en que en la formación del canon siempre hay una ideológia de por medio; de hecho, van más allá y hablan de la ideológia de la formación del canon, sugiriendo que construir un canon (o perpe-tuar uno ya existente) es un acto ideológico en sí mamo. El héroe de estos anticanonizadores es Antonio Gramsci, que en su Cuadernos de la cárcel niega que cualquier intelectual pueda estar libre del grupo social dominante si depende exclusivamente de la «cualißcacion especial» que comparte con el gremio de sus colegas (por ejemplo, los demás críticos literarios): «Puesto que estas diver-sas categorías de intelectuales tradicionales adquieren su ininte-rrumpida cualifkación histórica a través de un esprit de corps, aca-ban proponiéndose a sl mismos como autónomos e independientes del grupo social dominante.» En cuanto que crítico literario en lo que yo ahora considero la peor de todas las épocas para la crftica iiteraria, el comentario de Gramsci no me parece pertinente. El esprit de corps del profesíona-lismo, curiosamente tan caro a muchos altos sacerdotes de entre los anticanonizadores, no me interesa lo más mínimo, y yo repudiaría cualquier «continuidad histórica ininterrumpida» con la academia occidental. Deseo y reivindico una continuidad con un puňado de críticos anteriores a este siglo y con otro puňado de las tres genera- cíones anteriores. Por lo que se refiere a la «cualißcacion especial», la rma propia, contrariamente a lo que dice Gramsci, es puramente personal, Aun cuando. se identificara al «grupo social dominante» con la Corporación de Yale, o con los administradores de la Uni-versidad de Nueva York, o con la universidades norteamericanas en generál, soy incapaz de descubrir ninguna conexión interna entre cualquier grupo social y la manera concreta en que he pasado mi vida leyendo, recordando, juzgando e interpretando lo que antaňo denominábamos «literatura de irnaginacion». Para descubrir a algunos críticos al servicio de una ideológia social uno sólo tiene que contemplar a aquellos que desean desmitíficar o abrir el canon, o a sus oponentes que han caído en la trampa de convertirse en aquello que contemplaban. Pero ninguno de estos grupos es verdadera-mente literario. Desertar de la estética o reprimiria es algo endémico en las ins-tituciones de lo que todavía se considera una educación superior. Shakespeare, cuya supremacía estética ha sído confirmada por el jui-cio universal de cuatro sigios, es ahora «historizado» en un menos-cabo pragmático, precisamente porque su misteríoso poder estético es un escándalo para cualquier ideológia. El principio cardinal de la presente Escuela del Resentímiento puede afirmarse sin tapujos: lo que se denominan valores estéticos emana de la lucha de clases. Este principio es tan amplio que no puede ser refutado del todo. Yo mismo insisto en que el yo individual es el tínico metodo y el único criterio para percibir el valor estético. Pero «el yo individual», ad-mito muy a mí pesar, se define sólo en contra de la sociedad, y parte de su agón con lo comunitario inevitablemente participa del con-flicto entre clases sociales y económicas. A mí, hijo de un sastre, se me ha concedido un tiempo ilimitado para leer y meditar sobre mis lecturas. La institución que me ha sustentado, la Universidad de Yale, es inevitablemente parte del establishment norteamericano, y mí meditación remunerada acerca de la literatura es, por tanto, vulnerable a los más tradicionales análists marxistas de intereses de clase. Todas mis apasionadas soflamas sobre el valor estético de! yo aislado se ven inevitablemente debilitadas cuando se me recuerda que el ocio necesario para la meditación es algo que debe comprarse a la comunidad. Ningún crítico, ni siquiera un servidor, es un hermético Próspero que practica la magia blanca en una isla encantada. La crítica, al igual que la poesía, es (en el sentido hermético) una especie de robo de los 32 33 biertes públicos. Y si la clase gobernante, en los días de mi juventud, liberaba a alguien para que fuera sacerdote de la estética, sin duda tenía sus propios intereses en tal sacerdocio. Sin embargo admitir esto es admitir muy poco. La libertad para comprender el valor es-tético puede surgir del conflicto de clase, pero el valor no es idén-tico a la libertad, aun cuando ésta no pueda ser alcanzadä sin comprender tal cosa. Por defmición, el valor estético es engendrado por vma interacción entre los artistas, uria influencia que es siempre una interpretación. La libertad para ser artista, o crítico, surge necesaria-mente del conflicto socíal. Pero la fuente u origen de 1a libertad para percibir, aunque de importancia para el valor estético, no es idéntica a él. En una individualidad madura existe siempre un sen-timiento de culpa; es una versión dc la culpa de ser un supervi-viente, y no produce valor estético. Sin alguna respuesta a la triple cuestión del agón —^más que, menos que, igual a?- no puede haber valor estético. La cuestión se enmarca en el lenguaje metafórico de lo Económico, pero su respuesta estará libre del Principio Económico de Freud. No puede haber poéma en sí mismo, y aun con todo algo irreductible permanece en k estética. El valor que no puede menoscabarse del todo consti-tuye en sl mismo el proceso de la influencia interartística. Dicha influencia contiene componentes psicológicos, espirituales y sociaies, pero su elemento principál es estético. Un marxista o un historicista inspirado por Foucault puede empecínarse en que la producción de la estética es una cuestión de fuerzas históricas, pero k producción en sí misma no es el terna que tratamos aquí. De buena gana con-vengo con la maxima del Dr. Johnson -«Sóio un zoquete escribe sin que haya dinero de por medío»-, aunque la innegable economía de la literatúra, desde Píndaro hasta el presente, no determina las cues-tiones de supremacía estética. Y los que pretenden abrir el canon y los tradicionalistas no disienten demasiado acerca de dónde se en-cuentra la supremacía: en Shakespeare. Shakespeare es el canon kico, o incluso la escritura laica; para propósitos canónicos, él de-fine por igual a predecesores y legataríos. Éste es el dilema al que se enfrentan los partidarios del resentimiento: o deben negar k eminencia única de Shakespeare (un asunto trabajoso y difícil) o deben mostrar por qué y cómo k história y la lucha de ckses produjeron aquellos aspectos de su obra que le han llevado a ocupar un lugar centrál en el canon occidental. Aqui se encuentran con k insuperable difícultad de k fuerza más idiosíncrásica de Shakespeare: siempre está por encima de ti, tanto conceptual como metafóricamente, seas quien seas y no im-porta k época a que-pertenezcas. El te hace anacrónico porque te contiene; no puedes subsumtrle. No puedes iluminarle con una nueva doctrina, ya sea el marxismo, el freudismo o el escepticismo iinguístico demaniano. Por contra, él ilumina k doctrina, no prefi-gurándok, sino posfigurándok; como si dijéramos, lo más impor-tante que encontramos en Freud ya está en Shakespeare, además de una convincente crltica de Freud, El mapa freudkno de k mente está en Shakespeare; Freud sólo parece haberlo escrito en prosa. O, por decirlo de otra manera, una lectura shakesperiana de Freud ilumina y carga de sígnificado el texto de Freud; una lectura freudiana de Shakespeare minimiza a Shakespeare, o lo haría si pudiésemos soportar una reducción que Oega hasta el absurdo de echaräo a per-der. Coriolo.no es una lectura de El dieciocho brumario de Luis Napoleon de Marx mucho más convincente de lo que ningún lector marxista de Coriolano podría esperar. La eminencia de Shakespeare es, estoy seguro, k roca sobre la cual acabará derrumbándose k Escuek del Resentimiento. ^Cómo pueden jugar a dos barajas? Si es algo arbitrario que Shakespeare centre el canon, entonces deben expiicar por qué k clase dominante le escogió a él en lugar de, pongamos, a Ben jonson para ese papel arbitrario. O si la história y no las ckses dirigentes exaltaron a Shakespeare, tjqué había en Shakespeare que cautivó al poderoso De-miurgo, k história socíal y económica? Resulta ckro que esta llnea de investigación comienza a orilkr lo fantástico; cuánto más simple sería admitir que existe una diferencia cualitativa, una diferencia es-pecífica, entre Shakespeare y cualquier otro escritor, ya sea Chaucer, Tolstói o el que elijamos. La originalidad es el gran escándalo a que el resentimiento no puede acomodarse, y Shakespeare sigue siendo el escritor más originál que conoceremos nunca. Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica. Hace algunos aňos, en una tormentosa noche en New Flaven, me senté a reíeer, una vez más, El paraíso perdido de Milton. Tenía que escribir una conferenck sobre Milton para un cursillo que estaba impartiendo en la Universidad de Harvard, pero quería empezar de nuevo con el poéma: leerlo como si no lo hubiera leido nunca, dc he-cho como si nadie lo hubiera leído nunca. Hacerlo asi significaba re- 34 35 chazar toda la bibliografia critics sobre Milton que habla en mi ca~ beza, lo cual era virtualmente imposible. Y aun con todo lo intenté porque necesitaba la experience de releer El paraúo perdido tai como lo había leído unos cuarenta aflos antes. Y mientras lo leía, haste que me quedé dormido, ya de madrugada, la familiaridad iniciál del poema comenzó a disiparse. Siguió disipándose en los días que siguieron, mientras lo leía hasta el final, y me quedé curiosa-mente perplejo, un tanto enajenado, y sin embargo tremendamente absorto. -jQué estaba leyendo? Aunque el poema es una epopeya biblica en forma clásica, ia peculiar impresión que me causo era la que generalmente atribuyo a la fantasia iiteraria o a la ciencia fiction, no a la epica heroica. Me produjo el abrumador efecto de naberme enfrentado a algo exiraňo. Dos sensaciones relacionadas pero distintas me dejaron estupefacto: la fuerza competitiva y triunfante del autor, maravillosamente exhi-bida en su iucha, tanto implicita como explicita, contra todos los autores y textos, la Biblia incJuida, y también la extraňeza, en oca-siones aterradora, provocada por lo que aparecía en aqueiias páginas. Sólo después de llegar al final recordé (conscientemente, de todos modos) el virulento libro de William Empson El Dias de Milton, con su cn'tica observation de que El paraúo perdido le parecia tan bárbaramente espléndido como ciertas esculturas africanas primiti-vas, Empson censuraba la barbara vision que Milton tenia del cris-tianismo, doctrina que él encontraba abominable. Aunque Empson era políticamente marxista, y simpatizaba profundamente con ios comunistas chinos, de ningún modo se le puede considerar un precursor de la Escuela del Resentimiento. Su análisis histórico era bas-tante libre y asombrosamente certero, y aunque continuamente tenia presente el conflicto entre las clases sociales, jamás se semía tentado de reducir El paraúo perdido a una interaction de fuerzas economical Su interes primordial seguía siendo estético, que es el terna propio de la crítica Iiteraria, y procuraba no convertir su aversion moral por el cristianismo (y el Dios de Milton) en un juicio es-tético en contra del poema. El elemento barbaro me impresionó '• tanto como a Empson; el triunfalismo agonistico me interesó más. Hay, supongo, muy pocas obras que parezcan más esenciales al canon occidental que El paraúo perdido: las principales tragedias de Shakespeare, los Cuentos de Canterbury de Chaucer, La divina 36 comedia de Dante, la Tora, los Evangelios, Don Quijote de Cervantes, las epopeyas de Homero. A excepción quizá del poema de Dante, ninguna de es.tas obras está tan presta a dar batalla como la sombria obra de Milton. No hay duda de que Shakespeare recibia provocaciones de dramaturgos rivales, mientras que Chaucer, de un modo encantador, citaba autoridades ficticias y ocultaba sus auténti-cas deudas con Dante y Boccaccio. La Biblia hebrea y el Nuevo Testamento griego fueron revisados hasta presentar su forma actual por redactores que probablemente tenlan muy poco en común con los autores originales a quienes estaban corrigiendo. Cervantes, con un humor desparejo, parodió sin compasión a autores de libros de caballerias que le habian precedido, mientras que no tenemos los textos de los precursores de Homero. Milton y Dante son los más belicosos de los grandes escritores occidentales. Los eruditos consiguen eludir la ferocidad de ambos poetas e incluso los tratan de devotos. De este modo, C. S. Lewis fue capaz de descubrir su propio y «puro cristianismo» en El paraüo perdido, y John Freccero considera a Dante un fiel seguidor de San Agustin, satisfecho de emular las Confeúones tu su «novela del yo». Dante, de un modo que todavia no he hecho más que entrevet, co-rrigió creativamente a V.irgilio (entre otros) de manera tan profunda como Milton corrigió absoiutamente a todos ios que habian escrito antes que él (Dante incluido) mediante su propia creación. Pero, se muestre guasón el artista en esta lucha, como Chaucer, Cervantes y Shakespeare, o agresivo, como Dante y Milton, la lucha siempre está ahí. Hay una parte de la cn'tica marxista que me parece de cierto vaior: la que dice que en todo texto importante hay conflicto, ambivalencia, contradicción entre tema y estructura. Donde me se-paro de los marxistas es en los origenes de ese conflicto, Desde Pin-daro hasta el presente, el escritor que lucha por la canonicidad puede luchar por una clase social, tal como hizo Pindaro por los aristócratas, pero, primordialmeme, todo escritor ambicioso sale a la aréna sólo en su propio nombre, y frecuentemente traiciona o re-niega de su clase a fin de perseguir sus propios intereses, que se cen-tran completamente en la indíviduación. Dante y Milton sacrifica-ron mucho por lo que ellos consideraban una carrera poiitica espirkualmente nca y justificada, pero ninguno de los dos habria es-tado dispuesto a sacrificar su poema clave por ninguna causa. Para soiucionar este conflicto identificaron la causa con ei poema, en lu-gar de identificar el poema con la causa. Al hacerlo asi, sentaron un 37 precedente que, hoy en dia, la chusma academics que pretende rela-cionar el estudio de la literatura con la busqueda de un cambio social no ha seguido. Podemos encontrar seguidores norteamericanos de este aspecto de Dante y Milton donde uno esperaria encontrar-los, en nuestros mas grandes poetas desde Whitman y Dickinson: los socialmente reaccionarios Wallace Stevens y Robert Frost. Invariablemente, aquellos que son capaces de escribir una obra canonica ven sus textos como algo rnucho mas importante que cual-quier programa social, por muy ejemplar que este sea. La cuestion clave es la contention, y la gran literatura insiste en su autosuficien-cia ante las causas mas nobles: el feminismo, la cuitura afroameri-cana y todas las demas empresas politicamente correctas de nuestro tiempo. La cosa contenida varia; un gran poema, por definition, re-hiisa ser contenido, ni siquiera por el Dios de Dante o de Milton. El Dr. Samuel Johnson, el mas avispado de todos los criticos literarios, concluia acertadamente que ia poesfa devota era smposible al com-parark con la devotion poetica: «Ei bien y el mai de la Eternidad son demasiado pesados para las alas del ingenio.» «Pesado» es una metafora de «incontenible», que es otra metafora. Aquellos que quieren abrir el canon censuran la religion manifiesta, pero recla-man versos devotos (jy una critica devota!), aun cuando el objeto de devotion se haya convertido en el ascenso ai poder de las mujeres, o de los negros, o del mas desconocido de todos los dioses desconoci-dos: ia lucha de clases en Estados Unidos. Todo depende de vues-tros valores, pero siempre me parece raro que los marxistas scan tan perspicaces a la hora de encontrar competencia en todas partes, y aun asi no consigan ver que es algo intrinseco a las bellas artes. Lo que se hace es infravalorar e idealizar en exceso la literatura de imagination, que siempre ha perseguido sus propios fines egoistas. El paraiso perdido se convirtio en canonico antes de que se esta-bleciera el canon laico, durante el siglo siguiente al de Milton. La respuesta a «^Quien canonizo a Milton?» esta en primer lugar en el propio John Milton, y, casi en primer lugar, en otros grandes poetas, desde su amigo Andrew Marvell hasta John Dryden, y en casi todos los poetas itnpottantes del sigio xvm y del periodo romantico: Pope, Thomson, Cowper, Collins, Blake, Wordsworth, Coleridge, Byron, Shelley, Keats. No hay duda de que algunos criticos, el Dr. Johnson y Hazlitt, contribuyeron a ia canonization; pero Milton, al igual que Chaucer, Spenser y Shakespeare antes que el, y al igual que Wordsworth despues, superaron la tradition y la subsumieron. Esta es la prueba más dificil de superar para incorporarse al canon. Sólo unos pocos podrían superar y subsumir la tradition, y ahora cjuizá no haya nadieque pueda hacerlo. Por ello la cuestión que se plantea hoy en dia es: ,fSe puede obligar a la tradition a que te haga sitio abriéndote paso a codazos desde dentro, por decirlo de alguna manera, en lugar de desde fuera, tal como pretenden los multiculm-ralistas? Ningun movimiento originado en el interior de la tradition puede ser ideológico ni ponerse ai servicio de ningún objetivo social, por moralmente admirable que sea este. Uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética, que se compone primordialmente de la siguiente amalgáma: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitive, sabiduría y exuberancia en la diction. La injusticia ultima de la injusticia historka es que sus victimas no precisan otra cosa que sentirse victimas. Sea lo que sea el canon occidental, no se trata de un programa para la salvation social. La manera más estúpida de defender el canon occidental con-siste en insistir en que encarna las siete virtudes morales que com-ponen nuestra supuesta gama de vaiores normativos y principios de-mocráticos. Eso es palmaríamente falso. La llíada muestra la incomparable gloria de una victoria armada, mientras que Dante se recrea en los eternos tormentos sobre sus enemígos más personales de que es testigo. La version que Tolstoi oftece del cristianismo deja de lado casi todo lo que cualquiera de nosotros conserva, y Dos-toievski predica el antisemitismo, el oscurantisrno y la necesidad de la servidumbre humana. Las ideas politicas de Shakespeare, al me-nos por lo que podemos precisar, no parecen muy distintas de las de su Coriolano, y las ideas de Milton acerca de la libertad de expre-sión y la libertad de prensa no impiden la imposition de todo tipo de represiones sociales. Spenser se regocija en la masacre de los re-beldes irlandeses, mientras que la egomania de Wordsworth exalta su mentě poética por encima de cualquier otra fuente de espiendor. Los más grandes escritores occidentales subvierten todos ios valores, tanto ios nuestros como los suyos. Los eruditos que nos instan a encontrar el origen de nuestra moralidad y de nuestra polities en Platón, o en Isaías, están alienados de la realidad social en que vivi-mos. Si leemos el canon occidental con la finalidad de conformar nuestros valores sociales, polítícos, personales o morales, creo firme- 38 39 mente que nos convertiremos en monstruos entregados al egoismo y la explotacion. Leer al servicio de cualquier ideologia, a mi juicio, es lo mismo que no Jeer nada. La reception de la fuerza estetica nos permite aprender a hablar de nostros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al creci-miento de nuestro yo interior. Leer a fondo el canon no nos harä mejores o peores personas, ciudadanos mäs utiles o daninos. El diä-logo de ia mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo ünico que el canon occidental puede provocar es que utili-cemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma ultima, no es sino la confrontation con nuestra propia mortalidad. Poseemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado. Cada dia nuestra vida se acorta y hay mäs cosas que leer. Desde el Yahvista y Homero hasta Freud, Kafka y Beckett hay un viaje de casi tres milenios. Puesto que este viaje pasa por puertos tan infinitos como Dante, Chaucer, Montaigne, Shakespeare y Tolstoi, todos los cuales compensan ampliamente una vida enters de rclec-turas, nos hallamos en el dilema de excluir a alguien cada vez que leemos o releemos extensamente. Una antigua prueba para saber si una obra es canönica sigue vigente: a menos que exija una relectura, no podemos calificarla de tai. La anaiogs'a inevitable es erotica. Si eres Don Giovanni y Leporello te lleva la cuenta, un breve encuen-tro es suficiente. En contra de ciertos parisinos, el texto no estä ahi para propor-cionar placer, sino el supremo displacer o el mäs dificultoso placer que un texto menor no proporcionarä. No voy a entrar en dispusta con los admiradores de Meridian, de Alice Walker, una novela que me he obiigado a leer dos veces, aunque la segunda lectura fue una de las experiencias literarias mäs extraordinarias de mi vida. Produjo una epifanla en la que vi claramente el nuevo principio implicito en los esloganes de aquellos que proclaman la apertura del canon. La prueba que hay que pasar para formar parte del nuevo canon es simple, clara y maravillosamente conducente al cambio social: la obra no debe y no puede ser releida, pues su contribution al pro-greso de la sociedad es su generosidad al ofrecerse a si misma para una rapida ingestion y un pronto olvido. Desde Pindaro hasta Hölderlin y Yeats, las grandes odas de autocanonizaciön han procla- mado su inmortalidad agonística. La oda socialmente aceptable del futuro sin duda nos dispensará de tales pretensiones, y en lugar de eso se orientará a la apropiada humildad de la hermandad compar-tida, a la nueva sublimidad de hacer ganchillo, que es ahora el tropo preferido de ia crítica feminista. Y aun con todo debemos elegir: puesto que nuestro tiempo es limitado, ^debemos releer a Elizabeth Bishop o a Adrienne Rieh? ^Debo ir de nuevo a la busca del tiempo perdido, con Marcel Proust, o intentar releer la conrnovedora denuncia de Alice Walker de todos los varones, blancos y negros? Mis antiguos estudiantes, muchos de los cuales son ahora estrellas de la Escuela del Resenti-miento, proclaman que están ensenando a vivir en una sotiedad sin egoismo, y para ello hay que comenzar aprendiendo a leer carentes de todo egoismo. El autor no tiene yo, el personaje titerario no tiene yo, y el lectot no tiene yo. jDcbemos reunimos junto al rio con todos estos generosos fantasmas, libres de la culpa de cuando el yo se manifestabä, y ser bäutizados en las aguas de Leteo? ^Qué ha-rcmos para saivarnos? El estudio de la literatúra, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie, no más de lo que mejorará a la sociedad. Shakespeare no nos hará mejores, tarnpoco nos hará peores, pero puede que nos enseňe a olrnos cuando hablamos con nosotros mismos. De manera consiguiente, puede que nos enseňe a aeeptar el cambio, en nosotros y en los demás, y quizá la forma definitíva de ese cambio. Para nosotros, Hamlet es el embajador de la muerte, quizá uno de los pocos ernbajadores jamás enviados por la muerte que no nos miente acerca de nuestra inevitable relación con ese país ignoto. La relación es del todo solitaría, a pesar de todos los obscenos intentos de la tradición por socializarla. A mi difunto amigo Paul de Man le gustaba comparar la soledad de todo texto literario con la de toda muerte humana, una analógia que rechacé en una ocasión. Yo le habla sugerido que un tropo más irónico sería comparar el nacimiento humano con el naci-miento de un poéma, una analógia que relacionaría los textos igual que se relacionan los níňos, seres sin voz vinculados a voces anteriores, su incapacidad de hablar vinculada a lo que los muertos han hablado, a lo que nos han dicho en vida. No pude vencer en esa dís-cusión crítica porque fui incapaz de convencerle de ese analógia más humana; él preferia la autoridad dialéctica de una irónia más heideggeriana. Lo único que un texto, pongamos la tragédia de Ham- 40 41 let, cornparte con la muerte es su soledad. Pero cuando la comparte con nosotros, <;habla con la autoridad de la muerte? Sea cual sea la respuesta, me gustaria senalar que la autoridad de la muerte, ya sea literaria o existencial, no es primordialmente una autoridad social, El canon, lejos de ser el servidor de la clase social dominante, es el ministro de la muerte. Para abrirlo hay que convencer al lector de que se ha despejado un nuevo espacio en un espacio mäs grande po-blado por los muertos. Que los poetas consientan en cedernos su lu-gar, grito Arraud; pero eso es exactamente lo que nunca consen-tiran. Si fuesemos literalmente inmortales, o si nuestra vida doblara su duraciön hasta alcanzar los ciento cuarenta anos, podriamos abando-nar toda discusiön acerca de los canones. Pero solo poseemos un in-tervalo, y a continuaciön dejamos de ocupar nuestro lugar en el mundo; y no me parece que la responsabilidad del critico literario sea llenar ese intervalo con maios textos en nombre de cualquier justicia social. El profesor Frank Lentricchia, apöstol del cambio social a traves de la ideotogia academica, ha conseguido leer la «Anec-dota de la jarra», de Wallace Stevens, como un poema politico, en el que el poeta se hace portavoz de las clases dominantes. El arte de colocar un jarrön, para Stevens, estaba ligado al arte de hacer rami-lletes de flores, y no veo por que Lentricchia no deberia publicar un modesto volumen acerca de la poh'tica de los ramilletes, bajo el tf-tulo de Ariel y las flora de nuestra region. Todavia recuerdo mi conmociön, hace unos treinta y cinco anos, cuando me llevaron por primera vez a un partido de ftitbol en Jerusalen en el que los espec-tadores sefardies animaban al equipo visitante de Haifa, que estaba politicamente a la derecha, mientras que el equipo de Jerusalen estaba afiliado ai Partido Laborista. ,;Por que conformarnos con po-litizar el estudio de la literatura? Reemplacemos a los comcntaristas deportivos por lumbreras politicas como primer paso hacia la reor-ganizaciön del beisbol, con la Liga Republicana enfrentändose a la Liga Demöcrata en las Series Mundiales. Eso nos ofreceria una forma de beisbol en la que no podriamos evadirnos en busca de alivio pastoral, tal como hacemos ahora. Las responsabilidades politicas del jugador de beisbol sedan tan pertinentes, ni mas ni menos, como las responsabilidades politicas, ahora proclamadas a los cuatro vientos, del critico literario. Hoy en dia, y en casi todo el mundo, la cultura es una especie de antigualla, algo especialmente palpable en los Estados Unidos de Amei'ira- Somos los Ultimos herederos de la tradiciön occidental. La educaciön fundada sobre la Iiiada, la Biblia, Piatön y Shakespeare sigue siendo, de mariera mäs o menos sostenida, nuestro ideal, aun-que la relevancia de esos monumentos culturales en la vida de nues-tras ciudades inferiores es inev.itablemente bastante escasa. Aquellos que se indignan ante los cänones sufren un complejo de culpa efi-tista basado en ia apreciaeiön, bastante exaeta, de que los canones siempre sirven indirectamente a los intcreses y objetivos sociales y politicos, y ciertamente espirituales, de las clases mäs opulentas de cada generaeiön de la sociedad occidental. Parece claro que el capital es necesario para el cultivo de los valores esteticos. Pindaro, el ultimo campeön supremo de la Urica arcaica, componia sus odas a cambio de grandes sumas, y los ricos, a cambio de su generoso apoyo financiero, obtenian una esplendida exaltaeiön de su divino li-naje. Esta alianza de sublimidad y poder financiero y politico nunca ha cesado, y presumiblemente nunca lo hara ni podrä hacerlo, Existen, naturalmente, profetas, desde Arnos hasta Whitman, pasando por Blake, que se alzan para protestar en contra de esta alianza, y sin duda algün dia surgirä una gran figura comparable a Blake; pero la norma canönica sigue siendo Pindaro, y no Blake. In-cluso profetas como Dante y Milton se comprometieron mucho mäs de lo que Blake estuvo dispuesto o fue capaz de comprometerse, en la medidä en que puede afirmarse que las aspiraciones culturales pragmaticas tentaron a los poetas de La divina comedia y El paraiso perdido, Me ha Uevado toda una vida de inmersiön en el estudio de la poesia el llegar a comprender por que Blake y Whitman se vieron obligados a convertirse en los poetas hermeticos, incluso esotericos, que verdaderamente fueron. Si rompes la alianza entre riqueza y cultura -una ruptura que marca la diferencia entre Milton y Blake, entre Dante y Whitman-, debes pagar el elevado e irönico precio de aquellos que buscan destruir las continuidades canonicas. Te conviertes en un gnöstico tardio, en guerra contra Homero, Piatön y la Biblia al mitologizar tu lectura errönea de la tradiciön. Una guerra asä puede proporcionar victorias limitadas; Cuatro Zoas o Canto a mi mismo son triunfos que califico de limitados porque con-ducen a sus herederos a distorsiones perfectamente desesperadas del deseo creativo. Los poetas que transitan el Camino abierto por Whitman con mayor fortuna son aquellos que se le parecen profun-damente, pero no superficialmente, poetas tan severamente formales como Wallace Stevens, T. S. Eliot y Hart Crane. Aquellos que 42 43 buscan emular sus formas aparentemente abiertas mueren todos en ei páramo, rudimentarios rapsodas e impostores académicos caídos en la estela de ese pidte delicadamente hermético. Nada se consi-gue por nada, y Whitman no hará tu trabajo por ti. Un biakeano menor o tm aprendiz de Whitman es siempre un falso profeta, y su camino nunca lleva a ninguna parte. No me complacen en absoluto esas verdades acerca de la depen-dencia de la poesia del poder terrenal; simplemente estoy siguiendo a William Hazlitt, el verdadero izquierdista entre todos los grandes criticos. Hazlitt, en su maravillosa disertación sobre Coriolano de Personajes de las obros de Shakespeare, comienza admitiendo a dis-gusto que «la causa del pueblo cuenta muy poco como sujeto poetko: admite la retórica, que da lugar a razonamientos y explicacio-nes, pero no suscita en la mentě imageries inmediatas o claras». Tales imágenes, descubre Hazlitt, están presentes en todas partes del lado de los tiranos y sus instrumentos. La clara noción que tiene Hazlitt de la turbulenta interacción entre el poder de la retórica y la retórica del poder posee un ilumi-nador potenciál en ia oscuridad que ahora impera. Las propias ideas politicas de Shakespeare pueden ser o no las de Coriolano, al igual que las angustias de Shakespeare pueden ser o no las de Hamlet o Lear. Ni tampoco es Shakespeare el trágíco Christopher Marlowe, cuya obra y vida parecen haberle enseňado a Shakespeare el camino que no debia seguir. Shakespeare sabe implicitamente lo que sesga-damente Hazlitt deja explicito: la Musa, ya sea trágica o cómica, siempre torna partido por la elite. Por cada Shelley o Brecht, en cada sociedad hay más de una docena de grandes poetas que gravi-tan de manera natural del lado de las clases dominantes. La imagination literaria está contaminada por el celo y los excesos de la competencia social, pues a lo largo de toda la historia de Occidente la imagination creativa se ha concebido a si misma como lo competitive por antonomasia, semejante al corredor solitario, que sólo persigue su propia gloria. Las mujeres de mayor fuerza poética, Safo y Emily Dickinson, son incluso agonistas más feroces que los hombres. La seňorita Dickinson de Amherst no se propuso ayudar a la seňora Elizabeth Barrett Browning a acabar su labor de ganchillo. En lugar de eso, Dickinson deja a la seňora Browning muy atrás en el polvo, aunque su triunfo es más sutilmente transmitido que la victoria de Whitman sobre Tennyson en «La ultima vez que florecieron las lilas en el huerto», donde se hace abiertamente eco de la laureada «Oda a la fnuerte del Duque de Wellington», a fin de obligar al lector atento a reconocer hasta qué punto la elegia a Lincoln supera el lamento por ej Duque de Hierro. No sé si la erítica feminista triunfará en su pretension de cambiar la naturaleza humana, pero dudo bastante que cualquier idealismo, por muy tardio que sea, cambie todo el fundamente de la psicologia occidental de la creatividad, masculina y fe-menina, desde la contienda de Heslodo con Homero hasta el agón entre Dickinson y Elizabeth Bishop. Mientras escribo estas frases, le echo un vistazo al periódico y leo una historia acerca de la angustia de las feminisfas obligadas a elegif entre Elizabeth Holtzman y Geraldine Ferraro para la nomi-nación al Senado, una elección no muy distinta de la de un erítico que en la practica se ve obligado a elegir entre la difunta May Swenson, que se parece bastante a lo que podríamos considerar una gran poetisa, y ia vehemente Adrienne Rich. Un supuesto poéma puede mostrar los sentimientos más ejemplares, ser políticamente de lo más exaltado, y tener poco de poéma. Puede que un erítico tenga oblígaciones polítícas, pero su primera obligación es suscitar de nueva la antigua e inflexible pregunta del agonista: <;más que, me-nos que, igual a? Estamos destruyendo todos los criterios intelectua-les y estétícos de las humanidades y las ciencias sociales en nombre de la justicia social. En este punto, nuestras instituciones demues-tran mala fe: no ímponen cuotas a los cirujanos cerebrales o a los matemáticos, Lo que se ha devaluado es el aprendizaje como tal, como si la erudición fuera irrelevante en el reino de! jutcio acertado o erróneo. El canon occidental, a pesar del idealismo iiimitado de aquellos que querrfan abrirlo, existe precisamente con el fin de imponer li-mites, de establecer un patrón de medida que no es en absoluto politico o moral. Soy consciente de que ahora existe una alianza encu-bierta entre la cultura popular y lo que se autodenomina «cn'tica cultural», y en nombre de esa alianza la propia cognition puede, sin duda, adquirir el estigma de lo incorrecto. La cognition no puede darse sin memoria, y el canon es el verdadero arte de la memoria, la verdadera base del pensamiento cultural. Dicho con la mayor IIa-neza, el canon es Platón y Shakespeare; es la imagen del pensamiento individual, ya sea Socrates reflexionando durante su propia agónia, o Hamlet contemplando esa tierra ignota. La mortalidad se une a la memoria en la conciencia de poner a prueba la realidad a 44 45 que induce ei canon, Por su misma naturaleza, el canon Occidental nunca se cerrará, pero nuestras animadoras no pueden abrirlo por Sa fuerza. La fuerza sola puede abrirlo, pero ha de ser la fuerza de un Freud o un Kafka, persistente en sus negaciones cogmtivas, Estas animadoras representan el poder de! pensamiento positivo Uevado al ámbito académico. El legítimo estudiante del canon occi-dental respeta el poder de las negaciones inherentes a la cognición, disfruta de los dificiles placeres de la percepción estética, aprende las sendas ocultas que la erudición nos enseňa a transítar desde el momento en que rechazamos placeres más fáciles, incluyendo las in-cesantes llamadas de aquellos que defienden una virtud política que esté por encima de todos nuestros recuerdos de la experiencia estética individual. Las fáciles inmortalidades nos acechan ahora porque la materia prima de nuestra actual cultura populär ha dejado de ser el con-cierto de rock, reempiazado por el video de rock, cuya esencia es una instantánea inmortaiidad, o, mejor dicho, la posibílidad de eso. La relación entre los conceptos de inmortaiidad reiigiosa y literaria siempre ha sido controvertida, inciuso entre los antiguos griegos y romanos, entre quienes las eternidades pocticas y olímpicas se mez-claban con bastante promiscuidad. Esa confusión fue tolerable, inciuso benigna, en la literatura clásica, pero se volvió más ominosa en la Europa crístiana. Las distinciones católicas entre inmortaiidad divina y fama humana, firmemente basadas en una teología dogmá-tica, permanecieron dentro de unos límites bastante precísos hasta ei advenimiento de Dante, que se consideraba a sí mismo un pro-feta, y de una manera bastante implícita otorgó a su Divina comedia la categoría de Escritura. En la practica, Dante invalido la distin-ción entre la formación de un canon laico y uno sagrado, una dis-tinción que nunca se ha recuperado, otra de las razones que expli-can que las ideas que poseemos de poder y autoridad sigan siendo controvertidas. En la practica, los términos «poder» y «autoridad» poseen sígni-ficados opuestos en el ámbito de la política y en lo que todavía de-beríamos Uamar «literatura de Imagination». Si nos cuesta ver esa oposíción, puede que sea debido a ese ámbito intermedio que se de-, nomina a sí mismo «espiritual». El poder espiritual y la autoridad espiritual se funden, de una manera notoria, tanto en la política como en la poesía. De este modo debemos distinguir el poder y la autoridad estétícos del canon occidental de cualquier tipo de con- secuencia espiritual, política o moral que pueda haber favorecido. Aunque la lectura, la escritura y la enseňanza son necesariamen-te actos sociales, la enseňanza posee también un aspecto solitario, una soledad que sólo dos pueden compartir, en palabras de Wallace Stevens. Gertrude Stein sostenía que uno escribía para sí mismo y para los desconocidos, una magnífica reflexión que yo extendería a un apotegma paralelo: uno lee para sí mismo y para los desconocidos. El canon occidental no existe a fin de incrementar las élites sociales preexistentes. Está ahí para que lo leas tú y los desconocidos, de manera que tú y aquellos a quienes nunca conocerás podáis en-contraros con el verdadero poder y autoridad estéticos de lo que Baudelaire (y Erich Auerbach después de él) llamaba «dignidad es-tetica». Uno de los ineluctables estigmas de lo canónico es la dignidad estética, que es algo que no se puede alquilar. La autoridad estética, al igual que el poder estético, es un tropo o figura que se refiere a unas energías que son esencialmente más solitarias que sociales. Hace bastante tiempo, Hayden White expuso que el gran fallo de Foucault era su ceguera hacia sus propias metá-foras, un defecto que resultaba irónico en un discipulo confeso de Nietzsche. Foucault sustituía los tropos de la historia lovejoyana1 de las ideas por sus propios tropos, y entonces no siempre recordaba que sus «archivos» eran ironías, deliberadas o no. Igual ocurría con las «energias sociales» del neohistoricismo, propenso a olvidar que la «energia social» no es más cuamificable que la libido de Freud. La autoridad estética y el poder creativo también son tropos, pero aquello que reemplazan -lkmémosle «lo canonico»- posee un aspecto toscamente cuantificable, que es decir que William Shakespeare escribió treinta y ocho obras de teatro, veinticuatro de ellas obras maestras, pero que la energia social nunca ha escrito ni una sola escena. La rnuerte del autor es un tropo, y bastante pernícioso; la vida del autor es una entidad cuantificable. Todos los cánones, incluyendo los contracánones tan de moda hoy en día, son elitistas, y como ningún canon está nunca cerrado, - la tan cacareada «apertura del canon» es una Operation bastante re-■ dundante. Aunque los cánones, al igual que todas las listas y catálo- ":V; 1. Se refiere a Arthur Lovejoy (1873-1962), filosofe norteamericano más co-flocido por su obra históf ica. En La gran cadena del íer: estudio de la kistoria de una idea, trazaba la posibílidad dei «princtpiodeplenitud», porel que todas las po-j.sibilidades han de ser Uevadas a cabo. (N. del T.) 46 47 gos, denen tendencia a ser inclusivos más que exclusivos, hemoš llegado al punto en que toda una vida de iectura y relectura ape-nas nos permite recorrer todo el canon occidentai. De hecho. ahora es virtualmente imposible dorainar el canon occidentai. Nö sólo signißcaria asimilar perfectamente trescientos libros, muchös de los cuales, si no la mayoría, presentan auténticas dificultades cognitivas e imaginativas, sino que las relaciones entre estos libros son más controvertidas a medida que se alargan nuestras perspecti-vas. También tenemos las enormes complejidades y contradicciones que constituyen la esencia dei canon occidentai, que ni mucho rne-nos es una unidad o estructura estable. Nadíe posee autoridad para decirnos lo que es el canon occidentai, desde luego no desde 1800 hasta el dia de hoy. No es, no puede ser, exactamente la lista que yo doy, ni la que pueda dar ningún otro. Si asi fuera, eso converti-ria dicha lista en un mero fetiche, en una mercancía más. Pero no estoy dispuesto a dar la razón a los marxistas cuando dtcen que el canon occidentai es otro ejemplo de lo que denominan «capital cultural». A mí no me resulta tan claro que una nación tan contra-dictoria como los Estados Unidos de America pueda haber sido al-guna vez el contexto para un «capital cultural», como no sea para aquellos sectores de la alta cultura que contribuyen a la cultura de masas. En este pais no hemos temdo una alta cultura oficial desde 1800, una generacion después de la Revolución Američana. La unidad cultural es un fenómeno francés, y en cierto sentido un asunto alemán, pero apenas una realidad norteamericana, ni en el siglo XIX ni en et XX. En nuestro contexto y desde nuestra pers-pectiva, el canon occidentai es una especie de lista de supervivien-tes. El hecho central en relacíón con Norteamérica, según el poeta Charles Olson, es el espacio, pero Olson escribió esa fräse al prin-cipio de un libro sobre MelviUe, y por tanto, sobre el siglo XIX. Al acabar ei siglo XX, nuestro hecho central es el tiempo, pues en la tierra de! ocaso se da ahora el ocaso de Occidente. <;Calificaria uno de fetiche la lista de supervivientes de una guerra cosmoiógica de trescientos aftos? El tema central es la mortalidad o inmortalidad de las obras lite-rarias. Donde se han convertido en canónicas, han sobrevivído a una inmensa lucha en las relaciones sociales, pero estas relaciones tienen poco que ver con la lucha de clases. El valor estético emana de la lucha entre textos: en el lector, en el lenguaje, en el aula, en las discusiones dentro de una sociedad, Muy pocos lectores de clase obrera pintan aigo a la hora de determinar la supervivencia de los textos, y l°s críticos de la izquierda no pueden leerlos en nombre de la clase obrera. El valor estético surge de la memoria, y también (tal como lo vio Nietzsche) del dolor, el dolor de renunciar a placeres más cómodos en favor de otros mucho más difíciles. Los obreros ya tienen suficientes angustias, y preřieren la religion como alivio. Su certeza de que la estética es, para ellos, simplemente otra angustia nos ayuda a aprender que las grandes obras literarias son angustias conquistadas, y no una liberación de esas angustias. También los cá-nones son angustias conquistadas, no pilares unificados de morali-dad, ya sean occidentales u orientates. Si pudiésemos concebir un canon universal, multicultural y polivaíente, su libro esencial no se-ria una escritura, ya fuera la Biblia, el Corán, ni un texto oriental, sino Shakespeare, que es representado y leído en todas partes, en to-dos los idiomas y circunstancias. Sean cuales sean las convicciones de los neohistoricistas de hoy en día, para quienes Shakespeare es sólo un indicador de las energías sociales dei Renacimiento inglés, Shakespeare, para cientos de millones de personas que no son euro-peas ni de raza blanca, es un indicador de sus emocíones, de su identificación con unos personajes a los que Shakespeare dio exis-tencia mediante su lenguaje. Para ellos su universalidad no es historka, sino fundamental; él pone en escena sus vidas. En sus personajes ellos perciben y afrontan sus propias angustias y fantasias, no las energias sociales manifestadas por el incipiente Londres mereantil. El arte de la memoria, con sus antecedentes retóricos y su má-gico desarrollo, es en gran parte una cuestión de lugares imagina-rios, o de lugares reales transmutados en imágenes vísuales. Desde la infancia he gozado de una extraordinaria memoria para la literatura, pero esa memoria es puramente verbal, sin ningún compo-nente visual de por medio. Sólo recientemente, ya rebasados los se-senta aftos, he llegado a comprender que mi memoria literaria se ha basado en ei canon como sistema memorístico. Si soy un caso especial, es sólo en el sentido de que mi experiencia es una version más extrema de lo que considero la principal función pragmática del canon: el recordar y ordenar las lecturas de toda una vida. Los más grandes autores asumen el papel de «Sugares» en el teatro de la memoria del canon, y sus obras maestras ocupan la posición que co-rresponderia a las «imagenes» en el arte de la memoria. Shakespeare y Hamlet, un autor capital y un drama universal, nos obligan a recordar no sólo lo que ocurre en Hamlet, sino, más importante aún, 48 49 que sucede en la literatura que lo con vierte en memorable, proion-. gando, de este modo, la vida del autor. La muerte del autor, proclamada por Foucault, Barthes y otros autores clönicos posteriores, es otro mito anticanönico, similar al: grito de guerra del resentimiento, que rechazan'a a «todoslos varo-nes europeos blancos y muertos», es decir, por nombrar a la docena del fraile, Homero, Virgilio, Dante, Chaucer, Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Milton, Goethe, Tolstoi, Ibsen, Kafka y Proust. Mas '■■ vivos que vosotros mismos, quienesquiera que seäis, estos autores ' eran indudablemente varones, y supongo que «blancos». Pero, com-parados con cualquier autor vivo de la actualidad, no estan muertos.. Entre nosotros tenemos a Garcia Märquez, Pynchon, Ashbery, y otros que es probable que lleguen a ser tan canönicos como Borges y Beckett, entre los recientemente fallecidos, pero Cervantes y Sha-. kespeare pertenecen a otro orden de vitalidad. El canon es sin duda un patrön de vitalidad, una medida que pretende poner timites a io. inconmensurable. La antigua metafora de la inmortalidad del escri-tor resulta aqui pertinente, y renueva, para nosotros, el poder del canon. Curtius tiene un excurso titulado «La poesia como perpetua-ciön», en el que cita la fantasia de Burckhardt sobre «La fama en la literatura» al equiparar fama e inmortalidad. Pero Burckhardt y Curtius. vivieron y murieron antes de la epoca de Warhol, en ia que tanta gente es famosa durante quince minutos. La inmortalidad durante. un cuarto de hora se confiere ahora prödigamente, y puede conside-: rarse una de las consecuencias mäs hilarantes de «abrir el canon*. : La defensa del canon occidental no es de ningün modo una de-fensa de Occidente o de la empresa nacionalista. Si el multicultura-lismo significara Cervantes, ^quien podria quejarse? Los mayores . enemigos de los criterios esteticos y cognitivos son supuestos defen-: sores que nos vienen con tonterias acerca de los valores morales y. politicos de la literatura. No vivimos segün la etica de la Iliäda ni . segun las ideas politicas de Piatön. Aquellos que ensefian a interpre-tar los textos tienen mäs en comün con los sofistas que con Söcrates. jQue podemos esperar que haga Shakespeare por nuestra sociedad en declive, teniendo en cuenta que la funcion del teatro shakespea-riano tiene poco que ver con la virtud civica o la justicia social? Los neohistoricistas de hoy en dia, con su extrana mezcla de Foucault y Marx, son solo un episodio menor de la interminable historia del platonismo. Piaton tenia la esperanz» de, al desterrar a los poetas, desterrar tambien al tirano. AI desterrar a Shakespeare, o al redu--: cirio --• contexto, no nos libtamos de nuestros tiranos. En cual- ief caso, no podemos librarnos de Shakespeare, ni del canon que ira a su alrededor. Shakespeare, tal como nos gusta olvidar, en gran ; niedida nos ha inventado; si afladimos el resto del canon, entonces Shakespeare y el canon nos han inventado por completo. Emerson, en Hombres representatives, lo dijo atinadamente: «Shakespeare estä tan pot encima de la categoria de los autores eminentes como lo estä por encima del vulgo. Es inconcebihlemente sabio; los demas lo son concebiblemente. Un buen lector puede, en cierto modo, si-tüarse en la mente de Piatön y pensar desde ahi; pero no en la de 'Shakespeare. Sigue estando fuera de nuestro alcance. Por facilidad compositiva, por creation, Shakespeare es ünico.» Nada podemos decir acerca de Shakespeare que sea tan impor-: tante como lo que expreso Emerson. Sin Shakespeare no habria ca-non, pues sin Shakespeare no habria en nosotros, quienesquiera que seamos, ningün yo reconocible. Le debemos a Shakespeare no solo que representara nuestra cognition, sino gran parte de nuestra capa-■ cidad cognitiva. La diferencia entre Shakespeare y sus mäs directos ."rivalcs es cuaiitativa y cuantitativa, y esa doble diferencia define la realidad y necesidad del canon. Sin el canon, dejamos de pensar. Se puede perseguir sin tregua el ideal de sustituir los criterios esteticos por considerations etnocentricas y de genero, y tambien se pueden tener unos objetivos sociales admirables. Pero, a pesar de ello, la fuerza solo acepta la fuerza, tal como Nietzsche testimoniö durante : toda su vida. 50 51 Segunda parte La Edad Aristocrática SHAKESPEARE, CENTRO DEL CANON En la Inglateorra isabelina, el estatuto personal de los actores era similar al de los mendigos y gentes de baja ralea, cosa que sin duda apenaba a Shakespeare, quien trabajo esforzadamente para poder re-grcsar a Stratford como un caballero. A exception de ese deseo, no sabemos casi nada de las opiniones sociales de Shakespeare, salvo las que pueden atisbarse en sus obras, donde toda la information es ambigua. Como actor-dramaturgo, Shakespeare dependia necesaria-mente del patronazgo y la protection de los aristocratas, y sus ideas polfticas -si tuvo alguna— eran las pertinentes al apogeo de la dila-tada Edad Aristocratica (en un sentido viconiano) que, segun mi division, se extiende desde Dante, atraviesa el Renacimiento y la Frustration y concluye con Goethe. Las ideas politicas del joven Wordsworth y de William Blake son las de la Revolution Francesa y anuncian la siguiente era, la Democratica, que alcanza su apoteo-sis con Whitman y el canon norteamericano, y adquiere su expre-sion final con Tolstoi e Ibsen. En los origenes del arte de Shakespeare se nos ofrece como postulado fundamental una idea aristocratica de la cultura, aunque Shakespeare trasciende esa idea, al igual que hace con todas las demas cosas, Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a todos los demas escritores occidentales en agudeza cognitiva, ener-gia linguistica y poder de invention. Es posible que ese triple ta-lento se funda en una pasion ontologica que es capacidad para el goce, o lo que Blake queria dar a entender con su Proverbio del In-fierno: «La exuberancia es belleza.s Las energias sociales existen en tocks las epocas, pero son incapaces de componer obras de teatro, poemas y narraciones. El poder de ccear es un don individual, preserve en todas las epocas, pero evidentemente mucho mas estimu- 55 lado por contextos concretos, convulsiones nacionales que cstu:d.jj,^: remos sólo en segmentos, debido a que la unidad de una gran épocj es generalmente una ilusión. (Fm Shakespeare un accidente? jSo;] las imaginaciones lirerarias y los modos de encarnarlas entidades tan i peculiares como la aparición de un Mozart? Shakespeare no es uno ; de esos poetas que no necesitan sufrir un desarrollo, que patecěit":: completamente formados desde el principio, una rara casta que it)..,-ciuye a Marlowe, Blake, Rimbaud, Crane. Todos ellos apenas pare-cen haber evolucionado. Tamburlaine. Primera parte, Esbozos />,;,•;;. cos, las Iluminaciones, Edificios blancos son ya obras cimeras. Pero el Shakespeare de las primeras farsas y de obras históricas como Tito-'"-Andro'nico es sólo de lejos el profétíco autor de Hamlet, Otelo, El Lear y Macbeth. Al leer Romeo y Julieta y Antonio y Cleopatra segui-.. dos, a veces me cuesta creer que el dramaturgo lirico de la primera V alcanzara la magnificencia cosmológica de la segunda. jCuándo comienza Shakespeare a ser Shakespeare? ,;Qué obras : son canónicas? En 1592, cuando Shakespeare tenia veintiocho aflos; habia escrito las tres partes de Enrique VI y su secuela, Ricardo Hi, asi como La comedia de las equivocaciones, Tito Andrónico, La Jtere.--'\ cilia domada y Los dos hidalgos de Verona las escribe apenas un ano:- ■ después. Su primer logro absolute es la asombrosa Trabajos de amor s perdidos, posiblemente escrita en 1594. Marlowe, medio afio mayor; que Shakespeare, fue asesinado en una taberna el 30 de mayo; de 1593, a los veintinueve aňos. En aquel momento, de haber nmertc Shakespeare, éste apenas habría resistido la comparación con Mar-lowe. El judio de Malta, las dos partes de Tamburlaine y Eduarda II, e incluso la fragmentaria El Doctor Fausto, son logros de mu-cho más alcance que todo lo escrito por Shakespeare antes de />>:-bajos de amor perdidos. Cinco aňos después de la muerte de M-.tr-lowe, Shakespeare habia superado a su precursor y rival, y escrito la::: prodigiosa série de Sueňo de una noche de verano, El mercadei-it Venecia, y las dos partes de Enrique IV. Bottom, Shylock y Falstaff: afladen al Faulconbridge de El rey Juan y al Mercutio de Romeo # r Julieta un nuevo tipo de personaje escénico, a afios iuz del talentový los intereses de Marlowe. Estos cinco personajes, a pesar de la 'U tima estación de su cruz, se había convertido involuntariamente en ! un rey Lear, Un Resentido sutil no propondría a Bertolt Brecht I como autor del verdadero teatro marxista, ni a Paul Claudel como I autor del verdadero teatro eristiano, a fin de preferirlos a Shakes-• peare. Y aun asi la protesta de Tolstói tiene la fuerza de su ver- 66 67 dadero agravio moral y toda la autoridad de su propio esplendor es-tético. Resulta palpable que las palabras de Tolstoi -al igual que todo .. :| su iQué es arte?— son un desastre, lo cual suscita la pregunta de": ' cómo un escritor tan grande podia estar tan equivocado. Desapro- í bándolos, Tolstoi cíta como idólatras de Shakespeare a una distin-■.. guida serie de autores entre los que se incluyen Goethe, Shelley, : L Vietor Hugo y Turguéniev. También podria haber aňadido a Hegel, ; 1 Stendhal, Pushkin, Manzoni, Heine, y a'docenas de otros autores; de ; í hecho, a casi todo escritor importante capaz de leer, con unas pocas i: y deshonrosas excepeiones, como la de Voltaire. El aspecto menos vcf interesante de la rebelión de Tolstoi contra la estética es la envi- ^ ' I dia creativa. Existe una furia personal en el rechazo por parte de ■'■'■.{■ Tolstoi de la eminencia que Shakespeare comparte con Homero, . . :i un compartimiento que él reservaba para su G-iierra y paz. Mucho j más interesante es la repugnancia espiritual de Tolstoi hacia la tra- | gedia inmoral e itreligiosa de El rey Lear, Prefiero dicha repug-:. : 1 nancia a cualquier intento de cristianizar el teatro deliberadamente . S precristiano de Shakespeare, y Tolstoi da bastante en ei ciavo al f comprender que Shakespeare, como dramaturge, ni es cristiano ni : j moralista. , ...;,■'! Recuerdo haber contemplado el cuadro de Tiziano que muestra el despellejamiento de Marsias por Apolo cuando fue exhibido en : ! Washington D.C. Abrumado y sobrecogido, sólo pude asentir con k :: f cabeza al comentario de mi acompaflante, el pintor norteamericano ' Larry Day, de que el cuadro poseia algo de la intensidad y efecto .. que produce el acto final de El rey Lear. Ese Tiziano estaba en San . Petersburgo, y Tolstoi pudo verlo; no recuerdo ningún comentario concreto, pero presumiblemente él también habría concebído la^ imagen de Tiziano de ese horror, de ese final prometido. iQué es-arte? desecha no sólo a Shakespeare, sino a Dante, Beethoven y Rá- ; fael. Si uno es Tolstoi, quizá pueda prescindir de Shakespeare, pero a Tolstoi le debemos el haber encontrado las verdaderas razones de la fuerza y el pecado de Shakespeare: la falta de límites religiosos y morales. Evídentemente, Tolstói no se refería a ello en un sentido tópico, puesto que la tragédia griega, Milton y Bach tampoco pasa-ron la prueba tolstoiana de simplicidad popular, que si fue superada por algunas obras de Vietor Hugo y de Dickens, por Harriet Bee-cher Stowe, algún Dostoievski menor, y por el Adam Bede de : George Eliot. Esos eran ejempios de arte cristiano y moral, aunqué ■ «el buen arte universal» resuitó también aceptable en un eurioso grupo secundario que incluía a Cervantes y Moliére. Tolstói exige «la verdad», y el problema de Shakespeare, según la perspectiva tols-toiana, es que él no estaba ínteresado en la verdad. Dicha controversia nos lleva a la siguiente pregunta: <;Es perti-■ ! nente la queja de Tolstói? ^Es el centro del canon occidental una pragmática exaltación de la mentira? George Bernard Shaw admi-raba enormemente (Qué es arte?, y presumiblemente prefería El peregrine de Bunyan a Shakespeare, de un modo parecido a la forma en que Tolstói situaba La cabaňa del tlo Tom por encima de El rey Lear. Pero este tipo de pensamiento nos resulta ahora penosamente familiar; uno de mis colegas más jóvenes me dijo que valoraba Meri-' iian de Alice Walker por encima de El areo iris de la gravedad, de Thomas Pynchon, porque Pynchon mentía y Walker encarnaba ]a verdad. Cuando lo políticamente correcto reemplaza a lo religiosa-mente correcto, regresamos a la polémíca de Tolstói en contra del arte difícil. Y Shakespeare, a pesar de que Tolstói se negara a verlo, es virtualmente único a la hora de producir un arte popular y difícil al mismo tiempo. Ahí, sospecho yo, está el verdadero pecado sha-kespeariano y la explicación definitiva de por qué y cómo Shakespeare centra el canon. Hasta el día de hoy, multiculturalmente, Sha-;■ kespeare cs capaz de mantener el interes de cualquier publico, de clase alta o baja. Lo que le allanó el Camino hacia el centro canó-nico fue una manera de representar universalmente asequible, a pesar de ío que puedan decir unos cuantos franceses. ,;Era verdadera su manera de representar a los hombres y a las mujeres? <;Es La cabaňa del tto Tom. un libro más sincero que La divina comedia, signifique lo que signifique esta afirmación? Quizá Meridian de Alice Walker sea más sincero que El areo iris de la gravedad. Sin duda, el ultimo Tolstoi es más sincero que Shakespeare o que cualquier otro. La sinceridad no conduce directamente a la verdad, y la literatura de imaginación se sitúa en algún lugar entre la verdad y el sentido, un lugar que en una ocasión compare a lo que los antiguos gnósticos denominaban el kenoma, la vacuidad cosmo-lógica en la que erramos y lloramos, tal como eseribió William Biake. Shakespeare nos ofrece una representación del kenoma más con-vincente que cualquier otro, en particular cuando fíja las coordena-das por donde van a discurrir El rey Lear y Macbeth. Ahl, de nuevo, Shakespeare centra el canon, pues debemos esforzarnos denodada- 68 69 mente por imaginar cualquier representation que no sea mas con-vincente en Shakespeare que en cualquier otro, ya sea Homero, Dante o Tolstoi. Retoricamente, Shakespeare no tiene parangon; no existe mas impresionante panoplia de metaforas. Si se busca una verdad que desafie ia retorica, quiza habria que ponerse a estudiar cconomia politica o analisis de sistemas y abandonar a Shakespeare a los estetas y al publico de gallinero, que se aliaron para elevarle al primer lugar. Sigo dandole vueltas a! misterio del genio de Shakespeare, per-fectamente consciente de que las mismas palabras «el genio de Shakespeare)) signjfican quedar completamente excluido de la Escueia del Resentimiento. Pero el problema de la idea La Muerte del Autor que propone Foucault es que simpiemente altera los terminos retoricos sin crear un nuevo metodo. Si «las energias sociales» escri-bieron El rey Lear y Hamlet, ,£por que las energias sociales fueron mas productivas en el hijo de un artesano de Stratford que en el for-nido albanil Ben jonson? El exasperado critico neohistoricista o fc-minista posee una curiosa afinidad con las exasperaciones que aiin afiaden partidarios a la creencia de que Sir Francis Bacon o el conde de Oxford fueron los verdaderos autores de Lear, Sigmund Freud mantuvo hasta el dia de su muerte que Aloises era egipcio y que Oxford escribio las obras de Shakespeare. El fundador de los Oxonien-ses, que respondia al maravilloso nombre de Looney,1 encontro un discipulo en el autor de La interpretation de los suenos y Tres en~ say as sobre la Leoria de la sexualidad. De haberse unido Freud a la Sociedad de la Tierra Plana, no podriamos estar mas desilusionados, auncjue siempre se puede caer mas bajo, y al menos podemos agra-decer que Freud no escribiera mas que unas pocas frases siguiendo la hipotesis de Looney. En cierto modo, resulto un gran alivio para Freud creer que su precursor, Shakespeare, no era un individuo normal y corriente de Stratford, sino un enigmatico y poderoso noble. Y no era una cues-tion solo de esnobismo. Para Freud, igual que para Goethe, las obras de Shakespeare eran el centro laico de la cultura, la esperanza de una gloria racional en la raza humana que aun estaba por venir. Para Freud, era aun mas que eso. En cierto sentido, Freud compren-dio que Shakespeare habia inventado el psicoanalisis al inventar la psique, hasta el punto de que el pudo reconocerla y describirla. Darse 1. Looney suena exactamente igual que loony: «chiflado». (N. del T.) cuenta de elio no debio de ser agradable, pues subvertia la declaration de Freud de que «yo invente el psicoanalisis, puesto que no tenia literatura». La venganza vino con la supuesta demostracion de que Shakespeare era un impostor, lo cuai satisfizo el resentimiento freudiano, aunque racionalmente eso no impidio que las obras de Shakespeare siguieran siendo un antecedente de Freud. Shakespeare habia causado grandes estragos en la originalidad de Freud; ahora Shakespeare era desenmascarado y deshonrado. Podemos dar gracias por que Freud no escribiera Oxford y el shakespearianismo para acom-pafiar en nuestras estanterias a Moises y la religion monoteista y los diversos clasicos del Shakespeare neohistoricista, marxista y femi-nista. El Freud Frances ya fue bastante estupido; y ahora tenemos al Joyce frances, cosa dificil de tragar. Pero nada puede ser tan oximo-ronico como el Shakespeare frances, que es como habria que llamar al neohistoricismo. El autentico stratfordiano escribio treinta y ocho obras de teatro en veinticuatro afios, y luego se fue a su casa a morir. A los cuarenta y nueve anos escribio su ultima obra, Los dos nobles primos, divi-diendose el trabajo con John Fletcher, Tres afios mas tarde habia muerto, cuando iba a cumplir cincuenta y dos anos. El creador de Lear y Hamlet, tras una vida carente de acontecimientos, no tuvo una muerte muy sonada. No existen grandes biograflas de Shakespeare, no porque no sepamos suficiente, sino porque no hay sufi-ciente que saber. En nuestra epoca, entre los escritores de primer orden, solo la vida de Wallace Stevens parece tan sosa en acontecimientos externos como la de Shakespeare. Sabemos que Stevens odiaba el impuesto progresivo y que Shakespeare se apresuro a enta-blar un pleito en Chancery para proteger sus inversiones en bienes raices. Sabemos, mas o menos, que ni el matrimonio de Stevens ni el de Shakespeare fueron particuiarmente apasionados, una vez pa-sada la luna de miel. A continuation nos esforzatnos en conocer sus obras de teatro, o en conocer las intrincadas variaciones de Stevens acerca de sus meditativos extasis de perception. Resulta muy satisfactorio para la imagination verse obligado a volver a abordat una obra cuando no se entromete el torbellino del autor. Con Christopher Marlowe medito sobre el hombre, al que puedo estar dandole vueltas interminablemente, cosa que no ocurre con sus obras; con Rimbaud medito sobre ambas cosas, aunque el muchacho es aun mas enigmatico que su poesia. Stevens, el hombre, nos elude tan completamente que casi no vale la pena buscarle; 70 71 Shakespeare, el hombre, apenas puede ser calificado ni de elusivo ni 1. de nada. En sus obras nadie habla por él de un modo indiscutible: ' [ ni Hamlet, ni Próspero, ni, desde luego, el fantasma del padre de j Hamlet, a quien se supone que interpretó. Ni siquiera sus más me- . ; f ticulosos eruditos son capaces de seňalar los límites entre lo conven- :'■■.[■ clonal y lo personal de sus sonetos. A! buscar comprender la obra o í-el hombre, siempre regresamos a la incontrovertible eminencia cen- | tral de sus obras mayores, casi desde la época en que fueron puestas I en escena por primera vez-. j Una manera de abordar la eminencia de la primacía de Shakes^ j peare es negarla. Desde Dryden hasta el presente, resulta extraordi-nario observar cuán pocos han elegido ese Camino. La novedad o pretendido escándalo del actual neohistoricismo se supone que re side en todas sus propuestas, pero de hecho se centra en este re- j chazo, generalmente implicito, aunque a veces abierto. Si las ener- ) gias sociales (asumiendo que sean algo más que una metafora historicista, cosa que dudo) del Renacimiento ingles consiguieron, de algún modo, escribir El rey Lear, entonces podemos poner en : duda la singularidad de Shakespeare. Es posible que, dentro de : aproximadamente una generación, «la energia social» como autora de El rey Lear parezca tan iluminadora como la conjetura de que el conde de Oxford o Sir Francis Bacon escribieron la tragédia. El ori-gen implicito de dichas teorias es en gran medida el mismo. Pero es . tan fácil reducir a Shakespeare a este contexto, a cualquier contexto,. como reducir a Dante a la Florencia e Itália de su tiempo. Nadie, ni aquí ni en Italia, va alzar la voz para proclamar que Cavalcantí . era el igual estético de Dante, y sería igualmente vano proponer a Ben jonson o a Christopher Marlowe como verdaderos rivales de Shakespeare. Jonson y Marlowe, de maneras muy distintas, fueron grandes poetas y, a veces, extraordinarios dramaturges, pero el lector o el interprete se adentra en un arte de orden muy distinto al enfrentarse a El rey Lear. dCuál es la cualidad shakespeariana que hace que sólo Dante, Cervantes, Tolstoi y pocos más alcancen la categoría de compafieros estétícos del autor de Hamlet? Plantear 1a pregunta es emprender una búsqueda que constituye el fin ultimo de los estudios literarios: encontrar una especie de valor que trascienda los prejuicios y nece-sidades concretes de las sociedades en cada punto fijo del tiempo. Tal búsqueda es una ilusión, según todas las ideologías actuales; pero el propósito de este libro es, en parte, combatir la poh'tica cul- tural, tanto de derechas como de izquierdas, que destruye la erítica y que, por consiguiente, puede llegar a destruir la literatura misma. Existe una sustancía en la obra de Shakespeare que prevalece y que ha demostrado ser multicultural, tan universalmente percibida en todos los idiomas como para haber fundado, en la practica, un mul-ticulturalismo en toda la tierra, un mukiculturalísmo que ya sobre-pasa con mucho nuestros tanteos politizados hacia tal ideal. Shakespeare es el centro de un embrión del canon mundial, ni occidental ni oriental, y cada vez menos eurocéntrico; y de nuevo me remito a la gran pregunta: <;Cuá! es la singular excelencia de Shakespeare, su diferencia cualitativa y cuantitativa con los demás eseritores? El dominio del lenguaje de Shakespeare, aunque abrumador, no es único, y es susceptible de imitation. La poesía eserita en inglés se vuelve shakespeariana con la suficíente freeuencia como para dar fe de] poder contaminador de su elevada retórica. La peculiar magni.fi-cencia de Shakespeare reside en su capacidad de representation del carácter y personalidad humanas y sus mudanzas. El elogio canó-nico de dicha magnificencia fue inaugurado por el prefacio de Samuel Johnson al Shakespeare de 1765, y resulta al mismo tiempo re-veiador y engafioso: «Shakespeare es, por encima de todos los eseritores, al menos de todos los eseritores modernos, el poeta de la naturale2a, el poeta que sostiene ante sus lectores un fiel espejo de las costumbres y de la vida.» Johnson, en su tributo a Shakespeare, se hace eco del elogio de Hamlet a los actores. Contra sus palabras, podemos citar las de Oscar Wilde: «Hamlet pronuncia deliberadamente ese desafortunado ařorismo que afirma que el arte es el espejo de la Naturaleza para convencer a los espectadores de su total desatino en cuestiones ar-tisticas.» De hecho, Hamlet estaba hablando de los actores como de un espejo puesto ante la naturaleza, pero Johnson y Wilde identificaron a los actores con el poeta-dtamaturgo. La «naturaleza» de Wilde era un agente inhibidor que en vano intentaba echar a percler el arte, mientras que Johnson veía la «naturaleza» como un ptíncipio de realidad, que sumergía lo particular en lo general, la «progenie de la humanidad cornente». Shakespeare, más sabio que estos críticos verdaderamente sabios, veía la «naturaleza» como puntos de vista en conflicto, los de Lear y Edmundo en la más sublime de las trage-dias, de Hamlet y Claudio en otra, de Otelo y Yago en otra, No se puede sostener un espejo ante ninguna de esas naturalezas, ni llegar 72 73 a convencerse a uno mismo de que su sentido de la realidad es más í amplio que el de la tragedia de Shakespeare. No existen obras litera- [ rias que superen las de Shakespeare a la hora de recordarnos que j. nada se parece tanto a una obra de teatro como otra obra de teatro, j mientras que al mismo tiempo proclaman que trna idea trágíca no f sólo se parece a otra idea trágica (aunque bien pudiera ser) sino t también a una persona, o a un cambío en una persona, o a la forma ! definitiva del cambio personal, que es la muerte. r El signiřícado de una palabra es siempte otra palabra, pues las j palabras se parecen más a otřas paiabras que a las personas o las co- | sas, pero Shakespeare insinúa a menudo que las palabras se parecen más a las personas que a las cosas. La representación shakespeanana del personaje posee una riqueza sobrenatural porque ningún otro es-critor, antes o después, nos ofrece una ilusión tan intensa de que i cada personaje habla con una voz díferente de los demás. Johnson, j al observar este rasgo, lo atribuyó a la manera tan exacta en que Shakespeare retrata la naturaleza en generál, pero Shakespeare podría haber sentido el impulso de cuestionar ia realidad de tal naturaleza. Su misteriosa habilidad para presentar voces de seres imaginarios dis- 1 tintos, consistentes y de apariencia real, emerge de una sensación de i realidad que no ha vuelto a tener parangón en la literatura. Cuando intentamos aisiar la conciencia de Shakespeare de la realidad (o de la versión de la realidad de sus obras, si se prefiere), es probable que eso nos děje bastante perplejos. Cuando te enfrcntas j a La divina comedia, la extraneza del poema te choca, pero el teatro !■ shakespeariano parece ai mismo tiempo corripietamente familiär y también demasiado rico como para asimilarlo todo a la primera.: Dante interpreta a los personajes por ti; si eres incapaz de aceptar sus juicios, el poema te abandona. Shakespeare abre de tal modo sus í personajes a multiples perspecttvas que se convierten en instrumen- . í tos analíticos para juzgarte. Si eres un moralista, Falstaff te ofende; si eres un anticuado, Rosalinda te descubre; si eres dogmático* Hamlet se te escapará siempre. Y si eres de los que les gusta expli-carlo todo, los grandes villanos de Shakespeare te desesperarán.. :: Yago, Edmundo y Macbeth no carecen de razones; les sobran razo- . j nes, pero casi todas se las ímaginan o se las inventáři ellos mismos. Igual que los grandes ingeníosos -Falstaff, Rosalinda, Hamlet—, estos monstruos de maievolencia son artistas del yo, o libres artistas de sí mismos, tal como seřtaló Hegel. A Hamlet, el más fecundo de cntre eiios, Shakespeare lo dotó de algo muy parecido a una conciencia de autor, aunque no fuera la del propio Shakespeare. Interpretar a Hamlet se convierte en algo tan difícil como interpretar a aforístas de la altuta de Emerson, Nietzsche y Kierkegaard. «Vivieron y es-cribieron», desearíamos decir, pero Shakespeare encontró una manera de darnos a Hamlet, quíen eseribió esos afladidos que convir-tieron El asesinato de Gonzaga en La ratonera. El más asombroso de Sos logros de Shakespeare consiste en haber sugerido más contex-tos para explicarnos a nosotros de los que nosotros somos capaces de proponer para explicar a sus personajes, Para muchos lectores, los límites del arte humano se aicanzan en El rey Lear, que, junto con Hamlet, parece ser la cota maxima del canon shakespeariano. Mi preferencia personal se inclina por Macbeth: nunca soy capaz de superar mi conmoción ante la implacable economía de la obra, su manera de hacer que cada monólogo, cada frase, tenga importancia. Sin embargo, Macbeth tiene un solo personaje inmenso, e incluso Hamlet está tan dominada por su héroe que todas las demás figuras menores quedan cegadas (igual que nosotros) por su insuperable resplandor. El poder de individualización de Shakespeare es más intenso en El rey Lear, y, por extraňo que parezea, en Medida por medida, dos obras en las que no hay personajes secundarios. Lear es el centro de Sos centros de la excelencia canónica, al igual que algunos cantos del Infierno o del Purgatorio o algunas narraciones tolstoianas, como Hadji Murad. Aquí, como en ninguna otra parte, las Hamas de la invención arrasan todo contexto y nos ofrecen la posibilidad de lo que podríamos denominar un va-lor estético primigenio, libře de la historia y la ideología y al acceso de cualquiera que posea la suficiente cultuta para leerlo y compren-derlo. Los partidarios del Resentimiento podrían recalcar que sólo una éiite puede alcanzar dicha cultura. Cada vez es más difícil leer a fondo conforme este siglo envejece, y eso es algo que, muy a nues-tro pesar, no podemos negar. Ya sea a causa de los medios de comu-nicación o de otřas distracciones de la Bdad Caótica, incluso la élite, en su faceta lectora, tiende a perder concentración. Es posible que la lectura atenta no haya terminado con mi generación, pero cierta-mente ha quedado eclipsada en la generación siguiente. jTiene eso algo que ver con que yo no tuviera televisíón hasta que estuve a punto de cumplir los cuarenta? No puedo estar seguro, aunque a ve-ces me pregunto si el hecho de que la crítica prefiera el contexto por encima del texto no es reflejo de una generación que no tiene 74 75 paciencia para hacer una lectura profunda. La tragedia de Lear y Cordelia puede transmitirse incluso a espectadores teatrales o lecro-res superficiales, porque la extraneza de Shakespeare distraerä casi todos los niveles de ateneiön. Pero adecuadamente escenificada, cdnvenientemente leida, no existirä ninguna inteligencia que sea capaz de responder a todas sus exigencias. Es muy conocido el hecho de que el Dr. Johnson era incapaz de soportar la muerte de Cordelia: «Hace rnuchos anos quede tan afec-tado por la muerte de Cordelia que no sabia si podri'a soportar voi-ver a leer las ültimas escenas de la obra hasta que tuve que revisar-las como editor.» Tal como expresa Johnson, una texrible desolaciön inunda la escena final de La tragedia del rey Lear, un efecto que sobrepasa cualquier escena parecida, ya sea en Shakespeare o en cualquier otro escritor. Quizä Johnson tomö la muerte de Cordelia por una smec-doque de esa desolaciön, de la visiön del anciano rey, a quien su aflicciön ha llevado a la locura, al entrar con Cordelia muerta en sus brazos. Como espeetäculo, posee la fuerza de una imagen que in-vierte todas las expectativas naturales, y es famosa la lectura equivo-cada que hizo Freud en «El tema de la elecciön de un cofrecillo» (1913): Lear aparece trayendo en brazos el cadaver de Cordelia. Cordelia es la muerte. Si invertimos la Situation, se nos hace en el acto comprensible y familiär. Es ia diosa de la Muerte, que lleva en sus brazos al heroe muerto en el combate, como ia valquiria de la mitologia germana. La eterna sabiduria, bajo las vestiduras del hombre primitivo, aconseja al anciano que renuncie al amor y eiija la muerte, reconciliändose con la necesidad de monr. [Traductiön de Luis Lopez-Ballesteros y de Torres.] A sus cineuenta y siete anos, a Freud aün le quedaban veintiseis por vivir, aunque no podia hablar del «heroe» sin adjudicarse el pa-pel a sä mismo. Renunciar al amor, elegir la muerte y reconciharse con la necesidad de morir es mäs propio del principe Hamlet, pero no encaja con el rey Lear, Los reyes son duros de pelar, en Shakespeare y en la vida real, y Lear es la mäs grande representaeiön de un rey. Su precursor no es un monarca literario, sino el modele de todos los gobernantes: Yahve, el Senor, a no ser que se prefiera con-siderar a Yahve un personaje literario que Shakespeare encontrö en ľ I . la Biblia de Ginebra, El Yahvé de J, que domina el fragmento primordial del Genesis, Éxodo y Núrneros, es tan irascible y a veces tan loco como Lear. Lear, imagen de la autoridad paterna, no es el ■i favorito de la erítica feminista, que fácilmente le tilda de arquetipo í de la coacción patriarcal. Lo que no pueden perdonar es su poder, aunque esté en declive, pues lo interpretan como la unión de dios, rey y padre en un temperamento impaciente. Lo que ellas rechazan es algo que queda impiícito en la obra: Lear no es sólo temido y i venerado por todos los personajes que están del lado del bien, es positivamente amado por Cordelia, el Bufón, Gloucester, Eduardo, Kent, Albany y, evidentemente, su pueblo en general. Le debe gran í parte de su personalidad a Yahvé, pero es considerablemente más i benigno. Su principal defecto en relation con Cordelia es un amor excesivo que exige ser correspondido con un amor también exce-j sivo. De entre el amplio espectro de personajes de Shakespeare, í Lear es el más apasionado, una cualidad quizá atractiva en sí misma, i pero que no casa ni con su edad ni con su position. Ni siquiera las interpretaciones más resentidas de Lear, que des-i mitifican la supuesta capacidad del rey para la misericordia social, abordan su apasionada intensidad, una cualidad compartida por sus ľ hijas, Gonerila y Regania, que carecen de su confuso impulso amo-i roso. Son lo que su padre habría sido de no haber poseído las euali-I dades de su hija Cordelia. Shakespeare no realiza ningún intento ex-i pltcito de justificar la diferencia entre Cordelia y sus hermanas, o el i contraste igualmente asombroso entre Eduardo y Edmundo. Pero, con mano maestra, otorga tanto a Cordelia como a Eduardo una obs-i tinación que es mucho mayor que su reticencia compartida. En estos 1 dos personajes verdaderamente cariňosos hay algo que no casa, una i terquedad, una fuerza cuyo estribillo es la obstinación. Cordelia, que i conoce bien a su padre y a sus hermanas, podia haber prevenido la tragedia con un toque iniciál de diplomacia, pero no lo hace. Eduardo adopta un disfraz de mortification mucho más bajo y degra-dado de lo estrictamente necesario, y mantiene todos sus disfraces - aun cuando podría haberlos desechado mucho antes. Su negatíva a deseubrir su identidad ante Gloucester hasta justo el momento en ; que anónimamente da un paso al frente para matar a Edmundo es tan eurioso como el rechazo de Shakespeare a dramatizar 1a escena en que padre e hijó revelan sus identidades y se reconcilían. Oímos la narración que hace Eduardo de la escena, pero se nos niega la escena misma. Quizá percibimos que Eduardo es el representante perso- 76 77 nal de Shakespeare en la obra, en contraste con ei marlowiano Ed-mundo. Edmundo es un genio, tan brillante como Yago, pero más frio, la figúra más fría de todo Shakespeare. Existe una antítesis en-tre Edmundo y Lear que yo localizaría como una de las fuentes del incomparable poder estético de la obra. Hay algo intrínsecamente shakespeariano en esta antítesis, algo que a! corazón del lector o del espectador se le escapa y que hace que la obra sea incapax de bendecirnos, ni a nosotros ni a ella misma. En ei centro de la obra literaria de más fuerza con que nunca me he encontrado existe un terrible y deliberado hueco, un vacío cosmológico al que somos arrojados. Una lectura perceptiva de La tragédia del rey Lear nos deja con una sensación de haber sido arrojados hacia afuera y hacia abajo, hasta más allá de todos los valores, despojados de todo. El final de El rey Lear rehuye la trascendencia, contrariamente a Hamlet, donde parece asomar cuando muere el protagonista. La .. muerte de Lear es para éí una liberación, pero no para los supervi-vientes: Eduardo, Albany, (Cent. Y tampoco para nosotros hay liberación. Lear ha encarnado dernasiadas cosas como para que su ma-nera de morir sea aceptable para sus súbditos, y hemos compartido hasta tal extremo los sufrimientos de Lear que no podemos aceptar la «reconciliacion con la muerte» de Freud. Quizá Shakespeare man-tuvo la muerte de Gloucester Fuera de escena para que el contraste entre eS agonizante Lear y el agonizante Edmundo conservara toda : su intensidad. Edmundo, al intentar revocar su orden de dar muerte a Cordelia y Lear, realiza un supremo esfuerzo para evitar una muerte absurda. Llega demasiado tarde, y ni nosotros ni Edmundo sabemos qué pensar de él cuando lo sacan del escenario para morir. La grandeza de la obra tiene rnuchísímo que ver con la patriar-cal grandeza de Lear, un aspecto humano seriamente devaluado en . esta época sometida a la crítica del feminismo, el rmrxismo literario y las diversas escueias importadas de Paríš para la cruzada antibur-guesa. Shakespeare es demasiado astuto, sin embargo, para compro- ; meter su arte con las ideas políticas patriarcales, con el cristianismo,. o incluso con el absolutismo de su protector, el rey Jaime I, y el re-sentimiento que feminisras, marxistas y demás experimentan hacia Lear se basa, en su mayor parte, en motivos de escasa relevancia. El perplejo y anciano rey toma firme partido por la naturaieza, una na-turaleza por completo distinta de la que invoca como diosa el nihi-lista Edmundo. En esta inmensa obra, Lear y Edmundo no inter-cambian ni una sola paiabra, aunque aparecen juntos en dos escenas- importantes. ^Qué podrían decirse, cuái es el posible diálogo entre el personaje más apasionado de Shakespeare y el más frío, entre uno que todo se lo toma müy a pecho y otro que carece totalmente de escrúpulos? De acuerdo con 1a idea que Lear tiene de la naturaieza, Gonerila y Regania son brujas desnaturalizadas, monstruos de las profundida-des, y no hay duda de que lo son. Según la idea que tiene Edmundo de la naturaieza, sus dos demonúcas amantes son extraordinaria-tnente naturales. El teatro de Shakespeare no nos permite un término medio. Rechazar a Lear no es una opción estétíca, por muy en contra que se esté de sus excesos y su extraordinario poder. Aquí Shakespeare se pone de parte de J, cuyo Yahvé demasiado humano posee una fuerza desmesurada que, sin embargo, no podemos eludir. Si que-remos una naturaieza humana que no se devore a sí misma, hemos de volvernos hacia la autoridad de Lear, por imperfecta que sea y por nrmchas concesiones que haga en su daflino poder. Lear no puede cu-rar, ni a sí mismo ni a nosotros, y no puede sobrevivir a Cordelia. Pero muy poca cosa en la obra puede sobrevivírle: Kent, que sólo de-sea reunirse con su amo en la muerte; Albany, que emula a Lear al abdicar; Eduardo, superviviente apocalíptico, que evidentemente ha-bla en nombre de Shakespeare y del público al cerrar la obra: Ei peso de esta triste época debemos obedecer, decir lo que sentimos, no lo que deberíamos decir: El más anciano es el que más ha soportado; nosotros, [los jóvenes, jamás veremos tanto, ni viviremos tanto tiempo. Tanto la naturaieza como el estado están heridos de muerte, y los tres personajes supervivientes salen en una marcha fúnebre. Lo que más importa es la mutilación de la naturaieza, y nuestra idea de lo que es o no es natural en nuestras vidas. Tan apabullante es el efecto al final de la obra que todo parece ir en contra de sí mismo. .jPor qué la muerte de Lear nos afecta simultáneamente de un modo tan intenso y ambivalente? En 1815, a la edad de sesenta y seís afios, Goethe escribió un ensayo sobre Shakespeare en el que intentaba reconciliar sus propias actitudes contradictorias ante el mayor poeta Occidental. Goethe ha-bía comenzado idolatrando a Shakespeare, pero luego había evolu-■: cionado hacia un supuesto «clasicismo» que no acababa de encontrar 78 79 a Shakespeare del todo satisfactorio, y io habia corregido reahzando una versiön bastante austera de Romeo y Julieta. Aunque, en ultima instancia, Goethe se pronunciaba a favor de Shakespeare, el expert-mento es frustrante y esquivo, Contribuyo a asentar la soberania de Shakespeare en Alemania, pero la ambivaiencia de Goethe en rek-ciön con un genio poetico y dramätico superior a! suyo le impidiö proclamar con toda claridad el interes incomparable y permanente de Shakespeare. Posteriormente, fue Hegel quien, en las confercn-cias postumamente publicadas con ei titulo de Laßlosoßa de las beilas artes, realizö una perspicaz aproximaciön a la representaciön del personaje shakespeariano, que todavia hemos de desarrollar si que-remos Uegar alguna vez a una critica digna del autor. Em esencia, Hegel intenta distinguir entre el tipo de personaje de Shakespeare y el de Söfocles y Racine, Lope de Vega y Calderon. Ei heroe trägico griego debe oponerse a un Poder mäs elevado y etico con una individualidad, una pasiön etica, que se mezck con aquello a lo que se enfrenta, pues ya forma parte de esa pasiön superior. En Racine, Hegel encuentra un trazado de personajes bastante abstracto, en el que cada una de las pasiones estä representada por una pura personificaciön, de modo que la oposiciön entre el indivi-duo y ese Poder elevado tiende a ser abstracta. Hegel sitüa a Lope de Vega y a Calderon a un nivel un tanto superior, y aunque tam-bien ve en ellos un trazado de personajes bastante abstracto, reco-noce en estos cierta solidez y una Sensation de personalidad, aun cuando resulten un tanto rigidos. No tiene a las tragedias alemanas : en tan buena consideraciön: Goethe, a pesar de su temprano shakes-pearianismo, abandona la c&racterizatiön en favor de una exaltaciön de la pasiön, y Schiller es rechazado por haber sustituido la realidad : por la violencia. En contra de todos ellos, en una altura saludable, , Hegel sitüa a Shakespeare, en el mejor pasaje critico jamäs escrito : sobre la representaciön shakespeariana: Cuanto mäs Shakespeare, en el infimto abrazo de su mundo escenico, procede a desarrollar los limstes extremos del mal y k locura ... mas concentra esos personajes en sus limitaciones. Al hacerlo asf, sin embargo, les confiere inteligencia e Imagination; y por media de la imagen en que ellos, en virtud de esa inteli-:. gencia, se. contemplan a si mismos objetivamente, como obra de arte, el les hace libres artistas de si mismos, y es completamente capaz, mediante la absoluta virilidad y verdad de su caracteriza- 80 ción, de despertar nuestro interes por unos criminales, ai igual que por los mäs vulgares y mendaces palurdos y necios. (La cur-siva es mia.) Yago, Edmundo y Hamlet se contemplan objetivamente a si mismos en imágenes forjadas por sus propias intehgencias, y se les otorga la capacidad para verse como personajes dramáticos y artifices esréticos. De este modo se les hace libres artistas de sí mismos, lo que significa que son libres para escribirse a sí mismos, para lo-grar cambios en su yo. Oyendo casualmente sus propios monólogos y sopesando sus reflexiones, cambian y a continuación contemplan esa otredad del yo, o k posibilidad de ser ese otro. Hegel vio lo que hay que ver al refiexionar sobre Shakespeare, pero ei aforístico estilo académico de Hegel exige cierta glosa. Con-sideremos al bastardo Edmundo, el Maqukvelo marlowiano de la tragédia de Lear, como nuestro ejempio hegeliano. Edmundo es el limite extremo de maldad, la primera representaciön absoluta de un nihilísta que se perrmte k literatúra occidental, y aún sigue siendo la más grande. Y de Edmundo, más incluso que de Yago, procede-rán los nihilistas cle Melville y Dostoievskí. Tal como dice Hegel, Edmundo sobresale tanto en imagination como en intelecto; mu-cho más que Yago, casi podría rivalizar con el más grande de los antimaquiavelos, Hamlet. En virtud de su supremo intelecto —ínfi-nitamente fértil, rápído, frío y certero—, Edmundo proyecta una imagen de si mismo como bastardo seguidor de la diosa Natura-leza, y por medio de esa imagen se contempk a sí mismo objetivamente como obra de arte. Igual hace Yago antes que él, pero Yago ímagina emotiones negativas y a continuación siente, incluso sufre, esas emotiones. Edmundo es un artista de si mismo más libre: no siente nada. Ya he äpuntado que al héroe trágico, Lear, y al viilano principal, Edmundo, no se les permite dirigirse el uno al otro ni un solo momento. Aparecen juntos en dos escenas cruciales, al principio y casi al final, pero no tienen nada que decirse el uno al otro. De he-cho, no pueden intercambiar ni una pakbra, pues ninguno puede entabkr conversation con el otro ni un solo instante. Lear es todo sentimiento, Edmundo carece de eííos. Cuando Lear brama de fúria contra sus hijas «desnaturalizadas», Edmundo, a pesar de toda su inteligencia, no puede comprenderlo, puesto que, para Edmundo, su comportamiento con Gloucester, al igual que el de Gonerik y Re- gania con Lear, es «natural». Edmundo, el más natural de los bastar-dos, se convierte inevitablemente en el objeto de las pasiones peli-grosamente rapaces de Gonerila y Regania, y, aunque satisface a ambas, ninguna de las dos le conmueve en absoluto hasta que ve sus cadáveres en escena, en el mismo momento en que él yace agoni-zando lentamente a causa de la herida mortal infligida por su her-mano Eduardo. Al contemplar la muerte de esos monstruos de las profundida-des, Edmundo se enfrenta a la verdadera imagen de si mismo, y eso ie libera para convertirse en el artista absoluto de su yo: «A las dos me prometí; y ahora los tres / en un instante contraeremos matrimonio.» El tono es estremecedoramente carente de afecto, la. irónia casi incomparable, aunque Webster y otros dramaturgos de la época jacobita intentaron imitarla. La contempiación de Edmundo paša de la irónia a una tonalidad que puedo experimentar pero apenas clasificar: «]Con todo, Edmundo fue amado! / Por mi amor la una envenenó a la otra / y después se mató.» Está ha-blando no tanto con Albany y Eduardo como consigo mismo, a fin de poderse oir casualmente. El lenguaje de Shakespeare transmite el desbordamiento del dolor del más sobresaliente de los villanos, pero sólo él lo siente, intensificando la imagen para aumentar la li-bertad artistka que le permite forjar su yo. No oimos orgullo ni asombro, aunque existe cierta perplejidad ante esa idea de sentirse vinculado a alguien, aunque sea a esas dos terribles hermanas. Hazlirt, con quien comparto mi sobrecogido afecto por Edmundo, destacaba la estimulante falta de hipocresia del personaje. Aqu£ tampoco hay fingirniento ni simulation por parte de Edmundo. El se oye a si mismo, y la voiuntad de cambio es su res-puesta, que, comprende, va a ser una alteration moral positiva, aunque insists en que su propia naturaleza no está cambiando: «Doy las boqueadas. Algún bien quiero hacer, / a pesar de mi naturaleza.)) La irónia trágica de Shakespeare exige que esta inversion sea demasiado tardía para poder salvar a Cordelia. Y nos queda-mos preguntándonos: jPor que Shakespeare representa esta ex-traordinaria metamorfosis en Edmundo? Tenga o no respuesta di-cha pregunta, consideremos el cambio en si mismo, aun cuando Edmundo Ueve a cabo sus planes convencido de que la Naturaleza es su diosa. ,;En que consiste, en que puede consistir, que a un personaje de fiction se le califique de «libre artista de si mismo»? Se trata de un fenómeno que no he encontrado en la literatúra occidental anterior a Shakespeare. Aquiles, Eneas, Dante el Peregrino, don Qui-jote, no cambian tras oir por causalidad lo que ellos mismos han dicho, y tampoco, mediante su propio intelecto e imagination, dan un giro radical a su personalidad. Nuestra conviction, Candida pero esréticamente crucial, de que Edmundo, Hamlet, Falstaff y docenas de otros personajes puedan, digamos, levantarse y saiir de sus obras, quizá en contra de los propios deseos de Shakespeare, está relacionada con el hecho de que scan libres artistas de si mismos. Como ilusión teatral y literaria, como efecto del lenguaje me-tafórico, esta capacidad de Shakespare no tiene parangón, aunque haya sido imitada universalmente durante casi cuatrocientos afios. Esa capacidad no seria posible si no fuera por el soliloquio shakes-peariano, prohibido a Racine por la doctrina critica francesa, que no permitia al actor trágico dirigirse directamente a si mismo o al publico. Los dramaturgos del Siglo de Oro espanol, Lope de Vega en particular, modelan el soliloquio como un soneto, en una espe-cie de triunfo barroco que va en contra de la ínterioridad. Y no se puede convertir a un personaje en un libre artista de si mismo ne-gando la interíoridad de ese personaje. No se puede concebir a Shakespeare a la manera barroca, pero entonces la libertad trágica es más un oximoron shakespeariano que una condition de las obras de Lope, Racine o Goethe. Uno comprende por que Cervantes fracasó como escritor de teatro y triunfó como autor de Don Quijote. Existe una afinidad hermética entre Cervantes y Shakespeare: ni don Quijote ni Sancho son libres artistas de si mismos; se acomodan por complete al uni-verso del juego. Es la singular fuerza de Shakespeare lo que, en heroes y villanos por igual, hace que sus protagonistas trágicos disuel-van las demarcaciones entre el universo de la naturaleza y el del juego. La peculiar autoridad de Hamlet, su convincente asunción de una voz de autor compietamente propia, va más alia del hecho de que sea capaz de convertir El asesinato de Gonzago en La rato-nera. En cada momento, la mente de Hamlet es una obra dentro de la obra, porque Hamlet, más que ningún otro personaje de Shakespeare, es un libre artista de si mismo. Su exaltation y su tor-mento surgen de igual modo de su continua meditation acerca de su propia imagen. Shakespeare es el centro del canon al menos en parte porque Hamlet lo es. La conciencia introspectiva, libre de contemplarse a si misma, sigue siendo la más elitista de todas las 82 83 imageries occidentales, pero sin ella el canon no es posíble, y, para expresarlo sin rodeos, nosotros tampoco. Moiíére, nacido exactamente seis aňos antes de Ja muerte de Shakespeare, escribíó y actuó en una Francia todavía no expuesta a la influencia de Shakespeare. En Francia, tras una serie de épo-cas de mejor y peor acogida, Shakespeare comenzó a tomarse como modelo hacia mediados del siglo xvm, casi tres generaciones des-pués de ta muerte de Moliére. Y aunque Shakespeare y Moliére po-seen una verdadera afinidad, es poco probable que Mohére hubiera oído hablar alguna vez de Shakespeare. Les une el temperamento y el estar libres de toda ideológia, aun cuando sus tradiciones formales de comedia sean distíntas. Voltaire inicia en Francia la tradition de: resistencia a Shakespeare en nombre del neoclasicismo y las trage-dias de Racine. La tardía llegada del Romanticismo francos tuvo como consecuencia una poderosa influencia de Shakespeare sobre la literatúra francesa, particularmente vital en Stendhal y Vietor Hugo; y en el ultimo tercio del siglo XIX casi toda la fóbia hatia-Shakespeare se había desvanetido. Aunque en la actualidad se re-presenta en Francia con no menos Frecuencia que Moliére y Racine, básicamente ha habido un resurgir de la tradición cartesiana, y Francia conserva una cultura literaria relativamente ashakespea-riana. Resulta díflcil sobrevalorar e) continuo efecto de Shakespeare-sobre los alemanes, incluso sobre Goethe, tan cuidadoso siempre con sus influencias. Manzoni, el principal novelista de la Italia del siglo XlX, es un eseritor muy shakespeariano, como io fue Leopardí. Y, a pesar de las furibundas polémicas de Tolstói y de sus ataques contra Shakespeare, su propia obra depende de la idea shakespea-riana del personaje, tanto en sus dos grandes novelas como en su: tardía obra maestra, la novela corta Hadjl Mural. Es manifiesto que Dostoievskí debe sus grandes níhilistas a sus preeursores shakespea-rianos, Y'ago y Edmundo, mientras que Pushkin y Turguéniev se. hallan entre los más atinados eríticos de Shakespeare del siglo XIX. Ibsen se esforzó prodigiosamente en esquivar a Shakespeare, pero no lo consiguió, por suerte para él. Quizá todo lo que Peer Gynt y Hedda Gabler tengan en común sea su intensidad shakespeariana, su inspirada capacidad para cambiar oyéndose casualmente a sí mismos. Espaňa, hasta la época moderna, había tenido poca necesidad de Shakespeare. Las principales figutas del Siglo de Oro espaňoi -Cer- vantes, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Fernando de Ro-jas, Góngora- aportaron a la literatúra espaňola una exuberancia ba-rroca que ya era un tanto shakespeariana y romántica. El famoso ensayo de Ortega sobre Shylock y el libro de Madariaga sobre Hamlet son ios primeros textos a tener en cuenta; ambos llegan a la conclusion de que la era de Shakespeare es también la era de Espaňa. Por desgracia, se ha perdido la obra Cardenio, en la que Shakespeare y Fletcher habian trabajado juntos traduciendo im relato de Cervantes para el publico inglés; pero muchos eríticos han advertido las afinidades entre Cervantes y Shakespeare, y uno de mis mas permanentes descos es qoe surja un dramaturgo de genio capaz de subir al mismo escenario a don Quijote, a Sancho y a Falstaff. La influencia de Shakespeare en nuestra Era Caótica no ha perdido vigencia, en particular sobre Joyce y Beckett. Tanto Ulisei como Fin de partida son esencialmente representations shakespea-rianas, y cada una de ellas evoca a Shakespeare de una manera dis-tinta. En el Renacimiento norteamericano, Shakespeare estuvo pal-mariamente presente en Moby Dick y en Hombres representatives de Emerson, aunque actuó con más sutileza sobre Hawthorne. Es im-posible limitar ia influencia de Shakespeare, pero no es esa influencia lo que hace que el canon occidental se centre en él. Si puede de-cirse de Cervantes que inventó la irónia literaria de Ia ambigüedad que triunfa de nuevo en Kafka, Shakespeare puede ser considerado el escritor que inventó la irónia emotiva y cognitiva de ia ambiva-lencia tan caractenstica de Freud. Cada vez me sorprende más ob-servar cómo, en presencia de Shakespeare, se desvanece la originali-dad de Freud, pero eso no habría sorprendido a Shakespeare, quien comprendió cuán sutil es la frontera que distingue la literatúra del plagio. El plagio es una distincíón legal, no literaria, al igual que lo sacro y lo laico constituyen una distinción política y religiosa, y ni por asomo son categorias literarias. Sólo un puňado de escritores occidentales poseen un vetdadero carácter universal: Shakespeare, Dante, Cervantes, quizá Tolstói. Goethe y Milton han palidecido a causa del cambio cultural; Whitman, tan popular en la superficie, es hermético en su núcleo; Moliére e Ibsen todavía se representan, pero siempre después de Shakespeare. Dickinson es asombrosamente diflcil a causa de su originalidad cognitiva, y Neruda no Uega a ser el popultsta brech-tiano y shakespeariano que probablemente pretendió. El universa-lismo aristocrático de Dante anunció la era de los más grandes es- 84 85 encores occidentales, desde Petrarca a Hölderlin; pero solo Cervantes y Shakespeare alcanzaron una completa universalidad y fueron autores populistas en la mas aristoerätica de las eras. Quien mäs se acerca a la universalidad en la Era Democrätica es el milagro im-perfecto de Tolstoi, al mismo tiempo aristoerätico y populista. En: nuestra epoca caötica, Joyce y Beckett son quienes mäs se le acer-can, pero las barrocas elaboraciones del primero y los barrocos si-, lencios del segundo frenan su Camino a la universalidad. Proust y Kafka poseen la extraneza de Dante en sus sensibilidades. Estoy de acuerdo con Antonio GarcSa-Berrio cuando hace de la universalidad la cualidad fundamental del valor poetico. El ünico papel de Dante ha sido centrar el canon para otros poetas. Shakespeare, en compa--nia de Don Quijote, sigue centrando el canon para un espectro mäs amplio de iectores. Quizä podamos ir mäs lejos; para Shakespeare necesitamos un termino mäs borgiano que universalidad. Al mismo tiempo todos y ninguno, nada y todos, Shakespeare es el canon occidental. 3. LA EXTRANEZA DE DANTE: ULISES Y BEATRIZ Los neohistoricistas y sus resentidos aliados han intentado reba-jar y dispersar a Shakespeare con el objetivo de destruir el canon di-solviendo su centro. Curiosamente, Dante, el segundo centro, como si dijeramos, no se halia sometido a tan violento ataque, ni aqui ni en Italia. Sin duda llegarä el asalto, puesto que los divetsos multi-culturalistas tendrfan dificil encontrar un gran poeta mäs censurable que Dante, cuyo espiritu fiero y poderoso es politicamente inco-rrecto hasta el mäs alto grado. Dante es el mas agresivo y polemico de todos los escritores ithportantes.de Occidente, y a este respecto hasta Milton se le queda pequeno. Al igual que este, Dante era un partido politico y una secta de un solo miembro. Su intensidad here-tica ha sido enmascarada por el comentario erudito, que incluso en sus ejemplos mäs afortunados le trata como si La divina comedia fuera esencialmente un San Agustin versificado. Pero es mejor co-menzar senalando su extraordinaria audacia, que no tiene parangön en toda la tradition de la supuesta literatura cristiana, incluyendo a Milton. Ninguna otra obra de la literatura occidental, en el largo inter-valo que va desde el Yahvista y Homero hasta Joyce y Beckett, es tan sublimemente escandalosa como la exaltation que Dante hace de Beattiz, que, de ser una imagen de deseo, se sublima hasta alcan-zar una categoria angelical y convertirse en un elemento crucial en la jerarquia de salvation de la Iglesia. Puesto que Beatriz, inicial-mente, importa solamente como un instrumento de la voluntad de Dante, su apoteosis tambien implica que as! lo ha elegido Dante. Su poema es una ptofecia y asume la funcion de un tercer Testamente de ningun modo subordinado al Aritiguo o al Nuevo. Dante no re-conocerä que la Comedia es una fiction, su suprema fiction. Por 86 87 Lo indestructible no es una sustancia predominante en nosotros, sino, en terminos de Beckett, algo que te permite seguir adelante cuando ya no puedes seguir adelante. En Kafka, seguir adelante casi siempre adquiere formas ironicas: el implacable asedio de K. al Castillo, los interminables viajes de Gracchus en su barca de la muerte, la huida del jinete del cubo a las montafias heladas, el viaje invernal del medico rural a ninguna parte. Lo «indestructible» reside dentro de nosotros como una esperanza o biisqueda, pero, segun la mas terrible de todas las paradojas de Kafka, las manifestaciones de ese es-fuerzo son inevitablemente destructivas, en particular autodestructi-vas. La paciencia se convierte no tanto en la virtud primordial de Kafka, sino en el linico recurso para sobrevivir, al igual que la paciencia canonica de los judios. 21. BORGES, NERUDA Y PESSOA: UN WHITMAN HISPANO-PORTUGUES La literatura hispanoamericana del siglo XX, posiblemente mas vital que la norteamericana, tiene tres fundadores: el fabulista argentine Jorge Luis Borges (1899-1986), el poeta chileno Pablo Ne-ruda (1904-1973) y el novelista cubano Alejo Carpentier (1904-1980). De su matriz ha surgido una multitud de importante figuras: novelistas tan diversos como Julio Cortazar, Gabriel Garcia Mar-quez, Mario Vargas Liosa y Carlos Fuentes; poetas de importancia internacional como Cesar Vallejo, Octavio Paz y Nicolas Guillen. Me centrare en Borges y Neruda, aunque puede que el tiempo de-muestre la supremacia de Carpentier sobre todos los escrjtores lati-noamericanos de este siglo. Pero Carpentier se encontraba entre los muchos que estaban en deuda con Borges, y el papel fundador que Neruda representa en la poesia, Borges lo tiene en la prosa critica y narrativa, de manera que los examinare aqui como padres literarios y como escritores representativos. Borges fue un niflo extraordinariamente literario; su primer li-bro publicado aparecio cuando tenia siete anos, una traduction del relato de Oscar Wilde «E1 principe feiiz». Sin embargo, de haber muerto a los cuarenta anos no le recordariamos, y la literatura hispanoamericana seria muy distinta. Comenzo escribiendo poesia whitmaniana cuando tenia dieciocho anos, y aspiraba a convertirse en el bardo de Argentina. Pero acabo comprendiendo que no iba a ser el Whitman de la lengua espaflola, un papel poderosamente usurpado por Neruda. En lugar de eso dio en escribir ensayos-para-bolas cabalisticos y gnosticos, quiza bajo la influentia de Kafka, y a partir de ahi florecio su arte caracteristico. El punto de inflexion fue un terrible accidente que sufrio a finales de 1938. Siempre habia pa-decido problemas de vision, y aquel ano resbalo en una escalera mal 472 473 iluminada y cayö, golpeändose gravemente en la cabeza. Estuvo se-riamente enfermo en el hospital durante dos semanas, tuvo terribles pesadilias y una convalecencia dolorosamente lenta, en la que co-menzö a dudar de su estado mental y de su capacidad para escribir. Y de este modo, a los treinta y nueve anos, intentö escribir un re-lato para tranquilizarse. El hilarante resultado fue «Pierre Menard, autor del Quijote», antecedente de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y de todas las dernäs narraciones cortas que asociamos a su nombre, En Argentina, su reputaciön como escritor comenzö con El j•ardin de los. senderos que se bifurcan (1941); y en 1962, dos recopilaciones, Laberintos y Ficciones, fueron publicadas en Estados Unidos, e ins-tantaneamente llamaron la atenciön de los lectores mäs perspicaces. De todos los relatos de Borges, el que mäs me gusta es «La muerte y la brüjuia». Como casi toda su obra, es intensamente litera-rio: sabe y declara que el es consecuencia de otros, y que la contin-gencia gobierna su relaciön con la iiteratura anterior. El abuelo pa-terno de Borges era ingles; la biblioteca de su padre era inmensa, y contenia mäs que nada Iiteratura inglesa. En Borges encontramos la anomalia de un escritor espanol que primero leyö Don Qtüjote en su traducciön inglesa, y cuya cultura literaria, aunque universal, siguiö siendo inglesa y norteamericana en su mäs profunda sensibilidad. Borges, sin embargo, orientado hacia una carrera literaria, estuvo obsesionado con la gloria militar que habia rodeado a las familias tanto de su padre como de su madre. Al heredar los problemas de vista que impidieron a su padre llegar a ser oficial, Borges parece haber heredado tambien su huida a la biblioteca como refugio en el que los suenos podian compensar una imposibie vida de acciön. Lo que Ell man dijo del Joyce obsesionado con Shakespeare, que su ünica ansiedad era incorporar tantas influencias como fuera posible, parece mucho mäs cierto de Borges, quien abiertamente asimila y a continuaciön deliberadamente refleja toda la tradiciön canönica. Si este abierto abrazo de sus precursores menoscabö la obra de Borges es un probiema complejo, que en este capituio mtentare abordar. Maestro de laberintos y de espejos, Borges fue un profundo estu-dioso de la influencia literaria, y como esceptico mäs interesado por la Iiteratura de imaginaciön que por la religiön o la filosofla, nos en-senö a leer dichas especulaciones primordialmente por su valor este-tico. Su curioso destino como escritor y como principai inaugurador de la Iiteratura hispanoamericana moderna no puede separarse ni de su universalismo estetico ni de lo que supongo deberiamos calificar 474 de agresividad esterica. Reieerle ahora me fascina y anima, mäs in- I cluso que hace treinta anos, pues su anarquismo politico (como el ; de su padre, bastan'te moderado) es de lo mäs tonificante en esta ! epoca en que el estudio de la Iiteratura se ha politizado totalmente, ; y uno teme la creciente politizaciön de la Iiteratura misma. 's «La muerte y la brüjuia» es un ejemplo de lo mäs valioso y enig- ■ mätico que hay en Borges, Este reiato de doce päginas narra la con- ! clusiön de una disputa de sangre entre el detective Erik Lönnrot y i el gangster Red Scharlach el Dandy en el visionario Buenos Aires ; que tan a menudo es el contexto de la fantasmagoria caracteristica ' de Borges. Enemigos mortales, Lönnrot y Red Scharlach son, obvia- ; mente, dobles antagönicos, como indica el color rojo que comparten - en sus nombres. Borges, filosemita acerrimo que a veces jugaba con * la fantasia de que podia tener origenes judios (un cargo del que a " menudo le acusaron los seguidores fascistas de su enemigo el dicta-l dor Perön), escribe un reiato judio de gangsters que habria encan-> tado a Isaak Babel, el autor de los espldndidos Cuentos de Odessa, l que se centran en el legendario gangster Benya Krik, al igual que ' Red Scharlach un gran dandy. Borges escribiö un articulo sobre Sa j. vida de Babel, cuya obra (y cuyo mismo nombre) debieron de fasci-l narle, e incluso un räpido resumen de «La muerte y la brüjuia» re-X cuerda a Babel. 1 El doctor Marcel Yarmolinsky, sabio rabinico, es asesinado en el Hotel du Nord. Su cuerpo, con el pecho partido por un cuchillo, '< estä acompanado por una nota que reza: «La primera letra del nombre ha sido articulada.» Lönnrot, severo razonador como el August l Dupin de Poe, deduce que la referencia es al Tetragrämaton, el t Nombre Secreto de JHVH, el Dios Yahve. Se descubre otro cadä- J ver, que constituye la segunda letra del nombre. Estos asesinatos * son sacrificios misticos, descubre Lönnrot, de lo que el considera i una secta judia de perturbados. Tiene lugar un supuesto tercer asesi-i nato, pero no se descubre el cadaver, y paso a paso vamos compren-V diendo que Lönnrot va cayendo en la trampa de Scharlach. Al final ! la trampa se completa en la villa abandonada de Triste-le-Roy, en ; las afueras de la ciudad. Red Scharlach explica su intrincado plan, ! que se centra en las tres imägenes que ha utilizado para engahar la ; inteligencia de Lönnrot: espejos, el compäs y el laberinto en el que ' el detective ha sido atrapado. Al enfrentarse a la pistola de Schar-I lach, Lönnrot comparte la impersonal tristeza del gangster, y frla-f mente critica que el laberinto tenga lineas redundantes, inständole a i 475 que, en su próxima encarnación, su enemigo le mate en un labe-rinto más elegantemente diseňado. El relato acaba con 1a ejecución de Lönnrot, ante la música de Scharlach: «Para la otra vez que lo mate, le prometo ese laberinto, que Consta de una sola línea recta y que es irrvisible, incesante.» Este es el emblema de Zeáón de Elea, y para Borges el emblema del casi suicidio de Lönnrot. Borges dijo de «Pierre Menard, autor del Quijotev, su auténtico origen como escritor, que provoca una Sensation de cansancio y es-cepticismo, de «llegar al final de un período literario muy largo». Esta es la irónia o alegória de «La muerte y ia brujula», donde Lönnrot y Scharlach tejen su mortal laberinto de literatúra en una amalgama de Poe, Kafka y muchos otros ejemplos de dobles que se enfrentan en un duelo de partícipes secretos. Al igual que tantos otros relatos de Borges, la história de Lönnrot y Scharlach es una parabola que demuestra que la lectura es siempre una suerte de re-escritura. Scharlach controla sutilmente la lectura que Lönnrot hace de las pistas que el gangster le proporciona, y de este modo anticipa las revisiones ínterpretativas del detective. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», otro famoso relato, Borges co-mienza con esta tajante afirmación: «Debo el descubrimiento de Uqbar a la conjunción de un espejo y una enciclopedia.» En el lugar de la tierra imaginaria de Uqbar, podemos colocar a cualquiera de las personas, lugares y cosas que aparecen en las ficciones de Borges; en todas ellas un espejo y una enciclopedia van siempre juntos, pues, para Borges, cualquier enciclopedia, existente o conjeturada, es tanto un laberinto como una brújula. Aun cuando Borges no fuera el fundador primordial de la literatúra hispanoamericana (que lo es), aun cuando sus relatos no poseyeran auténtico valor estético (que lo poseen), seguiría siendo uno de los escritores canónicos de la Edad Caótica, pues, más que ningún otro escritor aparte de Kafka, a quien emula deíiberadamente, él es la literatúra metaflsica de la época. Su postura cosmológica es declaradamente caótica; su Imagination es ia de un gnóstico declarado, aunque intelectual y moral-mente sea un humanista escéptico. Para Borges, los antiguos heresiar-cas gnósticos, Basílides de Alejandría en partícular, son verdaderos precursores. El breve ensayo «Una vindicación del Falso Basiiides» concluye con una maravillosa defensa generál del gnosticismo: Durante los primeros siglos de nuestra era, los gnósticos dis-putaron con los cristianos. Fueron aniquiiados, pero nos podemos representar su victoria posibie. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas y turbias historias que he resumido aqui serían coherentes, majestuosas y cotidianas. Sentencias como la de Novalis: «La vida es una enfermedad del espiritu», o la desesperada de Rimbaud: «La verdadera vída está ausente; no es-tamos en el mundo», fulminarían en los libros canónicos. Especu-iaciones como la desechada de Richter sobre el origen estelar de la vida y su causal diseminación en este planéta, conocerian el asenso incondicional de los laboratorios piadosos. En todo caso, čqué mejot don que ser insignificantes podemos esperar, qué mayor glória para un Dios que la de ser absuelto del mundo? Para Borges y los gnósticos, la Creacíón y la Caída del cosmos y la raza humana son uno y el mismo suceso, La realidad primordial era ei Pleroma o plenitud, llamado Caos por los judíos ortodo-xos, los cristianos devotos y los musulmanes, pero reverenciado como Antepasado y Antepasada por los gnósticos. En sus imagina-ciones, Borges regresa a esa veneración.