Cubierta @page {padding: 0; margin:0} body { text-align: center; padding:0; margin: 0; } div { margin: 0; padding: 0; } A mi familia, Rita, Santi, Mónica y Mia. A Harold. Sobre la autora FERNANDA TRÍAS (Uruguay, 1976) es escritora, traductora y profesora de creación literaria. Es autora de las novelas Cuaderno para un solo ojo, La azotea y La ciudad invencible, y del libro de cuentos No soñarás flores. Sus libros se han publicado en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, España, Francia, México y Uruguay, y próximamente también en Brasil, Dinamarca, Estados Unidos, Grecia, Inglaterra e Italia. Ha integrado numerosas antologías de nueva narrativa latinoamericana y sus relatos se han traducido al alemán, el inglés, el italiano, el hebreo, el francés y el portugués. Obtuvo la beca Unesco-Aschberg (Francia 2004), el Premio Fundación BankBoston a la Cultura Nacional (Uruguay 2016) y el premio SEGIB-EñeCasa de Velázquez por su proyecto de novela Mugre rosa (España 2017). Actualmente vive en Bogotá y es la escritora en residencia de la Universidad de los Andes. © Fernanda Montoro Esa es, entonces, la diferencia entre la línea de una sola dimensión y la superficie de dos dimensiones: una anhela llegar a algún lugar y la otra ya está allá, pero puede mostrar cómo llegó. La diferencia es de tiempo, y envuelve el presente, el pasado y el futuro. La línea y la superficie Vilém Flusser Estoy separado de mí por la distancia en que yo me encuentro; el muerto está separado de la muerte por una gran distancia. Pienso recorrer esta distancia descansando en algún lugar. De espaldas en la morada del deseo, sin moverme de mi sitio —frente a la puerta cerrada, con una luz del invierno a mi lado. Recorrer esta distancia Jaime Sáenz Había una vez. ¿Qué? Había una vez una vez. ¿Lo que nunca hubo? Lo que nunca más. ¿Por qué quisiste volverte un santo? ¿Por qué no? ¿Por qué quisiste morderme? Porque te dejabas. Los días de niebla el puerto se convertía en un pantano. Una sombra cruzaba la plaza, vadeando entre los árboles, y al tocar cualquier cosa iba dejando las marcas alargadas de sus dedos. Bajo la superficie intacta, un moho silencioso hendía la madera; la herrumbre perforaba los metales. Todo se pudría, también nosotros. Si Mauro no estaba conmigo, los días de niebla salía a dar vueltas sola por el barrio. Me dejaba guiar por el cartel luminoso del hotel que titilaba a lo lejos: HOTE A ACIO. Seguían faltando las mismas letras, aunque ya no fuera un hotel sino otro de los tantos edificios ocupados en la ciudad. ¿En qué día estoy pensando? Todavía me parece oír el ruido del neón —su vibración eléctrica— y el falso circuito de otra letra a punto de apagarse. Los ocupantes del hotel lo dejaban prendido no por desidia, tampoco por nostalgia, sino para recordar que estaban vivos. Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje. Si voy a contar esta historia debería empezar por algún lado, elegir un comienzo. ¿Pero cuál? Nunca fui buena para los comienzos. ¿El día del pez, por ejemplo? Esas cosas minúsculas que marcan el tiempo y lo vuelven inolvidable. Hacía frío y la niebla se condensaba sobre los contenedores desbordados. No sé de dónde salía tanta basura. Era como si se digiriera y se excretara a sí misma. ¿Y quién te dice que los desechos no seamos nosotros?, algo así podría haber dicho Max. Recuerdo que doblé en la esquina del viejo almacén, con su puerta y ventanas tapiadas, y al bajar hacia la rambla sur, la luz verdirroja del cartel luminoso se derramó sobre mí. Mauro volvería al día siguiente y con él también vendría otro mes de encierro y de trabajo. Cocinar, limpiar, controlarlo todo. Cada vez que se lo llevaban, dormía un día entero hasta recuperar el sueño que él amenazaba o interrumpía. La eterna vigilia. Para eso me pagaban una suma exagerada que nunca alcanzaría a recompensarme, y los padres de Mauro lo sabían. Respirar el aire estancado del puerto, merodear las calles, ver a mi madre o a Max eran los lujos de aquellos días en los que mi tiempo dejaba de tener precio. Eso si tenía la suerte de que no hubiera viento. En la rambla solo encontré a los pescadores, con el cuello de la campera levantado hasta las orejas, las manos rojas y agrietadas. Por todos lados se extendía el agua ancha, un estuario que transformaba el río en un mar sin orillas. La niebla borraba el límite del horizonte. Eran las diez o las once o las tres en esa claridad lechosa y sin matices. Las algas flotaban no muy lejos, como una flema sanguinolenta, pero los pescadores no parecían preocupados. Apoyaban sus baldes junto a las sillas de playa, encarnaban el anzuelo y reunían la fuerza de sus brazos secos para lanzarlo tan lejos como fuera posible. Me gustaba el ruido que hacía el reel al soltar la tanza: me recordaba a los veranos en bicicleta en San Felipe, las ruedas sin freno en la bajada, con las rodillas arriba para que los pies no se enredaran en los pedales. Toda mi infancia estaba en esa bicicleta, en las playas ahora prohibidas, rodeadas por una cinta amarilla que el viento destrozaba y que unos policías enmascarados volvían a colocar. Zona de exclusión, decían las cintas. ¿Para qué? Si solo los suicidas elegían morir así, contaminados, expuestos a enfermedades sin nombre que tampoco auguraban una muerte rápida. Una vez, mucho antes de casarme con Max, vi un banco de niebla tan denso como aquel. Fue en San Felipe, una madrugada de principios de diciembre. Me acuerdo porque el balneario aún estaba vacío, excepto por los pocos que veraneábamos ahí de toda la vida. Max y yo íbamos caminando lento por la carretera, sin mirar hacia la playa negra, acostumbrados al ritmo de las olas que rompían en la orilla. Para nosotros, aquel ruido era como un reloj, una certeza de todos los veranos que vendrían. A diferencia de los turistas, nosotros no íbamos a San Felipe a descansar, sino a confirmar una continuidad. La linterna de Max era nuestra única fuente de luz, pero conocíamos el camino. Nos detuvimos a la altura del mirador, donde generalmente se escondían los amantes, y nos apoyamos en los listones de madera blanca. Max apuntó la linterna hacia la playa y entre la niebla pudimos ver la masa de cangrejos. La arena parecía respirar, hincharse como un animal dormido. Los cangrejos refulgían en el halo de luz, salían a borbotones de entre las grietas del malecón. Cientos de cangrejos diminutos. ¿Qué dijo Max? No lo recuerdo; tengo la sensación de que los dos nos quedamos temblando, como si por primera vez fuéramos conscientes de que existía algo incomprensible, más grande que nosotros. Pero en el invierno de la rambla sur no se veía saltar ni una lisa. Los baldes de los pescadores estaban vacíos; la carnada inútil dentro de las bolsas de nailon. Me senté cerca de un hombre que llevaba un gorro con orejeras al estilo ruso. Las manos me temblaban de frío, pero no hice nada por contenerlas. Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo. Por eso él había pasado los últimos años haciendo ejercicios extravagantes. Purgas, privaciones, ganchos que tiraban de la piel: el éxtasis del dolor. En ayunas el organismo era una membrana prodigiosa, decía, una planta sedienta que había permanecido demasiado tiempo en la oscuridad. Tal vez. Pero lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin conciencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura. El pescador se dio cuenta de que lo miraba. Con los pies colgando hacia el agua, sin máscara ni botas de goma y una mochila que parecía llena de piedras, habrá pensado que era otra pobre loca con ganas de saltar al río. Tal vez mi familia hubiera muerto; uno por uno habrían entrado al pabellón de agudos del Clínicas para no salir más. El agua apenas hacía ruido al tocar el muro. Los vientos seguían tranquilos. ¿Cuánto podía durar la calma? Toda guerra tenía su tregua, incluso esta cuyo enemigo era invisible. La línea se tensó de golpe y vi al pescador cinchar y enrollar el reel hasta que un pez diminuto se alzó en el aire. Se curvaba sin fuerza, pero el breve brillo de las escamas plateadas despertó en el hombre una sonrisa. Lo agarró con la mano sin guante y le quitó el anzuelo. Quién sabe qué muerte y qué milagro contenía ese animal, y así lo miramos, el hombre y yo. Esperé que lo pusiera en el balde, aunque fuera por un rato, pero él lo devolvió enseguida al agua. Era tan liviano que entró sin hacer ruido. El último pez. Un minuto más tarde ya estaría lejos, inmune a la espesura de raíces, a la trampa mortal de algas y desechos. El hombre giró para mirarme y me hizo un gesto con la mano. Este es el punto de mi relato, el falso comienzo. Aquí podría fácilmente inventarme un augurio o una señal de todo lo que vendría después, pero no. Eso fue todo: un día cualquiera a una hora cualquiera, excepto por ese pez que se elevó en el aire y volvió a caer al agua. Los pocos taxis que circulaban por la rambla avanzaban lento, con las ventanillas cerradas. Iban a la pesca de alguna urgencia, algún desgraciado que colapsara en plena calle y al que deberían dejar en la puerta del Clínicas. Valía la pena el riesgo. Salud Pública pagaba el viaje y la tarifa de insalubre. Le hice señas a uno que me tocó bocina antes de seguir de largo. Me saqué la mochila de la espalda y la apoyé en el suelo. Iba llena de libros. La epidemia nos había devuelto lo que años atrás parecía irreversible: un país de lectores, sepultado lejos del mar, los ricos en sus estancias o casonas sobre las colinas, los pobres desbordando las ciudades del interior, aquellas mismas de las que antes nos burlábamos por vacías, escasas, obtusas. Dos taxis más siguieron de largo antes de tener suerte. Ni bien el taxista me saludó, reconocí su tipo. Era de los que se creían dueños de una verdad profunda, la verdad de la calle. —Con esa mochila vas llamando la atención —dijo. —No van a encontrar gran cosa. Acomodé la mochila en el asiento y le di la dirección de mi madre. Por la ventanilla vi el templo masón, al otro lado de la rambla, diluido tras el telón mugriento de la niebla. —Los Pozos. ¿Vivís ahí? —Voy a ver a alguien. Él se jactó de conocer bien el barrio. Había pasado su infancia en la zona, en casa de su abuela. Yo le dije que también, aunque no fuera verdad. Después de la evacuación, mi madre decidió mudarse a una de las casonas abandonadas de Los Pozos. Los dueños las alquilaban por chirolas con tal de mantenerlas vivas, con ese orgullo de la aristocracia venida a menos. Querían los jardines pulcros, las ventanas sin tapiar, las habitaciones libres de linyeras. Ese pasado glorioso era lo que le daba seguridad a mi madre, no la distancia que había puesto entre las algas y ella. Mi madre tenía una confianza ciega en los materiales nobles y tal vez haya pensado que la contaminación no podría atravesar una buena pared, ancha y silenciosa, un techo bien construido, sin grietas por las que se colara el viento. Las aguas del riachuelo estaban menos contaminadas que las de la rambla, pero un olor pestilente, mezcla de basura, limo y químicos, inundaba el barrio. Justo en la esquina, unos metros antes de llegar, alguien revolvía dentro de un contenedor de basura. —¿Ves? Esos son los que después nos roban —dijo el taxista—. No le tienen miedo al viento rojo ni a su roja madre. Las piernas del hombre se agitaban como las patas de un insecto para mantener el equilibrio y no caer de cabeza en la basura. La niebla tampoco se diluía en Los Pozos. Al contrario, al resguardo del viento, se empantanaba más. Las nubes parecían fabricarse ahí, exhaladas por la tierra, y la humedad se sentía en la cara, lenta y fría como la baba de un caracol. —¿Sabés cómo les digo yo a los que viven acá? —dijo el taxista. —¿Cómo? —Los nifunifá. Ni tan locos ni tan cuerdos —se rio—. Decime si no tengo razón. Abrí el portón de entrada y di la vuelta directo hacia el jardín. ¿Para qué anunciarme? Si no la encontraba en la casa, seguro estaría en lo de la maestra, que no había querido irse con tal de no abandonar su piano de cola. Pasaban las tardes así, mi madre leyendo, la maestra tocando el piano o fingiendo tocar algo sublime. A veces llegaban otros viejos de Los Pozos, y mi madre y la maestra oficiaban de anfitrionas en una ciudad en ruinas. La gente le pedía recomendaciones de libros a mi madre y ella hablaba de los personajes de las novelas como si hablara de sus vecinos: ¿qué se puede esperar de él?, a esa mejor perderla que encontrarla, una mujer sufrida, un pobre diablo. Encontré a mi madre en el jardín, con los pies hundidos en el cantero, podando las plantas con una tijera enorme. El crujido de mis pisadas la alertó y, al verme, se sacó uno de los guantes sucio de tierra, demasiado grande para su mano: —Vení a ver esto —dijo. Me mostró los nuevos brotes de las plantas, lo que ella consideraba un milagro, el triunfo de la vida sobre esa muerte de ácido y oscuridad. Yo le conté que en Chernóbil había más animales que nunca, y hasta los que estaban en peligro de extinción se habían reproducido gracias a la ausencia de humanos. Mi madre no lo interpretó como una ironía, sino —otra vez— como el triunfo de la vida sobre la muerte. —Humana, mamá. Sobre la muerte humana. —Es un detalle —dijo, y señaló la puerta de la cocina—. ¿Tenés hambre? Hice escones. Sobre la mesada de mármol encontré panes, queso, mermelada de naranja y hasta una palta. De dónde había sacado la palta, mejor no saber. Los escones estaban cubiertos con un repasador blanco. Un banquete para mí, que apenas podía tragar mi comida delante de Mauro. Comer cuando el cuerpo me lo pedía era un concepto ajeno, un impulso al que me había vuelto indiferente. Debía olvidar mis necesidades, sincronizar mi hambre con la de Mauro, embucharme algo rápido mientras él dormía para evitar otro berrinche. Eran trucos, estrategias que había ido aprendiendo con el paso de los meses. Puse todo sobre una bandeja y volví al jardín. —Hay que aprovechar la tregua —dije, apoyando la bandeja tintineante sobre la mesa de vidrio, con sus patas de hierro algo herrumbradas. Dos escones, manteca, mermelada, una taza de té, un cubierto para cada función. Tuve que disimular la alegría que me daban esas cosas banales: partir el escón con la mano y sentir el clac seco que hacía al separarse por la mitad; sacar la manteca en finas láminas con ese cuchillito especial, de punta redonda, que parecía de juguete; revolver el té con la cuchara de plata, más pesada que todas mis cucharas juntas. Los privilegios que solo un desastre podía habernos concedido. Estábamos tomando el té en un jardín de Los Pozos y la niebla nos envolvía como jirones de gasa. —Te cortaste el pelo —dijo mi madre—. Y lo tenés más crespo. —Eso es mérito de la humedad. —Te quedaba más lindo largo. Así te queda como apagado. El pelo largo te da más vida. —A mí me gusta así. —Yo solo cumplo con el deber de decírtelo —dijo, y se encogió de hombros—. Si tu propia madre no te dice las cosas... —Sos honesta, te lo concedo. —Peor es ser cínica, hija. Una tiene que agradecer la franqueza en estos tiempos. Además, solo te estoy hablando de pelo. El pelo crece, ¿no? Miró para otro lado, lejos, hacia el jardín de la casa vecina, con los postigos cerrados y agujeros negros donde faltaban tejas en el techo. Más allá se adivinaban otras casas desdibujadas tras la neblina, la mayoría tapiadas, corroídas por el abandono o los gases del aire. —La resignación no es un valor —dijo—. Hay que luchar por lo que se quiere en esta vida. —Decime, mamá, ¿vos por qué seguís acá? Los guantes de jardín estaban sobre la mesa y me hicieron pensar en las manos cercenadas de un gigante. —Eso mismo te pregunto a vos. ¿Qué querés demostrar, hija? ¿Cuánto te hicieron sufrir que ya no te importa ni tu propia vida? —Max no tiene nada que ver con esto. —¿Qué sabés de él? Decímelo. Podés confiar en mí. —Nada. No sé nada. —Hiciste lo que pudiste —dijo—. Pero ese matrimonio estaba maldito. —Qué palabra... ¿Y te acordás de quién lo maldijo desde el primer día? Miró hacia abajo, entre sus pies, y se agarró la cabeza, con los codos apoyados en el borde metálico de la mesa de vidrio. Los rulos le caían hacia adelante, cubriéndole la cara. Me agota, la oí decir, te juro que me agota. Me preparé para escuchar algo mordaz, algo que iría directo al meollo de mi personalidad, pero esta vez no dijo nada. Se quedó ahí, ofreciéndome las raíces canosas de su pelo en la coronilla. Era como si habláramos idiomas distintos y ninguna de las dos estuviera dispuesta a aprender la lengua de la otra. Toda la vida me había dedicado a analizar sus gestos, a interpretar lo que yo creía eran señales secretas. De pronto volví a pensar en aquella masa de cangrejos. Mi madre me generaba el mismo desasosiego, el mismo miedo primitivo, y en aquel momento hubiera preferido volver a la manera cómoda en que antes nos odiábamos. —Mamá... —Metí los dedos entre sus rizos deshechos y llegué a tocar sus nudillos gruesos y rugosos. Ese contacto era mucho más de lo que nos habíamos permitido en años—. No importa. Ella levantó la cabeza. Tenía la cara enrojecida. —Ya sé —dijo—. Ya sé. Qué sentido tiene. Se levantó y agarró el plato en el que solo quedaban algunas migas amarillas. Fue hasta la cocina y volvió con más escones. Yo los devoré tan rápido que no pude sino pensar en Mauro. Le conté a mi madre sobre la vez en que se me olvidó sacar la basura y desperté a mitad de la noche con un ruido de ratones. La luz de la cocina estaba prendida y desde el umbral vi a Mauro en calzoncillos, la bolsa destrozada a su alrededor, mientras revisaba la basura y se llevaba a la boca todos los desperdicios que encontraba, comestibles o no, incluso el envoltorio de aluminio de una hamburguesa. El aluminio le dio electricidad en los dientes y lo escupió con rabia, mascado como un chicle. —Siempre vuelve así. No sé para qué se lo llevan. La humedad de la niebla ya empezaba a atravesarme el pantalón, a pesar del almohadoncito duro y chato que cubría la silla de hierro. Envolví la taza con las manos y dejé que el vapor me calentara la cara. —Pobre chiquilín —dijo mi madre, aunque quería decir otra cosa. Vi el miedo en sus ojos; el pavor de imaginarme en una casa del puerto, expuesta al viento rojo, conviviendo con la enfermedad. Ella no me creía capaz de tanto—. ¿Y cuánto te falta para juntar la plata? Ahí estaba. La pregunta. Se había mordido la lengua esperando el momento más oportuno para soltarla. —No sé, unos meses, un año. Yo estoy bien acá. —Estás expuesta, hija. —Vos también. Chasqueó la lengua: —Yo ya viví mi vida. La epidemia había tenido el efecto de reconciliarnos. Hasta hacía poco, apenas podíamos estar más de cinco minutos en el mismo espacio. Sus preguntas con doble sentido, sus campañas bienintencionadas para dirigir mi vida. No se puede desear tanto el bien de otra persona; es monstruoso, agresivo incluso. Apenas un año antes, cualquier comentario sobre Max me habría expulsado de la casa con un portazo. Como el viento que va desenterrando unos huesos sueltos y resecos, la epidemia nos había acercado, aunque solo fuera a ese lugar baldío. Y sin embargo le mentí. Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener. Tenía tanta plata que podría haber hecho sándwiches de billetes, alimentar a Mauro con lechuga de papel. Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte. —No vine acá para hablar de eso —dije—. Contame de vos. ¿Qué tal la vida en este pozo? Ella se puso a contarme los pequeños chismes de los vecinos. La maestra tenía una aventura con un agrónomo. Desde que el viento rojo había hecho estragos con los animales, el hombre pasó de ser un donnadie a convertirse en un nuevo rico de primera línea, un autodenominado experto en leguminosas. Era, además, uno de los inversionistas de la nueva procesadora y de otros proyectos inmobiliarios en el interior. Si viajaba a la ciudad era solo para reclutar hordas de desesperados en el puerto y otros barrios, mano de obra barata que se llevaba en camiones para adentro. —Pero ella está boba con él —dijo mi madre e hizo un gesto de desdén. Se sentía inmune a ese tipo de pasiones—. A mí no me gusta nada ese hombre, tiene la piel como resbaladiza, húmeda. Cuando reía, la cara de mi madre se plegaba de un modo atroz, un ojo se le cerraba más que el otro y la piel sobrante de las mejillas se enrollaba revelando algunas piezas metálicas entre los dientes. Eso es lo que hacía el tiempo con las caras, y aun así era una marca superficial, apenas el recordatorio de lo que ocurría en la parte invisible de nosotros. Ahora se la veía tranquila, olvidada de todo. Tenía los dedos tiesos por el reuma, las manos de venas azules y protuberantes. Las dos tomábamos las pastillas de calcio y de vitamina D que recomendaba el Ministerio de Salud, pero nadie sabía cuánto tardaríamos en quebrarnos como ramas secas. Con la punta de los dedos, mamá recogió las migas de los escones y las volvió a soltar sobre el plato. A mí me hacía bien salir por un rato de mis pensamientos circulares, de lo que alguna vez llegué a llamar mi monotema. Mi madre pensaba en Max como en un pusilánime, alguien que se había salido de la vida por su incapacidad para hacerle frente. Según ella, yo debía pasar la página, relegarlo a ese espacio indeseable y digno de olvido que era el pasado. ¿Y él? ¿Qué pensaba de ella? Acaso la pensara como un mal necesario, una oportunidad para practicar la compasión. Que ese gesto estuviera lleno de soberbia a él lo tenía sin cuidado. En el fondo, Max y mi madre eran dos enemigos que se disputaban un terreno minúsculo. —Y Valdivia está con tos. Se lo llevaron al Clínicas y ahí lo tuvieron un día entero, pero lo volvieron a mandar para la casa. Ramón Valdivia era el dueño del único almacén de Los Pozos, nuestro vínculo con los pueblos robustos y florecientes del interior, algo así como el eslabón entre la vida y nosotras. —Será gripe —dije—. Ese hombre ni duerme. —Y tiene dos nietitos nuevos allá adentro. De la hija menor. Él los sostiene a todos. —Los de adentro no paran de reproducirse. El negocio para Valdivia estaba cada vez más difícil. No solo por la competencia ilegal, vendedores ambulantes que armaban su changuito en cualquier ventana, sino porque más y más gente seguía emigrando a las ciudades de adentro. Algo los asustaba de golpe: un pariente que aterrizaba en la sala de cuarentena del Clínicas, la alarma que los sorprendía en la calle y los obligaba a correr; es decir, de pronto adquirían una conciencia real del viento rojo y no solo la idea, la inminencia del viento. Porque mientras no lo hubieras vivido no podías imaginar el olor nauseabundo, el calor repentino, el agua del río que se hinchaba como un pulpo y la espuma ocre, teñida por las algas. En un solo momento el paisaje se transformaba: la alarma rugía ensordecedora, se veían manos emerger de los edificios y cerrar rápido las ventanas, los pescadores levantaban campamento. Los de adentro miraban el fenómeno por televisión, veían subir las cifras de enfermos y temían que toda esa gente se mudara algún día a sus ciudades limpias y seguras. —¿Y cuándo vuelve el chiquilín? —Mañana, lo traen al mediodía. —Criatura... Los niños necesitan de la madre. —Él está bien conmigo. —No es lo mismo. —A veces puede ser mejor. —Nunca es lo mismo. —Hacía años ya que había adoptado el discurso de la santidad de la madre, totalmente opuesto al que sostuvo toda la vida, cuando quedó claro que yo me acercaba a los cuarenta años y mi matrimonio se acercaba a su fin—. Bueno —dijo—, mejor andate. En cualquier momento salta la alarma. —Hace días que estamos de niebla. —No tientes a la suerte. Saqué los libros de la mochila y armé una torre alta y enclenque sobre la mesa del jardín. —Que conste que volvieron todos —dije. Ella miró los lomos, algunos rotos e ilegibles; parecía que su dedo fuera una de esas varas que se usaban para buscar agua subterránea. —Ahí te tengo la pilita preparada —dijo. Después entrará a llamar un taxi y al rato volverá con los últimos escones envueltos en papel de cocina y una pila con cuatro o cinco libros. —Tu taxi está viniendo. Yo meteré los libros en la mochila y los escones en el bolsillo del abrigo, donde encontraré migas sueltas de visitas pasadas. Mamá me acompañará hasta el portón y nos despediremos con un abrazo corto. —Prometeme que te vas a cuidar. —Vos también. Te quedaron ricos los escones. El nuevo taxista era del tipo religioso, con estampitas de la Virgen colgando por todos lados y la radio prendida en el canal cristiano. Aun así, se cuidaba de cerrar bien las ventanas; su fe no alcanzaba para tanto. —¿Alguna vez viste cómo queda uno de esos contaminados? —dijo. —¿Usted sí? —Despellejado. El otro día tuve que llevar a uno. Me dejó el asiento lleno de piel, como si fuera caspa, ¿viste?, toda así, seca, blanca, un poquito transparente. Se despellejan, van quedando en carne viva. —Rumores hay muchos. —Sí, pero creeme lo que te digo. Yo lo vi. El viento los deja sin piel. Avanzamos las siguientes cuadras en silencio. Yo me concentré en alejar las imágenes. Mi superstición me decía que, mientras negara cualquier imagen de Max tomado por la enfermedad, nada podría pasarle. Para distraerme pensé en Mauro y en las cosas que me faltaba organizar para su llegada. En ese momento estaría en la estancia, comiéndose el pasto y las flores, con parches rojos en las mejillas blancas, desacostumbradas a la luz. Por la tarde, algún peón lo llevaría a caballo por el monte, lo alimentarían sin restricciones todo el fin de semana, y luego yo tendría que lidiar con su hambre y sus berrinches. En menos de veinticuatro horas el padre o la madre (nunca los dos juntos) iba a dejarlo en mi puerta, con varios kilos más y la culpa bien ordeñada hasta el mes siguiente. Me lo devolverían como quien devuelve un producto que no convenció a los compradores. Dejé que Mauro ganara terreno, que se inflara como un globo aerostático en mi mente para no ver a Max despellejado, la piel desgarrada, hendida, abriéndose para exponer la carne. Sobre la falda llevaba la mochila. Nunca le había dicho a mi madre, y ya nunca podré decirle, que no iba a leer sus libros, que a lo sumo los hojearía para balbucear algo más o menos coherente cuando ella me preguntara. —Imaginate morir así —dijo el taxista—, sintiendo todo... ¿cómo decirlo? —¿A flor de piel? —Hasta tuvieron que desinfectarme el taxi. Que el Señor lo tenga en Su Gloria. Dijo esto último en un suspiro, tal vez con vergüenza. Había tardado demasiado en pensar en su dios. Imaginate que me conocieras hoy. Imposible. Imaginate. ¿Dónde nos conocemos? En algún lugar absurdo. Una tienda de colchones. Imaginate que nos conocemos en una tienda de colchones. Yo pruebo colchones y vos... Los dos probamos colchones. Un showroom, con esos colchones envueltos en plástico. Y las luces de neón. Nos sentamos en el mismo colchón. Uno doble, pero barato. Vos hacés como que rebotás un poco. ¿Y qué pasa después? Los dos nos echamos hacia atrás. Estamos comprobando el confort. Miramos hacia arriba, a los neones blancos que hacen tzzzzzzz. Dos desconocidos. Pero vos girás la cabeza y me mirás. ¿Yo? Está bien. Yo también giro la cabeza y, por un segundo, nos miramos. Ahí. Sobre el colchón plastificado. ¿Y entonces? Imaginate que hubiera sido así. Mi madre tenía razón. El Clínicas estaba colapsado. Hice quince minutos de fila para llegar al mostrador de las visitas, y mientras la recepcionista buscaba el nombre de Max en el registro, sobrevino ese segundo en que el miedo adquiría la forma concreta de una roca. Ya no figura entre nuestros pacientes, podía decirme la funcionaria, sin un temblor en la voz. Tal vez los entrenaran así. Tal vez los funcionarios que anunciaban la muerte hicieran un curso intensivo donde aprendían a repetir la misma frase con naturalidad y eficiencia. Lo sentimos, no figura. Una forma limpia de inventariar la muerte, de convertirla en un par de medias o de zapatos: no hay, no queda, no tenemos. Pero esta vez estaba, al menos seguía estando, y la recepcionista me entregó mi tarjeta verde. Había visto a Max doscientos ochenta minutos en el último año, sin contar los primeros dos meses que estuvo en cuarentena en la sala de incubación. ¿Qué pasaría si intentaba quedarme más de la media hora reglamentaria? Nunca lo había pensado, pero tampoco estaba segura de querer hacerlo. ¿Para qué? ¿Para verlo así, postrado y enflaquecido, la piel floja y amarilla? La media hora nos aliviaba a todos, a los que nos íbamos y a los que se quedaban. La regla de la media hora, si se mira bien, fue el único acto misericordioso del nuevo ministerio. ¿Cuántos años teníamos cuando ocurrió lo de los cangrejos? Dieciocho, diecinueve. Fingíamos ser más grandes de lo que éramos. Queríamos acelerar el tiempo, convertirnos en adultos, porque parecía que allá estaba la verdadera vida, y que la que nosotros estábamos viviendo era solo un ejercicio de preparación. Con Max no teníamos origen. Todas las cosas deben tener un comienzo, ¿o no? No. El verano llegaba y Max era una de las certezas que me esperaban en San Felipe; nunca se me había ocurrido que alguna vez no estaría, que alguna vez no había estado. Era como. ¿Como qué? Una sabe que las cosas están hechas de átomos, que los átomos no son compactos sino huecos, con electrones girando a toda velocidad en torno al núcleo. Pero lo que vemos es otra cosa. Una mesa. Una lámpara. Una cacerola. De eso hablábamos con Max, sentados en una duna, hurgando la arena en busca de caracoles. Si pudiéramos verlo, dijo Max, veríamos todo en movimiento, girando y girando. Y vos, dije, a vos también te vería girando, no tendrías ojos ni boca, no tendrías brazos. Imaginate. Subí en el ascensor que se reservaba al ala de la epidemia. Iba tan lleno que tuve que comprimirme contra el fondo para dejarle espacio a otra cara llena de miedo. En ese ascensor había dos tipos de caras: las caras llenas de miedo y las caras muertas como un pedazo de madera. No es que las caras muertas hubieran superado el miedo, pero ya ni siquiera tenían espacio para él. La puerta no cerraba; demasiados cuerpos apretados contra el sensor. Una voz dio la orden y los cuerpos se estrujaron con ansiedad. Cada minuto era preciado, cada tarjeta debía atesorarse, sin dobleces ni manchas. Si se arrugaba, había que acercarse al mostrador de Trámites y documentos y esperar semanas, incluso meses, a que se procesara una nueva. Nadie sin tarjeta podía visitar a un enfermo. El ascensor no tenía espejo y eso era un alivio. No solo Max había envejecido; yo también me veía pálida y ojerosa. Dicen que la gente se queda para siempre de la edad en que la conocimos. No es cierto. Yo a Max lo vi crecer y cambiar la voz. Y luego lo vi secarse como una rama, vi el abdomen hundido por el ayuno, las uñas amarillas de tanto liar tabaco, las primeras canas en la barba. Cómo me vería él a mí, si acaso me veía, era un misterio. Los que lo conocían pensaban que Max miraba más allá de la superficie. Al principio eso los inquietaba, después se sentían halagados por la manera en que les clavaba los ojos. Pero yo sé que no miraba hacia adentro, a esa zona que él consideraba inasequible del otro, sino literalmente a través de ellos, como si las personas se interpusieran entre él y su deseo, que siempre estaba en otra parte. Cuando las puertas se abrieron en el décimo, tuve que empujar para escurrirme de la gente. Otra vez era la única que se bajaba ahí. Mientras decía “con permiso”, noté cómo el silencio se iba expandiendo. Se parecía a la admiración, pero en realidad era el silencio de la envidia. Todos deseaban ser uno de esos elegidos que habían logrado escapar de la zona crítica, el pabellón de agudos (un lugar que era más un tiempo que un espacio), para ser trasladados al pabellón de los enfermos crónicos. Excepciones, tal vez milagros. —Con permiso —dije—. Con permiso —entre murmullos de protesta. La recepcionista escuchaba la radio a un volumen muy bajo, como un ruido blanco que camuflaba las quejas de los enfermos, las esporádicas risas de los familiares. Le anuncié que venía a la 1024 y me pidió la tarjeta. Mientras anotaba con cuidado mi nombre y la hora de ingreso, me fijé en el letrero detrás de ella: Pabellón de crónicos. Ahí dormían las rarezas estadísticas, los que no lograban avanzar ni retroceder. Tal vez para eso le había servido a Max el estoicismo, para mantenerse vivo a fuerza de incredulidad o indiferencia. Según el ministerio, todos los enfermos valían lo mismo (Cada vida es única, decía el nuevo eslogan), pero los médicos querían vivos a los crónicos mucho más que a los agudos o a los de cuarentena. Los crónicos guardaban en ellos el secreto de las algas. La mujer me devolvió la tarjeta y me hizo señas para que pasara. Caminé por el pasillo lustroso hasta la 1024. Por la puerta entreabierta se oían voces. Me acerqué a la rendija y vi a una enfermera arreglando las mantas de Max. Él le decía algo que no alcancé a escuchar y ella se reía, hamacándose sobre el taco de sus zapatos negros. Vos y tu vicio de agradar, pensé, pero una parte de mí entendía que se estaba muriendo y que era inmune a cualquier reclamo. Me quedé en el pasillo a pesar de los minutos perdidos. Estudié los movimientos de la enfermera, la sonrisa y el modo en que apoyaba una mano sobre la manta, justo donde estaba la rodilla de Max, como si se le hubiera olvidado ahí. Era joven, le calculé de lejos. Tal vez guardara la ilusión de que existía un futuro y que podría construirlo junto a él. Ella no sabía, no podía saber cómo era estar unida a Max por un elástico que te lanzaba hacia él con la misma fuerza con la que intentabas alejarte. No importaba cuánto tiempo pasara sin verlo, porque era ese mismo elástico el que, aun a la distancia, me mantenía en una tensión vibrante, dolorosa, que era la inminencia del regreso. Al salir, la enfermera me dijo que Max estaba mejor que cualquiera de nosotras juntas. No llegaba a los veinte años; de cerca parecía una niña disfrazada, con la bata dos talles más grande, que le cubría las rodillas. La habitación era compartida con dos crónicos más. Cuando entré, los dos estaban dormidos, sedados o hartos de sostener tanta esperanza. Max me abrazó y yo aproveché para olerle el cuello, con un dejo a tabaco. —¿Cuántos días te llevó convencerla? —dije. —¿A quién? —Estás fumando. ¿No se preocupa por tus pulmones o también te cree inmune a eso? —No sé. ¿Cómo te convencí a vos? Estiró la mano y entrelazamos los dedos. Me miró despacio, estudiándome, y yo sentí el peso conocido de esa mirada que venía de muy lejos, como una sonda que traía noticias de una estrella apagada. Me preguntó por las cosas en la agencia y por un momento tuve la certeza de que solo fingía ser él mismo, algún tipo de fachada para proteger al mundo de su ausencia. —¿Todavía siguen editando la revistita? —dijo—. ¿Cómo se llamaba? ¿Amaestrar? —Bien-Estar —dije—. Y no, renuncié a la agencia hace siglos. Ahora cuido a Mauro, ¿te acordás? —¿El nene gordo por el que me dejaste? —No te burles, Max. —Está bien, está bien. No me dejaste por él, me dejaste por mérito propio. —De pronto era el mismo de siempre, como si en esos pocos minutos se hubiera recordado—. Pero es gordo, ¿o no? —No hables así. —¿Qué tiene de malo lo que dije? El Universo es verdad. —Sí, sí. El Universo es la verdad. —Verdad. No la verdad, como si hubiera una sola. Miré hacia la ventana, la niebla gris tapaba la vista del otro lado. —¿Querés saber la verdad, Max? Sos insufrible. —Esa es una verdad —dijo, y se rio. Nos quedamos en silencio. Él no insistió y yo no miré el reloj. Cuando se cumpliera el tiempo reglamentario, la enfermera joven vendría a llamarnos la atención. —Explicame por qué saliste, si la alarma estaba sonando. Max se miró los pies, ahí donde la manta tensa se interrumpía con una elevación. —¿No vas a sentarte? —dijo, señalando el silloncito de las visitas, un taburete enano cubierto con una funda removible parecida a una sábana. —Decime. Por qué no te importó el viento. —¿El viento? ¿El viento, querés decir? ¿O por qué no me importaste vos? Nos miramos y ninguno aflojó la mirada hasta que me senté en la butaca de las visitas. Esperé a que dijera algo más. Él también esperó y el silencio se hizo largo. Sentí el gusto metálico en la boca; otra vez me estaban sangrando las encías. El enfermo de la cama más cercana a la de Max giró la cabeza hacia nosotros, parecía que iba a despertarse, pero soltó un bufido, se lamió los labios y volvió a quedar inmóvil. Max ni siquiera lo miró. —Seguís viniendo a verme porque estás llena de rabia —dijo. —Esa es una verdad. —¿Y la otra? —Tenía la tarde libre. En ese momento se oyó un ruido en la puerta. La enfermera joven venía con una bandeja. —Tranquila —dijo—, todavía falta. Solo vine a cambiar este suero. Fue hasta la cama del tercer enfermo, el que dormía en la otra punta, junto a la pared, y maniobró con la bolsita plástica. Miré a Max, interrogándolo con los ojos. Los enfermos crónicos no recibían medicamentos ni terapia. Él hizo un gesto como diciendo que la historia era larga. —Patricio se está negando a comer —dijo—. Quiere irse de este cuarto aunque sea por la puerta de atrás. La enfermera se limitó a sonreír. —Es comprensible. Digo, lo de querer irse. —Es egoísta —me corrigió la enfermera—. Cuántos darían por estar en su situación. Terminó de enchufar el tubo del suero y consultó su reloj. No era bonita, excepto por esa redondez y esa despreocupación que le otorgaba la juventud. —Los dejo solos unos minutos para que se despidan. Al salir, no cerró la puerta del todo. Max me hizo un gesto para que me acercara. Yo me trepé a la cama por el lado derecho, donde había más espacio, y recosté la cabeza en su hombro. Era tan alto que apenas entraba sentado en esa camita de hospital. Nos quedamos en silencio, que en esa habitación significaba el ronroneo tenue de respiraciones y máquinas lejanas. Al cerrar los ojos, la claridad de la ventana se dibujó como un rectángulo verde en mis párpados. El rectángulo se fue poblando de sombras y en esa sombra vi a Max. Vi el mar picado y gris, las olas rompiendo desordenadas. No se arqueaban, sino que corrían sobre la superficie como un rodillo de pintura blanca. Iba a haber puesta de sol, porque las nubes no cubrían el horizonte. La arena estaba húmeda y me enfriaba los pies. El viento nos embolsaba la ropa como el aleteo furioso de un pájaro. Max, la sombra de Max, avanzó hacia la orilla, recortada, negra, larga al principio, pero más corta en la medida en que el agua se iba comiendo las piernas. Lo vi entrar a la espuma revuelta y sucia. El frío no le importaba, nunca le importó. El sol ya había pasado la franja de nubes y ahora era un disco enorme y cegador. Las olas se estrellaban contra la sombra, se iban comiendo el torso, los hombros, y solo la cabeza entraba y salía del agua. Negra la cabeza, rojo el sol, blanca la espuma rota. Algo se movió. Max. Los cables y todas las partes metálicas de la cama chirriaron. Abrí los ojos y en vano busqué algo en el rectángulo de la ventana. —¿Qué le dice un monje budista a su hijo? —preguntó Max. —Qué, a ver. —Un día, hijo, todo este vacío será tuyo. El olor de su aliento estancado me llegó justo en el momento en que la enfermera volvió a asomarse a la puerta y anunció que se había cumplido el tiempo de las visitas. Dijo “visitas”, en plural, como si yo no fuera la única en la habitación. Mientras me acomodaba el abrigo y la mochila, vi su figura rígida y blanca esperando en el vano de la puerta. —¿A esta dónde la entrenaron? —dije bajito. Max levantó los hombros y la comisura izquierda de la boca, un gesto que le conocía desde la infancia. El elástico que nos unía se tensó y, en las semanas siguientes, a medida que los días con Mauro se fueran repitiendo, alcanzaría el punto más lejano posible antes de lanzarme otra vez en dirección a él. —Qué querés —dijo—. Somos mártires de la patria. Decime. ¿Qué? ¿Cómo es la paradoja de que para rendirse primero hay que soltar, pero que no es al soltar que uno se rinde? El comienzo nunca es el comienzo. Lo que confundimos con el comienzo es solo el momento en que entendemos que las cosas han cambiado. Un día aparecieron los peces; ese fue un comienzo. Las playas amanecieron cubiertas de peces plateados, como una alfombra hecha de tapitas de botellas o de fragmentos de vidrio. Brillaba, con destellos que herían los ojos. El ministerio mandó a los trabajadores de la basura a limpiar las playas. Los peces ni siquiera aleteaban, estaban tiesos desde hacía rato, incluso antes de que el agua los expulsara. Los hombres vinieron armados con palas y rastrillos, pero sin tapabocas. Durante todo el día fueron amontonando los pescados, palada tras palada, hasta formar pirámides resplandecientes sobre la arena. El sol aún brillaba en el cielo. Eso otro que habría de comenzar aún no había empezado. Las pirámides parecían espejismos, tiritando en la resolana de la tarde. Después llegó el ejército; envolvieron los pescados en grandes redes y subieron los costales a un camión. Se los llevaron. No dijeron adónde. Estaba volviendo del Clínicas cuando saltó la alarma. El taxista no aceleró; era del tipo escéptico. Adepto a las teorías de confabulación, dijo que todo era una mentira organizada por el Estado. —¿Entonces usted se bañaría en la Martínez? —No —dijo—, pero nunca me bañé en la Martínez. Cuando era chico mi hermano se agarró una parálisis infantil en esa playa. Imagínese cuántos años hace. Le quedó una pierna más corta que la otra y no sé si la diabetes le vino por eso, pero le vino. Fíjese, le hablo de hace sesenta años. Más de medio siglo que estos vienen preparando la historia de las algas. —¿Nunca vio un contaminado? —Mire lo que le voy a decir: los hay que, si no tienen enfermedades, se las inventan. Una vez llevé a uno que gritaba como si lo estuvieran matando. Se miraba las manos, los brazos, y gritaba. Yo le miré bien los brazos y no vi nada, excepto que tenía la piel roja de tanto gritar. —¿Y qué más pasó? —Después el ministerio me dio un tiquecito para que me desinfectaran el auto, pero yo nunca fui. Para qué perder tiempo. Y míreme, acá estoy contando la historia. Hay que dejarse de tanta cosa. La gente es la gente. Bajé del taxi y me quedé un momento en la puerta del edificio mirando la calle. La niebla se había disipado; los edificios al otro lado de la plaza se veían nítidos por primera vez en días, las hamacas solas, los árboles inmóviles, a la espera del próximo azote. Era el borde difuso entre dos tiempos, con lo bueno de los dos confluyendo en ese instante. Al principio me daba culpa disfrutarlo. La niebla era la contracara del viento rojo, y, según Max, yo quería ir por la vida sin pagar ningún precio por nada. Tal vez sea cierto, y por eso vivo dando vueltas en la calesita del pasado, arrebujada en la memoria como en un sillón demasiado blando. Sin la niebla, los árboles se llenaban de detalles. Cada rama seguía una curva caprichosa y única; las hojas dejaban de ser una masa genérica de colores imprecisos y podía verse dónde terminaba una y empezaba la otra. Ya no me daba culpa pararme a mirar las calles como habían sido en otra época, los breves minutos en que las cosas se volvían tangibles, aun si eso significaba la inminencia del viento. Yo siempre había creído que el misterio era aquello oculto que intuíamos pero que se nos escapaba; ahora sé que no. El misterio siempre estuvo en la superficie de las cosas. El viento iba a soplar de un momento a otro, pero yo estiré el tiempo un poco más, empujando el límite del peligro, hasta que un camión patrullero apareció en la esquina de la plaza y me hizo juego de luces para que entrara al edificio. Durante el viento rojo, los camiones blindados de la policía patrullaban la ciudad. Su tarea consistía en rescatar a los audaces e impedir que los locos saltaran al agua. Antes que nada, primaba el pudor: evitar el pequeño número exhibicionista de despellejarse en público. El patrullero no se detuvo, pero avanzó lento, vigilando mi intención. Le hice una seña tranquilizadora. Todo estaba bien. El asunto de los peces obligó a renunciar al ministro de Salud. Ahí empezaron los escándalos que luego terminarían en la creación del nuevo ministerio, más autónomo, más rico, una especie de Estado paralelo. El río no se vació por completo de peces, pero ningún biólogo o experto en medioambiente pudo explicar por qué algunos pocos se adaptaron. El nuevo ministerio tomó las riendas del asunto, las riendas del río con peces mutantes y algas color borra de vino que estaban acabando con el ecosistema. Comenzó la restructuración del Clínicas, cerraron la fábrica del cerro, donde don Omar había trabajado toda su vida, por obsoleta e insalubre, y proyectaron la construcción de una nueva. Me acomodé en el sillón, mientras afuera los árboles se agitaban. En la tele estaban pasando un reportaje sobre la procesadora nacional de alimentos, como se llamaba oficialmente la nueva fábrica. La cámara aérea no alcanzaba a abarcar el predio entero, con su planta ovalada como un estadio de fútbol. El lenguaje que usaban también era deportivo. Decían: triunfo, historia, esperanza. Un lugar transformador, donde los animales entraban vivos y salían multiplicados. Las imágenes mostraban grandes bateas de acero inoxidable, cintas transportadoras, pinzas robóticas y hasta un laboratorio privado. Estrictos controles de salud, para los alimentos y para los trabajadores. Decían: controles periódicos, acero quirúrgico. Decían: sistema revolucionario, orgullo nacional. La casa sin Mauro era un lugar extraño. De algún modo, quería que volviera a llenar el espacio, a mantenerme atada a mi propia maquinaria de distracción. Ya faltaba menos, una última noche que pasaría oyendo el embate del viento, con la casa a oscuras excepto por el reflejo cambiante del televisor. Al otro día a esa misma hora, Mauro se pondría a llorar y yo terminaría dejando la luz del velador prendida. Lavaría platos, doblaría ropa, recogería juguetes. En la tele, un hombre de traje y corbata, pero con gorro quirúrgico y guantes de látex, explicaba los estándares de seguridad de la nueva fábrica, sus máquinas rápidas y potentes que aprovechaban hasta el último centímetro del animal. Hablaba con el entusiasmo de un animador de campamentos, y con cada palabra era como si inyectara proteína en los músculos debilitados de viejos y niños. Eso sí, las cámaras se cuidaban de mostrar la gigantesca pasta de dientes hecha de carne. Yo la vi por primera vez en la vieja fábrica, cuando iba con Delfa a llevarle la vianda a don Omar. Parecía liviana, llena de aire, un chicle de frutilla masticado hasta perder el sabor. Delfa y yo nos sentábamos frente a don Omar a verlo comer en la salita de paredes verdeagua, con su mono de trabajo abierto adelante. Lo acompañábamos mientras sorbía el jugo de lentejas del táper y untaba el pan hasta que el táper quedaba limpio y luego lo cerraba con un clac clac y se lo devolvía a Delfa. A veces me llevaba a recorrer la fábrica y hasta hoy recuerdo el olor rancio a gelatina de carne y a tierra enmohecida. Le llamaban mugre rosa y olía a sangre coagulada y al líquido que Delfa usaba para lavar el baño. También Delfa olía así, sus dedos, que restregaban el mono de don Omar con jabón antibacterial, quitaban los cordones de los zapatos de tela para lavarlos con Jane y los colgaban en la terraza, donde el sol los terminaría de blanquear. Claro que la mugre rosa tenía un nombre técnico. Todo lo inconveniente tiene un nombre técnico, insípido, incoloro e inodoro. Pero yo prefería decirle así. Me hacía pensar en el boto, el delfín rosado del Amazonas. La maestra nos dijo que el boto nacía gris y se iba volviendo rosa con el paso del tiempo. Recuerdo que cuando se lo conté a Delfa, ella dijo algo que entonces no pude entender: mirá vos, al revés que nosotros. —Un alimento seguro, completo y nutritivo —dijo el hombre en la tele. Simplemente otra forma de aprovechamiento. Una máquina que calentaba las carcasas de los animales a altísima temperatura y las centrifugaba hasta extraer los restos de carne magra de las partes más sucias del animal. No había por qué desperdiciar nada. De niña, Delfa me obligaba a darle un beso al pan antes de tirarlo, incluso si se trataba de pan duro, porque Dios castigaba a quienes tirasen un pan a la basura sin antes besarlo. También la cáscara del limón y de la naranja se aprovechaban para darle gusto al mate. Me decía: pensá en los niños que no tienen nada. Pero yo pensaba: para eso está la fábrica de don Omar, ¿no? Él nunca dejaría que ningún niño se muriera de hambre. A veces me parecía que don Omar era el dueño de la fábrica (él tenía llave, y cuando íbamos a recorrer las salas, todos los obreros me saludaban). ¿Por qué don Omar no hacía más comida? Él podía apretar un botón y hacer que aparecieran chiquicientos tubitos de butifarra. Porque, para entonces, yo ya había entendido que esa era la función de la mugre rosa: multiplicar la carne y alimentarnos, crear jamones artificiales y hacer panchos rápidos de cocinar, como le gustaban a mi madre. Un minuto en agua hirviendo y asunto arreglado. Delfa no quería que yo comiera ese tipo de cosas, aunque ella y don Omar las comían todo el tiempo. Cuando íbamos al supermercado me mostraba los moldes de jamón, de un color rosado parejo, perfectamente cuadrados. ¿Ves? ¿A vos te parece que eso es una pata de cerdo? ¿Cuándo viste un chancho cuadrado, vos? Y si mi madre le pedía que comprara frankurters, Delfa decía: señora Leonor, no hay nada como un churrasco de verdad. Todo lo que invierta en la niña, Dios se lo paga. Fuera de cámara, en los confines de las bateas de acero, la carne centrifugada, mezcla de desechos, tripa y todo lo que había ido quedando de los cortes finos, pasaría a la unidad de desinfección. El hombre de corbata señaló las mangueras que rociarían la carne con amoníaco. Dijo: seguridad. Dijo: bioingeniería. Dijo: superbacteria. El amoníaco eliminaba las bacterias y ayudaba a aglutinar lo que, por impulso del desecho, se resistía a aglutinarse. Eso también me lo había explicado don Omar, los tres sentados en la sala de paredes verdeagua, mientras él armaba montoncitos de queso y dulce de membrillo y se tomaba el café con leche batido con mucha azúcar. Batido por las manos de Delfa, gruesas y rápidas. Yo la veía hacerlo, taz taz taz, potencia, velocidad, y la espuma crecía con un ruido de burbujas. Sentados en la salita verdeagua hablábamos de cualquier cosa hasta que don Omar tuviera que volver al trabajo. Nena, contame algo nuevo que hayas aprendido en la escuela, me decía. Yo le hablaba del pacú, el único pez con dentadura humana. ¿Cuánto dolería la mordedura de un pacú? Un pez que podía sonreír y ostentar unos dientes más blancos y más parejos que los míos. O yo decía: los tiburones tienen muchas filas de dientes. ¿Cuántas?, preguntaba don Omar. Diez filas de dientes, inventaba yo. Delfa movía la cabeza: ya no vamos a necesitar dientes, si nadie come carne de verdad. La cámara volvió a tomar vuelo. Cada sección, la vacuna, la porcina, la aviaria y las leguminosas, tenía un techo de color distinto y, vistas de arriba, se parecían bastante a los Lego de Mauro. El dron giró para mostrarnos una panorámica de trescientos sesenta grados. La niebla, que abajo se veía como una masa inmóvil, desde el aire corría rápido, como nubes livianas y deshilachadas. La cámara no volaba alto, ni siquiera llegaba al primer anillo, y solo los helicópteros del ejército lograban atravesar el segundo. ¿Cómo se vería el nuevo mapa desde el cielo? Las luces que antes se abarrotaban sobre la costa apagadas, formando una geografía nueva e imposible de imaginar, el río sin barcos pesqueros haciendo titilar sus luces rojas, el cielo impenetrable, sin aviones ni estrellas. Ahora, Max y yo estamos en un río. El agua es turbia y nos llega hasta la cintura. Él se zambulle y yo solo alcanzo a ver la sombra oscura de su cuerpo ondulante. Entonces me muerde. Yo pego un grito casi al mismo tiempo en que él sale resoplando del agua. —¿Qué pasó? —pregunta. —¡Me mordiste! Él se ríe y yo pienso que siempre me gustó su sonrisa, con la comisura izquierda más alta que la otra. Dice que no me mordió; parece desconcertado. —Sí, me mordiste la pierna —digo. Trato de levantarla para mirar la herida, pero el otro pie se resbala en el fondo barroso y caigo hacia atrás. —¿Vos estás loca? ¿Cómo te voy a morder? En ese punto estoy enojada, camino vadeando hacia la orilla. Él me sigue, se defiende: —Habrá sido un pacú. Sentados en la arena, miramos la marca roja de dientes humanos en mi pierna blanca. —¿Un pacú? —digo, pero estoy pensando en otra cosa: que él siempre quiso morderme, siempre quiso devorarme de algún modo. Max estudia la herida: —Al menos no sangra —dice. Tengo ganas de hacerle algún reproche sobre otras épocas, pero me contengo. Ahora las cosas son distintas, pasaron años y tengo que aprender a confiar. No puedo pedirle que abra la boca y me pruebe que sus dientes no coinciden con la marca del supuesto pacú. Nos quedamos en silencio. Fue el pacú, pienso. Me lo repito: fue el pacú, mientras dejo que él me frote la herida, que la amase hasta convertirla en otra cosa. Desde chica tengo este tipo de sueños raros. Sueños lúcidos, les llaman, en los que una es consciente de estar soñando y al mismo tiempo no puede despertarse. Cuando abrí los ojos, el programa ya había terminado y solo quedaba el hormigueo blanco y negro del fin de la programación. No tenía fuerzas para ir hasta la cama. Sobre el televisor había quedado el gorro que le hice a Mauro para su cumpleaños unas semanas antes, un cono de cartón pintado a mano que ya empezaba a despegarse. Había tenido que usar el reverso de una caja de hamburguesas, porque en la tienda de Valdivia no encontré nada para hacer manualidades. Me pasé la lengua por las encías y las sentí hinchadas y dolorosas. Solo con presionarlas un poco ya empezaban a soltar ese gusto ácido de la sangre. Algo dentro de mí quería dejarse caer, hundirse en un basural tan vasto y profundo como el río. Debía resistir el tirón del elástico, la sospecha de que yo podría haber impedido que el viento rojo lo tocara. Pensé en Max, su metro noventa encajado en esa cama de hospital. Pensé en el flete que vino a llevarse sus cosas, solo valijas y cajas, porque él nunca había puesto plata para los muebles, mientras yo miraba a los cargadores desde el balcón. El griterío de los niños en el patio de la escuela. Mi madre diciendo: te libraste de un cáncer. Pero no sé en qué orden pasaron las cosas. El recuerdo también es un residuo reciclable. ¿Quién dijo eso? Ella. ¿Y qué más? Nada. ¿Ni siquiera un gesto? No recuerdo. No recordás lo más importante. ¿Las palabras no te alcanzan? El gesto desmiente o confirma el mensaje. ¿Y si te digo que frunció las cejas? Me mentís. Claro. Nadie dice lo que dice: solo la cara habla. Mauro volverá al mediodía. Yo estaré esperándolo en la ventana. Miraré la tormenta: el cielo naranja como un hierro caliente y apenas unas cuantas nubes finas que no alcanzarán a tomar forma antes del próximo viento. Veré la cuatro por cuatro rodear la plaza y entrar al garaje del edificio. La casa ya estará lista para Mauro. Abriré la puerta y los esperaré en el pasillo. Podré oír sus pisadas en la escalera, seguidas de silencio cada vez que caminen sobre la parte alfombrada. Cuando lleguen al tercer piso, distinguiré la respiración agitada de Mauro y sus pasos fuertes, el peso de su cuerpo en cada escalón. Esta vez vendrá solo con el chofer, que además subirá cargando las dos cajas de comida. La cabeza del chofer permanecerá oculta detrás de las cajas, pero se oirán sus resoplidos, el esfuerzo que hace por mantener el equilibrio, con la espalda un poco echada hacia atrás. Mauro traerá cara de berrinche. No me querrá dar un beso y se meterá rápido a la casa sin hablarme. El chofer apoyará las cajas en el suelo, sudoroso y rojo. En el hombro llevará colgada la mochila de Mauro con la imagen del Hombre Araña. Me pasará la mochila y el sobre con mi pago del mes. —A mucha abundancia, mucha falta —le diré. El chofer seguirá con el gesto serio, protocolar, como si él y yo no fuéramos de la misma especie, dos funcionarios al servicio de esos billetes que vienen en el sobre. —¿Ya no anda el ascensor? —Falta de mantenimiento. Igual nos viene bien el ejercicio. ¿Estuvo largo el viaje? —La carretera está complicada. Hay puestos de control, inspecciones. Buscan mercancías de contrabando. Justo en ese momento, como un detalle siniestro, saltará la alarma. Podré ver el breve pánico en los ojos del chofer y luego la manera en que su cuerpo se obliga a la compostura. —¿No es mejor que espere adentro? Él me desestimará encogiéndose de hombros. —La camioneta es blindada. Luego va a quedarse mirando el sobre en mi mano. —¿No quiere contarlo? Supongo que le daba curiosidad saber cuánta plata había que ofrecerle a alguien para que aceptara hacerse cargo de un niño que no distinguía entre un dedo y una morcilla. Yo no fui la única que intentó cuidar a Mauro, pero sí la única que logró aguantar más de unos meses. —No se preocupe —le diré—. Así está bien. —La alarma nos obligará a levantar la voz—. Nos vemos el mes que viene. Él dirá que sí, no muy convencido, mientras se aleja hacia la escalera. Al chofer lo había visto unas dos o tres veces antes de esa. Por lo general era la madre la que traía a Mauro y muy de vez en cuando el padre, un hombre austero y simple, todo lo contrario de la madre, que si fuera una casa estaría llena de recovecos y puertas falsas. Me quedé parada en el pasillo un poco más, aunque fuera imposible oír los pasos del chofer en la escalera. Mauro estaría asustado; siempre que llegaba parecía haber olvidado esta vida plagada de medidas de seguridad, las ventanas cerradas, los filtros de aire, el agua que debía romper hervor dos veces antes de tomarla y la alarma que anunciaba el viento. Cuando entré, Mauro estaba sentado en la alfombra frente al televisor, con la cabeza inclinada hacia el costado para cubrirse la oreja. —Ya termina —dije—. ¿Querés contarme cómo te fue con los caballos? —Hizo que no, restregando un poco la cabeza contra su hombro—. ¿Querés que cantemos la canción de la rana marrana? Tampoco. Abrió su mochila y revolvió adentro. Como no encontraba lo que quería, volcó el contenido de la mochila en el piso hasta dar con un libro. —¿Qué es eso? ¿Un libro nuevo? ¿De dinosaurios? —Tiranosausios —dijo, y me lo extendió. Nos sentamos a hojearlo en el sofá. Afuera el viento ya levantaba polvo y mugre. Volaban papeles y restos de basura. Las nubes rosadas habían desaparecido y el cielo tenía ahora ese tinte brillante, como de carne cruda chorreando su jugo sobre nosotros. Mauro miraba atento los dibujos de los dinosaurios, pero con la mano izquierda se tapaba el oído, y el otro lo había recostado contra mi brazo. Su tamaño no se correspondía con su lenguaje corporal. Parecía un niño inflado a la fuerza, inflado como una llanta que no puede ceder un milímetro más de caucho, los cachetes rechonchos, un ojo que se le cerraba a media asta y la boca diminuta, pero capaz de abrirse para devorar cualquier cosa que tuviera enfrente sin siquiera masticarla. Una boquita de piraña, rápida e imparable. Y sin embargo yo creía conocer a Mauro; me creía capaz de anticipar las cosas que lo pondrían nervioso, que lo harían esconderse dentro de sí como un molusco, resguardado dentro de un cuerpo que era puro instinto. Tal vez por eso Mauro tenía ese efecto tranquilizador en mí. Solo frente a él me sentía en la facultad de no ocultar ninguna parte de mí misma. Mauro era el terreno seguro que me devolvía al letargo. Con Max siempre había sido al revés, incluso ahora, con él postrado en una cama de hospital, convertido por fin en un semidiós que la ciencia profanaba a diario con agujas y aparatitos medidores. Los médicos conocían todos sus números, los datos de una química única. Habían visto su piel bajo el microscopio, el mosaico preciso de sus células, el movimiento de su muerte. Y aun así no lo conocían. —Tarbosaurio —leí—, el reptil alarmante. Mauro señaló un dibujo bajo el título en letras rojas derretidas: Dinosaurios carnívoros. —¿Y este? —Tiranosaurio rex. —¿Y este? —El dilofosaurio, lagarto de dos crestas. El dedo, con la uña corta y sucia de algún pegote rojo —un chupachups de frutilla o un algodón de azúcar—, se iba deslizando por la página. —El espinosaurio egipcio —dije. —¿Y este? —El lagarto con dientes de tiburón. ¿Cómo funcionaba la lógica de Max? Había saltado la alarma, hacía rato que el viento se anunciaba, pero él salió igual al jardín. Ya era noviembre, seis meses desde que no vivíamos juntos. Si yo hubiera estado, las cosas habrían sido distintas, y tal vez por eso lo hizo, para tantear los límites de su nueva libertad. Era noviembre, digo, y la epidemia no daba señales de mejorar. Frío y viento y devastación. Aún no habían ordenado evacuar la costa, pero el ministerio acababa de inaugurar la nueva zona de cuarentena del Clínicas. Vivíamos en estado de constante alerta. Ese día, Max salió a juntar leña, aunque la niebla ya se había levantado y la arena empezaba a picarle las pantorrillas. ¿Arrogancia o sacrificio? Caminó lento por el patio, recogió piñas, las pocas ramas secas que quedaban, porque la humedad ya llenaba todo de hongos, ablandaba la tierra y carcomía los metales. Dos semanas después, le empezó la picazón en las piernas, los parches rojos en los brazos. —¿Y este? —preguntó Mauro. —Giganotosaurio —leí—. El reptil gigante del viento del sur. —Gigante —dijo él—. ¿Come? —Sí. ¿Y qué más hacen los dinosaurios? —Comen. Mientras Mauro jugaba, saqué los billetes del sobre, los conté y los metí dentro de la caja fuerte con los demás. En esa caja fuerte estaba todo lo valioso; esos billetes con dibujos de nuestra fauna autóctona que compraban posibilidades de futuro y los frascos con la comida de emergencia: pepinillos agrios, cebollas encurtidas, duraznos en almíbar, latas de maíz. La llave la escondía sobre el espejo del baño, donde había toda una colección de distintos tamaños y rugosidades que yo podía reconocer al tacto. Cada una para un candado distinto: la heladera, los placares de la cocina, los cajones de mi cuarto. Cuando se trataba del hambre, con Mauro ninguna precaución era suficiente. Una vez, me contó su madre, tuvieron que hacerle un lavado de estómago. Se había tragado un montón de remedios del botiquín del baño, que desde entonces también tenía llave. Hay que vivir con cuatro ojos, me dijo la mujer, vivir a salto de mata. Se la veía cansada, y en ese momento creí identificar una hebra de dolor en la manera en que pronunció las palabras. Pero tal vez no fuera eso, tal vez simplemente me estuviera diciendo cómo hacer mi trabajo. ¿Y qué pasa si me voy? ¿Qué pasa si te vas? ¿Esa es una respuesta o es otro de tus koan? ¿Me estás pidiendo permiso? No. Entonces qué. El otro día te vi. ¿Dónde? En un sueño. Mauro había vuelto caprichoso y se negaba a respetar las reglas que yo me esforzaba en enseñarle. Me pagaban por eso, también, por enseñarle una y otra vez la misma cosa, los mismos “no”, las mismas rutinas que su madre destruiría al mes siguiente. Me pagaban por no quejarme, por mantenerlo amarrado e inventar canciones que lo distrajeran del hambre. Había vuelto con toda la ropa sucia del campo, manchas de tierra y pasto en los pantalones, chorretes de comida en las camisetas. Fregué todo y las manos se me pusieron rojas. Eso me hizo pensar en Delfa. Esa noche había soñado con ella, y pensé que Delfa hubiera sabido cómo despercudir ropa blanca, quitar manchas difíciles. Tendría una receta casera para todo eso, tal vez bicarbonato de sodio o limón o vinagre. En el sueño, Delfa llevaba el delantal y los zapatos de siempre. Nada en ella había cambiado, pero era como una extraña para mí. Yo (no la niña, sino la mujer que soy ahora) la miraba con desconfianza. Delfa le gritaba a un perro que no paraba de ladrar; estaba furiosa porque ese perro la venía persiguiendo desde muy lejos y hacía días que no la dejaba dormir. De pronto se dio vuelta y me miró, como si recién entonces se percatara de mi presencia: si un cristiano se pone lagañas de perro en los ojos, dijo, verá al diablo o a las almas. El perro seguía ladrando, pero no parecía con intenciones de morder. Lo aferré del cuello con una mano y con la otra le saqué la sustancia pegajosa que le cubría los ojos inyectados de rabia. Ahí me desperté. No alcanzo a recordar si en el sueño Delfa ya tenía la peluca. Un día llegó a casa con una peluca áspera que intentaba ser rubia pero que parecía cubierta por una lámina de ceniza. La peluca se le movía y yo la miraba acomodarla frente al espejo, sosteniéndola con muchas horquillas negras. El tratamiento le había agrietado los dedos, y esas heridas le sangraban y ardían cuando me bañaba o cuando picaba cebolla. Me acuerdo de ella, parada en la cocina, haciendo croquetas de arroz, y me acuerdo también del pelo que iba dejando sobre los almohadones del sofá y luego la peluca sintética, brillante, que nunca juntaba caspa. —Yo también quiero una peluca —le dije, mientras Delfa me hacía las trenzas. Me gustaba sentarme en sus rodillas y que ella me peinara con el cepillo de cerdas suaves. Ese contacto me adormecía, la lentitud con que pasaba el cepillo bien hasta abajo, incluso cuando hacía rato que el pelo estaba desenredado y sedoso. Ahora pienso: las manos de Delfa eran otra certeza, igual que los veranos en San Felipe, y no había nada que yo ansiara más que eso, lo predecible de las cosas. —¿Y para qué querés una peluca vos, a ver? —Así no tengo que lavarme la cabeza. A Delfa le dio risa. Siempre me hacía entrar jabón en los ojos cuando me enjuagaba el pelo y las sesiones de baño con ella se volvían una tortura. Mi madre encontraba el asunto de los pelos siniestro. Cuando llegaba de trabajar, se sentaba en el sofá del living, siempre exhausta, con las piernas abiertas y la camisa desabrochada. Se sacaba los aros y los anillos y los ponía sobre la mesita. Me pedía que prendiera la tele, me pedía que cambiara de canal, que subiera el volumen, que acomodara la antena, y si encontraba un pelo rubio en los almohadones o sobre el brazo del sofá, lo levantaba con dos dedos, como si se tratara de una lombriz, y decía: es siniestro. Por esa época, yo había empezado a llamar a Delfa “mamá”. Lo hacía a espaldas de mi madre, sin inocencia infantil, sabiendo que se trataba de la peor de las traiciones. Para el día de la madre yo había hecho dos dibujos. Los dos tenían pájaros, árboles y frutas. Una casa, dos figuras de palitos, una alta y otra pequeña. Uno decía “Leonor”, escrito con cascola de brillantina, el otro decía “Delfa”. Hace unos años, cuando logré recuperar la pista de don Omar y pude visitarlo, me contó que Delfa llevaba el dibujo doblado dentro de la billetera. Él lo encontró al revisar sus cosas para el funeral. —A veces se me aparece en sueños —le dije a don Omar. —¿Y qué te dice? —Nada. El dibujo seguía existiendo. Don Omar me lo entregó como si hubiera estado esperando el momento desde hacía mucho. Lo abrí: el papel estaba traslúcido, a punto de romperse en los pliegues. La brillantina se había ido despegando en algunas partes y ya no se leía el nombre de Delfa entero, sino solo algunas letras y el rastro grisáceo de otras. —Nosotros no necesitábamos hablar mucho —dijo don Omar—. Cuando uno menos habla, nena, más se hace compañía. Max y yo no hacíamos más que hablar. Era nuestra manera de suplantar el contacto del cuerpo. De niña y adolescente nunca conocí el deseo; si pensaba en mi cuerpo era como una moneda de cambio. Sabía, más por intuición que por experiencia, que había ciertas cosas que yo podía conseguir con él. No me resultaba desagradable, pero tampoco digno de ser venerado. Por eso, cuando Max comenzó a alejarse, absorbido por su búsqueda de sí mismo, yo me acomodé fácilmente a la situación. Me parecía que nuestra relación existía en otro plano, y en el fondo hasta me daba orgullo. Podíamos llegar a pasar la noche entera hablando, y cuando los pájaros nocturnos anunciaban el amanecer, ya rendidos de escarbar con palabras dentro de nosotros mismos, dejaba que su cuerpo agonizara sobre el mío, dentro del mío, hasta quedarnos dormidos. Vos sufrís de exceso de civilización, me decía Max, pero después me abrazaba, metía la lengua dentro de mi boca y reíamos. ¿Para qué tenés la lengua, vos? Él decía tener una lengua estéreo, mientras que la mía era mono. Con el tiempo, lo mismo que antes nos parecía encantador del otro se convirtió en el proyectil que nos arrojábamos. Una de las últimas veces que dormimos juntos, Max me abrazó por la espalda y metió las manos por debajo de mi camiseta. Ya habíamos apagado la luz, y yo venía de pasar todo el sábado con Mauro. Enseguida me puse alerta. Me hice la dormida mientras él me sacaba el pantalón y la bombacha. Sentí sus dedos clavándose en mí; maniobraba allá abajo como quien busca algo con desesperación y creciente rabia. No solté ningún ruido, ni de placer ni de queja, cuando me movió para acomodarme bocarriba. Yo estaba seca y él tuvo que hacer fuerza para penetrarme. Sentí cómo la carne se resistía y ese sonido, que tal vez solo fuera la sensación de algo plástico que cede, como quien abre un guante de goma por primera vez. Max me pidió que me moviera y yo le dije: no quiero hacer esfuerzo. Eso veo, dijo él, y se salió de mí. Cayó de espaldas sobre la cama, exagerando el impulso para que la estructura de madera temblara. No quise decir eso, dije. Sentía su cuerpo, alargado y eterno, a mi izquierda, pero ni un centímetro de piel estaba en contacto. Dormite, dijo él. Lo que había querido decir era que ya no encontraba la voluntad de hacer ningún esfuerzo, ni por él, ni por nosotros, ni por mí misma. Con Mauro no podía hablar mucho, y eso alteraba la ecuación. Me sentía torpe y desarmada. Al principio, cuando recién lo conocí, no podía pensar en él como algo distinto de su enfermedad. Su condición de niño enfermo lo definía y no le daba derecho a ser otra cosa. Yo todavía trabajaba en la agencia y había empezado a cuidar a Mauro los fines de semana para pasar el menor tiempo posible con Max. Aún vivíamos juntos, pero nuestra relación no era más que una madriguera del rencor. Él se sentía atrapado conmigo; yo me sentía traicionada. Vivíamos para honrar a los niños que habíamos sido y que ya ni siquiera se parecían a nosotros. Uno de esos fines de semana se me ocurrió llevar a Mauro a comer afuera. En la mesa de al lado, una niña se lo quedó mirando. Él comía con una ansiedad que eliminaba toda idea del disfrute, pero la niña no lo miraba por eso; no tendría más de tres años y quién sabe qué cosa le atraía de la manera en que Mauro manipulaba una servilleta y la doblaba en tantas partes como fuera posible. Yo le había enseñado que un papel nunca podía doblarse más de siete veces, no importaba el tamaño que tuviera, y él se había lanzado a la tarea de comprobarlo. Junto a la niña, el hermano mayor comía abstraído en un videojuego. Los hombros se le curvaban hacia adelante, como si quisiera meterse dentro del aparato. La madre, cruzada de brazos y con su comida intacta, lo taladraba con ojos de indignación, pero el muchacho ni se daba por enterado. La mujer resopló y giró para ver qué intrigaba tanto a la niña. Entonces vio a Mauro. Le analizó los brazos adiposos, la papada que le desfiguraba el cuello, las manos pequeñas e hinchadas, inusualmente veloces. —Sebastián, dejá ese aparato —dijo de golpe. Lo dijo con tanta firmeza que el muchacho levantó la mirada y se encogió de hombros. —Igual ya perdí —dijo él, y apoyó la consola junto a su plato. Pero ella seguía mirando a Mauro, ahora con una expresión más suave, tal vez de alivio, tal vez de superioridad. Sus hijos tendrían problemas, sí, pero eran problemas normales, pequeños dolores de cabeza. Solo tenía que poner límites, ser firme y a la vez blanda para que no la acusaran de mala madre. ¿Cómo encontrar ese equilibrio? Se esforzaba por sobrevivir a la maternidad, ese campo minado que no te permitía ningún movimiento sin el riesgo de hacerte volar en pedazos. Pero entonces veía ejemplos como el de Mauro, pobrecito, y eso le ofrecía la posibilidad de poner todo en perspectiva. La mujer seguía analizando a Mauro; se le había formado una mueca de miedo en la boca. Yo iba a decirle algo, pero justo en ese momento la niña apretó fuerte el pomo de kétchup y un chorro grueso cayó sobre el plato y sepultó sus papas fritas. —¿Qué estás haciendo? —dijo la madre. Se había alterado de nuevo. La niña tenía los dedos embadurnados de rojo y se los mostró a la madre como si la saludara—. ¿Qué querés, Micaela? ¿Vas a comerte todo eso? ¿Querés terminar —en este punto bajó la voz casi al volumen del susurro y se agachó para quedar a la altura de la cara de la niña— como ese nene? Entonces sí me levanté. La mujer habrá notado algo porque quedó inmóvil, aferrando una de las manitos sucias de la hija. El niño está enfermo, estuve a punto de decir, y fue ahí que me di cuenta: necesitaba justificarlo, necesitaba convertirlo en un síndrome para aplacar el nerviosismo ajeno y, supongo, también el mío. Mauro no escaparía nunca. Yo sí, yo podía huir, desentenderme y reducirlo a una anécdota. Él sería, para siempre, el recipiente que contenía la enfermedad. Con el tiempo empecé a pensar en su síndrome como un impostor que le había tomado el cuerpo. Ni siquiera era un gen que dominaba su hambre, sino la ausencia de uno, un pedacito de información faltante en el cromosoma quince, la niña bonita. A primera vista había sido un bebé como los otros, solo que sin fuerza para succionar, los músculos laxos, la cabeza floja. Un futuro monstruo, incapaz de saciarse. ¿Cómo será sentir hambre constante? Un hambre que avasalla e impide cualquier otro pensamiento. La necesidad vital de apagar la voz, de llenar un vacío incomprensible. Hasta los tres años, Mauro había sido el orgullo de la madre, un niño redondo y feliz, lento de aprendizaje, sí, pero de esos niños que no le hacen asco a nada: comía brócoli y aceitunas y polenta. Pero algo había pasado un día. Ella volvió a la cocina y lo encontró comiéndose un pollo congelado, recién sacado del frízer. Mauro masticaba el mazacote de piel blanca y granulosa, cubierto de escarcha, y ni siquiera la oyó entrar. —Él no piensa en mí ni en vos —va a decirme un día que aún parece lejano—. Solo piensa en su próxima comida. Es desmedido el ego de quien bautiza una enfermedad incurable con su propio nombre. La enfermedad nunca les perteneció a quienes jamás conocieron el agujero del hambre en su propio estómago, el llamado irrefrenable a masticar paredes, a tragar basura. Aquel día salimos del restaurante y bajamos las tres cuadras hasta la rambla. Era sábado, y toda la ciudad se había precipitado a disfrutar del sol, no por las razones que hoy sabemos, imposibles de anticipar, sino porque era comienzos de mayo y cada día de buen tiempo era algo así como un error de cálculo. La gente corría o andaba en monopatín. Iban vestidos con ropas que no se correspondían con la época del año, como si habitaran en los intersticios de ese error de la naturaleza. Mauro se sentó en el banco de hormigón, de cara al río. Supongo que se sentía pesado, que su estómago hacía un esfuerzo para expandirse y retener dentro toda esa comida, pero él no lo notaba. Un crucero se dirigía hacia el puerto y en el horizonte se veían otros barcos de carga. Mauro los contó. Jugamos a eso. Era un día normal, no era el comienzo de ninguna cosa. Unos meses después, las algas fueron tomando el río y la superficie se tiñó de morado. Un fenómeno bello. Íbamos a la rambla a verlo; no lo creíamos peligroso. El río ya no era marrón o verde, según la ilusión óptica del cielo, sino que aparecían secciones completamente rojas, a veces una franja resplandeciente a lo largo del horizonte, a veces un círculo morado, como si del agua subiera una lengua de fuego. Nuestro río convertido en una alfombra de retazos, en un espectáculo de luces. Los niños aplaudían; los adultos sacábamos fotos. Mauro parecía hipnotizado por el mar en llamas. Pero la euforia no duró. Unas semanas después aparecieron los peces muertos. Fue entonces cuando el ministerio mandó a los buzos a inspeccionar el lecho del río. ¿Y allá qué vas a buscar? Lo mismo que vos. Te da rabia que ese pasado que tanto amás ya no me importe. ¿O sea que vos no volverías? ¿Para qué? Yo vuelvo a cada rato. ¿Con la mente, decís? Algo así. La mente es un lugar peligroso. El teléfono sonó a las siete de la mañana. Incluso antes de atender ya sabía que era mi madre. Le había pedido un millón de veces que no llamara tan temprano, pero era normal en ella no registrar nada de lo que se le pidiera. Me levanté, tambaleante, con miedo a que el timbre despertara a Mauro. No se había dormido hasta después de medianoche, tras un nuevo ataque de llanto. Se negaba a cerrar los ojos; no quería que le apagara la luz. Tiró las frazadas al piso y se hizo una carpa con la sábana. Yo estuve sentada a su lado, en el borde de la cama, tratando de calmarlo mientras él hablaba solo. Ni siquiera eran palabras conocidas; había vuelto a refugiarse en su lenguaje inventado, con vocales como lamentos. Siempre que volvía del campo era como si hubiera retrocedido en el lenguaje. Yo sospechaba que allá nadie le hablaba, que lo tenían como un animalito rampante, dando vueltas al aire libre, metiendo la mano en cualquier hueco lleno de bichos. Pero exageraba, probablemente. Alguien se encargaría de él, alguna otra niñera que no tenía el ánimo de retarlo por todo lo que se llevara a la boca y que tampoco le conversaba mucho. Llegué al teléfono antes del tercer timbre. La sala estaba fría y el amanecer se anunciaba con una luz mortecina. —¿Cómo está? —Ingobernable. —Sabés lo que pienso, ¿no? Tres franjas negras, dos líneas blancas. Había olvidado bajar las persianas la noche anterior y la claridad se recortaba contra los listones de madera en el tercio superior de la ventana: las franjas muy negras, las líneas blancas interrumpiendo la oscuridad con su resplandor sucio. —No vale la pena, hija. —Mamá, son las siete de la mañana. —Qué me importa qué hora es. La claridad me lastimaba los ojos. Tres, dos, tres. Si cerraba un ojo y después el otro, si los abría intermitentemente, las franjas parecían moverse. Arriba y abajo. Tres dos, tres dos. Apenas un milímetro. El resplandor dejaba una estela brillante en el ojo cerrado, que tardaba en disolverse. —¿Sabés qué hora es? —dijo—. Yo te digo qué hora es: es la hora de que reacciones. Tresdós: inhalar. Tresdós: exhalar. No había sombras en el parqué, solo el hueco negro de algunas maderitas sueltas. El patrón geométrico de las tablas se extendía en zigzag, como flechas que mantenían los ojos en movimiento. —Ya falta menos —dije en un triunfo—. Vas a ver. —Es lo que le decía a tu prima Cecilia cuando hablamos ayer. ¿Pero sabés cómo nos ven los de adentro a nosotros? —¿Como a unos locos? —Peor, como a unos desahuciados. —Cuando estemos en Brasil, decile, le mandamos una postal. —En Brasil... Sí. ¿Y qué vamos a hacer allá? —No sé, vivir. —Lo decís como si estuvieras muerta. Dos. Dos. Dos. —¿Lo estoy? Tres. —Estás deprimida, hija, estás mal. ¿Y todo por qué? ¿Cuánto tiempo vas a seguir así? —Me imagino que hablás de Max otra vez. —¿De quién más, si no? ¿Qué te pensás que está haciendo él ahora? Viviendo su vida. Y mirate vos. Amanece, quiere amanecer, la claridad se aprieta contra la persiana, penetra las líneas, oscurece las franjas. Dostrés, dostrés. Una sombra tenue se perfila en el parqué, la línea recta de la tabla más baja. Pero el sol va a perder la batalla, igual que yo, y mis pulmones empiezan a agitarse. —Ya falta menos, mamá, ya casi tengo la plata. —Todo el día encerrada ahí, con ese chiquilín. —¿Querés o no querés venir conmigo? No te estoy obligando. —¿A dónde? —Al Brasil, ¿a dónde más? ¿De qué estamos hablando? —No sé de qué estás hablando vos. Yo hablo de tu vida. Mirate un poco. No fue un ruido, sino otro tipo de silencio lo que me hizo girar. Le di la espalda a la ventana y en la penumbra encontré a Mauro, de pie, frotándose los ojos. El pijama le apretaba debajo de los brazos y alrededor de la barriga, también en las piernas, y algunas costuras empezaban a ceder. —Mirá lo que hicimos —dije—, despertamos a Mauro. Pero ella no me escuchó. —¿Vos sabés lo que es para una madre ver a su hija así? —Ya había perdido la cuenta de las respiraciones y solo sentía el latido de la rabia en la garganta. Detrás de mí, las líneas blancas hundían sus púas en mi espalda—. No sé ni para qué te llamo, si es para amargarme. —Entonces mejor no hablemos. —Sí —dijo—, mejor no hablemos. —Sí. —Sí. Y colgó. Pasaron diez días desde la llegada de Mauro y la alarma seguía sonando a diario. Era un fenómeno —otro fenómeno— al que llamaron el Príncipe. Hoy puedo decir que ese fue un comienzo, pero entonces creía que se trataba de un final. Pensaba que lo que estaba terminando era mi relación con Max. El problema es que los comienzos y los finales se superponen, y entonces una cree que algo está terminando cuando en realidad es otra cosa la que empieza. Es como mirar el movimiento de las nubes: van cambiando de forma en la medida en que avanzan, pero si no les quitamos los ojos de encima veremos que la forma se parece bastante, que ese conejo algodonoso sigue siendo un conejo, un poco más ancho, las orejas más cortas, el hocico desdibujado; tal vez se esté desgranando, ha perdido la cola, ha perdido otro poco de pelo, pero todavía podemos verlo. En cambio, alcanza con mirar un segundo para otro lado para que, al volver la vista atrás, ya ni siquiera podamos encontrar los restos del conejo anterior, sino apenas una masa de nubes. Ahora, por ejemplo, ¿estoy en un comienzo o en un final? Es como una larga pausa, un tiempo suspendido. El caso es que yo aún no lograba tranquilizar a Mauro. Por las noches se levantaba y revisaba todo; rompió un frasco de champú, tenía la ansiedad desbocada. Yo se lo había advertido a la madre: que Mauro sufría cada vez más el cambio, la adaptación al encierro. A pesar de los filtros, el aire de la casa estaba viciado después de tantos días sin abrir las ventanas. El canal de noticias no hacía más que transmitir las desgracias que había traído el Príncipe. Cuarenta casos de infección en la última semana; el doble que en meses anteriores. El viento podía colarse hasta por la rendija más angosta y algunos despertaban en medio de un remolino picante y ácido. La piel se descamaba al cuarto o quinto día. Antes, los síntomas se parecían a los de una gripe: tos, debilidad, malestar general. Eso era todo lo que sabíamos, más allá de los rumores. La televisión no hablaba de gente en carne viva, de niños o ancianos perdiendo el pellejo al menor roce de una tela de camisa. Si usted padece alguno de estos síntomas, diríjase inmediatamente al Hospital de Clínicas. El aviso se deslizaba por la parte inferior de la pantalla. No olvide su mascarilla. Circulaba como una de esas cintas magnéticas de los aeropuertos. Es un mensaje del Ministerio de Salud. Cada vida es única. La madre de Mauro me había pedido que llamara al médico en caso de urgencia, que ellos vendrían para internarlo en una clínica de punta. La mejor, dijo, de punta, y me pareció que se avergonzaba. Después me pasó muchos billetes. Tenía la mano suave, pero de esa suavidad exigida, que no representa la edad. Diez días habían pasado, y yo seguía sin llamar a la clínica de punta. Me daba miedo pensar qué harían con él si lo veían así, nervioso y agresivo. ¿Quién no hubiera estado nervioso? La alarma no paraba de sonar y el viento hacía vibrar las ventanas. No me lo habían dicho, pero me pagaban para mantener a los médicos, las inyecciones, los sedantes y la fuerza bruta lejos de él. En la tele decían que la contaminación se había extendido, pero no informaban adónde. ¡Ayúdenos a evitar las aglomeraciones! No se dirija al Hospital de Clínicas a menos que se sienta enfermo. El aviso seguía pasando, como una cinta interminable, y al final una se olvidaba de él. Colabore con la salud de todos. Cada vida es única. ¿Cuánto espacio quedaría en mi vía de escape? Las algas me acorralaban, pero ni siquiera sabía en qué unidades se medía ese espacio. ¿En meses? ¿En vientos? ¿En visitas a Max? Desde nuestra última conversación, había llamado a mi madre todos los días, sin respuesta. Tal vez estuviera enferma, o arrasada por la contaminación, quieta en el sofá con esa luz imperturbable que anticipaba el hueco de sus ojos vacíos. O también podía ser que lo estuviera haciendo a propósito, no atender el teléfono para darme mi merecido. Otra palabra que le gustaba. Todos merecíamos algo, bueno o malo, y al parecer ella era la encargada de decidir qué. Mi prima Cecilia se merecía la vida que tenía. La maestra se merecía un hombre bueno. Los políticos se merecían lo peor. (¿Pero qué era lo peor? ¿La muerte? ¿El sufrimiento? ¿Una temporada en el Clínicas?). Yo sé lo que ella quería: que abandonara todo, mi trabajo, mi sueño y hasta mis nervios. Que saliera corriendo a buscarla, asustada y palpitante, habiendo comprendido por fin la importancia de su existencia, y así ella podría sentir que las cosas estaban, otra vez, en su debido orden. Pero no iba a ir, no. No soltaría mi lado de la cuerda. Este era el tire y afloje conocido; yo tiraba, ella tiraba más, pero por un momento nuestras fuerzas se anulaban y parecía que nunca íbamos a dar otro paso, ni en su dirección ni en la mía. Un posible círculo del infierno. Cinchando con mi madre por toda la eternidad. El tire y afloje casi siempre tenía un final: yo terminaba cediendo, con los músculos agarrotados y las manos en carne viva. Entonces ella se ablandaba y, con la seguridad de los vencedores, venía a entregarme el pequeño gesto suave, la palabra amable. La forma visible de la ternura. Pero esta vez no iba a lograrlo. No podía dejar solo a Mauro; chuparía la cal de las paredes, tragaría la pelusa que se adhería a las patas del sillón. ¿Por qué me importaba? ¿Desde cuándo una pelusa había matado a alguien? ¿Por qué no podía decirle a mi madre la verdad sobre Max? ¿Se apiadaría de él ahora que estaba enfermo? No. Solo diría que por fin tenía su merecido. Y yo, ¿qué merecía? Mi madre se cuidaba de explicitarlo, a veces simplemente afirmaba que yo merecía otra cosa. Conmigo no tenía que ejercer su tarea de jueza implacable; yo sabía administrar mis propias condenas. Ja ja ja. Nadie se ríe así. Jo jo jo. ¿Te reís de mí? Sí. ¿De mi cara? Sí. No lo merezco. ¿Conocés a ese santo que se enamoró de un delfín? ¿Un delfín rosado o un delfín gris? ¿Y eso qué tiene que ver? Jo jo jo. Era común que amaneciéramos sin luz. Los apagones habían empeorado en los últimos meses. Las variaciones de voltaje amenazaban con quemar los aparatos, por lo que era mejor desenchufar todo cuando empezaban los parpadeos, incluso la heladera, que al cabo de un rato comenzaba a largar un charco de agua apestosa, mientras la carne se descongelaba una y otra vez. —¿Luz no? —preguntó Mauro, apretando en vano los botones del control remoto. —No —dije—. De nuevo. Mauro había hecho un dibujo de dinosaurios comiendo pizza. Eso, al menos, fue lo que dijo cuando le pregunté, porque el dibujo en sí era una serie de rayas de colores que atravesaban un gran círculo amarillo. Todos sus juegos y conversaciones giraban en torno a la comida, y esperar que pensara en otra cosa era como pedirle que dejara de respirar. Lo extraño era su fijación con la pizza. Tal vez le dieran eso en la estancia, cuando los padres se lo llevaban. Conmigo comía mayormente el paté de carne que venía en vasitos similares a los del yogur y que me hacía pensar en comida de astronautas. Se llamaba Carnemás y estaba pensado para rendir, para ser untado en panes o como relleno de cualquier cosa. Casi todas nuestras comidas tenían ese olor, y a veces me parecía que la casa entera, e incluso mi piel, olían así. Mauro se acercó y soltó el dibujo sobre mi falda. —¿Es para mí? —dije. Él no contestó; se había sentado a intentar más dibujos. Rayaba con rabia, agarrando mal el lápiz, tropezando con las ranuras del parqué bajo el papel, donde el lápiz se hundía y abría un agujero en la hoja. Lo peor de esos días sin luz no era el miedo a que se arruinaran los alimentos congelados, cuando aún faltaba mucho para que vinieran a buscar a Mauro. Lo peor era el hastío que me generaba estar sola con él, sin televisión, sin ese ruido que me atontaba y me protegía. Preparaba la comida, limpiaba los vidrios, mantenía las provisiones bajo llave, me cuidaba de no dejar restos de comida en la basura, sacaba la bolsa a diario y la tiraba sobre las otras bolsas viejas, podridas, en la esquina de la plaza, o si estábamos de viento simplemente las bajaba al hall del edificio y las amontonaba ahí, en el hedor que se iba acumulando durante días. Hacíamos ejercicios dentro de la casa; subíamos y bajábamos las escaleras. Le había enseñado a saltar el elástico, que poníamos en las patas de las sillas, y a jugar a la rayuela. Me pagaban por mantenerlo en movimiento, por cada caloría que Mauro gastara y cada gramo de grasa que se desprendiera de su cuerpo. Por quitarle el aliento y hacerlo resollar mientras subía hasta el octavo piso. Por dejarme vencer e inventar campeonatos de hulahula. Yo misma había perdido peso. Llegaba a las noches con tal agotamiento que no tardaba ni un minuto en dormirme. Me pagaban por eso también. Por adelgazar y cederle mi cuerpo a Mauro. ¿A Mauro o al síndrome? No solo habían comprado mi tiempo sino también mi energía; habían comprado mis músculos, mis cuádriceps doloridos y mis brazos temblorosos de tanto levantar a Mauro para hamacarlo en el juego del helicóptero. Vivía para el síndrome, buscando agotar a ese animal insaciable y acceder, acaso por un momento, al verdadero Mauro, el que estaba detrás del hambre. Cuando el síndrome no podía más, cuando caía rendido, oliendo a sudor rancio y a manos que se habían arrastrado por todo el edificio, yo había cumplido mi trabajo. Más tarde, esa misma mañana, oímos ruidos en el pasillo. Nos asomamos a la puerta, yo adelante, Mauro oculto entre mis piernas, y vimos a los de transporte sanitario acomodando una camilla frente al 503. Todos con máscaras alemanas. Nos dijeron algo, no pude entender qué, pero por las señas supe que debíamos cerrar la puerta. La entorné bastante, pero no la cerré del todo. Por la rendija vi al vecino del 503 salir en calzoncillos, la cara roja como si hubiera sufrido una insolación y parches blancos y morados en el torso. Lo ayudaron a acostarse sobre la camilla, y cuando iban a cubrirlo con la manta, el hombre dijo: no, por favor, levantando apenas la mano para resguardarse. Se lo llevaron así, semidesnudo y rojo, a punto de perder la piel. El resto de la maniobra la seguimos por la ventana. Los del transporte sanitario intentaban meter la camilla dentro del camión sin que se cayera el hombre. Tuve que cerrar bien los ojos para imaginar a Max protegido por una burbuja de luz. A veces, de verdad me convencía de que era yo, mi propio deseo, lo que lo mantenía vivo. El camión sanitario se fue, y cuando Mauro me preguntó a dónde llevaban al señor, le dije que me dejara en paz. —Dejame quieta un rato, andá. Andá a jugar a tu cuarto. Me sangraban las encías y las estuve apretando con la lengua durante un rato, tragando el sabor metálico que me escurría entre los dientes. Desde el cuarto llegaba el murmullo de Mauro, su lenguaje incomprensible. Lo oí jugar por algo más de una hora, al parecer tranquilo, hasta que un ruido como de arcadas me alertó. ¿Mauro?, lo llamé, y a cambio solo oí otro ajjj ajjj. Cuando llegué, lo vi con la boca entreabierta y los ojos lagrimeantes. Mauro, ¿qué tenés ahí? Él intentaba tragar algo, pero su garganta lo rechazaba con un silbido asmático, que ni siquiera le permitía toser. Mauro, ¿qué estás comiendo? Contra la piel pálida, levemente azul, contrastaban los labios y el ribete de los ojos morados y violentos. Apenas alcancé a abrirle la boca y a meterle los dedos hasta la garganta para sacar una bola húmeda y caliente de algodón. El paquete, que usé para limpiarle un corte en la rodilla la noche anterior, había quedado sobre la mesa de luz, y ahora Mauro hacía fuerza para llegar hasta él. Dejá eso quieto, dije, eso no se come, mientras él tosía y jadeaba, recuperando el aire. Después, con el paquete ya fuera de la vista, se puso a llorar y a sorberse los mocos. —Ya está —dije—, ya pasó. Entre babas lo oí decir que tenía hambre. Para calmarlo le ofrecí un palito de hielo. Sentado en el parqué, dejó que el agua con colorante le chorreara por las manos y las muñecas y goteara sobre sus piernas desde el codo. No lo rezongué por eso. Estaba circunspecto y le daba lengüetazos al pedazo de hielo, analizando por qué lado se derretía más rápido, anticipando las gotas que se derramaban a una velocidad mucho mayor que el movimiento de su lengua. Cuando ya no quedaba más, mordisqueó un poco el palo de madera, blando y enrojecido, y lo tiró contra la pared. —Andá a lavarte las manos. —No —respondió él, firme, ensombrecido. Sacudió las manos en el aire para secarlas. Las imaginé frías y pegajosas. —Vení para acá, entonces. Se sentó a mis pies, frente al televisor, junto a sus juguetes desperdigados, y se puso a hacer construcciones con los bloques de Lego. Ahora se le había dado por hacer dinosaurios. Su favorito era una especie de alebrije, con la cola amarilla y la cabeza azul. Aún tenía la camiseta húmeda de llanto y la marca roja de mis dedos en el brazo. Ni los había sentido; su umbral de dolor era tan alto que una vez había llegado a clavarse un tenedor en el brazo como si se tratara de un brazo ajeno. La noche anterior se había hecho ese corte en la rodilla, quién sabe con qué, y no se dio cuenta hasta que lo vi, con chorretes de sangre seca por toda la pierna. Por eso también había que cuidarlo, protegerlo de sí mismo. No creo haber sentido miedo cuando pasó lo del algodón. Susto sí, pero no miedo. La sensación de estarle causando un perjuicio terrible a otra persona, pero no a mí misma. Un minuto más y podría haberse ahogado. ¿Lo quería, entonces? Yo siempre había confundido el miedo con el amor, ese terreno inestable, esa zona de derrumbe. Mauro era mi responsabilidad, y de a poco se fue convirtiendo también en mi obligación. Bajo la camiseta, el vientre abultado se movía con cada respiración corta y agitada. —Respirá bien —dije, y simulé el gesto de tragar mucho aire y sostenerlo en los pulmones. Él me copió, inflando los cachetes al máximo. Después soltó el aire con fuerza y eso le hizo gracia. —Baboso —dije. Cuando reía, los ojos le desaparecían en la cara, y por la boca asomaba la lengua teñida de rojo y sus dientes de leche. —Sí, reíte nomás, sos un baboso. Levantó el giganotosaurio a medio construir y se lo llevó a la boca. —Morder no. Sin mediar un segundo, lo arrojó lejos de él y el reptil del viento del sur se deshizo en rectángulos de colores. Yo me levanté, fingiendo naturalidad, y fui hasta el rincón a recoger las piezas. —¿Por qué hacés eso, Mauro? Mirá cómo quedó tu dinosaurio, pobrecito. Le devolví las piezas, y ni bien las recibió, volvió a tirarlas bajo el sillón. Me miraba de costado, tanteando el límite de mi paciencia. —Está durmido —dijo. —No lo hagas dormir ahí. —¿Por qué? —Porque ahí abajo hay un perro malo y lo puede morder. Él se agachó con dificultad. Era tan gordo que las articulaciones no se le marcaban, ni en las rodillas ni en los codos. Con el pelo llovido sobre los ojos, miró debajo del sillón hacia las piezas desperdigadas en esa oscuridad llena de pelusas, pero no se animó a meter la mano. ¿Qué suena mejor: caos o trampolín? Caos. ¿Humano o lucha? Humano. ¿Falta o falda? Falda. ¿Sombra o sombrero? Sombra. ¿Furioso o fugaz? Todos esperamos que con los pájaros pasara lo mismo que con los peces, que un día empezaran a caer del cielo, como frutos maduros. Todos creímos que un día, sin más, los veríamos estrellarse contra el piso. Pero no. Los pájaros dejaron de verse. Nadie lo advirtió, porque se fueron de a poco, en bandadas, y cuando la primera persona se dio cuenta, los demás le habremos restado importancia. Al contrario que los peces, los pájaros deshabitaron el cielo sin graznidos ni muertes innecesarias. Desalojaron el aire, y un día se sintió el silencio en los parques, en las mañanas, y alguien dijo en la televisión: las aves migraron, y fue como si nos hubieran dado el permiso de notarlo. La gente se enloqueció; salían a los parques con binoculares, llenaban las plazas de migas de pan. Nadie volvió a ver un pájaro, ni siquiera una paloma. Se organizó un panel de expertos en la televisión. El programa se tituló ¿Volverán las aves? y batió récords de rating. Habían invitado a un biólogo oficial, a un funcionario del Estado y a varias figuras públicas, los charlatanes de siempre. El set tenía un dibujo enorme de una gaviota sobre la pared de utilería. Dijeron: migración, avistamiento, rutas de vuelo. Dijeron: GPS, radiotelemetría. Se habló mucho, pero el silencio ya se había apoderado del cielo. Varias veces, después de eso, me parecería ver un gorrión en alguna rama, oír un graznido o un aleteo. Pero no. Los pájaros nos dejaron solos con el viento rojo. Estoy pensando si el perro que perseguía a Delfa en el sueño tendría algo que ver con el perro rabioso que enterramos vivo. Al menos quince o veinte niños veraneábamos en San Felipe: estaban los seis hijos de Albertito, un amigo de mi madre de toda la vida; Ximena y Maite, las mellizas acróbatas; todos los hijos de los buzos, en los apartamentos de la cooperativa; y Max, a dos casas de la mía. Los buñuelos de algas se vendían en el único restaurante, donde trabajaban las esposas de los buzos, pero si conocías a la madre de José Luis, también podías comprárselos a ella, que te los pasaba por la ventana de la cocina en una canastita de plástico. José Luis era el más chico de los buzos y no tenía hermanos. A veces nos traía los buñuelos envueltos en servilletas de papel que habían quedado transparentes por el aceite y se nos deshacían entre los dedos. Lo otro que más comíamos eran mejillones recién sacados de las rocas, pejerreyes que los hombres iban a pescar a la acantilada con faroles de mantilla y pescado frito. Durante el día teníamos que bombear para llenar el tanque de agua y por la noche prendíamos los faroles, las velas o las linternas. Cada niño estaba obligado a bombear diez veces en cualquier casa que visitara, y también a juntar pinocha para el fuego. Para mí la felicidad era ese estado de bienestar sin horizonte, sin final. Los peligros adquirían formas más visibles, aunque también traicioneras: alacranes, abrojos, aguavivas, olas gigantes. El día que ocurrió lo del perro estaban Alejandro, el hijo mayor de Albertito, que nos llevaba dos años a Max y a mí, José Luis y las mellizas acróbatas. Habíamos ido de excursión al Elefante, la roca más alta y peligrosa de la punta. En el camino, un perro nos empezó a ladrar. El hijo de Albertito, que siempre llevaba una rama en la mano, lo amenazó y el perro se echó hacia atrás, pero siguió gruñendo y mostrando unos dientes filosos encastrados en sus encías rojas y brillantes. —Algo estará viendo —dijo Max—. Ellos tienen otros sentidos. —Vista infrarroja —dijo José Luis. —No digás pavadas —lo hizo callar el hijo de Albertito—. Es por el olfato que ellos ven. —Capaz que hay un fantasma —dijo una de las mellizas, no sé si Ximena o Maite, con hebras de miedo en los ojos. —¿Y si tiene rabia? —pregunté yo. El caso es que cuando nos adentramos en las rocas, el perro no se había ido. Ya no ladraba, pero nos perseguía un metro más atrás, mirándonos con desconfianza, como si esperara algo, como si supiera. Porque teníamos prohibido subir al Elefante. Un buzo se había caído mientras intentaba escalarla para hacer un clavado desde ahí. Fue una apuesta con los amigos, pero él cayó de espaldas y murió desnucado, ensartado entre las piedras. —Yo creo que este tiene el alma del muerto adentro —dijo José Luis. Se lo veía pálido y empezaba a dudar de la excursión—. Capaz nos está diciendo algo. Empezó así, con ese comentario de José Luis, porque cualquiera sabe que el miedo es contagioso y va pasando de uno a otro como las fichas de un dominó cuando se caen. La única manera de detenerlo es hacer algo radical, un corte drástico, pero eso no lo sabíamos aún, al menos no con palabras. —Está custodiando la roca —dijo Max—. El espíritu no nos va a dejar subir. A nadie se le ocurrió que el perro iba atraído por el olor a carne cruda que llevábamos en bolsas de nailon para hacer un asado como verdaderos exploradores, sin más implementos que un yesquero y un poco de papel de diario. No recuerdo de quién fue la idea, tal vez no quiera recordar que fue de Max. Mía no fue, pero sí sé que la idea me atrajo de inmediato, como una corriente eléctrica que viajó directo al centro de la excitación y la curiosidad. Juntamos rocas y piedras, las amontonamos junto a la entrada de la cueva, y luego tiramos un pedazo de carne al fondo, silbándole al perro para que entrara. El perro bajó sin dificultad y mientras se entretenía mordisqueando la carne, nosotros nos apuramos a sellar la entrada de la cueva. El agujero no era muy grande, más bien redondo, como un ojo vacío, y cuando terminamos de acomodar las piedras salimos corriendo tan rápido como pudimos. No se oyó nada más. Teníamos tanto miedo que nos dio un ataque de risa, y cuando la risa se fue apagando, quedamos mudos y avergonzados. Ese día no trepamos al Elefante. José Luis se subió a su bicicleta, Max y yo corrimos directo a nuestras casas; no sé qué hicieron los otros, pero nunca volvimos a hablar del perro, ni siquiera con Max. Nunca volvimos a acercarnos a esa cueva. Lo del perro ocurrió el mismo verano del beso, no sé si antes o después. Estábamos en el porche de mi casa, Max y yo, a la hora de la siesta, cuando teníamos prohibido bajar solos a la playa. Él nunca me hablaba de cosas tristes y eso me intrigaba, porque la tristeza estaba en él como el aire estaba en el aire; por eso, creía yo, ni siquiera se preocupaba por sentirla, igual que el aire no necesitaba respirarse a sí mismo. —¿Vos nunca llorás? —le dije. —No me sale. —¿Cómo no te va a salir llorar? —A veces me obligo, me pellizco fuerte hasta que me salen lágrimas. —Sos la persona más rara que conozco —dije. —Cuando se murió mi abuela tampoco pude llorar. —¿Y por qué no te pellizcaste? Él se encogió de hombros. Miraba lejos, hacia la bajada donde se estacionaban los autos de los que venían a pescar. Las chicharras sonaban fuerte. El sol hacía brillar todas las cosas con un halo de espejismo, y los destellos en el vidrio de los autos dejaban manchas verdes en los ojos. Levanté el brazo y se lo mostré a Max. —Mostrame cómo hacés —dije—. Pellizcame. —No quiero pellizcarte —dijo él. —Te lo pido yo. Quiero llorar por esa planta, mirá, que se está muriendo de sed. Él miró hacia el cantero seco que separaba mi casa del camino de pedregullo. Había una hortensia marchita, con las hojas arrugadas hacia adentro y las flores deslucidas, algunas pocas de un celeste pálido, pero en su mayoría amarillentas, quemadas por el sol. —Vos podés llorar sola. Igual qué te importa esa planta a vos. —Pellizcame, te digo. Si sos mi amigo, me pellizcás. ¿Sos o no sos mi amigo? Le ofrecí la mano y esta vez me la agarró. —Soy —dijo. Antes de pellizcarme advirtió que no me iba a soltar hasta que llorara y que lo hacía porque éramos amigos. Es un pacto, dije. Yo tenía la piel renegrida y tirante de tanta sal y en las rodillas se veían dos cicatrices blancas de la vieja caída en bicicleta. ¿Lista?, preguntó. Lista. Max me clavó las uñas y yo solté un ay instantáneo y quise, por puro reflejo, sacar la mano, pero él no me dejó. La sostuvo firme y siguió apretando y mirándome fijo. La cara se me había puesto roja, podía sentir el calor en los cachetes y el canto de las chicharras en los oídos, pero aguanté las lágrimas, dispuesta a resistir hasta el final. Era como jugar al serio, y Delfa me había enseñado que el secreto estaba en pensar en otra cosa. Podías pensar, por ejemplo, en un pingüino. Podías pensar, por ejemplo, en un colibrí. Max me analizó la humedad en los ojos, hasta que lo vi ceder y bajar la mirada. —Basta —dijo, y me soltó. La hendidura que habían hecho sus uñas en mi piel latía con fuerza. —Me soltaste antes de que llorara —dije. Entonces se inclinó hacia adelante y me dio un beso, los labios firmes y cerrados. Nada más. No volvimos a tocarnos durante cinco años. Yo nunca había besado a alguien y tampoco pude decir nada, porque un segundo después Max estaba revolcándose de risa. —¡Tu cara! —dijo—. Tendrías que haberla visto. —¿Qué cara? ¿Qué pasa con mi cara? Max no podía hablar; la risa lo atoraba, se apretaba el estómago con los antebrazos. Se había echado hacia atrás, de espalda sobre las baldosas calientes del porche. —Tu cara... Tu cara... —era lo único que alcanzaba a decir. —¡Tarado! —dije, ya contagiada de risa—. ¡Mirate! Ahora sí estás llorando. Esa cara, la que él dijo haber visto mientras me clavaba las uñas, se le apareció a Max en sus alucinaciones la primera noche que tomó la planta medicinal. Más de veinticinco años habían pasado entre aquel comienzo, envuelto en el sonido de las chicharras, y el final que ya intuíamos cercano. El chamán, me dijo, sopló dentro de la mano y luego él vio una serpiente que iba perdiendo la piel. La piel se le derretía sobre el lomo, igual que el papel se va arrugando cuando se quema, fino y oscuro. Max pasó dos días en una carpa donde unas piedras calentaban el aire y había que tirarse al piso, con la nariz pegada a la tierra, para no ahogarse. Respirábamos tierra, dijo, y en la tierra había oxígeno. No sé si el efecto de la planta seguía activo cuando volvió a casa. Parecía otro. Tranquilo y a la vez eufórico, pero con una euforia contenida. Me contó que en aquella visión la serpiente abrió la boca y por ahí asomó algo. —Un feto le salía por la boca —dijo—, y yo sabía que el nacimiento la estaba matando. Lo que salió de la serpiente fue una mujer que tenía mi cara, aquella cara de la infancia que él había visto, pero que al mismo tiempo era un monstruo. —Vos sos el envoltorio —dijo—, pero abajo hay otra cosa. Abajo está esa cara. Una niña disfrazada de monstruo. —¿O un monstruo disfrazado de niña? —¿Importa? —dijo. —A mí sí me importa. —El monstruo y la niña eran la misma cosa. Al final el castillo de arena se desmorona. Sí. Vos lo sabés, siempre lo supiste. Entonces ¿para qué lo construías? Decime vos. No para que durara, no para protegerlo de la ola. Ya sé adónde querés llegar. El viaje, si no está lleno de paradojas, no es un viaje. Los días siguieron pasando, entre un apagón y el otro, sin saber nada de mi madre. No me resulta fácil describir el tiempo del encierro, porque si algo caracterizaba el encierro era esa sensación de no tiempo. Existíamos en una espera que tampoco era la espera de nada concreto. Esperábamos. Pero lo que esperábamos era que nada pasara, porque cualquier cambio podía significar algo peor. Mientras todo siguiera quieto, yo podía mantenerme en el no tiempo de la memoria. Mauro me había visto llamar a mi madre tantas veces que ya le parecía un juego, y hasta agarró la costumbre de levantar el teléfono y sostener conversaciones en su idioma inventado. A veces yo marcaba el número de mi madre y dejaba que él se quedara ahí, con el tubo en la oreja, oyendo los timbres que retumbaban al otro lado. Al rato se cansaba y me pasaba el tubo: —Hola no —decía. Los apagones empeoraban el encierro, ese tiempo que patinaba sobre sí mismo, ese tiempo poroso. Digo poroso porque los pensamientos se pegaban a él, como las cintas de cassette que Max y yo escuchábamos hacia atrás encerrados en mi cuarto. Porque escuchar una cinta hacia atrás era otra de las cosas que los adultos nos prohibían sin explicación alguna. Queríamos descubrir el mensaje oculto. Otluco ejasnem le rirbucsed somaíreuq. Al final, la cinta se enredaba en los cabezales y terminábamos desarmando el cassette, buscando el misterio también en las entrañas del aparato, en la parte física de las cosas. Era miércoles o jueves. Era viernes o sábado. Daba igual; los días, la hora, si era invierno o primavera. Lo que importaba era la espesura de la niebla o los hilos rojos de nubes; lo que importaba era el silencio o el estallido de la alarma que anunciaba el viento. Había aprendido a leer las nubes, a temerle a la claridad del día. Ya iba para dos semanas sin saber nada de mi madre. Me echaba en el sillón a hojear uno de sus libros, pero no lograba pasar de las primeras páginas. Buscaba anotaciones en los márgenes, algo que me pudiera dar una pista de ella, las cosas que le interesaban o la herían. ¿Quién era ella cuando no estaba conmigo? ¿En qué consistían sus otros personajes, el de vecina, el de amiga, el de amante? Más o menos por la época en que Delfa apareció con la peluca, mi madre empezó a salir con hombres. Nunca me presentó a ninguno de manera oficial, pero yo les abría la puerta cuando pasaban a buscarla, o corría de la casa al auto para alcanzarle a mi madre algo que se le hubiera olvidado. Ellos me saludaban sin exagerar la cortesía. Los hombres que le gustaban eran bastante parecidos entre sí, y durante un tiempo llegué a creer que eran el mismo: gris, callado y tosco. Mi madre asociaba la virilidad con la falta de palabras, o al menos con la falta de elocuencia, mientras que ella era una imagen sonora y estridente que nos encandilaba a todos. Una vez la escuché decir que quería darse una oportunidad. Delfa empezó a quedarse conmigo, las noches que mi madre salía. Comíamos mirando televisión, películas dobladas o el programa Atrévase a soñar. Bajo la luz azul del televisor, yo apoyaba la cabeza en la falda de Delfa y ella me peinaba con los dedos. Debía resistir el encanto, el efecto adormecedor de sus dedos desenredando mi pelo, porque quería estar despierta con ella, no dormirme y abrir los ojos cuando ya se hubiera ido. ¿Con qué te atreverías a soñar vos?, me preguntó Delfa. Por ese entonces mis pensamientos ya giraban en torno a Max, pero no se lo dije a Delfa. Dije que ella y yo podríamos vivir en una casa alta sobre un árbol y no tener que trabajar más. Delfa se rio. Dijo: eso sería lindo. Sin mi madre, dije, para que no me obligue a hacer deberes. Yo también te obligo a hacer deberes, dijo ella. Sí, pero por un rato corto. Delfa me mandaba a mi cuarto cuando aparecía el mensaje de los niños, un ratón en pijama que nos deseaba las buenas noches. A esa hora, yo no tenía sueño y daba vueltas bajo las frazadas, con el reflejo tenue de la luz que llegaba del living, donde Delfa seguía mirando programas sin volumen. Cuando ella pasaba por mi cuarto yo me hacía la dormida, pero aun con los ojos cerrados podía notar su volumen en el marco de la puerta. En algún punto de la noche alcanzaba a oír el tintineo de las llaves de mi madre, y a la mañana siguiente encontraba folletos de teatro sobre la mesa del living, una servilleta con el logo de un restaurante, el souvenir de una fiesta, envoltorios arrugados de bombones brasileros. Con los años, mi madre dejó de salir por las noches. Para entonces yo era adolescente y ya no me importaba si llegaba tarde o no. No había encontrado lo que buscaba, la oí decirle a una de sus amigas por teléfono, pero nunca entendí si había buscado mal, en rincones inaccesibles, vacíos, o si lo que buscaba simplemente no existía. Nunca más me enteré de que frecuentara a alguien, y con el tiempo el discurso fue mutando. El deseo de toda su vida ya no estaba en esa atención que una serie de desconocidos le había prodigado desde que tenía conciencia, sino en mí, en su rol de madre. De pronto yo me había convertido en el centro de su vida, y nunca supe cómo ni por qué. Sin duda esa decisión no tenía nada que ver conmigo. No creo que mi madre haya sufrido ni una sola vez por amor. Le gustaba sentirse admirada, le gustaban los pequeños gestos, las frivolidades del placer, pero tampoco los necesitaba, y ese fue su mayor descubrimiento. Mauro se acercó para preguntarme si era su cumpleaños. Desde que lo habíamos festejado, con el gorro de cartón, vivía pendiente de eso. —No —le dije—, pero podés ponerte tu gorro. Él lo sacó de encima del televisor y se lo puso. Tenía el elástico vencido, pero igual alcanzaba a sostenerse, tirante bajo la papada. —¿Es mi cumpleaños? —Ya te dije que no. Me pregunto por qué no le mentía. ¿No daba lo mismo si era lunes o martes, si eran las tres o las seis? Podíamos celebrarlo todos los días, cantar el feliz cumpleaños, inventarnos un tiempo nuevo. En cambio, yo me empecinaba con la verdad. —Luz no —dijo Mauro. —Ya va a volver. —¿Ahora? —Más tarde. Antes de que se haga de noche. Le dije que jugáramos a encontrar el sol, otro de sus juegos favoritos. —A ver, Mauro, ¿dónde está el sol? Él se acercó a la ventana, apoyó sus manos pegajosas sobre el vidrio y analizó el cielo. Buscaba una zona clara, una mancha de mercurio fundido. A veces no era fácil; la bola blanca quedaba oculta tras los árboles de la plaza, o la niebla era tan espesa que el sol no alcanzaba a taladrarla con su único ojo. Otras veces no podía encontrarlo, o lo confundía con la luz de una de las grúas del puerto, mucho más pequeña y brillante, o señalaba algo tenue que se movía a lo lejos, una luz lenta, tal vez un helicóptero del ejército en el segundo o tercer anillo. Entonces se quedaba frente a la ventana y empañaba el vidrio con el aliento para dibujar sobre él con el dedo. —Allá el sol —dijo Mauro, señalando un hueco blancuzco en el cielo. Parecía que las nubes fueran a escaparse por ahí. —Muy bien —dije, y aplaudí la hazaña—. Lo encontraste. Él también aplaudió. Después señaló hacia los árboles del parque: —Pájaro. Por un momento yo también me alerté. Miré las copas perennes de los pinos y las ramas semidesnudas de los otros árboles, entre las que asomaba el monumento con la estatua ecuestre, ese caballo oscuro que en otras épocas estuvo cubierto de excrementos de paloma. —Acá no viven los pájaros, Mauro. —¿Dónde están? —Allá, donde vive tu mamá. ¿Vos ves pájaros cuando estás allá? —No —dijo, y agachó la cabeza, como si acabara de decir la cosa más triste del mundo—, están durmidos. En eso se oyó un parpadeo eléctrico y la lámpara junto al televisor se encendió. —¡Luz! —dijo Mauro y pegó un saltito. Dio dos vueltas corriendo en torno al televisor, siempre a punto de patinar con la alfombra y de empujar la lámpara—. ¡Luzluzluz! El pelo le caía sobre los ojos y lo dejaba corriendo a ciegas. Parecía un mamut lanudo. —Vení para acá —dije, medio riendo—, vamos a hacer algo con ese pelo. Estaré cortándole el pelo a Mauro cuando suene el teléfono. Él tendrá una toalla alrededor del cuello, los mechones húmedos y extendidos, la mitad derecha más cortos que la mitad izquierda, donde el pelo cae tieso y oscurecido sobre su hombro. —Quedate quieto que están llamando —diré. —Hija. La urgencia con que mi madre pronuncia esa palabra me alcanzará para saber que nada bueno está pasando. —Internaron a Valdivia. Tienen el almacén cerrado con cinta amarilla. Dirá esto y se echará a llorar. —Mamá, hace dos semanas que te llamo. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no atendías? Mauro sentirá la tensión con que retiro la mano de su hombro y levantará la cabeza para mirarme. Le haré un gesto con los ojos, diciendo que no pasa nada. —¡Internaron a Valdivia! —dirá ella entre llanto. —Tranquilizate un poco, ¿podés? —¿No ves lo que está pasando? —Mamá, buscamos otra tienda. —No es eso. —¿Ustedes tienen luz? Acá no hace una hora que volvió y ya está titilando de nuevo. —¿Luz? Lo menos que me importa en este momento es la luz. Vida desgraciada... Por un rato solo la oiré llorar; pensaré en los camiones patrulleros levantando cuerpos, los mismos cuerpos que una semana antes habrán salvado del suicidio. No es por la tienda que llora mi madre, sino porque se había creído resguardada en su pozo de niebla y ahora la enfermedad también habrá roto ese pequeño cerco de ilusión. —¿Y la maestra qué dijo? —Quiere irse. El agrónomo le propuso que se fuera para adentro con él. —¿Con piano y todo? —Hija, los de adentro están orquestando esta historia. Se quisieron sacar a Valdivia de encima. Son mafias, ¿entendés? Trafican víveres. Los de adentro se lo sacaron de encima. Mauro se escurrirá del banco, se quitará la toalla del cuello y jugará con ella como si fuera la capa de un torero. Ole, dirá, entre una vuelta y la otra. Después de varias vueltas le vendrá mareo y se dará contra la pared. —Despacio, Mauro. —Quieren controlar el negocio. —¿De dónde sacaste eso? —El agrónomo. Él tiene contactos, él sabe. Cuando vuelva a mirar, Mauro estará en la cocina, sentado en el suelo y revolviendo la basura. Se estará comiendo el cogollo de una lechuga, pero no tendré energía para retarlo, para quitarle más comida de la boca. Voy a pensar: es solo lechuga. —Buscamos otra tienda hasta que vuelva Valdivia. —¿Dónde? —En estos días te llevo provisiones. No pienses más en eso. —No, no salgas. ¿No viste cómo está el clima? ¿Cuándo va a terminar esto? El viento rojo que había traído el fenómeno del Príncipe era tan potente que ya empezaba a llegar a las primeras ciudades de adentro. El pánico había provocado motines y evacuaciones. En el noticiero, los drones mostraban caravanas de autos intentando salir por la carretera norte. —Tranquila... Pensaré rápido; voy a sentir mi cerebro temblar, analizando posibilidades. Una parte de mí querrá increparla, decirle que la había imaginado muerta, pero mi yo más sensato y resignado va a impedírmelo. Dialogar con mi madre era como acercarse a un animal salvaje; se sentiría acorralada y volvería a atacar. —Cuando se lleven a Mauro, voy y paso unos días contigo —diré—. No falta tanto para que vengan. Ella no va a escucharme. Habrá entrado en ese estado de pánico en que solo el monólogo parece un mecanismo viable de defensa. —¿Qué va a pasar con Valdivia? Hija, ¿qué va a pasar con nosotros? Por la noche nos quedamos con Mauro hasta tarde mirando televisión. Estaban repitiendo el noticiero del mediodía: imágenes de muchedumbres alborotadas, con tapabocas, con máscaras de filtro. Por primera vez el viento se insinuaba en una ciudad profunda. —Vendimos todo para venir acá —lloraba una mujer frente a la cámara—. Y ahora esto. —Nos van a empujar hacia el norte hasta que nos caigamos del país —dijo otro. La gente hacía cola en los supermercados y en las estaciones de servicio. No quedaba agua, no quedaban pastillas purificadoras; las góndolas de los supermercados desabastecidas, excepto por los vasitos de Carnemás apilados en las gigantescas heladeras. Ahora verían lo que se siente. El olor eternamente impregnado en la nariz, la textura arenosa erosionando la lengua. Carnemás era el producto estrella de la nueva procesadora, y los de adentro lo evitaban siempre que fuera posible. El alimento soñado: veinte gramos de proteína por porción, en un minúsculo vasito de plástico. La nueva fábrica se abría como una gran boca para escupir esa mugre rosa, los vasitos resbalaban por la lengua transportadora y caían, hermosos y bien diseñados, sobre nuestra falda. Todos odiábamos la nueva fábrica, pero dependíamos de ella, y por eso le debíamos agradecimiento. Una buena madre, proveedora. Y ahí estábamos nosotros, atragantados de rabia, como un puñado de adolescentes que odia a sus padres pero les debe la vida. Yo te traje al mundo, decía mi madre, yo te di la vida, e inmediatamente me veía con una gigantesca deuda en las manos, una bolsa invisible de monedas que debería cargar para siempre. Así nacemos: un coágulo de carne, boqueando por un poco de oxígeno; una bola de mugre rosa que, una vez expulsada, ya no tiene más remedio que aglutinarse a ese otro cuerpo, el de la madre, morder con fuerza la teta de la vida. Pero no. Soy injusta. No todos los hijos odian la mano que los protege y les abre heridas en la piel. Los hay que no. Conocí a muchos. Y así supongo que también habría quienes adoraran la procesadora nacional, quienes sintieran orgullo y le perdonaran todo. Nadie podía saber si el Príncipe sería un fenómeno pasajero. Un panel de expertos discutía en el set. Entre ellos había un escritor famoso, un opinólogo que había alcanzado la fama con un folletín de aventuras; una bióloga marina; la directora del sindicato de trabajadores de la salud; y un barbudo con lentes gruesos al que conocía de la agencia: un tipo tartamudo que había entrado por la época en que yo me estaba yendo y que ahora se sentaba despatarrado como un magnate en el silloncito del set. El problema es la soberbia de las autoridades, dijo alguien. No hicieron el barrido cuando tenían que hacerlo, dijo otro. Mauro se había quedado dormido en mis brazos y su peso sobre mi pierna intensificaba el hormigueo. Por momentos su cuerpo se estremecía con un temblor. ¿Acaso sentiría hambre también mientras soñaba? —¿Desde cuándo tengo yo que rescatar a cualquier loco que ande suelto? El barbudo gesticulaba con una mano en el aire, mientras con la otra frotaba el cable del micrófono. La bióloga lo miraba con terror. —No todos se quedaron por voluntad propia. El cuerpo de Mauro volvió a temblar. Shhh, dije. Le bajé el volumen al televisor y me quedé mirando la imagen muda y gesticulante del barbudo. Por la convicción con la que hablaba, seguro había hecho carrera como reportero oficial. Tal vez hubiese empezado como yo, redactando artículos de relleno que solo servían para distraer a los lectores de lo que estaba pasando. Cuando me fui, hacía poco que la agencia había ganado el contrato del nuevo ministerio. Redactábamos contenidos para el boletín Bien-Estar, noticias esperanzadoras sobre los avances en el drenaje del río y la remodelación del Clínicas, recomendaciones del protocolo de seguridad, historias de triunfo de los migrantes de adentro. El tipo sería un charlatán, pero al menos tenía determinación. Yo, en cambio, como le dije a mi jefa el día que presenté la renuncia, ni siquiera creía en el oficio. Por supuesto que ella no insistió. Había decenas de barbudos esperando mi puesto, cada uno con su kit de brochas embellecedoras de la realidad. Vos no creés que el mundo merezca ser contado, me dijo ella en su oficina. La conocía desde mis años en la facultad y de algún modo le debía agradecimiento. Tal vez, dije, o tal vez no haya a quién contárselo. Me escurrí del sofá, cubrí a Mauro con una frazada y lo dejé durmiendo ahí. No quería que se despertara, y me habría resultado imposible cargarlo hasta la cama. Desde la puerta de mi cuarto volví a mirarlo. Parecía bañado por la luz de una lámpara infrarroja, tan intenso era el resplandor del cielo esa noche. Una nube es una nube, no importa a qué distancia esté del suelo. Cuando abrí los ojos, por la mañana, tenía la cabeza de Mauro inclinada sobre mí. La noche no había aplacado el cansancio y lo sentí en cuanto hice el primer movimiento: como un centro de gravedad que me hundía en la cama. Tenía la impresión de que podía quebrarme en tantos pedazos que sería imposible reconstruirme, que mis encías sangrantes dejarían de sostener los dientes. Me acuerdo de aquellos chocolates que la gente traía de Bariloche, el chocolate en rama. Eran quebradizos, llenos de aire, y se te deshacían en las manos. Aún faltaban siete días para que vinieran a buscar a Mauro, y en esa recta final, siempre me levantaba con sensación de ahogo. Hacía mis tareas mecánicamente, como una trabajadora en una fábrica de pollos; lo vestía y lo desvestía, le cortaba las uñas, pasaba la esponja por los pliegues de su anatomía adiposa. A veces me imaginaba tomando un ómnibus nocturno, un cochecama que me permitiría cerrar los ojos y despertar en otra tierra. A veces me imaginaba cavando un túnel largo y profundo que me sacaría del país. Pero todas las rutas de escape me devolvían a Max; como esas orejas de las grandes autopistas que te escupen al mismo lugar del que saliste. Pensaba en los ahorros dentro de la caja fuerte. Un día cualquiera volverían de la estancia y encontrarían la casa vacía, sin mí, sin mi fajo de billetes. La madre de Mauro lo depositaría como a un tubérculo frente a la puerta, un pimpollo incapaz de convertirse en flor. Pero yo estaría lejos, del otro lado del país, al otro lado de la noche. —¿Ya es día? —dijo Mauro, de pie junto a mi cama. Una marca profunda del almohadón le cruzaba la mejilla. Era de día, pero la claridad no se abría paso, como esas tardes que de pronto se vuelven nocturnas, ensombrecidas por nubes amenazantes. Miré hacia la ventana, todavía embotada por el sueño. Por fin había amanecido con niebla. Eso significaba, al menos, que los vientos estaban tranquilos. Una tregua, por corta que fuera. —¿Qué hora es? —pregunté. —Es día. Prendí la portátil que estaba junto a mi cama. Mi ánimo era una carreta o un arado que debía empujar al levantarme. Siete días podían ser una eternidad, pero no como dice la gente: la vida de siete polillas. Una vez tuve que escribir sobre eso, los diez animales con menos esperanza de vida. De los primeros artículos de relleno que me encargaron en la agencia. Las mariposas podían vivir entre una semana y seis; las abejas apenas cuatro, un poco más que las moscas, y solo un insecto de cuerpo transparente y ojos gordos como lentejas vivía menos de un día: las efímeras, el insecto con el nombre más triste del mundo. No, no se trataba de ese tipo de eternidad, sino como si te obligaran a caminar siete días con los pies llagados sin poder detenerte, las ampollas soltando su líquido tibio, los zapatos horadando siempre la misma herida. Fui hasta la ventana y Mauro se acomodó en puntas de pie a mi lado. Los dos miramos el paisaje monótono y gris: cúpulas, antenas de televisión, tanques de agua, viejos alambres sin ropa, las grúas inservibles del puerto. Miré esas grúas, iluminadas por focos también inservibles, y recordé haber leído en algún lado sobre un hombre que soñó con un jardín de jirafas. —Va a llover —dije. Lo dije así, con toda naturalidad, aunque sabía que era imposible, que cualquier cosa que descargaran esas nubes no sería agua acumulada en el cielo. Hacía mucho que no llovía; seguro que Mauro no recordaba la última vez. Yo tampoco, en realidad. Fue una lluvia sin nada memorable. No rompió paraguas, no desbordó desagües ni alcanzó a formar goteras. Así es con todo. Solo recuerdo que ocurrió un poco antes de que aparecieran los peces. La última vez que vi a Max fuera del hospital tampoco supe que sería la última. Por la mañana tomé un interdepartamental a Villa del Rosario. Había amanecido con cerrazón y con el frío punzante de los días sin viento. La nueva casa de Max, su casa de soltero, era una construcción a medio terminar, con ese aire maltrecho y caprichoso de la arquitectura aficionada. Se le había ocurrido irse a vivir a la costa, el lugar más peligroso del país, porque allá había conseguido esa casa, entre sus amigos de las plantas medicinales. Al bajarme del bus fui por la calle de atrás, donde quedaba la arboleda, un terreno baldío. Él no me esperaba. Caminé sobre la pinocha húmeda y silenciosa. Desde ahí se podía ver la casa, el parrillero y el patio, con las cuerdas de ropa y los palillos de colores. No tuve que esperar mucho antes de que saliera. A pesar del frío, Max no soportaba el encierro. Lo miré ir y venir cargando troncos. Cada vez que respiraba, una nube de vapor salía del cuerpo caliente. Llevaba un suéter azul de escote en V que, si no era el mismo de siempre, igual estaría agujereado, comido por las polillas y con alguna quemadura de cigarro. Tenía la garganta al descubierto, las manos secas apretando la corteza rugosa de los troncos. Ese desdén por el dolor lo había tenido toda la vida, mucho antes de empezar los primeros ejercicios para domar el cuerpo. Como si no fuera todo lo mismo, le decía yo, apenas la parte visible del iceberg que constituía su persona. Él podía caminar sobre abrojos, soportar sin rascarse la picadura de los mosquitos y quedarse quieto bajo el sol hasta que los hombros se le ponían morados. Después la espalda se le pelaba y yo arrancaba las capas de piel transparentes que dejaban al descubierto otra, más nueva y más roja. Le decía: ¿te das cuenta de que esta piel nunca tocó el aire? Mis dedos, mi propia piel eran lo que tocaba por primera vez. Max dejó la leña adentro y volvió a sentarse en uno de los bancos frente al parrillero. Fumaba, lánguido como un adolescente envejecido. Si de verdad tenía poderes, debía de saber que yo lo espiaba desde la arboleda; debía de estar actuando para mí. De todos modos, él siempre había actuado para las mujeres. Durante una época, incluso, había querido ser actor. Llegó a hacer audiciones y apareció en una película nacional en la que se lo veía sentado dentro de un auto en una noche lluviosa. Después lo abandonó, como abandonaba todo lo que emprendía. Tenía una manera desdeñosa de referirse a esas viejas pasiones. Una vez lo encontré mirando la película. Era de día, pero él había bajado las persianas del cuarto y el televisor refulgía envuelto en una nube de humo. Se miraba a sí mismo, con la media sonrisa inclinada. —Mirá —dijo, sin levantar los ojos de su imagen—. Antes quería ser todos, ahora no necesito ser nadie. Max terminó el cigarrillo y lo aplastó sobre la mesa del fondo. Tiró la colilla al parrillero y se quedó con la mirada perdida, mientras la niebla se condensaba en algunas gotas que el suelo absorbía sin ruido. Solté los coquitos de eucalipto que había ido juntando en una mano y los dejé caer sobre la pinocha húmeda. El guante me olía a menta. ¿Cómo es la paradoja de que para rendirse primero hay que soltar, pero que no es al soltar que uno se rinde? Max pudo soltar hasta la compasión por sí mismo; yo me sentía una especie de pulpo prehistórico, aferrada a todo lo que alguna vez había tenido. ¿Por qué era más difícil soltar a Max que a esos coquitos de eucalipto? En los bosques de Suiza existía una garrapata que producía una encefalitis fulminante. La esperanza de vida de los inuits era quince años menor que la del resto de los habitantes de Canadá. La luz y el oxígeno oxidaban la carne, por lo que debían curarla con nitrito de sodio. Todo eso yo lo sabía por mi trabajo en la agencia, donde día tras día mi cabeza se llenaba de datos inútiles. De pronto me ganó el desánimo. No sé qué había esperado que sucediera, qué alquimia misteriosa, pero ya no sabía para qué había ido hasta la casa de Max, qué estaba haciendo escondida detrás de un árbol. Fue en ese momento que tomé la decisión de renunciar a la agencia y de aceptar la oferta de los padres de Mauro. Al principio me pidieron que me fuera para adentro con ellos, que me pondrían una casita en el Once de Octubre, un pueblo nuevo a treinta kilómetros de la estancia, pero yo me negué, era demasiado lo que me retenía en la ciudad. Esta es mi casa, dije, acá hay espacio para los dos. A los pocos días trajeron a Mauro. La madre me lo entregó junto con varias cajas de comida que llenaron la alacena. Ellos tenían sus valijas hechas y ya cargadas en la cuatro por cuatro que esperaba en el garaje. ¿Fue antes o después de la última lluvia? El edificio aún conservaba más de la mitad de los inquilinos; el ascensor aún subía y bajaba con su soplido de hipopótamo. Los que se iban, a los ojos de los que nos quedábamos, habían sucumbido al pánico de la televisión. Me acuerdo de que sentí alivio cuando se despidieron y quedé sola con Mauro, como si Mauro fuera un portal hacia un mundo mejor. Todo el tiempo me repetía lo mismo: que nada me ataba a él y que, pronto, nada me ataría tampoco a Max, que en pocos meses juntaría la plata y me iría a vivir al Brasil. Dejé que Mauro desayunara en la sala, frente al televisor. Por primera vez en semanas, meteorología anunciaba bajo riesgo de viento. Desde la cocina podía oír a Mauro conversar con el aparato. Qué significa, qué significa, me llegaban las voces dispersas del televisor. La medición de las partículas del aire. ¿Quién dice? Yo digo. ¿Y quién es usted? Risas a todo volumen, no reales sino grabadas, un estadio entero riendo. No era un programa serio, pero cualquier cosa me parecía mejor que el silencio de la niebla. Busqué unas bolsas de nailon y fui echando adentro arroz, lentejas y garbanzos, las leguminosas con las que el agrónomo quería salvar al país. Del estante superior bajé unos cartones de leche y varios paquetes de moñitas al huevo. Hacía tanto que estaban ahí que se les había acumulado polvo. Los limpié y metí todo en una bolsa de basura. Un paquete de galletas, un frasco de dulce, una caja de hamburguesas congeladas, dos latas de maíz. No incluí los vasitos de Carnemás porque a mi madre le daban asco. Una vez se había peleado por eso con Valdivia. Él no soportaba que le criticaran los productos; creía cumplir una misión importante en el barrio, se angustiaba cuando el viento atrasaba a los proveedores y decía cosas como: no puedo matar al pueblo de hambre. Es indigno, decía mi madre, eso es comida regurgitada. Pero hasta la comida regurgitada podía ser alimento. Aunque no fue mucho lo que quedó después del reparto, alcanzaría bien para la última semana, y aún tenía las provisiones de emergencia. De regreso, podría pedirle al taxista que me llevara a algún otro almacén de barrio. Los taxistas conocían la nueva ciudad mejor que nadie, mejor que los patrulleros mismos; conocían las tiendas ilegales que se abrían y cerraban como hongos y donde una caja de hamburguesas podía costar hasta mil pesos; conocían a los tramitadores de certificados de salud falsos, que te ayudaban a atravesar la frontera, las bocas de mercado negro donde se vendía nafta, repuestos, filtros de aire, pastillas purificadoras de agua. Abrí la heladera, me serví un vaso de leche y me lo tomé bebido. Ya casi no quedaba comida fresca. Para eso habría que esperar a que el chofer nos trajera una nueva caja de verduras y frutas marchitas, con marcas de gusanos, de colores apagados y extrañas malformaciones, pero sin riesgos de enfermedad. Mauro seguía absorto frente al televisor. Pasé detrás de él y le toqué la cabeza. ¡No!, dijo enseguida y movió la cabeza a un lado. Después me preguntó si era su cumpleaños. Yo te aviso cuando sea, respondí. Marqué el número del taxi oficial. La línea estaba ocupada y tardé varios minutos dándole al redial hasta que entró la llamada. La voz automática, melosa y excesivamente amable, dijo lo de siempre: para transporte sanitario, marque 1. Si usted está en una zona costera, pero no necesita transporte sanitario, marque 2. Para servicios en el interior del país, marque 3. Apreté el 2, pero volví a estrellarme contra la grabación y la musiquita del sindicato: para transporte sanitario, marque 1. Di un par de vueltas en la red circular de opciones, que no llevaba a ninguna parte, hasta que me decidí a marcar el 1. La operadora atendió enseguida, y aunque ya sabía mi dirección y mi teléfono, volvió a preguntármelos. Luego de verificar mis datos, me pidió el nombre y la cédula de la persona enferma. —No hay ninguna persona enferma —dije—. Solo necesito un taxi. —Esta opción es solo para transporte sanitario. Antes de que colgara intenté explicarle que era imposible entrar a la opción 2. La operadora, con una voz que no se parecía en nada al tono aterciopelado de la grabación automática, me dijo que cualquier otro servicio estaba suspendido por tormenta. —Únicamente transporte sanitario —insistió. —¿Quiere decir que no hay taxis? Como un loro amaestrado, volvió a decir: —Únicamente transporte sanitario. —¿Por el Príncipe? —dije—. Pero si acaban de anunciar alerta baja. —Es por seguridad, señora. —¿Me está diciendo que no hay un solo taxi en toda la ciudad? —Para protección de los trabajadores. —Puedo pagar la tarifa de insalubre —dije. La telefonista hizo un silencio que se llenó de estática. —Los taxis autorizados no están trabajando, señora. Era su manera de decirme que podía tomar un taxi particular, autos ilegales que te llevaban por un precio acordado en el momento. Siendo mujer y con plata en el bolsillo, subirse a uno de esos taxis particulares se parecía bastante al suicidio. Pero no tuve tiempo de decir más; la telefonista ya había puesto la grabación automática del sindicato: Reserva tu viaje, cuida tu vida. Me acerqué a la ventana y busqué el sol, como tantas veces lo había hecho Mauro, pero ni los árboles de la plaza alcanzaban a verse. Era como una superposición de vidrios empañados; si alguna mancha de color lograba atravesar uno, quedaría atrapada en el siguiente. Había que confiar en la niebla, no pensar en todos los peligros a los que te exponía, sino camuflarse en ella, hundirte en su abrazo protector. Fui a la cocina y verifiqué que el candado de la heladera estuviera puesto y la basura cerrada. Saqué la bolsa del cubo. Mauro oyó mis movimientos y vino a curiosear, aún en pijama, descalzo, mascando el pincho de madera de una brocheta de pollo, una especie de nugget que se vendía como alimento saludable, aunque no fuera más que otro amasijo de carne con sabor artificial. —Voy a salir a comprar comida —dije—. Vos te quedás tranquilo acá y no tocás nada. ¿Me prometés? Él dijo que no, no quería quedarse solo. Nunca, desde que vivíamos juntos, lo había dejado en casa. —Tengo hambre —dijo. —No es hora de comer, Mauro. Ya te comiste tu nugget y el helado. —Tengo hambre —insistió. Y yo le creía, pero debía fingir que no. Debía aguantar sus berrinches sin conmoverme. Mi trabajo consistía en eso, en verlo engordar y finalmente (¿cuándo?) verlo morirse, sin el dolor de las madres. Mauro volvió a decir que no quería quedarse solo. Arrugó los ojos, hizo como que lloraba, pero solo alcanzó a soltar un ruido seco. Después tiró el palito al piso, corrió a su cuarto y cerró la puerta de un golpe. De adentro lo oí gritar: ¡no!, ¡no! Al abrir la puerta, lo encontré sobre la cama, con la almohada apretada entre las rodillas y tres dedos dentro de la boca. —Mauro, vení para acá. Él hizo que no con la cabeza, mientras intentaba meterse la mano entera dentro de la boca, que chorreaba baba por las comisuras. —No me hagas contar hasta tres. —Y por dentro empecé a contar, pero me interrumpió la imagen de Mauro devorándose a sí mismo, clavando los dientes en su propia carne—. Sacate la mano de ahí. Mirá que te pongo en penitencia. A veces me preguntaba si de verdad podría llegar a tanto, a comerse sus propios dedos, a beber su propia sangre. ¿Qué haría el síndrome abandonado a sí mismo? El cerebro de Mauro nunca diría basta. Huevos podridos, hongos, cal; podría comer hasta ahogarse, hasta desgarrar el esófago como un trozo de tela vieja. —Vení que te voy a dar algo. A regañadientes, Mauro me siguió hasta la sala y se quedó parado frente al televisor, estudiándome. Busqué la bolsa de caramelos, arriba, en los armarios altos de la cocina, y agarré un puñado. —Mirá, podés elegir. ¿De qué color querés? Él se acercó con un dedo aún dentro de la boca, como un hueso rancio, y miró con atención. Todos esos colores. Caramelos masticables que te obligaban a luchar media hora para ablandarlos. —Rojos —dijo. —Agarrá todos los rojos. Los fue sacando del hueco de mi mano. Analizó bien, no quería perderse ninguno. Cuando terminó, eché el resto a la bolsa y cerré el armario con llave. Él me preguntó cuánto iba a demorar. —Antes de que termines todos esos caramelos, voy a estar acá. Me puse el abrigo y, al meter la mano en el bolsillo, tanteé un bulto y la sensación áspera del papel servilleta. Eran los escones de mi madre, duros como piedras, que habían quedado ahí desde la última vez que la visité. Desde entonces, mi vida había estado en pausa, como una muñeca sin pilas. Podría haberle dado los escones viejos a Mauro. Él se habría encargado de roerlos, de untarlos en saliva hasta convertirlos en materia blanda. Pero no. Salí del apartamento con la bolsa de provisiones en una mano y la bolsa de basura en la otra. Al pasar la llave, oí cómo Mauro repetía mi nombre. Dice mi madre que, cuando yo tenía tres o cuatro años, lloraba cada vez que ella se iba al trabajo. Dice que una vez la aferré de los tobillos para impedir que se fuera, que ella caminó hacia el ascensor, arrastrándome como a un peso muerto. Dice que otra vez le pedí matrimonio. Pero yo no recuerdo nada de eso. Lo que recuerdo es cuando Delfa me permitía hacer pildoritas con la masa que sobraba del pastel de fiambre, o cuando recortaba conmigo la ropa para las muñecas de papel, o cuando me dejaba peinarle la peluca, mientras ella se sentaba a hacer remiendos en el sofá, casi calva, con apenas unos pelos sueltos dispersos por la cabeza, negros, distintos del rubio pajizo que siempre le había conocido. O cuando jugábamos al Mikado, sus dedos demasiado gordos para sacar los palitos sin que se movieran los demás, o cuando se enojaba porque Max y yo nos encerrábamos en mi cuarto a escuchar cassettes. Pero nunca se lo dije a mi madre; nunca confesé que no recuerdo ni una sola cosa de esos años en que supuestamente ella fue el centro de mi vida. Imposible, imaginate. ¿Por qué? Porque hay un solo centro. Sí, pero hay muchas vidas. Un auto negro y destartalado rondaba la plaza; era lo único que se movía. Crucé la calle y tiré la bolsa de basura sobre una montaña de plástico que se había ido aplastando y endureciendo con la humedad. El auto negro me hizo señas de luces. Lo dejé pasar sin responderle, pero el conductor se detuvo en la esquina y se inclinó sobre el asiento del acompañante para bajar el vidrio. Me acerqué a tantear terreno: un anciano de manos nudosas y manchas oscuras en la cara. Parecía inofensivo, pero ya nadie era inofensivo. —¿A dónde te acerco? —A Los Pozos —dije—. ¿Cuánto? —Cuatrocientos pesitos nada más. Podría haberme dicho cualquier precio y aun así lo noté ansioso, pedigüeño. En la extraña transacción de necesidades, de miedos, yo llevaba las de perder, pero lo importante era disimularlo. —Doscientos, no tengo más. —Con doscientos no pago ni la nafta —dijo, y apoyó las dos manos sobre el volante. La manga de la camisa no tenía botón y vi el comienzo de su muñeca raquítica, dos huesos filosos que empujaban una piel casi transparente de tan fina y seca. Tal vez fuera su primer viaje, la primera vez que arriesgaba lo poco que le quedaba para comprar nafta en el mercado negro y convertirse en taxi privado. —Cuatrocientos si me espera y después me lleva hasta el Clínicas —dije. El viejo hizo cuentas mentales y me sonrió con una hilera de dientes enanos y amarillos. Me subí adelante, con la bolsa de comida entre las piernas. La calle neblinosa y apagada se abría a medida que avanzábamos, como si partiéramos la noche en dos. —Parece que va a llover —dije, y enseguida sentí la cara caliente por el golpe de vergüenza. Demasiado cándida, como si en presencia del viejo me hubiera convertido de inmediato en una niña—. Que fuera a llover, bah. —Lindo, el olor de la lluvia —dijo él. —Sí. —Y el ruido. En verano. Vos no te imaginás las tortafritas que hago yo. Las mejillas sin carne se le plegaban como un acordeón cuando sonreía. Manejaba con el cuerpo inclinado hacia el volante y los ojos fijos en el hueco de niebla. —Ahora no, porque tengo el estómago sin iniciativa. Pero antes... —Y una sandía —dije yo—, bien dulce. —O una buena pastafrola. Fijate que anoche soñé que me comía una empanada criolla. Una de verdad, con mucha carne picada y buen adobo. No como las de ahora. —Carnemás —dije—: “la carne de todos”. —La soñé tan clarito que hasta el olor me subió por la nariz. Nos quedamos en silencio y un rato después soltó como si nada: —Soñar es gratis. Me contó que antes de la epidemia tenía un puesto de animales domésticos en la feria. Vendía canarios y peces ornamentales. Así los llamó: ornamentales. ¿Qué habría pasado con esos peces, los que nacían y morían en una pecera? No se lo pregunté, pero recordé cuando yo también iba a la feria con Delfa. La ayudaba a cargar bolsas y siempre esperaba el momento en que llegáramos a los puestos de animales. Miraba los conejos, acurrucados unos con otros, y los peces velo de novia. Arrastraban su velo entre las burbujas, los castillos y los tesoros hundidos. —Era un lindo trabajo —dijo el viejo—, aunque sufrido. Los gurises toquetean mucho y después los animales se enferman. Pero muy de madrugada, cuando todos esos canarios se ponían a cantar, eso sí era lindo. Yo me sentaba en el patio a tomar mate y los oía. Después iba jaula por jaula y les cortaba las uñas, cuidando de no tocarles la venita. Si ellos están enfermos, enseguida dejan de cantar. Y yo los vi alicaídos rato antes de la primera tormenta. Después empezaron con diarrea, se les hincharon las patas. —¿Y qué pasó? —¿Qué va a pasar? —dijo, y fue como si el tema quedara cerrado. Me preguntó a quién iba a visitar al Clínicas y le hablé de Max. —Está en Crónicos —dije. El viejo me miró; fue un segundo, pero alcancé a reconocer ese anhelo que había visto en tantos ojos. —Se ganó la lotería —dijo. —Estamos divorciados. —¿Hijos? Hice que no con la cabeza. Él tenía una hija en el pabellón de agudos y una nieta adentro. Que los internados para estudiantes estaban cada vez más caros y más llenos, me contó. —Vos no sabés lo que hace la gente con tal de mandar a sus hijos para allá. No lo sabía, pero podía imaginarlo. Podía imaginar a ese viejo raquítico moviéndose entre los mercenarios de la nafta negra; lo imaginé mascando semillas secas con tal de guardar hasta el último peso. ¿Venderían canarios en el mercado negro? ¿Peces ornamentales? Otra cosa que no le pregunté. —¿Usted conoce la paradoja de la oruga y la mariposa? —dije. —Mija, yo tengo la cabeza más llena de nubes que esta calle. No me pidas tanto. —La oruga, mientras está ocupada siendo oruga, no puede ser mariposa. Él se quedó serio, como pensando. —A ver, explicameló —dijo después. —Es una paradoja. Se entiende y no se entiende. —O se entiende o no se entiende. Hasta ahí me enseñaron en la escuela. —No se entiende —dije, pero ya no estaba segura y hubiera querido preguntárselo a Max—. O por lo menos no se entiende con la cabeza. Al llegar a Los Pozos, nos estacionamos frente a la casa de mi madre. Tuve un presentimiento horrible. Por las ventanas abiertas se metía la niebla, como una serpiente que se mordiera la cola. Golpeé, pero nadie atendió, y ningún ruido venía de adentro. El barrio entero había caído en una especie de mutismo. Metí la cabeza por una de las ventanas y vi a mi madre en el sofá, con los brazos flojos sobre el abdomen, la boca entreabierta, el pelo escaso, abriéndose como un abanico sobre la mitad de la cara, y un libro apoyado en las piernas. Tanteé el picaporte. La puerta no tenía llave, y al abrirse, ella pegó un salto que hizo caer el libro al suelo. —No te duermas con las ventanas abiertas —dije—. ¿No ves que esta oscuridad no es normal? —¿Cómo viniste hasta acá? —dijo, desorientada. Tenía un aspecto lamentable, la cara hinchada y un salto de cama que parecía una colcha vieja. —No hay taxis. Nadie dice qué está pasando. Se inclinó hacia adelante y se tocó las pantorrillas. —Me quedé dormida. —Adentro de una nube, sí. Parecías un angelito. ¿Decís que así es el paraíso? —Puede ser peor. Se levantó con esfuerzo y se acercó a mirar lo que yo estaba haciendo. —¿De dónde sacaste todo eso? Acomodé las provisiones sobre la mesa. Creo que me miró con aprobación, pero en retrospectiva ya no puedo estar segura. —Los padres de Mauro vienen en unos días. ¿Se sabe algo de Valdivia? —Nada. Fue hasta la ventana que daba al patio y la cerró. —Se están yendo todos. Marcela dice que no quiere dejarme sola, pero el agrónomo ya le está armando una casita allá adentro. Una por una fue cerrando las ventanas, atrapando la niebla dentro, con nosotras. —Está empeñada en que me vaya con ella. —Lo bien que harías. Al llegar a la ventana que daba a la calle, se quedó un rato mirando hacia afuera. Era difícil reconocerla así. Su cuerpo ancho a contraluz. La vanidad que había dejado caer como una piel muerta. —¿De quién es ese auto? —dijo. —Tengo que irme rápido. Mauro está solo. —Ya está grande. —Vos no sabés lo que puede hacer. Podría cortarse un dedo y no sentir nada. —Tiene suerte, entonces. —¿Qué decís, mamá? ¿Podés ponerte por un segundo en los zapatos de otra persona? Ella seguía de espaldas a mí, en la ventana, con ese salto de cama que ya había perdido el color de tanto lavarlo. —Ya empezás. Sos agresiva e irascible. Así no vas a llegar muy lejos. —No quiero llegar a ninguna parte. Ella asintió, en silencio. —¿Por qué no aceptás el ofrecimiento de la maestra? Ella va a necesitar público allá adentro, ¿o te pensás que el agrónomo la va a escuchar mientras toca el piano? Mi madre se encogió de hombros, imantada al auto del viejo y a todo su potencial de escape. —Ella era de las que decían que iba a morirse en Los Pozos, y mirá. —¿Por qué no aceptás? —Yo no sé nada —dijo—. Tienen la fábrica funcionando a media máquina hasta que pase la tormenta. No pueden transportar los animales. ¿Y cuándo va a pasar esta tormenta? —Si pasa. —Ellos están convencidos de que sí. ¿Te imaginás? Con todo lo que han invertido, el despilfarro. —Es inmoral —dije. —Es una pérdida de plata, nada más. Están con el agua al cuello, por eso presionan a los trabajadores como Valdivia. —¿Eso te dijo la maestra? —Ella se hace la boba. Pero mirá esto, vení. Me hizo señas para que me acercara rápido a la ventana. —Hablando de Roma. En la casa de enfrente, la maestra hablaba con un hombre que tenía un maletín de cuero. —Es él. Miralo. Las dos nos reímos. Con su máscara alemana, parecía que llevara un pasamontañas encima del traje de hombre de negocios. Era un traje anticuado, las piernas demasiado anchas, con la raya marcada en la parte frontal; el saco también ancho, cuadrado y con hombreras. —En manos de ese esperpento estamos —dije. La maestra llevaba un déshabillé blanco de puntilla; parecía una niña de otro siglo que fuera a tomar su primera comunión. —Tiene chofer —dijo mi madre, en el momento en que vimos un auto largo y lujoso detenerse frente a ellos—. Le trae provisiones de adentro, pero se las cobra al precio de acá. ¿Podés creer? Hace negocio hasta con ella. Hablaba con rabia, como si el agrónomo fuera el culpable de la vida que llevábamos. —Le cobra hasta el último grano de arroz. El hombre cargó el maletín en el asiento de atrás y subió adelante. La maestra le hizo adiós con la mano hasta que el auto dobló la esquina; después entró rápido a la casa. —Pobre Marcela —dijo mi madre—. Vamos a terminar con esa porquería de Carnemás metida hasta la nariz. ¿Y vos? ¿Cuánto te falta para juntar la plata? —Poco. Unos meses. —Unos meses, decís. Como si no fuera una eternidad. Lo hacés por el chiquilín ese. —Estoy juntando la plata, falta poco. —Te sacrificás en vano. Un hijo es para toda la vida. —Tengo que irme, después hablamos. Mi madre fue hasta el televisor y lo prendió, ignorando lo que acababa de decirle. Era un aparato enorme, que se sostenía sobre una especie de andador con rueditas para ancianos. —¿Viste a este loco? —dijo. En la pantalla estaba la foto de uno de los biólogos del Estado. Saavedra o Saravia, se llamaba—. Lo van a internar en un manicomio. Apareció con el cuento de que las algas no son algas, son bichos, ¿podés creer? —Sí, lo vi esta mañana. —La salud mental es cosa seria. Pero no va a faltar el loco que le crea. —¿Vos te acordás del conejo que me regalaste aquella vez? —dije. —¿Qué conejo? —El conejo. Fue idea de Delfa. —Fue mi idea, la peor idea que tuve en la vida. —Se acercó al televisor y subió un poco el volumen—. Mirá nomás. Encima le van a dar pensión vitalicia. —Tengo que irme, mamá. —Sí, sí —dijo ella, molesta, agitando la mano como si espantara una mosca—. Andá tranquila, total. Apagó la tele, pero se quedó mirando la pantalla negra, o tal vez su propio reflejo en la superficie abombada. Fui hasta la puerta. Antes de abrirla me arrepentí y volví a la sala. Saqué el fajo de billetes y separé lo del taxi. —Tomá —dije—. Si la maestra te ofrece, vos agarrás esto y le encargás comida al agrónomo ese. No importa lo que cobre. —Qué esperanza. —Agitó la cabeza, evitando mirar los billetes que yo había dejado sobre la mesa para no caer en la tentación de contarlos. —Hay maneras más rápidas de morirse que de dignidad —dije. —¿Vos pensás que yo no puedo conseguirme las cosas sola? ¿Que voy a pedirle favores a ese mafioso, a ese renacuajo? ¿Cuándo te faltó algo a vos? —Te estuve llamando durante dos semanas. Te imaginé muerta. —Te lo merecías —dijo—, qué te puedo decir. —Por favor, mamá. —Pero no se trataba de un ruego, sino de un cansancio tan cabal que iba más allá del cuerpo, de todo lo físico y todo lo mental, un agotamiento enquistado en el tiempo mismo—. No discutamos hoy. Si la maestra te vuelve a ofrecer, vos agarrás esta plata y comprás lo que haga falta, ¿oíste? Ella rechazó los billetes. Los levantó de la mesa, los dobló a la mitad y me los devolvió sin siquiera mirarme. —No voy a dejarte sola en esto —dijo. —Ya estoy sola. Ella chasqueó la lengua. —No sabés lo que estás diciendo. Me acerqué más y volví a susurrarle que tenía que irme. Le dije que pronto, pronto, nos iríamos las dos solas al Brasil. Ya casi, dije, ¿me creés? Le saqué los billetes de la mano blanda y volví a ponerlos sobre la mesa. El centro de gravedad me empujaba hacia abajo: el cráneo, los pulmones, todo se aplastaba, amenazaba con hundirse. La agarré de los hombros y ella se resistió al abrazo. Se había puesto a la defensiva y se mantuvo rígida y distante, echando hacia atrás el peso de su indignación. La abracé de todos modos, y al hacerlo me pregunté qué sería lo que siempre había buscado en ella. Al final, Max y mi madre se parecían bastante. Años, casi mi vida entera esperando, mendigando, ¿qué? No es que ellos se negaran a darme algo, sino que simplemente no lo tenían, y yo, empecinada, seguía tanteando a ciegas dentro de un pozo vacío. —¿Querés ayudarme? —le dije, y apoyé los labios en su frente. No llegaba a ser un beso, solo la sensación de su piel fría y grasa en contacto con la mía—. Si querés ayudarme, no me obligues a ocuparme también de vos. El viejo se había quedado dormido en el auto, con el asiento reclinado hacia atrás, y se sobresaltó cuando abrí la puerta del acompañante. Tenía el cuerpo tan maltratado que necesitaba dormir dos minutos por cada minuto que respiraba. —Mirá —dijo, y señaló al frente—, la niebla se está levantando. —Imposible, no sonó la alarma. —Cosas más raras se han visto. Y la radio no sintoniza nada. Cada palabra parecía llevarse una porción demasiado grande de él y lo dejaba desinflado y tosiendo. Con una mano movió la perilla de la radio, pero solo oímos el hormigueo de la estática. Bajé la ventana y saqué el brazo afuera. La temperatura no había subido, pero sentí un olor distinto, violento y acre. A contraluz alcancé a distinguir una sustancia fina, grasienta, adherida al parabrisas. —¿Eso estaba? —dije. El dedo me quedó negro al pasarlo por el vidrio—. Lluvia seca. —Eso es hollín —dijo él—. Algo se les está quemando. El viejo prendió el motor. Miré hacia la casa y en la ventana creí ver a mi madre, el contorno de su cuerpo delineado como una sombra oscura. No me hizo señas, y yo tampoco a ella. Fue la última vez que la vi. El viejo arrancó. Las calles de Los Pozos estaban desiertas, y al imaginar a la gente encerrada, pensé en los canarios del viejo cantando en sus jaulas. Después nos cruzamos con un camión de bomberos que llevaba la sirena apagada y dos patrulleros que ni siquiera nos hicieron juego de luces. —Ahora sí están apurados —dije. —Les arde el quetedije —se rio el viejo, y aceleró otro poco—. Pero oíme bien: algo serio se les está quemando. Creímos que la alarma saltaría en cualquier momento, pero cuando nos estacionamos frente al Clínicas, la gente seguía en la calle como si nada. El viejo miró hacia las ventanas altas del edificio. Era como un gran panal, y quienes entraban corrían el riesgo de quedar atrapados para siempre en su sustancia pegajosa. Le di al viejo los cuatrocientos pesos y él guardó un billete bajo el asiento y el otro en el bolsillo de la camisa. —Mejor prevenir —dijo. Afuera se amontonaron tres o cuatro personas esperando para disputarse el auto. —¿Cómo se llama su hija? —Adelina. Y yo soy Víctor Gómez. Mucho gusto. Extendió la mano huesuda y fría, sin circulación, y yo se la estreché. —Mucho gusto. El viejo me dedicó una última mirada y luego atisbó por el parabrisas sucio a los pasajeros que esperaban su turno. —Mirá eso, mija, me trajiste suerte. ¿Te acordás de aquel día? ¿Cuál? Aquel. Te vi por la ventana cuando te ibas. Mentiroso. Ibas como haciendo equilibrio. El equilibrio nunca fue lo mío. ¿Fue por esa mujer? ¿La conociste? Sí. ¿Y cómo era? Tenía un cuello de pájaro. Tardé más de media hora en llegar al mostrador de las visitas. La recepcionista tenía un cartelito colgado en el bolsillo de su chaqueta. En la foto sonreía, pero delante de mí, la boca y la nariz permanecían escondidas detrás de un barbijo azul. Los tapabocas habían convertido a las funcionarias públicas en raras odaliscas del Estado. Me miró, las pestañas artificialmente curvadas por encima de la tela quirúrgica, mientras yo deletreaba el nombre de Max. —No están dejando ver a nadie —dijo el hombre que me seguía en la fila—. Pregúntele a cualquiera. Es la tercera vez que hago la cola hoy. —Está en Crónicos —dije. Había algo en esa palabra que ablandaba inmediatamente la disposición de todos los funcionarios, y la odalisca tecleó en la computadora. Luego giró en la silla ergonómica y sus uñas veloces hurgaron en el fichero hasta dar con mi tarjeta. —Segundo ascensor, décima planta —dijo al entregármela. Enseguida la cola se hinchó con un quejido, hizo un movimiento de boa constrictor y me expulsó a un lado. —Espere —dije—. Quiero ver a alguien más. La señora Adelina Gómez. El hombre de atrás ya se había adelantado y volvió a acomodarse en la fila con un bufido. Tenía la cara pecosa y estremecida, la papada blanda igual que Mauro. Lo oí hablar con los demás, decir: vine a las nueve de la mañana y no encontraban mi tarjeta. La odalisca exageró el golpeteo de sus uñas acrílicas sobre el teclado y se quedó esperando con los ojos en la pantalla. Quiero detenerme aquí, en este instante, acercarme a él todo lo que pueda. ¿Por qué? Porque hasta ese minuto (y no al siguiente) todo seguía en su lugar. Un lugar precario, sí, un lugar poco deseable, insuficiente, pero yo me había ido acostumbrando a ese orden. Había aprendido a soportarlo. Como esas torres hechas de bloques de madera: alguien saca un bloque y luego otro; primero los que no representan tanto riesgo, luego de manera más osada, hasta que la torre se derrumba. Si me acercara a ese momento podría ver cómo la mano toma la pieza de madera equivocada, podría sentir el temblor de la torre. Salvo que siempre habrá una pieza equivocada. No volvería a ver a mi madre y, pronto, tampoco volvería a ver a Max: ambos iban a quedar fuera de la línea de mi vida, pero en el instante en el que quiero detenerme nada de eso había ocurrido aún. Era el momento de gracia, de inocencia. El tiempo anterior a ese instante no me parece tan malo ahora, solo estaba detenido en un estado de las cosas, en un cierto estado de las cosas. Y a partir de entonces, todo se pondría en movimiento. —La señora Adelina Gómez no figura entre nuestros pacientes —dijo la odalisca, con frialdad mecánica, y enseguida desvió los ojos hacia el pecoso de atrás. Yo me di vuelta a mirarlo, no sé por qué, alelada por la frase. El murmullo se detuvo y tal vez ese haya sido el instante en que la torre se tambaleó, hizo su danza torpe, su contoneo peligroso. Pero no cayó, todavía no. Mi madre estaba en su casa, tenía todo lo necesario. En unos minutos, iba a subir al pabellón de crónicos y vería a Max. Mauro me esperaba encerrado en el apartamento, mascando caramelos de frutilla. Todo estaba en orden. La tragedia me había rozado, pero solo como una advertencia. —No puede ser —dije. El pecoso ni siquiera respiraba, atento a mi reacción. La odalisca me miró de nuevo, con sus ojos muertos bajo incontables capas de maquillaje. Parecía agotada de tanto sentimiento ajeno e intransferible. —Si lo desea, puede comunicarse con el departamento de búsqueda —dijo, y me extendió un papelito con el número. Esta vez quedaré definitivamente fuera de la cola, pensando en el viejo y en su sonrisa mueca, y cuando vuelva a levantar la cabeza, el pecoso también se habrá perdido de vista. La serpiente muda y se recicla, pero no por eso deja de ser el mismo animal. Subí al ascensor, vacío por primera vez en un año. Era cierto que no estaban dejando pasar a nadie, pero preferí no hacer preguntas. No quería interceder, no quería pensar más que en mí misma, descansar por un rato en mi privilegio. Bajé en el pabellón de crónicos y saludé a la recepcionista de siempre. Ella realizó el protocolo con mi tarjeta verde y me la devolvió. Todo era conocido: el pasillo lustroso, el murmullo de la radio en el hall, la puerta entornada en la 1024. —¡Miren quién llegó! —dijo Max al verme—. Vení, vení. Que acá estamos con Patricio discutiendo un tema importante. En la segunda cama, la del medio, uno de los crónicos dormía. En la de más al fondo, contra la pared, un hombre calvo de bigote espeso y gris sonreía apuntalado por tres o cuatro almohadas. Se lo veía flaco y débil, pero ya no tenía la vía del suero conectada al brazo y, al parecer, ya tampoco tenía ganas de morirse. —Vení —insistió Max—, necesitamos tu opinión. Tu opinión experta. ¿Para vos qué vale más, la libertad o la vida? El olor a tabaco se prendía del aire, pero no vi ninguna colilla ni rastro de ceniza. Me saqué el abrigo y lo dejé sobre el respaldo de la butaca para invitados. —¿No le das un beso a tu exmarido? Fui hasta la cama y lo besé en la mejilla. Tenía la piel seca y bronceada, no amarilla como las últimas veces, y la barba nueva en su punto más áspero y doloroso. —Tenés buena cara —dije. —Son las lámparas. —¿Las lámparas? —Nos están bañando en luz ultravioleta, ¿verdad, Patricio? —El hombre asintió—. Nos damos una vueltita por el Caribe y volvemos. Acá vivimos en la opulencia. —Es un experimento —dijo Patricio. La voz era ronca, demasiado gruesa para el tamaño de su tórax desnutrido, un vozarrón que emergía de un muñeco de trapo. —¿Sabés cuánto hace que Patricio está casado? —Cuarenta y tres años —se apuró a contestar el hombre—. Ni una sola noche habíamos dormido separados hasta que me trajeron para acá. —Se está tomando unas vacaciones conyugales —dijo Max—. En el Caribe de las Lámparas. ¿Cómo la ves? —Al parecer funcionan —dije. —Y acá estábamos debatiendo qué es más importante, si la vida o la libertad... Pero es difícil, porque Patricio está empecinado en decir que la libertad, ¿viste? Y así no se puede, así es difícil ser un héroe de la patria. —¿No es eso lo que hacen todos los héroes de la patria? —dije—. ¿Dar la vida por la libertad? —Justamente —dijo Max—. Pero acá lo que se necesita, para llevarse la medalla, es dar la libertad por la vida. —¿Vio? —intervino Patricio—. Ahí tiene una mujer sensata. Max exageró la risa. —Sin duda. Esta mujer es capaz de matar a alguien con su sensatez. Y yo sé lo que le digo: la conozco desde los cinco años. —Desde los seis. Cuando vos llegaste a San Felipe tenías seis. Yo tenía cinco. —Pero eras madura para tu edad... ¿Así que vos también elegís la libertad? —Yo no dije eso. —¿Entonces? —No sé, Max. No estoy de ánimo. —¿Qué te pasa? —Nada. —Necesitás un baño de lámparas. Quería evitar hablarle de cosas que él no pudiera entender, del cansancio, por ejemplo, y de ese centro de gravedad que quedaba en el fondo de mí misma, ¿en el estómago?, ¿en los pies?, y que cinchaba hacia abajo. Él habría retrucado algo, igual, que la gravedad no funcionaba así, o me preguntaría quién estaba más cansado, ¿un pájaro que voló mil kilómetros o una hormiga que cargó cincuenta veces su peso? Otro acertijo del que yo no podría salir ilesa. —Es el clima —dije—. Es un fenómeno. —Ya sabemos, sí. Acá nos enteramos de todo, ¿verdad, Patricio? Las enfermeras ya ni siquiera nos hacen monerías. Están demasiado ocupadas con los agudos. Pero nosotros nos entretenemos solos, ¿verdad? Elegimos la vida sobre la libertad, porque la vida, acá, es una aventura emocionante. Cada día trae una sorpresa. Y por suerte mi amigo Patricio, mi hermano de aventuras, ya entró en razón. —Total no hay a dónde ir —dijo Patricio, con su vozarrón desubicado y levantando los hombros. —Veo que lo estuvieron aleccionando —dije. —Pero tiene razón, piénselo. Miré el reloj, faltaba poco para que el tiempo de la visita acabara y me pareció raro que aún no hubiera entrado la enfermera a alertarnos. —No te preocupes, están demasiado ocupadas —dijo Max—, ni se enteran. Me siento abandonado. —Mauro está solo en casa —dije. —Me siento doblemente abandonado. —¿Necesitás algo, Max? ¿Necesitás plata? —Yo no. ¿Y vos? —¿Yo qué? —¿Necesitás que yo necesite algo? —No empieces. —Si algún día salgo de acá, voy a ser rico. ¿Quién iba a decirlo? —¿De qué hablás? —Del bono —se metió Patricio—. El bono del Estado para los crónicos. —Ya se aprobó el decretito —dijo Max. Ahora entendía por qué, para el viejo Patricio, de pronto la vida valía más que la libertad; tenía la ilusión de salir vivo y rico de ese pantano. —¿No te alegra por nosotros? Vos que decías que yo no tenía talento para la vida, y mirame ahora —Extendió los brazos, por completo incorporado en la cama—: un hombre rico. Con un enorme talento para no morirse. Patricio se reía a carcajadas. Claramente Max estaba eufórico, como lo había visto tantas veces, actuando para el mundo (en este caso, para Patricio, pero ¿por qué? ¿Por qué querría actuar para ese pobre esqueleto?), exprimiendo hasta la última gota de su personalidad expansiva, justo antes de empezar a caer. Porque de esa cumbre de energía no se podía bajar sino en picada, no era posible una retirada amable, de artista modesto, sino una retirada colosal, de clavadista que salta desde la punta más alta de sí mismo hacia el abismo del autodesprecio. —Pero no te preocupes —dijo Max—. Vos sabés que nunca voy a salir de acá. —No hables así —dije—, no digas esas cosas. —Mija, usted que es una mujer sensata, váyase mientras puede. —Ahí va, escuchalo a Patricio. ¿Por qué no te vas? —Lo mismo me pregunta mi madre. —Ah, ¿ves? ¡Patricio!, ¡Patricio! Tarde o temprano íbamos a descubrir que mi suegrita y yo teníamos algo en común. —A mí me tienen en común. —Es una cruda verdad. Pero en serio, ¿por qué no te vas? Allá necesitan redactores, alguien que maneje bien el lenguaje y nos mantenga desasnados a todos. —Callate, Max. Estás disparado. ¿Qué te dicen los médicos? ¿Cuánto tiempo más van a tenerte acá? —¿Para qué querés saber eso? Si yo salgo de acá, lo más probable es que no volvamos a vernos. Vení, dejate de cosas... Vení para acá y hablame un poco. —¿De qué querés que te hable? —No sé, de alguna cosa. Contame algo que no sepa de vos. Hablame un poco. —Yo siempre estoy hablando con vos. Ojalá me callara un rato. —Ah, pero mi antena no recibe. Y yo solo tengo esta pobre antena. Me acerqué a la ventana. No hacía frío, pero yo sentía los brazos erizados. Me puse el abrigo y hundí las manos en los bolsillos tibios. Ya había pasado demasiado tiempo y seguían sin echarme. Eso sí era una novedad, no este Max maníaco al que yo había temido toda la vida. —¿Viste esto? —dije. —¿Qué de todo? Es muy linda la vista de París, pero uno se acostumbra. Es pintoresco, pero tiene esa belleza impostada, cómo decirte..., esa belleza de señoras con pieles de zorro. Yo casi siempre me olvido de que el Sena pasa por ahí abajo. ¿Sabés? Dicen que está contaminado. —El tizne, Max. Algo está cayendo. El cielo tenía un color distinto, las nubes negras, tormentosas. —Es el color de la Liberté. Por eso mismo, ¿quién querría salir? ¿Verdad, Patricio? Hemos entrado en razón. La liberté tiene demasiados riesgos. La voz de Max se había convertido en un ruido de fondo, y al darme vuelta lo pude ver así, como un aparato que generaba ese ruido blanco que divertía a Patricio y adormecía al otro, que seguía echado, sin participar de nada. —¿Por qué me mirás así? —¿Vos conociste a una mujer? ¿Una tal Adelina? Gómez, de apellido. —¿Es amiga tuya? Si es amiga tuya, no la conocí —se rio. —Pensá, Max. ¿Te suena? Max giró hacia Patricio: —Usted que conoció tantas mujeres: Adelina Gómez. ¿Le suena? —Adelina, Adelina... —Ya vengo —dije. —¿A dónde vas? —Ya vengo. —Y salí rápido de la habitación. Pasé como un bólido junto al mostrador de los crónicos y bajé directamente por la escalera dos o tres pisos, hasta que un vigilante me obligó a subirme al ascensor. La planta baja bullía de gente. La cola frente a la odalisca de la recepción atravesaba el hall y salía del edificio. No entregué mi tarjeta en Trámites y documentos, simplemente salí del Clínicas, me alejé, temblando, decidida a cinchar del elástico hasta romperlo, anticipando el dolor del latigazo. Caminé lo más rápido que me daban las piernas, y cuando llegué al cruce del Obelisco, aún tenía la tarjeta verde en la mano, con el nombre de Max estampado en el recuadro superior. Hacia el puerto, el cielo titilaba con un resplandor extraño, como el brillo de una ciudad lejana. Si algo se estaba incendiando, debía de ser algo grande. Lo suficiente como para que pudiera verse desde ahí. Tan grande como un barrio entero. ¿Pero qué? La gente señalaba el resplandor sobre el que se amontonaba una nube oscura de ceniza. También lejanas vibraban las sirenas de los camiones de bomberos, como un pitido subterráneo. En cada esquina creía reconocer el auto del viejo. Todos se le parecían porque todos estaban cubiertos del mismo tizne negro que también tapizaba la vereda. Ningún taxi privado se detuvo, y la gente caminaba pisoteando la ceniza. Se había formado un barrizal más peligroso que la niebla. Aunque era improbable, incluso absurdo, tenía miedo de encontrarme con el viejo; que me reconociera y se ofreciera a llevarme. Tenía miedo de mirarlo a los ojos. Algunos oportunistas habían salido a la calle a vender tapabocas. La única manera de volver a nuestras casas era caminando, y aunque todos andábamos rápido, rogando para que no saltara la alarma, había algo conmovedor en el hecho de ver las calles habitadas, vivas. Crucé la avenida para pasar junto al monumento a José Luis Amadeo, una escultura de bronce colocada sobre un pedestal de cemento que emulaba la forma de una roca marina. Un busto dos veces más grande que el tamaño normal de una cabeza humana. Los hombros emergían de las rocas, como si ellas le hubieran tragado el cuerpo, o como si José Luis Amadeo fuera un hombre-roca, sin piernas para patalear ni brazos para abrir el agua. Me paré frente a él. Miré la nariz y los ojos, demasiado hundidos, miré la frente, demasiado ancha, miré la boca, con un gesto desapacible, no solemne sino de dolor, un gesto que parecía decir: me he sacrificado por la patria. Me he sacrificado por la patria y ustedes han hecho esto con ella. Le miré la entrada del pelo, los pómulos cincelados con rabia, para hacerlo más varonil, tal vez más adulto, y no el joven que era cuando lo sacaron muerto del río. Lo miré, con los símbolos de bronce que le hacían una especie de corona de laureles alrededor de los hombros exageradamente musculosos: el pez, la escafandra, la pata de rana, y no hubo nada, nada que me permitiera reconocer al José Luis que había sido mi amigo, el más chico de los buzos, con sus buñuelos de algas y sus pequeñas supersticiones, con su cara pequeña y su risa que era un ahogo, un hipo hacia adentro. Había flores en el piso, algunas coronas, pero en su mayoría flores sueltas, puestas en cualquier resquicio libre. Algunas ya ennegrecidas por la ceniza que el viento rojo se llevaría esa misma noche o la siguiente. Junto con las flores. El centro estaba lleno de policías. Algunos de pie, bajo los aleros de las tiendas cerradas, otros adentro de los patrulleros estacionados en las esquinas. Y alrededor de ellos, bolsas de basura, olor a basura y también a llanta quemada. Los taxis sanitarios pasaban lento, derrapando en el lodazal, pero sin detenerse, igual que otros autos particulares que también iban ocupados. Nadie se detenía. La gente, nerviosa, patinaba sobre la ceniza húmeda, las manos y la cabeza hundidas dentro del abrigo. Algunos saludaban a los policías. Yo pasaba de largo sin mirarlos, sin el obsecuente buenas tardes, sin siquiera una inclinación de cabeza. Tenía la impresión de que Max podía verme desde su ventana del Clínicas, que podía identificarme como un punto de luz entre todos esos abrigos de colores. En la Plaza de las Palomas, un recinto austero, sin árboles ni fuentes, donde los viejos solían sentarse a rociar migas de pan, una mujer se había subido a uno de los bancos. ¿Qué hacía? Tenía las botas embarradas, una pollera a cuadros por debajo de las rodillas y un buzo de lana muy viejo y estirado. Se notaba que bajo ese buzo se amontonaban capas de ropa que la hacían verse más gruesa. La mujer no se movía, los brazos lánguidos al costado del cuerpo; una especie de estatua viviente. Así tal vez me había visto yo al bajar en el ascensor del Clínicas. No muy distinta de esa mujer, porque se notaba que ella también estaba llena de rabia y que había optado como podía entre la parálisis o la inercia. De lejos vi a un policía atravesar la plaza en diagonal. Iba hacia la mujer. Yo me alejé un poco, di unos pasos hacia atrás hasta quedar de espaldas contra la vitrina de una tienda cerrada, y ahí me di la vuelta y fingí analizar la ropa en los maniquíes que me devolvían una pose extraña, con las manos dobladas hacia arriba y los dedos abiertos. Por el reflejo del vidrio vi al policía pararse junto a la mujer. No se subió al banco; se quedó de pie, mirándola, con la cabeza inclinada hacia arriba. Le estaba diciendo algo a través de su máscara alemana. Luego tironeó un poco del brazo muerto, que pendía sin voluntad. En eso llegó otro policía, y este sí se subió al banco y agarró a la mujer de los hombros. Creí que iba a gritar, que iba a explotar con esa furia que le endurecía el cuerpo, pero no se resistió. Dejó que la bajaran y la escoltaran hacia el camión patrullero. Pasaron muy cerca de mí, los tres, y por unos segundos pude oír las voces de los policías hablando de algo, ¿qué? Tal vez del incendio. Los movilizaron a todos, dijo uno, las manos firmes en los hombros de la mujer estatua. Fijé la vista en los maniquíes, a través de la suciedad gris que cubría el vidrio, manchas de salpicaduras, huellas de dedos, rastros de palabras que habían sido trazadas sobre el polvo. Los de la tienda ni se habían preocupado por vaciar nada. La ropa colgaba de las perchas en las paredes del fondo; era ropa de verano, una solera blanca, unas sandalias de arpillera, un gran sombrero de ala ancha con franjas de colores. Ropa obsoleta, no anticuada, porque nada nuevo había venido en su reemplazo, pero sí ridícula, sacada del tiempo. Como un museo de lo absurdo. Los otros dos maniquíes tenían la cabeza desnuda, blanca y lustrosa sobre una cara sin rasgos, detenidos para siempre en un verano imposible. Dicen que el pensamiento va unido al movimiento del cuerpo. Que la cabeza se activa con acciones cíclicas, como si el cerebro cayera bajo una especie de hipnosis y liberara las ideas atascadas dentro. Como caminar, dicen, como lavar los platos. No sé cuánto haya de cierto en eso; no sé si acaso el movimiento será una especie de encantador de serpientes para conexiones anquilosadas. Sí sé que, al llegar a la segunda plaza, oficialmente rebautizada Plaza José Luis Amadeo, en honor al primer buzo muerto, mi amigo de la infancia, ya había entendido que el viejo taxista me había recordado a don Omar. Al último don Omar, que volví a ver veintisiete años después de la muerte de Delfa. Se parecían en la flacura, el pecho abultado como un cajón de feria enclenque; y se parecían también en la manera de hablar. Cuando por fin lo encontré, don Omar ya no era el hombre recio que quitaba carcasas de res de los ganchos donde colgaban, abiertas como carpas, y las transportaba en carretilla hasta las bateas de acero. Ya no comía con el hambre de los trabajadores del cuerpo, raspando hasta el último resquicio de comida en los táperes que le preparaba Delfa. Ahora era un anciano, con la cabeza rosada como un roedor recién nacido, con más pelos en las orejas que en el cráneo, y unos dientes postizos que le quedaban flojos, demasiado grandes para el cuerpo enflaquecido. Habían pasado veintisiete años desde la última vez que estuvimos sentados los tres en la salita de la vieja fábrica, con su mameluco manchado y las uñas oscuras que olían a sangre seca. Su dirección la conseguí preguntando en el cerro, casa por casa, hasta que di con un hombre que lo conocía; habían trabajado juntos en la sala de despiece. Don Omar vivía con su hijo y una hermana menor, la única que le quedaba viva, también viuda. —Delfa nunca me contó que tuviera un hijo. Yo estaba sorprendida. —Es que el pobre nos salió torcido —dijo don Omar—. A los catorce pegó un portazo y no lo volvimos a ver. Sabíamos. Sabíamos que andaba por el barrio, que hacía cosas que en esta casa nadie le enseñó. La gente nace como nace, de eso quedate tranquila. Ni siquiera vino al funeral, qué te parece. —Yo tampoco fui. —Él era un hombre. Todo el barrio vino a despedir a Delfa, menos él. Y al poco me le pegan el tiro que andaba buscando. La bala le entra en la cabeza y le esquiva toda la muerte que tiene adentro y él queda ahí, tendido como un animal, pero respirando. Mucho pedir que haya quedado vivo, nena. El pobre camina, hace sus necesidades, no molesta a nadie, pero olvidate que va a hablar. La bala le tranquilizó el alma y le enloqueció la cabeza. Pero mirate vos... —Delfa nunca mencionó a su hijo —fue lo único que logré decir. De pronto me pareció que ya no conocía a Delfa, y ese pensamiento me dio miedo. También hablamos del cierre de la vieja fábrica. Ya hacía años que don Omar se había jubilado, así que el cierre no le afectó personalmente. —¿Que la fábrica era vieja? Sí, era vieja. Pero no todo lo viejo hay que tirarlo a la basura. La fábrica funcionaba. Los protocolos de seguridad estaban en marcha. Si la cerraron, no fue por seguridad. Fue por otra cosa. —¿Qué cosa? —Vaya uno a saber. —¿Le dio lástima que la cerraran? —Me da lástima ser tan viejo que ya no reconozco nada. Esto es otro mundo. —Yo tampoco lo reconozco, don Omar. —Pero el mundo todavía te reconoce a vos. —¿A usted no le da miedo lo que está pasando? —No te preocupes, nena, que yo no me voy a morir por ningún fenómeno. Yo me voy a morir porque quiero. A la semana volví a visitarlo. Esta vez me abrió la hermana, una mujer bastante gruesa y de aspecto fuerte. Me hizo pasar al cuarto donde don Omar tenía una camita chica, de pino sin barnizar, y antes de entrar me advirtió que dormía. Nos paramos en la puerta y desde ahí lo miramos un rato, extendido en la cama, rígido. —Está así desde que usted lo visitó —me dijo la hermana—. No quiere comer ni nada. Solo duerme y duerme, y a veces se despierta, como desorientado, mira alrededor y, cuando me reconoce, rezonga todo malhumorado y vuelve a dormirse. Nos acercamos hasta la cama; su respiración era un hilito, el pecho ni siquiera subía. —Don Omar —susurré—, don Omar, soy yo. —Pero él no quiso despertarse. Estaba harto de esta vida y sus afectos. Dos días después murió, y en el velatorio vi a un hombre de unos cincuenta años, en chancletas, con medias blancas y una camisa a cuadros por fuera del pantalón. El pelo lacio le llovía sobre los ojos y le daba un aspecto aniñado, pero tenía la barba blanca y los hombros caídos. No mostraba ninguna emoción, y los ojos se mantenían abiertos a media asta, como si hiciera un gran esfuerzo por no quedarse dormido. Sería como un museo. ¿Qué tipo de museo? Un museo de cosas perdidas. ¿Y qué habría? Sombrillas de lona, esos kits de playa que venían envueltos en una red. El rastrillo. Moldes de estrellas de mar. Hay cosas que no podrían mostrarse. El olor a Hawaiian Tropic. Los pelitos blancos en los brazos, tiesos de sal. ¿Y qué sería lo peor? Las picaduras de los tábanos. Eso no es lo peor. El olor a lobo muerto. ¿Y lo mejor? No hay manera de que pueda recordar la última vez que la vi. Qué me dijo antes de irse, a qué jugamos ese día. ¿Llevaba la peluca? Sí, seguramente la llevaría. Pero no puedo recordarlo. Durante años lo intenté, con ese afán ingenuo de quien cree que la vida es una línea, y que recordar consiste en hacer un trazo recto y pulcro entre dos puntos. ¿Pero alguna vez dibujaste una línea recta sin la ayuda de una regla? Vas a pasarte años intentando domar el pulso, repitiendo hasta el cansancio el mismo trazo fallido: ese camino de hormigas sobre la hoja es el recuerdo. Delfa lo llamaba “mocoso” a Max. A veces, si se enojaba, le decía “mocoso atrevido” y le daba escobazos en el traste, pero también lo abrazaba, le apretaba los hombros flacos y estrechos y le daba besos en la mollera. Nos decía: me van a sacar canas verdes, ustedes dos. Pero Max guardaba una imagen deslucida y muda de Delfa, y ni siquiera recordaba la peluca. ¿No te acordás de cuando la revolcó la ola? No. ¿No te acordás de los cassettes? Pero vos estabas ahí. La memoria es una vasija rota: mil pedazos y lascas de barro seco. ¿Qué partes tuyas quedan intactas? El barro te hace resbalar, perdés el equilibrio. Y era un equilibrio tan precario, te esforzaste tanto en mantenerlo, para luego irte de culo al piso. Qué risa. Mirate. No hay manera grácil de caer. Me fui sin despedirme de Max. Caminé patinando en la ceniza. Lo había hecho, sí, pero en mi memoria lo estaba haciendo todavía, una y otra vez, y ahora estoy a punto de hacerlo de nuevo, lo haré, a pesar de todo y a pesar de mí. Si conozco el futuro es porque no puedo parar de repetirlo. Saldré otra vez del Clínicas con la tarjeta verde en la mano, creyendo que me alejo definitivamente de Max (queriendo creerlo, como si para alejarse solo bastara con mover los pies). Mi línea recta se enreda, siento que me falla el trazo, y el dibujo es ahora una cuerda que yo misma me ato alrededor del cuello. El pasado, el presente y el futuro, todo revuelto en la misma máquina apachurradora de la memoria, en la misma batea desinfectante. Hay que rociar el recuerdo con amoníaco para que se convierta en una sola masa y cobre alguna consistencia. ¿Cuándo fue la última vez que vi a Delfa? En sueños, hace poco. Pero en la realidad, ¿cuándo? Ella tenía la peluca, estaba enferma, pero seguía viniendo a casa. Seguíamos caminando hasta la vieja fábrica al mediodía, con los táperes en una bolsa, hasta que don Omar nos hacía pasar a la salita verdeagua. Estaba más flaca, aunque no puedo recordarlo. Me lo contó don Omar, mucho después, y yo me lo implanté como un recuerdo propio. La vi flaca y demacrada, débil, debilucha, como dijo él, porque ni siquiera las palabras para describirla son mías. Me habrá dado un beso debilucho. Tal vez ni siquiera levanté la cabeza del juego en el que andaría concentrada. Adiós, mi amor, me dijo, me decía. Y al otro día no vendrá. Y al otro tampoco, ni al otro. Mi madre me llevará con ella a la oficina, no tiene con quién dejarme. ¿Quién le avisó? No parecía algo planeado. Habrá sido por teléfono, pero ¿quién? ¿Ella misma? ¿Don Omar? ¿Quién atendió la llamada? Pude haber sido yo. Mi madre no se levantaba del sillón cuando estaba en casa, decía: andá, atendé. Y yo atendí y era la voz de Delfa. Me dijo mi amorcito. Me dijo: pasame a tu mamita que es importante. Yo le dije: ¿vas a venir hoy? No, no dije eso. No dije nada. Delfa no llamó, fue don Omar el que le dijo a mi madre: está en la cuenta regresiva, y mi madre no supo qué hacer y me llevó con ella a la oficina. Me tuvo todo el día dibujando en su escritorio. Cuando le pregunté si Delfa iba a venir al día siguiente, mi madre dijo que no. Delfa está enferma, dijo, necesita vacaciones, no puede ocuparse de vos todo el día. Cada tanto mi madre también se tomaba vacaciones de la vida familiar; desaparecía por un fin de semana y siempre regresaba más descansada, joven, con el pelo planchado y la cara rozagante. Yo la envejecía, le arruinaba la piel, como quien manosea demasiado la primera hoja de un cuaderno nuevo. Algo similar imaginé que pasaría con Delfa: volvería de las vacaciones con su pelo canoso, finito y graso, pero que al menos no olería a naftalina, volvería con sus dientes postizos, que tenían la encía brillante y un filo metálico a los costados, donde se agarraban a los pocos dientes verdaderos que le quedaban. Volvería sin rastros de enfermedad, y mi madre iba a regalarle un pote de crema Nivea para los dedos cuarteados y los codos blancos de tan secos. Pero Delfa nunca volvió, y luego no me dejaron ir al entierro y yo estuve días sin hablarle a mi madre, pero también sin llorar. Sé que mi madre una vez me gritó: no quiero que mi hija vea eso. Pero no recuerdo por qué lo dijo, qué pregunté yo, con qué cosa habré insistido. ¿Mi madre la trataba bien a Delfa? Le regalaba ropa vieja y le pagaba aguinaldo. Una vez me retó por estar todo el día colgada de sus piernas. No creo que fuera literal. Yo nunca tocaba a Delfa delante de mi madre, pero en cuanto mi madre cerraba la puerta, las cosas cambiaban. Cómo me hablaba Delfa, cómo le hablaba yo. Le daba besos en las manos, y las manos me peinaban, gruesas, pesadas, la sensación de ese peso sobre mi cabeza me anclaba al presente. El cuerpo era nuestro secreto. Fue Delfa la que trajo el conejo. Mi madre no sabía qué regalarme para mi cumpleaños y le preguntó: ¿qué le gusta a ella? Yo estaba en esa edad en que los juguetes me parecían ridículos, pero tampoco la ropa me resultaba interesante. ¿Qué le gusta? Es solo pensar un poco, le oí decir a Delfa en la cocina, ¡qué lo tiró! No era la primera vez que se refería a mi madre de ese modo. A veces decía: Diosito, dame paciencia, y miraba hacia el techo. ¿Qué le gusta? Una mascota, un animalito. Delfa vino con una caja y se la dio a mi madre. Después entendí que en esa caja traía el conejo, pero que mi madre lo había pasado a otra caja más linda, con una cinta rosada, sin agujeros para la respiración ni pedazos mordidos de zanahoria. El conejo anduvo saltando por la casa, royendo las patas de los muebles, hasta que lo desterramos al balcón. Solo entraba por la noche, para dormir en esa caja linda que se había ido convirtiendo en una cama rotosa, de cartón humedecido y pestilente. Delfa no daba más de barrer tantas bolitas de caca, pero decía: los animales te exigen y te dan. Ella no iba a vivir para ver este cielo vacío de pájaros. Y el conejo tampoco iba a vivir mucho más. Un día, Delfa abrió la puerta del balcón con fuerza, con esa misma fuerza con la que me frotó las venas del brazo pensando que eran manchas de tinta. La puerta golpeó el muro, y ya era demasiado tarde cuando entendió que el conejo estaba detrás. El conejo no murió enseguida. Tampoco echaba sangre, así que pensamos que no sería tan grave: solo estaba quieto y acurrucado, movía las orejas con breves espasmos, y no quiso comer nada. Lo vigilé toda la tarde por la ventana hasta que Delfa me obligó a salir de ahí. Recién cuando mi madre llegó, abrimos la puerta y encontramos al conejo alargado e inerte en el borde del balcón, con la cabeza colgando hacia el vacío. Estamos en el living del viejo apartamento. Reconozco el cuadro torcido en la pared. Reconozco las sillas con los travesaños rotos, el mantel de ñandutí. Delfa se saca la peluca y la pone sobre la lámpara. Mi madre acaba de decirle algo feo, pero no puedo verla, está de espaldas a mí. Yo estoy acurrucada en el sofá. Ninguna de las dos me ve. Delfa dice: mejor ocúpese de su niña, y camina, sin pelos en la cabeza, hacia la puerta de calle. ¿Por qué deja la peluca? Quiero gritarle, levantarme del sofá y correr hacia ella, pero no puedo. Estoy hecha una estatua. El living se ha oscurecido porque la peluca tapa la luz que debería salir por arriba de la lámpara que, puesta así, parece la cabeza de una mujer delgada. Estoy llorando, pero pienso: si deja la peluca es porque va a volver. Si te dan una caja llena de aire, ¿cuál es el regalo? Dejé atrás las plazas, que eran como mojones a lo largo de la avenida, y de a poco las calles se fueron vaciando. Solo cada tanto un vagabundo resplandecía como un espejismo en la blancura artificial, y en esa recta que conducía al puerto, mi ánimo se fue volteando. Ya no estaba tan segura de nada y tal vez hubiera querido regresar al Clínicas siguiendo mi propia huella en la vereda sucia de ceniza. Las piernas me pesaban, con ese hormigueo caliente que se empoza en las pantorrillas. A medida que avanzaba, el humo del incendio se veía más cercano, un remolino espeso que se fundía con las nubes. Venía del cerro, de alguna de las fábricas. Me paré a descansar cerca de una galería de eternas luces fluorescentes, donde alguna vez durante mi adolescencia hubo una oficina de correos. Desde ahí despachaba largas cartas a Max, llenas de detalles sobre mi mundo interior, y también recibía sus respuestas en una casilla que tenía mi madre y que era un simple hueco en la pared. Yo recibía aquellas cartas y las releía hasta aprendérmelas de memoria. A veces no sabía si una conversación con Max había ocurrido de verdad o si era un diálogo incesante, una respuesta mental. Me sentía bien yendo a esa oficina siniestra porque acentuaba la sensación de que Max y yo pertenecíamos a una región infranqueable, blindada a la fealdad y a la miseria que nos rodeaba. Fue la mejor época. Yo aún tenía un mundo interior y aún creía que contarlo era algo valioso. Me asomé a la entrada de la galería, ahora una garganta oscura y hedionda, un enorme basurero sin nada más que rejas y vidrios rotos. Puede que haya pensado en entrar, a pesar de todo, para ver si quedaba algo en el fondo, restos, rastros, pruebas materiales de que ese tiempo había existido, pero no lo hice, y un momento después apareció el patrullero. —¿A dónde tiene que llegar? —me preguntó el policía. —Al puerto —dije—. ¿Dónde es el incendio? —No tenemos información. —Pero es grande. —Señalé la columna de humo—. Viene del cerro. —Nada grave —dijo él, sin girar la cabeza—. ¿Quiere que la acerquemos? Pero no quise, no. Temía que el mundo se me viniera encima si dejaba de moverme, y cuando digo el mundo me refiero al pasado, porque ese presente precario y tambaleante que había tenido hasta hacía unas horas ya estaba acabado. El patrullero se alejó y yo me quedé unos minutos más ahí, contra la ventana de otra tienda clausurada, y entonces intenté poner mi pie en la huella exacta de mi propio zapato. Una huella clara, que había limpiado la ceniza y en la que se marcaban las grietas de la suela de goma. Puse el pie, el derecho, sobre la huella derecha; lo coloqué con cuidado, buscando que los bordes de la suela encajaran perfectamente con la marca en la baldosa, pero no fue posible, siempre sobresalía un centímetro de huella, como si mi pie se hubiera encogido. Y ese detalle absurdo, esa sensación de cosa que no encajaba y que ya nunca podría encajar, me impedía dar la vuelta para regresar al Clínicas, a Max, y a todo lo que estaba más allá de él. El último tramo fue penoso. Ya ningún taxi sanitario pasaba por ahí, y la ceniza se apilaba en una especie de paisaje lunar bañado por el halo tenue de la niebla. No había manera de desandar el camino, pero tampoco me sentía capaz de seguir avanzando. Es un decir, claro. Muchas cosas son un decir. Porque las piernas hicieron su trabajo y finalmente vi la luz del Hotel Palacio, el resplandor verdirrojo que me guiaba. Pasé bajo el neón, reconocí su zumbido eléctrico, y caminé las últimas cuadras hasta el hall del edificio, con sus paredes descascaradas, el ascensor muerto y la pintura que se inflaba en grandes burbujas de humedad. Había tardado horas en volver, muchas más de las pactadas con Mauro, y usé el último impulso que me quedaba para subir los escalones de dos en dos. Cuando llegué al tercer piso, me encontré con una pila de cajas atravesadas en el rellano. Junto a las cajas había una valija antigua, de cuero y sin ruedas, como la panza hinchada de un caballo. Detrás, oí el resuello de alguien, acompañado de quejidos, hasta que la cabeza del hombre se asomó entre el muro de cartón: —Un ángel caído del cielo —dijo al verme. La voz era ronca. Tendría la edad de mi madre, pero a juzgar por el estado de sus pulmones se notaba que había fumado toda la vida. Nunca lo había visto, o al menos no lo recordaba. ¿Era un vecino o un ocupa? Qué importa. Me tenía sin cuidado si lo que el hombre quería era desvalijar apartamentos, mientras no me bloqueara el paso. Él captó la duda en mis ojos, tal vez el fastidio. —Sí —dijo—, yo también me voy y no me avergüenza. —No sabía que me quedaran vecinos. —¿Usted es la del 501, no? La del nene. El hombre tenía un mapa perfecto del edificio en la cabeza y me hizo una lista de los apartamentos que seguían ocupados. —No por mucho tiempo —dijo. Tuve que ayudarlo a mover las cajas y la valija, que ella sola pesaba más que un monolito. Las fuimos bajando entre los dos, hasta apilarlas nuevamente en el hall. Durante el procedimiento el hombre tosió y jadeó, mientras la flema le ronroneaba en el pecho. Cada tanto, volvía a decir que yo era un ángel y enseguida se esforzaba por impulsar la flema de un pulmón al otro, sin sentirse capaz de escupirla delante de mí. Yo evité preguntarle cómo iba a llevarse esas cajas y a dónde pensaba llegar; la verdad es que no me importaba, no tenía fuerzas para interesarme en él ni en sus cajas ni en nada que no fuera Mauro allá arriba, solo. —La calle está complicada —dije, a modo de advertencia—, algo está pasando. —Siempre algo está pasando —dijo él. Había cierto pesar en su voz, pero también las ganas de burlarse de sí mismo. Le deseé suerte, mientras el hombre se secaba el sudor del cuello con un pañuelo, y volví a subir las escaleras, esta vez lento, apoyando las manos en una rodilla, después en la otra, espoleándome a mí misma como a una mula cansada. Ni bien abrí la puerta olí algo raro, punzante. Llamé a Mauro, pero él no respondió. Mauro, volví a decir, llegué. Un leve chapoteo fue la señal de alerta. Me arranqué el abrigo y corrí hacia el baño. Lo que encontré tenía algo de batalla campal. Mauro estaba desnudo dentro de la bañera, con el agua que apenas le llegaba a cubrir las piernas y un montón de frascos de comida alrededor, algunos vacíos, otros llenos de agua. Había trozos de vidrio, tapas de frascos, etiquetas mojadas y restos de comida desperdigados por el piso. En el agua de la bañera flotaban pedazos de zanahoria y pepinillos mordisqueados, y de ahí subía el olor agrio de los líquidos en conserva y quizá también de orina. Mauro ni siquiera me miró cuando me paré en la puerta, muda, superada, reconociendo el reguero a su alrededor. Eran los frascos de encurtidos, los únicos vegetales que mandaban de adentro a la tienda de Valdivia y que yo tenía bajo llave en el placar de mi cuarto. Conté más de diez frascos vacíos o rotos, tal vez todos los que quedaban. ¿Cómo había encontrado la llave? Fui al cuarto y vi los cajones del escritorio y las puertas del placar abiertos de par en par. El piso hecho un revoltijo de ropa y papeles mojados. —Mauro, ¿dónde está la llave? —dije, y recién entonces mis músculos despertaron de su laxitud y se crisparon con una energía que creí agotada—. ¡Contestame! Él me ignorará, harto, satisfecho; llenará un frasco con agua y volverá a vaciarlo sobre sus rodillas. Hablará solo, como si cantara. La rabia me sacudirá los brazos y las piernas. Los vidrios crujirán cuando pase sobre ellos y me incline en la bañera para agarrarlo de las axilas. —Salí enseguida de ahí. ¿Me escuchás? Haré fuerza para levantarlo, pero él dejará muerto el peso de su cuerpo y mis manos resbalarán por la piel mojada. Hundiré los dedos en los rollos del vientre, intentaré tirar de él como si quisiera quitarle un buzo de lana, pero la piel se enrollará y se escurrirá de mis manos. Él levantará un codo para deshacerse de mí y me quitará de encima. —Te digo que te levantes. Volveré a hacer fuerza y su cuerpo se elevará apenas unos centímetros, pero no por mucho tiempo; como un pez, un anfibio monstruoso, se me resbalará de las manos y chocará contra los frascos en la bañera. El ruido será más alarmante que el golpe, pero suficiente para asustar a Mauro, que empezará a quejarse y a gritar naaaa, naaaa, mientras sigue haciendo fuerza para evitar que lo levante. El agua se derramará al piso, salpicará para todos lados, y algunos frascos van a rodar lejos. No sabré si lo estoy lastimando, aunque tenga los diez dedos clavados en su abdomen; él seguirá soltando su naaa naaa: la piel arañada, roja de tanto forcejeo, los ojos como dos cortes alargados en la cara sin forma, sin nariz ni labios ni cejas, todo devorado por la congestión, los mocos, la baba. Tomaré un impulso feroz y lo alzaré lo suficiente como para sentarlo en el borde de la bañera, pero al hacerlo voy a patinar en un charco, y al caer de costado, con un brazo aún extendido hacia Mauro, mi hombro se estrellará contra el bidé. Sentiré una electricidad, luego un tirón firme en el momento en que mi cintura impacte la baldosa y una náusea. Quedaré extendida, con la mejilla en el piso mojado, y al mirar hacia arriba, entre el pelo revuelto veré a Mauro ponerse de pie como una estatua desnuda que habrá cobrado vida, un Poseidón tenebroso que ha absorbido toda el agua de los mares. Saldrá de la bañera, chorreando, pasará sobre mí sin tocarme y se irá. Habrá un momento más en el que no escucharé nada, solo la imagen mental de los charcos que sus pies van dejando sobre la madera. Después me aturdirá la alarma. Tan estridente que parece estar dentro de la casa, como si no hubiera paredes, solo un set de televisión hecho de muebles y tabiques mal armados. La alarma atravesará el edificio y a mí misma como a un tejido. Tendida ahí, entre los vidrios, alcanzaré a pensar si las ventanas están cerradas, pero no tendré voluntad para levantarme. Diré: Mauro, vení, Mauro, pero él no vendrá, y acurrucada en el piso veré los ojos de la odalisca, sus pestañas espesas como una cortina de metal. La nube de mosquitos sube del pasto. Nos damos manotazos en las piernas, algunos explotan como gotas de sangre, dejan la mancha expandida en la mano. Hay un olor fuerte. El repelente en barra va pasando por turnos, de izquierda a derecha, y nos untamos hasta la cara y el dorso de las manos. Después vamos a chupar esos dedos, sin darnos cuenta, envueltos en el olor de la carne asada, con el crac crac de la leña que se quiebra y los grillos lentos a lo lejos. Más tarde entraremos a la casa y de un platito en el piso subirá el humo de la espiral. La ceniza irá cayendo sobre el platito blanco como la piel de una víbora enroscada, muerta, grisácea, irá dejando el rastro de lo que supo consumirse durante la noche hasta no quedar nada, apenas el cabito verde en el soporte de metal. Y a la mañana siguiente Delfa estará en la playa, corriendo detrás de una sombrilla que ha salido volando y que gira, gira y gira, empujada por el viento. La sombrilla se aleja, con el palo como un arma mortal que se va clavando en la arena, pero no lo suficiente como para detener el movimiento. Hasta que alguien la agarra. Alguien, lejos, un hombre la agarra y espera a que Delfa llegue, sin aliento, el pareo enredándose en sus piernas. ¿Dónde estás? Lejos. ¿Entonces por qué podés oírme? El balance de la pérdida fue peor de lo esperado. Con lo que quedaba en la cocina, en su mayoría bolsas de granos con el logo rojo de la procesadora nacional, en poco tiempo no tendríamos nada. Los padres de Mauro debían llegar al día siguiente, pero el mal clima iba a retrasarlos. Dos o tres días más, calculé, según la dirección en que virara el viento. Tal vez ya estuvieran a mitad de camino, esperando en algún hotel de carretera y con el canal de meteorología en perpetuo mute. Imaginé a la madre de Mauro sentada al borde de la cama, con las rodillas juntas, sobre esa colcha maloliente y áspera. No. No era su estilo, pero sí podía echarle una mirada al televisor de la cafetería mientras tomaba un té de manzanilla. Cuando pasara la tormenta, llegaría cargada de provisiones; nada como una buena tormenta para engordar la culpa. La alarma dejó de sonar mientras yo terminaba de barrer los vidrios. Me había clavado algunas esquirlas en el antebrazo y pequeños ríos de sangre diluida se deslizaban por mi piel mojada. Me desinfecté las heridas y las cubrí con curitas. No eran profundas, pero me ayudaban a pensar en otra cosa que no fuera el dolor sordo del hombro que, tras enfriarse, se había hinchado y palpitaba. Sin la alarma, lo que se oía eran las hojas de los árboles en la plaza y las persianas agitándose con el viento incipiente. El cielo empezaba a teñirse de una luz morada, excepto que el humo del incendio opacaba los colores. Mauro se había dormido. Fui a asegurarme de que no siguiera desnudo, y en efecto lo estaba, pero no quise despertarlo y lo tapé con su frazada de dinosaurios. Esta podía ser la última vez. Alcanzaría con decirle a la madre que me iba, armar un bolso y pedirle que me sacara de la ciudad en su camioneta blindada. Desde ahí sería fácil conseguir un certificado de salud para pasar la frontera. Una última noche de viento, la última noche con Mauro. Fue un pensamiento que tal vez no haya tenido en ese instante, y que ahora estoy inoculando en el recuerdo de esos días, porque no incluía a mi madre y tampoco incluía a Max. No tenía fuerzas para desear nada. Al volver a la sala recogí mi abrigo, y en el bolsillo encontré la tarjeta del Clínicas, con el cartón grueso levemente doblado. La miré un momento: juro que me pareció que la tarjeta latía en mi mano como un brote vivo. Cambiás un niño por otro, me dijo mi madre cuando le conté que me separaba de Max. La tarjeta latía, y no me atreví a romperla ni a cortarla. La planché con la mano y la dejé sobre la heladera, bajo un cuenco de cerámica que alguna vez había contenido frutas. El ánimo apenas me alcanzó para llegar otra vez a la sala, prender la televisión y tirarme en el sofá. Me apuré a buscar noticias sobre el incendio. A esa hora, el canal tres y el nueve solo pasaban películas viejas y, en el canal del Estado, un sol elíptico giraba en la esquina derecha como una empanada con pelos. Repetían uno de esos documentales sobre la nueva procesadora, esta vez sobre la sección avícola, marcada en amarillo en el mapa. En el borde inferior de la pantalla circulaban las letras blancas con el mensaje: Alerta máxima, vientos fuertes. Arriba, unos pollos sin plumas colgaban de ganchos y los ganchos avanzaban por los rieles sobre la cabeza de las operarias. Los pollos enflaquecidos, obscenos, caían en la cinta transportadora. Una operaria los acomodaba, tocándolos sin ternura. A ella también la habían tocado así, como a un pollo que se encamina a ser carne separada mecánicamente, a ser un nugget congelado. Pero al menos la habían tocado, al menos existía y otras manos podían dar fe. La cabeza del pollo pendía flácida como una flor en la punta de un tallo roto, pero no había tiempo para colocar la cabeza en otra posición. La cinta transportadora ya traía otro pollo y a ese cuerpo también había que tocarlo con los guantes de goma, con esa capa plástica de indiferencia. Pronto ese también entraría en la máquina; la presión haría que la carne, los tendones y los ojos se separasen de los huesos endebles. Apachurrada la carne blanda, saldría convertida en una masa uniforme por los agujeros de la máquina, similar a un gran colador. Esa era la verdadera transformación de la carne, el verdadero aprovechamiento de la materia. Dentro de la máquina todos los pollos eran iguales, la misma carne, carne de su carne, y al salir de trabajar, al dejar los guantes y el delantal y la gorra y el barbijo en una batea de desinfección, una batea para todo lo usado y abusado, la operaria pensaría con alivio en la bolsa de nuggets congelados que podría llevarse a su casa. Haría cola junto a las otras operarias, nuevamente vestida con ropa de calle, para que la jefa mirara dentro de su bolso, y en la ventanilla de los sellos podría comprar la bolsa de nuggets al costo, o incluso llevarla gratis, si hubo alguna falla de calidad: eran los mismos nuggets del supermercado que las señoras de adentro comprarían por el doble o el triple del precio, solo que feos, solo que amorfos, solo que indeseables y descartados, pero la misma carne de pollo aplastada, unida mecánicamente. La operaria se subiría con su bolsa de nuggets a un taxi privado, pagaría un monto demasiado alto con tal de no exponerse al viento rojo, y en el auto pensaría que nada estaba tan mal después de todo, que era posible seguir viviendo. Tal vez hiciera algún chiste al conductor, o tal vez no, mejor ir en silencio, mirando la nube que se traga la calle mientras en una casita de techo a dos aguas, parecida a una cabaña suiza con flores autóctonas, allá lejos de los ríos infectos, otra mujer abriría una bolsa de nuggets y los pondría a freír en su nueva freidora de aire. Igual de crocantes, igual de deliciosos, pero sin los efectos indeseables del aceite. Tuve que bajar el volumen, porque el viento soplaba tan fuerte que cubría el sonido del televisor. Los árboles parecían quebrarse como bisagras viejas. En pleno día se había hecho de noche, con una oscuridad roja, como sangre coagulada. Antes, cuando vivía con Max, nuestra ventana daba al patio de una escuela. A la hora del recreo, los gritos de los niños me desconcentraban del trabajo: ¡Mar!, ¡Ola!, ¡Tierra!, ¡Mar!, ¡Maaar! A veces los odiaba. No sabía cuánto más terrible era estar sola con el sonido de la naturaleza, su profunda indiferencia. Yo ni siquiera conocía el juego que coreaban esos niños. ¡Mar!, ¡Ola!, ¡Tierra! Una sola vez, Delfa había venido con nosotras a San Felipe, y ese fue el verano en que la revolcó la ola. Estaba parada en la orilla, vigilándome, mientras yo barrenaba las olas rotas con una tablita de espumaplast. El agua ni siquiera le llegaba a la mitad del muslo, pero la ola la levantó. La vimos desaparecer de la orilla y luego vimos aparecer su cuerpo caído, el pelo enmarañado, oscuro, como un lobo muerto en la arena. Los adultos la ayudaron a levantarse. Tenía la malla corrida destapando un seno grueso, con un pezón grande y rosado. Ella, atontada, se dejó ayudar. Después me dijo que había visto todo amarillo y turbio, y que tal vez así se vería su muerte, no negra sino amarilla, y con ese silencio de motor lejano. Me dijo: no tuve tiempo ni de sentir miedo. Por ese entonces, ya debía de estar enferma, pero nadie lo sabía. Nos sentamos las dos en la arena mojada. Ella tenía los pies hundidos en un pequeño pozo que había ido escarbando con los talones; miraba alrededor. De pronto, los colores le parecían más hermosos, me dijo, más brillantes. Las cosas habían cobrado una nueva vida. Con Delfa jugábamos al elástico. Sus dedos abiertos, las palmas enfrentadas, los nudillos torcidos. Los dedos de mi madre abiertos también. Los de los pies, separados por bolas de algodón, las uñas pintadas, los talones apoyados sobre el borde de la mesita frente al televisor. Yo tenía que alcanzarle las cosas: era nuestro juego. Ella me había tenido por accidente, y eso le parecía providencial. Así me lo dijo muchas veces. Según ella, no había otra manera de asegurarle a alguien que no hubiera nacido para consuelo ajeno, para justificar todas sus decisiones equivocadas. Una vez, poco después de que don Omar me hiciera el recorrido por la vieja fábrica y me mostrara las máquinas por las que chorreaba la mugre rosa, me negué a comer unos panchos que mi madre había hervido y cortado en rodajas. Las rodajas estaban medio sepultadas en un charco de mostaza, pero yo me negué a comerlas y ella me las metió a la fuerza en la boca. Me apretó los cachetes, me clavó las uñas recién pintadas en las mejillas y encajó el tenedor. Yo me puse a llorar. Me dolió, le dije entre llanto. Sí, ya sé que te dolió. ¿Por qué?, grité, ¿por qué? Ella dijo: porque soy tu madre. Y después del hambre y la sed, de días y días de soledad, ves pasar una hormiga, la mirás como nunca habías mirado a una hormiga, y te das cuenta de que ella no sufre. ¿Todo eso para descubrir que las hormigas no sufren? Todo eso para descubrir que el que mira no soy yo. Esa fue la peor tormenta desde el inicio del viento. Dos árboles se cayeron en la plaza. El viento aulló toda la noche. Parecía que iba a arrancar las paredes. Por un momento creí que el edificio entero temblaba. Imaginé lo peor, y al mismo tiempo me pareció bien, sentí el alivio de que todo acabara. Imaginé un hueco bajo los escombros, una cueva donde no se oiría el viento ni entraría la niebla, y ese sería el descanso. Las líneas de teléfono habían amanecido caídas. El vocero del Estado aseguraba que los técnicos estaban trabajando para reconectarlas. Los de adentro tampoco tenían teléfono. La torre central quedaba en la ciudad y había resultado, como decían en las noticias, gravemente afectada por el viento rojo. Por la mañana, cuando abrí para ventilar, solo entró un aire rancio y tuve que cerrar casi enseguida para atajar las náuseas. Prendí la tele y busqué el noticiero de las diez. Hablaban sobre el Príncipe, la cantidad de antenas y de árboles caídos, pero nadie hablaba del incendio ni del olor nauseabundo que desprendía la niebla. No fue hasta el mediodía que la transmisión se interrumpió y apareció el ministro en cadena nacional ante un enjambre de reporteros y micrófonos. Dijo: siniestro, revés, contingencia, y, como en una alucinación, lo oímos anunciar lo imposible: el incendio de la nueva procesadora. Del público se alzó un murmullo y el aleteo de los reporteros, como pájaros enloquecidos, chocándose entre sí. Agitaban papeles y grabadoras. El incendio había ocurrido hacia las once de la mañana del día anterior, dijo el ministro. Sacó a relucir su diccionario de palabras aceptadas e inofensivas, de nombres técnicos, pero lo hizo con poca convicción. Ya todos habíamos visto el tizne, habíamos patinado sobre la lámina oscura y aspirado los humos tóxicos, y ahora también entendíamos que de la flamante procesadora nacional no quedaba más que un montón de cenizas. El olor nauseabundo venía de ahí, de los animales y los químicos carbonizados, de las bateas calcinadas como viejas ollas de aluminio. El ministro se veía encogido, hecho una pasa de uva en el asiento, y apenas levantaba la cabeza para enfrentar la cámara. Dijo: no se registraron víctimas fatales. Hablaba con el desamparo de un niño que acaba de perderse de sus padres, y es cierto que el incendio de la procesadora nos sumía en un tipo de orfandad. Pensé en los animales: nadie los habría considerado víctimas. Se habían salvado de convertirse en mugre rosa, pero no se habían salvado del fuego. Así jugaba el destino. El incendio llevaba más de veinticuatro horas carcomiendo las entrañas de acero de la fábrica, porque la tormenta había interrumpido el trabajo de los bomberos. Era imposible salir con tanto veneno en el aire. Afuera, los helicópteros del ejército sobrevolaban la rambla. Las salas de emergencia estaban abarrotadas de enfermos respiratorios. Pasé horas, ese día, frente al televisor. Era curioso cómo el pánico igualaba las caras —los ojos muy abiertos, rasgando la tela fina de los párpados, las mejillas ahuecadas—, y nos daba a todos un aire de familia. ¿Qué vamos a hacer? La pregunta se repetía como una invocación, y a los reporteros les costó encontrar a algún experto que llamara a la calma y nos regalara el bálsamo de una palabra engañosa. Cada vez que hablaban del Clínicas, mi corazón corcoveaba como un motor ahogado. Tal vez ese fuera el único signo de que seguía viva, el deseo de Max que se resistía a morir, más letal que cualquier bacteria. Hablaban de la calidad del aire, de evacuar a los enfermos, pero los de adentro no querían recibirlos en sus hospitales. Nadie mencionaba a los crónicos. Mauro seguía sin salir de su cuarto. No estaba en penitencia; hacía tiempo que yo había entendido lo inútil de castigarlo a él por lo que hacía la enfermedad. ¿Qué tenía para aprender? Dominado por la genética, inocente como un conejo. El impulso para él era ese agujero sin fondo, esa fuerza centrífuga que lo absorbía todo, incluido él mismo. Hacia el final de la tarde, la niebla se había instalado de nuevo. En la tele decían que el incendio ya estaba controlado. Los árboles caídos en la plaza no se veían. Era solo una nube, espesa, baja, pero solo una nube, y pensarlo así me tranquilizaba. Me levanté del sofá y fui otra vez al cuarto de Mauro. En el piso encontré el plato que le había llevado hacía un par de horas, limpio, como si lo hubiera lavado con la lengua. Él jugaba junto a la cama con sus bloques de Lego. Se había puesto su camiseta favorita, medio torcida, y un short de baño que le clavaba el elástico en la cadera. —¿Es un barco? —pregunté. Ni siquiera me miró. Intentaba colocar una pieza amarilla como una Z sobre otra pieza roja. —Castillo volador —dijo después. Me acerqué, midiendo su reacción. —¿No querés medias? Dijo que no. Acababa de colocar la segunda ala amarilla en su castillo volador. Me senté en el piso junto a él. Le toqué un pie, frío, y él no lo retiró. El empeine abultado parecía un pez boqueando fuera del agua. —A ver, dejame verte la barriga —dije, y me incliné para levantarle un poco la camiseta. No tenía moretones, solo un arañazo apenas brillante en el costado. Yo sí tenía un moretón enorme en la cadera, que se extendía como el dibujo de un país nuevo, y el hombro levemente hinchado. Me quedé ahí, junto a él, con la cabeza entre las rodillas. Mauro murmuró algo. —Se entra acá y acá se maneja y acá se sale. Miré hacia la ventana de su cuarto, un rectángulo con reja protectora. —Bajó la niebla —dije. —El castillo va entre niebla —dijo él. —¿Quién es el piloto? ¿Vos? Bamboleó la cabeza a la vez que levantaba el castillo y lo hacía girar en el aire, imitando el ruido del motor. Tenían que venir a buscarlo, pero las carreteras probablemente siguieran cortadas. —¿Sabés qué hay arriba de las nubes? —Barcos —dijo. —No, barcos no. Hay estrellas, luces. Y otros planetas. Él seguía en su trance del juego, refugiado en un lugar inaccesible para mí. Años de vida y de desconfianza me separaban de ese terreno donde todo era posible, la fantasía que mejoraba el mundo y lo convertía en un espacio habitable y benévolo. —¿Tenés ganas de ver los caballos? —dije—. Tu mamá ya está por venir a buscarte. Vas a andar a caballo y a ver mulitas. Mauro no hizo ningún gesto; como si no me oyera, como si no recordara la vida en el campo. Nunca mencionaba a su madre. Nunca me hablaba de ese tiempo que nos separaba. Me pregunto cómo serían sus recuerdos, su idea de pasado, o si acaso la enfermedad lo mantenía en un eterno presente, un aquí y ahora hecho de hambre y anhelo. Lo dejé jugando y volví a la cocina. Al pasar, levanté el teléfono. La línea seguía muerta. Estás enojada. Sí. ¿Estás enojada porque te fuiste o porque querés volver? Una cuadrilla de buzos había entrado al río a investigar el asunto de los peces, expulsados por el agua como por un gigantesco estómago. Llevaban órdenes del Ministerio de Salud. Llevaban instrumentos y mapas. Debían tomar muestras del suelo, de las algas, del misterio que dormía en el lecho del río. Pero el estómago también expulsó a los buzos, untados en su ácido. Fue una expulsión silenciosa. Creyeron que todo iba bien, salieron con sus frasquitos y sus sonrisas y se sacaron la foto de rigor, que circuló en todos los medios. Solo unos días después empezaron los síntomas; José Luis Amadeo primero, como un anuncio funesto de lo que les esperaba a los demás. No hubo milagros entre los buzos y las exequias se realizaron con todos los honores de la patria. Lo transmitieron en vivo: los tres cajones iban envueltos en la bandera. Las cámaras enfocaron el panteón nacional, las tumbas bellas, las flores que se agitaban en el aire tormentoso, las caras serias de los ministros. El pelo de los ministros se agitaba, la corbata del presidente no quería mantenerse en su sitio y él tenía que sostenerla con la mano, como si estuviera sosteniéndose el corazón y los pulmones. La tormenta se venía anunciando desde la mañana, pero todos creímos que aguantaría hasta después del funeral. ¿Por qué creímos eso? Estaban las familias. En primera fila reconocí a la madre de José Luis; no había cambiado mucho, solo se veía más baja, más ancha, menos imponente que los brazos gruesos que nos pasaban buñuelos por una ventana. A su lado, otras mujeres, madres, hermanas, y otros hijos de los buzos de San Felipe, ahora devenidos hombres, devenidos buzos ellos mismos. Vimos los puños apretados, el reflejo de los féretros en los lentes de sol, las franjas de las banderas. Los únicos ojos a la vista eran los del presidente: secos. Pero antes de que terminara la ceremonia, la tormenta se descolgó. Una tormenta con rayos y viento, pero sin el más mínimo atisbo de lluvia. Las flores volaban. Las banderas se levantaron como sábanas y se pusieron a ondear, poseídas, dejando al descubierto la madera lustrosa de los cajones. En uno de esos tres estaba el cuerpo de José Luis, mi amigo de la infancia, el primer buzo que entró al Clínicas para no salir más. Vimos a un hombre correr para atajar las banderas, que estaban a punto de desprenderse, como si el viento se llevara también las almas, y luego vimos que el presidente se apuraba a resguardarse, escoltado por sus guardias. Lo metieron al auto presidencial y se lo llevaron, junto con los ministros, mientras los rayos caían en el horizonte. El primer viento rojo, feroz, eléctrico, arruinó las exequias de los buzos. Al otro día, el presidente decretó la evacuación de las zonas costeras. Los altos mandos del Estado construyeron sus casas en las laderas de alguna diminuta colina del campo chato y eterno, y desde allá comenzaron a dar órdenes. Así fue que empezó la nueva historia oficial. Cuando uno lee libros de historia tiende a olvidar que alguien estuvo ahí. Alguien de carne y hueso, y en esta historia ese alguien soy yo. Yo estuve ahí cuando aparecieron los peces; fui hasta la playa Martínez y vi la arena cubierta de pescados que parecían basura resplandeciente, trocitos de lata y de vidrio arrojados por la marea. Y vi a los niños que jugaban entre ellos. Habían bajado y caminaban en esa arena nueva, hecha de carne, pisando con cuidado, agachándose para observar de cerca las bocas abiertas y los ojos secos. La ola minúscula venía y los arrastraba hacia adentro, dándoles por un momento una ilusión de vida, para luego arrojarlos como cualquier botella vieja nuevamente hacia la arena. Muchos otros pescados flotaban en el agua. Se había saturado la arena y las olas ya no podían deshacerse de todos. Yo vi jugar a los niños sin máscara ni traje, y vi a los adultos rebuscar entre los peces de la orilla alguno que todavía estuviera boqueando y llenar sus baldes. Recién cuando llegaron los del ministerio echaron a los niños y precintaron la zona. Eso salió en la televisión, la cinta amarilla rodeando la playa y la gente amuchada detrás, curiosos pero a salvo. Yo vi al presidente en cadena nacional anunciando la evacuación de los barrios costeros. Ante todo, calma, dijo, el Ministerio de Salud está trabajando. Pero la gente ya no lo escuchaba, porque se había puesto a correr por sus casas, a armar valijas, desenchufar electrodomésticos, amontonar dinero y joyas, la plata en rollos gordos que metían entre la ropa y la piel sudorosa, los billetes mojándose dentro de los calzones o del sutién o de las medias, los dedos que no aguantaban más anillos, las manos como un carnaval de pulseras. Y cuando la cadena nacional se terminó y empezó a sonar el himno, la gente estaba cargando los autos, tapiando ventanas, descolgando sus marinas de las paredes. Estaban abrochando el cinturón de seguridad de sus bebés y arrastrando como podían a sus ancianos, aunque ellos dijeran que preferían morirse donde habían nacido. ¿Por qué todos queremos morir donde nacimos? ¿Para qué, si de todos modos ya nada será igual, ya todo habrá mutado hasta convertirse en un territorio desconocido? Arrastraron a los viejos, así tuvieran que romperles la cadera para llevárselos, y luego la ciudad colapsó, los autos quedaron atascados en el único y monstruoso embotellamiento de la historia del país. Yo lo vi. Estuve en el único y monstruoso embotellamiento de nuestra historia. Solo que yo miraba desde la vereda, parada junto a muchos otros que también habían salido a presenciar el espectáculo, a ser testigos de algo que aún no alcanzábamos a entender. ¿Cuántas de esas personas seguirán con vida? ¿Cuántas habrán terminado en el Clínicas? Ah, pero aquello era un verdadero espectáculo; había que verlo, un sofá patas arriba en el techo, una aspiradora saliendo por la ventanilla, un colchón amarrado a la baca junto a una bicicleta infantil. Las caras pegadas a los vidrios, las manos sucias de los niños contra el parabrisas de atrás. Los perros ladrando por las rendijas de las ventanas. Y el concierto de bocinas. La caravana siguió así, atascada, avanzando lentamente, tanto que parecía una ilusión óptica de absoluta inmovilidad. Pero avanzaba. A los tres días, las calles volvieron a vaciarse, las cámaras de televisión mostraron las carreteras silenciosas, llenas de la basura que la gente había tirado por la ventanilla, y el caos se trasladó a otra parte, a donde yo no estaba ni estuve. No estoy. Se convirtió en una historia ajena, contada por otros que a su vez dijeron: yo estaba ahí. Así ocurrió. Tuvieron que pasar otras dos semanas antes de aceptar que los padres de Mauro no vendrían a buscarlo. Que no era por el incendio ni por las carreteras ni por las líneas caídas. Al final, lo habían abandonado. ¿Puedo decir que me sorprendió? En retrospectiva, todo está lleno de minúsculas señales de aviso. Los días que siguieron me dediqué a racionar la comida y a esperar que el veneno del aire cediera lo suficiente para salir a buscar un almacén clandestino. Comimos poco, yo menos que Mauro, que se mantuvo extrañamente dócil a pesar del hambre y de las porciones cada vez más reducidas, de la comida seca y monótona, del constante sabor a mugre rosa aplastado contra el paladar. Así y todo, fue un tiempo de calma. Días sin pensar en mi madre ni en Max. La vida enfocada como un embudo en Mauro, en su estómago, en sus quejidos nocturnos. Ahora sentía el cansancio como un absceso, un dolor encapsulado y lleno de pus que no encontraría alivio excepto mediante un tajo. No había espacio para nada más. No tenía un plan alternativo y una parte de mí imaginó que así sería la nueva vida. ¿Por qué no? Sitiados por las algas, hundidos en un pantano de niebla. Los niveles tóxicos del aire se mantuvieron tan altos que ni los camiones patrulleros circulaban por la ciudad. Eso lo contaron en las noticias. Los drones del canal del Estado sobrevolaban las calles, sin poder elevarse más allá del primer anillo, y mostraban imágenes de los barrios desolados, la espuma sucia del río rodando como manojos de pelos por la rambla. Nos resignamos a la espera, y esa espera, de algún modo, se parecía a la fe. Fe de que la niebla bajaría de nuevo. ¿Cuándo? Algún día. Hasta que un día lo hizo. Yo te pedía poco a vos. Pero querías todo. Yo te pedía poco. Pero prohibías que te exigiera nada. Salí por la tarde, cuando la niebla había alcanzado su punto más espeso. Caminé lento las dos primeras cuadras, buscando señales, adaptándome a la opacidad que olía a basura fermentada. La desolación ya no era algo que pudiera definirse por la ausencia de personas. También los sonidos habían caído en una caja acolchada y tuve la impresión de que ni yo misma sería capaz de generar uno. La niebla compacta, firme como un músculo, se apretaba contra mi cuerpo y formaba una especie de traje sin contornos. De atrás, de lejos, me llegó el ronroneo de un motor. Imposible ignorarlo en ese silencio de tumba, y aun así fingí no oírlo hasta que un auto rojo y descascarado, con manchas blancas que se comían la pintura, avanzó despacio junto a mí. El tejido de la niebla parecía resistirse al movimiento, pero él forzaba su trompa roja, su mancha de color desgarrando la grisura. Tras la ventanilla, el hombre me miraba. No me dio confianza: su cara de policía encubierto, demasiado cuadrada, demasiado pulcra, el volumen de sus brazos reventando las mangas de la camisa y unas manos mullidas en el volante. Ya nadie tenía tanta comida en el cuerpo como para verse así. Entre los taxistas se hablaba de escuadrones de limpieza sanitaria que levantaban vagabundos y los desaparecían. Tal vez los llevaran al Clínicas, que era casi la misma cosa, pero esos hombres y mujeres no volvían a verse durmiendo en las calles. Apuré el paso; le hice que no con la mano. Él se mantuvo unos metros detrás, con los faros encendidos. Había hecho su apuesta y yo era la perdedora. El crujido de las llantas sobre el pavimento, como una serpiente que se arrastra por un pajonal, quebraba el aire. Pero yo conocía el barrio, su cartografía de huecos y callejones sin salida, y recordaba que pasando la esquina había un edificio sin tapiar. Caminé fingiendo toda la naturalidad que me permitía el cuerpo hasta llegar a la puerta del edificio, dos hojas altas de madera deslucida. Adentro me recibió el frío inhabitado, donde la niebla se aligeraba como una estela de humo que llegara de lejos. Di unos pasos sobre escombros y basura, y me quedé ahí, escondida detrás de una de las hojas de la puerta, escuchando cómo el motor del auto ronroneaba. Cada sonido se distinguía, filoso y nítido, como un paisaje. Oí el motor apagarse y la puerta del auto que se abrió y cerró con un portazo. El silencio se tragaba ahora los pasos del hombre, que acaso estuviera ahí, de pie, esperando alguna pista. Después sí pude distinguirlos. Se acercaban. Pero justo cuando creí que entraría al edificio, las pisadas se volvieron esponjosas y enseguida se callaron. Sin respirar siquiera, intenté mirar por el espacio que abría la bisagra de la puerta. Una línea de claridad, pero no lo suficiente como para ver algo, excepto una sombra que de pronto interrumpía la luz y volvía a liberarla. El hombre se movía afuera. ¿No me habría visto entrar? Ahora el ruido de un nailon, algo plástico que era estrujado y de nuevo las pisadas esponjosas, la puerta del auto que se abría. Nailon, sí. Nailon estrujado. Una mano que se cierra sobre nailon, algo plástico, y luego un golpe seco, como paladas de arena. Tardé un momento más en descifrar que el hombre cargaba algo y que ese algo eran bolsas de basura. Fue y vino, hasta que supuse que habría llenado el baúl, porque la puerta se cerró con un golpe definitivo y lo oí subirse y prender el motor. Las llantas crepitaron sobre el asfalto roto y lentamente el auto se fue alejando. Esperé a que la caja de huevos en que se había convertido la ciudad lo absorbiera por completo, e incluso más, por un rato exageradamente largo. No intenté adivinar qué cosa podía esconderse detrás del negocio de la basura, pero sí pensé en la ciudad como una inmensa zona franca sujeta a una economía siempre cambiante y misteriosa. Nada se oía ya. El silencio era doloroso. Quién podría haber imaginado el hueco auditivo de una ciudad sin insectos, sin zumbidos, pero también sin bocinas, sin el bufido lento de un ascensor o el murmullo de voces lejanas, sin todo lo artificial que —ahora entiendo— era lo que llamábamos vida. Entonces me pareció oír pasos en el edificio; arriba, me pareció. Podía tratarse de una alucinación, un espejismo sonoro, porque el silencio hace eso con los oídos, pero al fondo del pasillo se enroscaba una escalera semiderruida, cuya parte superior se hundía en la penumbra. Esquivé una silla patas arriba y más trozos de madera quemada. Había cenizas de viejas fogatas, palos negros desintegrándose en carbón. Los restos del saqueo, el destino de todos los edificios abandonados. Subí lento, aguzando el oído. El silencio había vuelto con toda su brutalidad, y cada uno de mis pasos estrujaba un cascote de cal o un pedazo de vidrio. ¿Qué buscaba? Era seguro que ahí no iba a encontrar un almacén clandestino. En el primer piso todos los apartamentos tenían la puerta arrancada de cuajo. Adentro, espacios sin enchufes ni zócalos ni grifería, hollín en las paredes, grafitis, vidrios rotos, las bisagras corroídas por la humedad. Recorrí las entrañas del edificio; era imposible que alguien viviera así, sin ventanas ni protección alguna contra el viento rojo. Cuando me di vuelta para irme, me pareció que algo acababa de moverse en la escalera, en el tramo que llevaba a la segunda planta. —¿Hay alguien? —dije. Ni siquiera el eco. —Estoy buscando un almacén —dije—. Comida. Me acerqué a la escalera, miré hacia arriba, a los escalones cubiertos de escombros y fierros. Un olor nauseabundo se elevaba del piso. Subí igual, tratando de no tocar las paredes, aunque se me hacía difícil mantener el equilibrio. Buscaba con el pie un espacio firme donde apoyarme antes de dar el siguiente paso. Un musgo ocre crecía en los boquetes abiertos de las ventanas. ¿Sería eso lo que hedía? Tuve que subirme la bufanda por encima de la nariz y enseguida sentí el vaho de mi aliento. El musgo rojizo tenía minúsculas hojas redondas y gordas, hinchadas de agua. En la segunda planta la situación no era muy distinta: apartamentos arrasados, sin puertas, excepto por uno, que tenía la puerta entornada. De cerca, vi que era una especie de injerto y que no encajaba del todo en el hueco original. Por la rendija no podía verse nada, pero creí reconocer el roce de una tela, como si alguien se hubiera cruzado de piernas o se girara en el sueño. —¿Hay alguien? —dije, y empujé un poco la puerta con el pie. Seguí empujando hasta que quedó una abertura lo suficientemente grande como para pasar de lado. Metí el hombro primero, y cuando tuve la mitad del cuerpo dentro del apartamento destrozado, con las paredes manchadas por múltiples fogatas, vi la jaula. Junto a la ventana sin vidrio, solo cubierta con un nailon opaco que no filtraba la luz, una jaula blanca, grande, de barrotes y ornamentos finos, algo abollada pero elegante, y dentro de la jaula un animal —¿un pájaro?— quieto, asustado. —Hola —dije—. Buenas tardes. Volví a oír el roce, ahora con claridad; el pájaro se había movido, un leve y monstruoso sacudimiento de las alas. En el piso, entre los escombros, restos de madera hecha carbón, botellas de plástico vacías, algunas cortadas para hacer cuencos; también había un colchón sin sábanas ni cobijas, hundido en la mitad, con algunos agujeros en la tela por los que emergían burbujas de polifón amarillo. El olor era aún más putrefacto a medida que me acercaba a la jaula. Después vi que, no muy lejos del colchón, no muy lejos también de una cacerola pequeña y negra de tizne, había excrementos humanos. El pájaro me pareció otra alucinación, pero cuando por fin estuve frente a la jaula, supe que era real, que el pájaro estaba moribundo, con unas malformaciones blancas en el pico y en los ojos. Era imposible que me viera, porque esa sustancia purulenta le impedía abrirlos, pero intuyó mi presencia y se agitó. —¿Quién te necesita tanto? —dije, y mi propia voz me dio pavor. Vi al pájaro estremecerse y hacer ese ruido de arrullo con las plumas opacas, que alguna vez habían sido azules, tal vez tornasoladas, exóticas como perlas, pero que ahora eran cenicientas y apenas podían agitarse con ese temblor que le recorría el cuerpo y que era su único signo de vida. Desenganché el pequeño alambre que aseguraba la puerta y abrí la jaula; una puerta alta, con suficiente altura para que el pájaro saliera sin agachar la cabeza. Pero él no se movió. Tenía las alas cortadas, muertas. Me quedé un minuto más mirándolo, y enseguida descarté la idea de llevarme la jaula. Tuve la sensación de que me picaba la nariz, de que me ardía la garganta, como si la sustancia blancuzca del pájaro se me hubiera pegado. Eso fue lo que sentí, que pronto tendría los párpados cerrados, carcomidos por los hongos, cerrados para siempre a toda esa podredumbre, por fin, pudriéndome yo también, la garganta llagada, la nariz en carne viva. ¿Cuántos vientos más harían falta para liberar al pájaro? ¿Cuántos más para liberarme a mí? Dejé la jaula abierta y me fui. Bajé las escaleras lo más rápido posible, tratando de no tropezar, y otra vez me recibió la calle con su resplandor monocromo. El aire se sentía limpio en comparación con la fetidez que se cocía adentro. Bajé por San Jerónimo. La niebla se movía a mi ritmo como un perro fiel del que solo alcanzara a vislumbrar una parte del lomo gigantesco y gris, siempre interpuesto entre mi visión y las cosas. Volví a doblar, esta vez en Asunción Norte. Ni una ventana abierta con disimulo, ningún centinela, nada que pudiera interpretarse como el indicio de una actividad clandestina. Sobre una puerta alguien había pintado una calavera blanca. Otras puertas habían sido forzadas. La calle estaba intransitable, cubierta de cables de luz caídos, y ningún auto volvió a seguirme. A lo lejos me pareció ver una figura, un volumen largo y estrecho perforando la malla elástica del aire. Otro espejismo. Respiraba con dificultad. La niebla era ahora el cemento que me endurecía los pulmones. Caminé otro poco, cada paso un movimiento inútil. No hay nada y sé que nada habrá. Pero unas cuadras más adelante, al mirar hacia la fachada de una de esas casas coloniales con balconcito de hierro, veré la silueta de un hombre en la ventana, con la cara pegada al vidrio y una brasa encendida en los labios. Al descubrir mi mirada, el hombre se esconderá tras la cortina. Entonces saltará la alarma. El ruido llegará de golpe y de todas partes, como dicen que pasa con esos paisajes muy blancos, de nieve o de sal, donde no existen puntos de referencia, no hay arriba ni abajo, ni principio ni horizonte. Volveré a casa caminando rápido, con la sensación de que la niebla ya empieza a levantarse, fina, a punto de ser borrada por el viento, y cuando abra la puerta Mauro estará ovillado en el sofá, tapándose las orejas con las manos. Me acostaré junto a él. Él no dirá nada excepto por esa mirada anhelante, ese momento en que los ojos se abren un poco más de la cuenta y muestran el alivio. Lo abrazaré y el aire de mi abrigo inflado se desplazará como quien aplasta una almohada. —Viento —dirá Mauro. —Sí, mi amor, es el viento. Nada más. Él tendrá la piel húmeda, no de sudor sino de lágrimas recientes que se habrán estancado en los pliegues de su cuello. Palparé esa humedad con la nariz, después con los labios. Él aflojará la tensión del cuerpo, los brazos me rodearán, y sentiré cómo sus dedos juguetean con la piel falsa que recubre el cuello de mi abrigo. Es como una cola de zorro, y él va a acariciar esa piel, la peinará lento con los ojos cerrados. No pasa nada, diré, te prometo que no pasa nada. Su respiración va a irse aquietando, mientras mis encías rezuman sangre y la sangre me llena la boca. —Hambre —dirá. —Vi un pájaro, ¿sabés? Un pájaro hermoso con plumas de colores. —¿Tiene hambre? —Sí, pero volaba por todo el cielo. ¿Querés que te cuente? Mauro acomodará la cabeza en mi hombro. El agujero que lleva en el vientre va a contraerse un momento. No durará demasiado. Imaginate que me contaras todo lo que pensás. Sí. Entonces no pararías de hablar, porque al contarme una cosa, ya tendrías otra cosa para decir, y después otra y otra. ¿Te imaginás? Nunca estarías callado. Hay veces que no pienso en nada. ¿Cuándo? Ahora. Mentira: estás pensando que no pensás en nada. Decime vos en qué pensás. Pienso en pájaros. Pienso en los días posteriores al primer viento rojo, el pánico, la incertidumbre. Las llamadas de los amigos repitiendo teorías contradictorias, cada uno aferrado a su verdad y luego justificando la decisión de irse: la vida que vale la pena vivir, el cuerpo que vale la pena cuidar. La enumeración desesperada de razones. ¿Para qué? Mejor vivir como una rata que no vivir. Era cómico que todos creyeran que hacía falta tener razones. Incapaces de aceptar que vivíamos por puro capricho, tal vez por inercia. ¿Y para qué tenían que decírmelo a mí? Nadie les pedía razones, pero todos llamaban ofreciéndolas, cotejando estrategias, desempolvando viejos conceptos sobre el instinto de supervivencia y la preservación de la especie. Llamaban para que yo validara sus razones, para que los reconfortara en su lógica de la vida a cualquier precio. Y cuando se encontraban con mi desinterés, que era casi indiferencia, se empeñaban en hacerme cambiar de opinión mostrándome el lado positivo de las cosas, como si estuvieran salvando almas. Luego, su fracaso los llenaba de un rencor tan instantáneo que era fácil entender que siempre había estado allí; y me culpaban de todo, incluso de su desgracia. Lo peor pasó unas semanas después del entierro fallido de los buzos. Hacía días el cielo estaba encapotado; la temperatura había subido en pleno invierno. Se hablaba de un veranillo. Todos los días esperábamos la lluvia; decíamos: esto no va a aguantar, pero de un modo inexplicable el veranillo aguantaba y despertábamos a la constatación de que esa noche tampoco había llovido. Veíamos cómo la tormenta se elaboraba allá arriba, en un mundo de nubes negras y remolinos, una batalla entre cielos, por completo ajena a nosotros. Mientras tanto, el sopor del veranillo nos aplastaba, nos hinchaba las piernas, nos tenía boqueando en la humedad. La tormenta llegó unas noches después, cuando ya nadie la esperaba, cuando todos creíamos que pasaría de largo. Hacia el final de esa tarde el cielo se fue deshilachando, como un tejido resistente que por fin comenzara a ceder, y las gotas se estrellaron pesadas contra el ventanal, el mismo que daba al patio de la escuela. Max había salido, y excepto por la luz de la lámpara de pie, el resto de la casa estaba a oscuras. Levanté la persiana hasta arriba para ver la lluvia y me senté en el borde del sofá, cerca del teléfono. Vi mi reflejo iluminado en el ventanal, las manos flojas, las rodillas abiertas en una especie de rombo, y dentro de mi reflejo, o sobre él, la ciudad apiñada: techos de casas, edificios de distintos tamaños, pero sobre todo antenas, cientos de antenas y cables. Todas esas antenas, cada una vigilando su pequeña porción de espacio, como espantapájaros, pensé, espantapájaros de ciudad. Me levanté y apagué la lámpara. El viento agitaba los árboles; parecía que fuera a arrancarlos de cuajo. Cada tanto, un resplandor se encendía lejos, mudo, y era como si la ciudad se sacudiera. Imaginé a Max apurándose para llegar a casa. Por la mañana había salido en sandalias, con un pantalón finito de verano que le colgaba de los huesos protuberantes de la cadera. Te confiás en el veranillo, le dije. La lluvia iba a descolgarse en cualquier momento sobre la ciudad expectante, cada uno en su ventana admirando el milagro. Yo seguía quieta en la oscuridad, concentrada en los focos de la escuela, el único espacio de luz que revelaba unas pocas gotas horizontales. El resplandor lejano y mudo de un rato antes se había acercado y ya no era un fulgor suave que encendía y apagaba el cielo, sino un relámpago nítido, un árbol de electricidad que descargaba sobre nosotros todo su ánimo vengativo. Conté los segundos entre el relámpago y el trueno. Ahí estaba, acercándose, el triunfo del invierno. De a poco el relámpago y el trueno fueron sincronizándose. Los rayos caían sobre la ciudad, pero tal vez no sea preciso decir que caían, porque era como si nacieran del centro de la Tierra y se abrieran paso por el asfalto reventando las veredas. La ciudad convertida en una flor terrible, un capullo que se abría a la violencia y la recibía con gusto, con goce. Tuve miedo. Estiré la mano para agarrar el teléfono y marqué el número de mi madre. El timbre sonó varias veces. Era común que saliera por las noches, nunca le pregunté adónde ni con quién, y ella tampoco me lo contaba, no por vergüenza o porque se reprobara a sí misma, sino porque le gustaba tener secretos, saber que existía una zona de ella infranqueable para el resto del mundo. El timbre sonó y sonó, y aunque quedaba claro que no respondería, tampoco colgué. Imaginé el teléfono sonando en la oscuridad. Podía oír el estallido de los truenos allá, y la campana que llenaba el silencio entre un trueno y el siguiente. Así fue. Pero la lluvia nunca llegó. Nunca. Y a la mañana siguiente, exhaustos, trasnochados, despertamos envueltos por la niebla. Explicámelo. ¿Por qué? Quiero entender. ¿Y qué pasa si te digo que ya sabés todo lo que hay para saber? Entonces ya sé el final de esta historia. Nada es tuyo hasta que alguien más lo pierde o lo abandona. Lo supe entonces, pero no con palabras, como lo estoy poniendo ahora, sino de un modo mucho más desordenado y furioso. Ahí está: furioso, la misma furia con la que imagino que un tallo endeble rompe la cáscara de la semilla y se abre paso entre raíces y capas de tierra dura. Qué sería de Mauro si me pasaba algo a mí, el más mínimo roce del viento, o si algún patrullero me recogía en la calle y me arrojaba a la puerta del Clínicas. El pensamiento me abría un hueco de terror en el cuerpo. Podía reconocer los bordes rugosos de ese hueco, palpándolos por primera vez, asombrada y furiosa al mismo tiempo. Veía a Mauro, solo, en la casa. Lo veía abrir las ventanas —él desnudo, jugando a alguna danza incomprensible, y el viento rojo errando entre los cuartos vacíos—, o lo veía comer hasta ahogarse, rodeado de vómito, hundido en el basural de la esquina, o vagando por la rambla, junto al río oscuro como un vino agrio. De pronto, ya no tenía derecho a arriesgar mi vida. El miedo iba unido a un ahogo, una especie de claustrofobia de un lugar del que no podría salir, y ese lugar era yo misma. La noche del pájaro volvimos a cenar garbanzos. Estaban desabridos, bañados en aceite, revueltos con un poco de mugre rosa. Mauro no se quejó, pero al rato ya tenía hambre y chupó dos palitos helados de frutilla. Después, en medio de un berrinche, quiso abrir la heladera y terminó rompiendo los dibujos de dinosaurios que yo había pegado con imanes en la puerta. Los hizo picadillo y los pisó, y el cuerpo se le puso morado de tanto gritar hasta quedarse ronco. Habíamos agotado todas las medidas de seguridad, todos los trucos. El síndrome tenía hambre y era capaz de matarlo. Ya nada lo distraía: ni las historias de pájaros, ni los juegos cada vez más estrambóticos y desafiantes, ni los caramelos que había que roer como a pequeñas rocas. Dormimos mal. Las patas de madera crujían cada vez que Mauro giraba en la cama y ese crujido me acompañó toda la noche. Me levanté dos veces al baño. Me picaban la garganta y la nariz, pero al mirarme al espejo, bajo la luz blanca, no encontré más que los surcos y las blanduras de siempre, los labios secos, con unas hebras de pellejo blanco que había levantado el frío, y la fina red de venas azules alrededor de los ojos. Volví a acostarme, y a la mañana le di a Mauro mi parte del desayuno. Recién pensaba en algo que dijo Max una vez: ¿vos qué sentís cuando te equivocás? Debe haber sido poco antes del divorcio, o en alguna de las visitas al Clínicas, porque recuerdo que la pregunta me puso tensa, lista para recibir el golpe. ¿Cómo?, dije. Cuando cometés un error. ¿Qué sentís? Yo sabía lo que sentía él: ira, porque lo había visto muchas veces agarrar a patadas las cosas y dejar caer el puño contra la mesa hasta que los vasos se volcaban, lo había visto literalmente quedar ciego de rabia y abrirse cortes en los brazos, fuera de sí, y luego volver como un perro herido, manso, buscando mi mano, mi silencio. Ese era el Max que él deseaba aniquilar mediante gurúes y ejercicios, mediante viajes y visiones, pero también era el Max que me había querido o, al menos, el que me había necesitado. Pero yo, ¿qué sentía cuando me equivocaba? Rabia no, otra cosa, que me volvía frágil y me hacía sentir estúpida. Era como oír la voz de mi madre pidiéndome que le trajera esto o aquello, que sacara la cubetera de hielos y los volcara con cuidado dentro del vaso. No mojes todo el piso, decía ella. Los cubos se me resbalaban de las manos, la cubetera de metal se me pegaba a los dedos y al arrancarla me tiraba de la piel. Vergüenza, dije, pero Max movió la cabeza diciendo que no. Eso sentís después, dijo, pero en el momento mismo en que te estás equivocando no sentís nada. Era como el asunto del Coyote y el Correcaminos, dijo, cuando el Coyote seguía corriendo más allá del precipicio, con las patas girando a toda velocidad en el aire. Mientras el Coyote no mirara hacia abajo, mientras no se diera cuenta de que corría en el aire, sin tierra bajo sus patas, no empezaba a caer. Algo así supongo que pasó entonces: por fin había entendido que no había un piso bajo nuestros pies. Si no lograba conseguir comida, si ellos tenían razón... ¿Ellos, quiénes? Todos. Todos ellos. La voz de mi madre diciendo: sos terca como vos sola. Y había vuelto a sentir la presencia del ser defectuoso que vivía en mí, una boca negra que se abría y se cerraba. Por momentos pensaba que el ser defectuoso y yo éramos la misma cosa; otras veces lo veía como a un parásito que quería suplantarme. La boca negra hablaba, decía que yo era una inservible, siempre hundida en el caldo tibio y aguachento de mi vida, y que debía ceder el mando. Pienso en los helicópteros del Parque Infantil: los niños se acomodan en el asiento y mueven las palancas, presionan los botones, el tablero parpadea con luces de colores y el helicóptero sube y baja, da vueltas y vueltas. La ilusión del juego es tan perfecta que los niños no perciben que no son sus órdenes las que mueven el helicóptero, sino las de alguien más, guiando en secreto los brazos metálicos que los hacen girar, mientras ellos celebran y temen. ¿Es así como terminan las cosas? Un final es solo la constatación de que algo más ha empezado. Yo me resistía a ver ese nuevo principio, como me había resistido a todos los principios, desde siempre. Me resistía a juntar la plata de la caja fuerte y abandonar la ciudad; me resistía a cumplir mi fantasía falsa de rescatar a mi madre y huir al Brasil. Y en mi fantasía falsa mi madre me daba las gracias: si no fuera por vos, la oía decirme, y luego a mi prima Cecilia, a la maestra, a todos: si no fuera por ella, mi hija... Era tonto, nada más que la ilusión de los helicópteros de juguete, porque ¿cuánto faltaba para que las algas llegaran hasta allá también? Incluso si lograba conseguir los certificados de salud para sacarnos del país. Nos unía el mismo mar envenenado. ¿Entonces qué? La mejor salida de un laberinto siempre es por arriba. Eso lo decía Max. Mi madre decía: vos construís tus laberintos sin salida. Lo intenté de nuevo, esta vez con otra ruta en mente. Iba a alejarme del puerto y caminar hacia el Obelisco, buscando en las calles laterales, tal vez en los alrededores de las plazas. Y si no lo lograba... Hasta ahí llegaba el pensamiento. Bajé en dirección al Hotel Palacio y pasé junto a la librería sellada tras la cortina de metal. Al fondo de la calle, el neón del hotel titilaba. La niebla nos tenía enterrados hasta el cuello, pero el resplandor verdirrojo latía como una mancha difusa, despojada de cualquier brillo. Solo una mancha de color, una mancha verde, una mancha roja, el verde y el rojo formando una especie de aurora boreal, marcando el cuerpo gris de la ciudad. Avancé hacia ella, como una polilla, y en el camino pasé junto a la vitrina vacía del viejo anticuario. Me detuve un segundo a mirar, pero lo único que vi fue mi propia sombra reflejada, con el abrigo que me hacía parecer una muñeca deforme, uno de esos gigantes inflables que se mantenían en pie gracias a un chorro de aire que subía desde la base y los ponía a temblar y a doblarse desarticulados. En los bolsillos no me cabían los billetes, pero no podía comprar ni un paquete de arroz. Quién iba a decirlo. Puesto de cierta manera, cualquier cosa puede verse como una ironía. El dueño del anticuario había sido un viejo italiano que decía haber pertenecido a una familia aristocrática. Lo apodaban el Conde. Otros contaban que era un ludópata que había llegado al país huyendo de las deudas. De ser así, tenía experiencia en la huida. Yo hablaba a veces con él, me decía carina, y una vez me había regalado una postal antigua, de esas donde pintaban de rojo las mejillas y los labios de la gente. Él decía ser un zorro viejo, y señalaba el zorro disecado que tenía sobre la mesa.Un día pasé frente al anticuario y ya no quedaba nada, ni siquiera el animal con piel comida por las polillas y espantosos ojos de vidrio. Me imaginé al Conde llenando la camioneta de libros, los muebles Enrique II patas arriba en el techo, un buffet de la escuela de Fontainebleau, los cuadros de marinas envueltos en papel burbuja. ¿Habría previsto que las marinas, con su óleo resquebrajado, algún día valdrían tanto? Es extraño que alguien quiera colgar en la pared un recordatorio de lo perdido. Siempre me han dado miedo los retratos de personas muertas, los óleos oscuros de antepasados. Y ahora me dan pavor las marinas. Los ricos se peleaban en las subastas, habrían dejado fortunas por un mar pintado sobre una tabla, de un color que nunca más volverían a ver. Alimentaban la nostalgia a diario, mientras desayunaban productos del mercado negro. Ellos serían los dueños de la memoria, sí, pero solo los afortunados tienen el olvido. Seguí calle abajo, muy lento, mirando dentro de cada hueco infecto de vieja arquitectura, aunque ya no tuviera ilusiones de encontrar nada en ese barrio. La mancha verdirroja del neón había crecido hasta volverse un aura, una esfera de color, y de a poco fui entrando en ella, con su estática electrificante. Los escalones del hotel se veían sucios, las ventanas cubiertas con frazadas o sábanas inmóviles, a falta de postigos. Pero el lugar parecía abandonado; la puerta cancel, que coronaba la pequeña escalera de mármol ennegrecido, estaba tapiada, con varios listones de madera atravesados entre ambas hojas. Ahora me encontraba dentro de la mancha: el verde y el rojo en su lucha íntima, y ambos como un escudo que empujaba la niebla. Desde ahí vi un auto que doblaba la esquina del viejo almacén. Podía ser un taxi sanitario, no estaba segura. ¿Era negro o amarillo? Apuré el paso hasta llegar al límite del color y atravesé la membrana que me hundió otra vez en el mundo. Para cuando llegué a la esquina, el auto se había perdido de vista. La puerta del viejo almacén había estado tapiada por mucho tiempo, pero ya no quedaba ninguna tabla en pie. Algunas se habían caído solas, podridas por la humedad, y el viento de los últimos días habría terminado de arrancar el resto, porque los vidrios de la puerta seguían intactos, la cadena y el candado aún aseguraban las dos hojas, sin rastros de saqueo. Antes de la evacuación, los dueños vivían en la casa de atrás y se turnaban día y noche para no cerrar nunca. Incluso tenían un anuncio, un jingle pegajoso que sonaba en la radio: No cerramos nunca, no cerramos nunca. En la pared, bajo la vitrina principal, alguien había escrito en aerosol: Ahora sí cerraste, cagón! Limpié un poco el vidrio con la manga e intenté mirar hacia adentro. Los anaqueles estaban vacíos excepto por lo que parecían ser unas botellas grandes, de desinfectante u otro producto de limpieza. Jabón antibacterial. Cloro. Míster Músculo. Mata el 99 por ciento de los gérmenes. Esponjas de aluminio. Pulidor. Mauro podía tragarse todo eso en un minuto. Sacudí la puerta con fuerza, pero el candado no cedió. Hacia las esquinas, tras la cerrazón, todo se veía muerto y desolado. Ningún rastro de policía. Levanté un adoquín suelto de la vereda y di un golpe. El vidrio se deshizo. El agujero inicial propició el derrumbe, pero en la masilla dura de los bordes quedaron atrapadas algunas puntas filosas. Las arranqué una por una y las tiré al piso. Cuando no quedaron más vidrios, metí la pierna derecha y quedé atascada con la pierna adentro y el torso demasiado alto para curvarme por el espacio de la ventana. Volví a intentarlo, esta vez sosteniéndome en los brazos para pasar las dos piernas al mismo tiempo, luego el tronco, arqueado hacia atrás, y por último los brazos, como el puente que de niñas practicábamos con las mellizas acróbatas. El polvo se había asentado en el piso de tablas largas, y cada paso levantaba una nube de pelusas. La luz tímida que llegaba de afuera delataba esa nube de tiempo sólido, el residuo de las horas y los minutos acumulados. Me cubrí la nariz con la bufanda y la até fuerte detrás de la nuca. Pasé junto a la máquina registradora y apreté algunos botones al azar. No se abrió. A todas las casas abandonadas les habían cortado la electricidad. Seguí hacia la parte de atrás, esa zona de acceso exclusivo para el personal, ahí donde estaban los frascos de vidrio llenos de caramelos de colores que los niños mirábamos de lejos, escondidos tras el mostrador. Los frascos seguían estando, con sus tapas metálicas, pero no quedaba un solo caramelo, y, vistos así, fríos y transparentes, daban la impresión de ser un artefacto quirúrgico, una serie de recipientes enormes para guardar los frutos de extraños experimentos. Al fondo casi no llegaba la luz. Decidí que volvería más tarde con una linterna, pero antes pasé la mano por lo que parecían ser más anaqueles vacíos. Toqué el polvo, tan grueso como el pelo ralo de un animal. Arrastré el polvo con la mano, y al llegar a la distancia máxima que me permitía el brazo, en el anaquel más alto, mi mano se dio contra algo. Me puse en puntas de pie y palpé con cuidado. Eran latas. Latas apiladas en varias torres enanas. Agarré la de más arriba y la toqué sin apuro: la etiqueta y la presilla de abrefácil. Bajé una lata, pero no pude leer la etiqueta. Recién cuando me acerqué al chorro de luz que arrojaba el vidrio roto de la puerta, vi el dibujo y las letras azules: Atún en aceite. Dios mío. Y por un momento eso es lo único que pensé: Dios mío. Estaba eufórica, casi mareada; no podía recordar la última vez que había visto una de esas. Volví al anaquel del fondo y me trepé al estante inferior para meter bien el brazo. Eran once latas, todas olvidadas en el anaquel más alto, contra la pared. Las bajé y metí algunas en los bolsillos, otras dentro de la bufanda, que até como un paquete. Salí por el hueco de la puerta, ya sin la misma agilidad. El pantalón se me enganchó en una astilla de la madera y le hizo un desgarro diminuto. La adrenalina se sentía como un ardor, una sustancia ajena a mi cuerpo. Imposible aguantar hasta llegar a casa. Me senté en el cordón de la vereda y limpié una lata con la tela del puño. No brillaba como un cofre del tesoro, pero así se sentía. Adentro estaba la carne imposible, la carne prohibida de un animal extinto. Sus parientes lejanos, desconocidas mutaciones, nadaban en nuestro río. Nadie los acechaba; sin predadores naturales, estas mutaciones proliferaban y llegaría el momento, si es que no había llegado ya, en que no quedaría ningún animal en el mar que no fuera una mutación. Tiré de la presilla y la lata se abrió. Enseguida subió el perfume marino. Lo olí; acerqué la carne rosada a la nariz y me quedé con los ojos entrecerrados, disparada hacia los recuerdos como una bala. Veloz, dolorosa. Vi a las mujeres vestidas con sus overoles blancos en el puerto de San Felipe, empuñando el cuchillo con el que raspaban las escamas de los pescados recién traídos del mar; el piso blanco y resbaladizo, el olor nauseabundo. El mismo cuchillo despanzurraba al animal, le abría una grieta profunda y la mano enguantada se metía por ahí, y salía arrancando tripas y chorreando jugos. Mis manos estaban sucias, completamente negras de polvo, pero igual agarré un poco de atún, usé los dedos como pinzas finas y me lo metí en la boca. No me fijé en la fecha de vencimiento de la lata; no me interesaba en lo más mínimo y sé que me lo hubiera comido así estuviera fosilizado. Apreté la lengua contra el paladar hasta que soltó el aceite. La bala seguía horadando la memoria y ya no pude saber si lo que mordía era una fruta, el durazno que soltaba su jugo almibarado y que debía lamer antes de que se precipitara entre los dedos y me pegoteara el brazo, o si lo que oía eran las moscas revoloteando sobre las peras, que se habían ido machucando en algunas zonas, como parches de una piel más blanda, o si veía a Delfa quitándole las semillas a la sandía, con paciencia, escarbando la pulpa roja, porosa y crujiente. Delfa y el olor a garrapiñada; ese olor que se mezclaba con el de cloro y el jabón de manzanilla. Todos los olores del mundo cabían en las manos de Delfa. El aceite me chorreaba entre los dedos y se escurría por la palma hacia la muñeca y dentro de la manga del abrigo. Sentía la barbilla resbalosa y suave. Intenté limpiarme, pero solo terminé extendiendo el aceite, refregándome el olor a pescado por la cara. Supuse que también me habría manchado con el tizne de mis dedos y me gustó imaginar algún tipo de pintura ritual, mi propia marca negra y aceitosa como una declaración de guerra. Si quedaba algún animal en esa ciudad, algún bicho que no fuera una cucaracha, se me habría acercado. Me levanté del cordón de la vereda con las manos untadas, sintiendo la compañía de la niebla, su poder, y caminé de vuelta a casa. ¿Qué es el silencio? La pausa entre un pensamiento y el siguiente. Por la noche preparé un bol de arroz con atún y mayonesa. Qué no hubiera dado por tener un tomate, aunque más no fuera un tomate hidropónico, cultivado en una de esas máquinas parecidas a una incubadora, un tomate turgente a base de inyecciones, lleno de agua o fungicidas, un tomate sin gusto a nada, pero que al menos evocara la imagen de un tomate. Serví la comida en unos platos grandes, con bordes dorados y flores de largos y sinuosos tallos verdes, no en los platitos cascados de siempre. Era un festín, pero Mauro no podía notarlo. Nos sentamos en el piso, con los platos sobre la mesa ratona, frente al televisor. Estaban pasando una publicidad de hamburguesas congeladas. Dos panes redondos, el queso derretido y humeante, y una miríada de partículas de sal que habían saltado en el aire, resplandecientes, suspendidas por la magia de la cámara lenta. Entre los panes, la carne abierta en un mordisco se veía roja en el centro, fresca y jugosa, en nada parecida a la hamburguesa reseca, chata y dura como una suela de goma que venía dentro de la caja. Los padres de Mauro siempre las incluían en el surtido del mes y era lo primero en acabarse. En la caja aparecía el dibujo de una vaca que pastaba en una hermosa colina, y encima, el sello rojo de la procesadora nacional. Apagué el televisor y Mauro se quejó. —No —dijo—. Tele. —Vamos a comer algo especial. Por primera vez no quería distraerlo de la comida, pero él hizo una mueca de disgusto con el primer bocado. Un sabor demasiado fuerte, tal vez, desconocido para sus papilas infantiles. Revolvió dentro del arroz con la cuchara y analizó el atún desmenuzado. Su desconfianza duró un segundo más, antes de juntar una montaña de arroz y tragársela sin siquiera masticarla una vez. —Comé despacio —dije. —Hambre —volvió a quejarse. —Estás comiendo, Mauro, no podés tener hambre. —¿Dónde está la luna? —Estamos de niebla. ¿Querés ir a ver si la encontrás? Hizo que no con la cabeza. Sin viento ni televisor, solo se oía el ruido de su cuchara al raspar el plato. —Hoy estamos contentos —dije. Él me mostró los cachetes inflados y los dientes blancos de mayonesa. Masticaba, lo vi esforzarse por masticar diez veces antes de tragar, como le había enseñado. El síndrome se sentía lejano, vencido. —¿Está rico? La boca llena murmuró que sí. —Vamos a estar bien —dije—. Te lo prometo. A la mañana siguiente me levanté con esa ansiedad alegre, esa expectación que te tiene toda la noche mal dormida, esperando el amanecer. En las noticias hablaban del único tema posible: el incendio de la procesadora, la muerte de los animales y la destrucción de las máquinas. La pérdida millonaria de los inversionistas extranjeros, de los ganaderos, del agrónomo. Pensé si acaso los padres de Mauro también habrían invertido en la nueva fábrica. Todos perdemos, decían en la tele, pero yo sabía que no. Estaban los que perdían y estaban los que siempre podrían arreglarse. Por un segundo imaginé al padre de Mauro hablando frente a la cámara como aquel conductor de Atrévase a soñar: porque los sueños, sueños son... pero aquí, se hacen realidad. Abajo se deslizaba el anuncio meteorológico: Niebla y frío, bajo riesgo de viento. —¿Estamos contentos? —dijo Mauro, que jugaba en el piso, desentendido del noticiero. —Hoy sí —dije. Fui a la cocina y eché un chorro de detergente sobre los platos del desayuno. Después apronté la ropa de Mauro, como cuando venían a buscarlo, construyendo una especie de muñeco de trapo sobre la cama. —Al agua, Mauro —dije, y él me siguió, resignado. Lo bañé bien. Tuve que pasar el dedo enjabonado por los pliegues del abdomen, donde siempre se le acumulaba una línea negra y reseca de sudor mugroso. Su carne se hundía sin oponer resistencia; parecía no tener fin, una ausencia de órganos. Lo sequé con fuerza, para calentarlo, y él se quejó y me hizo difícil la tarea, pero finalmente levantó los brazos para que le pusiera su camiseta favorita. Mientras le acomodaba las medias y los zapatos, le pedí que buscara el sol y me dijera dónde estaba. Él miró hacia las ventanas, buscando el foco de claridad detrás de anillos y anillos impenetrables de nubes. Lo peiné hacia el costado, no con la mano, como hacía siempre, sino con la raya bien recta y delineada por el peine fino, y luego le pedí que levantara los brazos otra vez para ponerle el buzo de tela polar. Tenía el gorro y los guantes rojos haciendo juego, uno de los primeros regalos inútiles de la madre, porque era demasiado riesgoso salir con Mauro a la calle y porque ella misma me lo había prohibido. Por fin los iba a estrenar, y encajado en toda esa ropa roja, parecía una morcilla feliz. —¿Lo encontraste? —pregunté. Él señaló hacia la derecha, en el extremo más alto de la ventana, detrás del televisor. Giré la cabeza y ahí estaba, el resplandor pálido. —¡Muy bien! —¿Vamos a ver caballos? —dijo. —No, vamos a ver a mi mamá. —Mi mamá. —No, la mía. ¿Estás contento? Él hizo que sí, restregó la papada contra el cuello del buzo térmico y me sonrió con los ojos como pequeñas fisuras inclinadas. La ropa le estaba dando calor, y lo vi forcejear con el gorro. —No te saques nada que ya salimos —dije. Terminé de ponerme el abrigo, y mientras él esperaba en la puerta abierta, recibiendo el aire frío del hall, fui a mi habitación, abrí la caja fuerte y saqué tres latas de atún. Las metí en el bolsillo del abrigo; no quería llevarlas en la mochila, junto con los libros, y arriesgarme a que nos robaran. —No te muevas de ahí —dije—. Contá hasta diez, a ver. Lo oí contar: uno, dos, tres. Cerré la caja fuerte, escondí la llave, me acomodé la mochila en la espalda. —Ya estoy. —Me agaché frente a él y le di un beso en la frente, más bien en el costado del ojo. Él se limpió con el dorso de la mano—. ¿Te limpiás? ¿No me querés dar un beso? —Sí —dijo. —¿A ver entonces? Me lo dio, blando, tibio, y eso fue lo último que dijimos por un rato. Bajamos la escalera y salimos a la plaza, tupida de nubes y silencio. Él apretó mi mano, aunque hubiera sido imposible perderlo en ese lugar, todo rojo de la cintura para arriba, enorme y redondo en un paisaje sin relieves. Cruzamos la plaza en diagonal. Me pareció que hacia la rambla portuaria tendríamos más chances de encontrar un auto. Mauro quería subirse a las hamacas, pero no lo dejé. Le di permiso para que corriera un poco, con los brazos tiesos de tanta ropa, pero sin salirse de los límites del camino de pedregullo. Me dio lástima negárselo; me acuerdo de aquellos días en que le pedía permiso a mi madre para ir a las rocas de San Felipe o al restorán de los buzos. No, decía ella, y yo la odiaba. No, Mauro, no. Se había convertido en mi frase de cabecera. —No —volví a decir, cuando insistió con las hamacas, quietas y herrumbradas, oscilando apenas sobre un barrizal que nadie había pisado en mucho tiempo—. Tenemos que irnos. Nos subimos al segundo taxi privado que nos abordó. El primero no me dio confianza; el otro, en cambio, había sido taxista profesional y se encargó de mostrarme su carné, expirado desde hacía tiempo, pero con el logo y la marca de agua del sindicato. Ni bien arrancamos, el hombre intentó sacarme conversación. Era del tipo hablador, de esos que empiezan cada frase con un “si yo le contara...”, y de inmediato se lanzan a contarlo. —¿Qué iba a hacer yo todo el día mirando el techo? —dijo—. A algunos los mandaron de choferes políticos, pero a la mayoría nos mandaron para la casa. A esperar. Que el sindicato no podía hacerse responsable de los riesgos para la salud. —¿Y no los podían mandar para adentro? —Allá está carísimo todo. ¿Uno cómo se va? Te mandan, si querés, pero vos tenés que pagarte todo. Mauro iba callado, absorto en la ventana. Se chupaba el dedo índice, como si lo mascara. —¿Cómo se llama el amigo? —preguntó el hombre. —Mauro —dije. —Mauro, ¿cuántos años tenés? Él no despegó los ojos de la ventana, ni siquiera creo que lo haya oído. —Está muy concentrado —dije para disculparlo. —Hay gente habladora y hay gente concentrada —dijo el hombre—. Yo tenía una prima... Bueno, todavía la tengo, supongo, aunque no sé nada de ella desde hace veinte años, que se fue de viaje a la India. Dentista y todo, mi prima Estela. Una mujer que no tenía nada de espectacular pero que tampoco le faltaban luces. Bueno, qué le cuento que allá conoció a una Hermana, una religiosa, y hete aquí que no se quiso volver. ¿Se imagina? —Hizo una pausa, disfrutando del suspenso que había logrado introducir en la historia—. Se quedó un año entero durmiendo sobre una plancha de madera. Ahora no me acuerdo cómo se llamaba el grupo, algo de las Hermanas del Silencio, algo relacionado con la Madre Teresa. El caso es que Estelita, como la llamábamos en la familia, dejó todo y se quedó allá. Una sola vez volvió, como diez años después, a renovar el pasaporte. Había perdido todos los dientes. Qué ironía de la vida, ¿no? Esa fue la última vez que tuvimos noticias de ella. Después hizo un voto de silencio y no habló más. ¿Se imagina? No habló nunca más. Su madre murió y ella ni se interesó en venir. Había perdido todo sentimiento. Pagué quinientos pesos para llegar a Los Pozos, más de lo que me había cobrado el viejo la última vez que vi a mi madre, y cinco veces más de lo que hubiera costado un taxi oficial en las viejas épocas. Así era ahora. Todo cambia a la manera de las corrientes marinas. Con Max fue igual. Los dos estábamos constantemente cambiando, excepto que lo llamábamos “crecer” y creíamos que iba a detenerse en algún punto, ¿cuándo?, pronto, cuando se acabara la juventud, cuando por fin alcanzáramos la calma de dos estatuas de sal. En Los Pozos, la calle de mi madre se había llenado de hojas secas. Cuando el auto dobló en la esquina y avanzó despacio para dejarnos frente a la casa, sentimos cómo las llantas aplastaban esas hojas. Resabios del último viento, excepto que antes los vecinos las barrían y las acumulaban en montones que luego prendían fuego. Ese es el olor que yo asocio con Los Pozos y otros barrios arbolados. El puerto no, en el puerto olíamos los vahos que empujaban el río o los buques pesqueros. Pero ya nadie se encargaba de las hojas secas en Los Pozos, al parecer, y cuando Mauro se bajó del taxi, se puso a patearlas. Las hojas se esparcían como papel picado y volvían a caer sobre él. Él extendía los brazos, intentando atraparlas. Era una especie de lluvia. Y hasta yo sentí la alegría de esa lluvia seca. El auto se alejó en marcha atrás, porque más adelante la calle no tenía salida. Hacia ese lado quedaron las marcas paralelas y oscuras de las ruedas, y hacia el otro, un colchón de hojas. —¡Vení! —le dije a Mauro, y me interné uno o dos metros hacia el lado virgen de la calle—. Mirá cómo crujen. Él se acercó, pisoteando con fuerza, soltando su peso descomunal sobre cada pie, demasiado pequeño para el tamaño que debían soportar, como una empanada envuelta en papel de estaño. Me agaché, levanté un montón de hojas y las tiré hacia arriba. Mauro volvió a patearlas, pero al ver que sus hojas no subían tanto como las mías, empezó a copiarme. —Llueve —dije y lo vi reírse. —¡Llueve! —dijo él, y antes de que la última hoja hubiera tocado el suelo, se agachó de nuevo. Las capas de más abajo soltaban olor a humedad y a putrefacción, pero no me importó. —Mamá —llamé, porque era imposible que en ese silencio mi madre no hubiera oído la puerta del auto cerrarse y nuestras risas a pocos metros de su ventana—. ¡Mamá! Pero ella no salió, ni iba a salir. Nadie en el barrio se asomaría a mirarnos. Tuve un momento de rabia y de hastío, los reproches de siempre: no es capaz ni de salir a la puerta, ahora sí me va a escuchar, y otras variaciones del rencor. Después agarré la mano de Mauro, sucia de picadillo de hojas, caminé con él hasta la puerta, golpeé dos o tres veces, intenté mirar por la ventana hacia adentro (Mauro hizo una visera con las manos sobre el vidrio opaco), pero no vimos nada. No la encontramos tampoco en el jardín. Sobre la mesa de hierro estaba el canasto, los guantes de jardinería adentro, manchados de tierra como siempre. Las plantas prolijas, sanas y sin insectos, aunque no había flores abiertas, ni en el hibisco ni en el jazminero enano. Mauro se quedó merodeando entre los arbustos, mientras yo subía los tres escalones hasta la puerta de la cocina y tanteaba el picaporte, que encontré sin llave. No volveré a verla, ya lo dije, y como un fantasma evocaré una y mil veces la imagen de su contorno oscuro y quieto detrás de la cortina de voile, aquel beso que resbaló en la piel grasienta de la frente, el olor a pelo sucio, también grasiento, y el tacto áspero de esa bata que parecía una colcha capitoneada. Recorreré la casa, pero no encontraré rastros de vida ni de muerte. Los armarios de la cocina vacíos, excepto por una bolsa de lentejas cerrada con un nudo y varios vasitos de Carnemás intactos en la heladera. Los estantes cubiertos de polvo. Por la ventana de la cocina veré a Mauro parado sobre la tierra endurecida de los canteros, la canasta colgada del brazo, arrancando los tallos y brotes sagrados de mi madre. La llamaré varias veces, como una niña asustada, y pronto me daré cuenta de que ya no estoy diciendo “mamá”, sino “Leonor”, y que no la llamaba por su nombre desde que Delfa estaba viva y era mi verdadera madre. No encontraré nada; ni un número de teléfono, ni una dirección, tampoco una nota. Desde la ventana que da a la calle veré la casa de la maestra, con los postigos cerrados, y sabré enseguida que ningún alma habita ese lugar. Lo absurdo será el gesto de sacar los libros de la mochila y apilarlos sobre la mesa. Con cuidado, como si ella me estuviera mirando. Todos los libros que me llevaba y devolvía sin leer. Las veces que se me aceleraba el corazón cuando ella me preguntaba sobre tal o cual historia. Y sin embargo. No me iré enseguida. Me quedaré sentada en el sillón de respaldo alto, donde una vez la creí muerta, con la niebla cubriéndola como una mortaja. Mauro entrará con su canasta llena de pimpollos, plantas arrancadas de cuajo y hojas secas. Se sentará cerca de mí y vaciará parte de la canasta sobre la alfombra persa. Si cree que la voy a buscar, pensaré como un disco rayado, si cree que voy a rastrearla por todas esas ciudades de adentro... Ni una sola vez la pensaré en el Clínicas, internada, enferma. Después Mauro va a amontonar su botín sobre mis pies, como si los estuviera enterrando, y yo lo dejaré hacer mientras coloca flores, hojas y un poco de tierra sobre mis zapatos. —Se sució —dirá, limpiándose las manos en la alfombra. —Sí, no importa. Ya nos vamos. Sé que en un momento me puse de pie, quebrando el arreglo floral. Había que encontrar un taxi privado en ese barrio moribundo antes de que saltara la alarma. Mauro dijo: no quiero ir, no quiero, y yo le di permiso para que se llevara la canasta. Caminamos muchas cuadras antes de llegar a una avenida con algo de movimiento. Yo iba arrastrando a Mauro; le apretaba la mano con tanta fuerza que supongo se le estaría entumeciendo. Él intentaba zafarse. No te sueltes, le dije. En la otra mano llevaba la canasta que Mauro se había cansado de cargar. Pasamos frente a la iglesia 15 de abril, pequeña y neogótica, cerrada. De niña, soñaba con casarme en esa iglesia. Claro que, cuando finalmente me casé con Max, solo lo hicimos por civil. Mi madre estaba en contra de la unión, aunque conocía a Max de toda la vida, o justamente porque lo conocía de toda la vida. Te estás cavando tu propia tumba, me dijo, pero yo sentía que era al revés, que Max me rescataba de la fosa donde había yacido toda mi vida. Unas semanas antes de la ceremonia, mi madre me anunció un viaje ineludible con la empresa en la que trabajaba. No voy a poder ir a tu civil, dijo. Yo la increpé; no hablamos por dos semanas y en esas dos semanas me juré que nunca más volvería a verla. Al final canceló el viaje; en su lugar mandaron a una rubia nueva que, según dijo, tenía actitud de caballo cansado. Durante la ceremonia y el brindis se portó simpática con todo el mundo, pero a los pocos días supimos que la rubia no había logrado captar al cliente y no pasó mucho tiempo antes de que la despidieran. Qué se podía esperar de un caballo cansado, dijo mi madre, agitando la cabeza con pesar, mandé a esa pobre mujer al matadero. Pero quedaba claro que quien la había mandado al matadero fui yo. Cuando nos subimos al taxi (un taxi de verdad, amarillo, ahora convertido en transporte sanitario, pero que aprovechaba para embolsarse algún viaje a espaldas del sindicato), le pregunté al hombre si conocía un almacén clandestino. Me dijo que había uno en Puente Arena y que dos por tres se instalaban algunos vendedores ambulantes dentro del túnel de Siete Caminos. —Van y vienen —dijo—. Un segundo están ahí, con mesa plegable y todo, y al otro desaparecen. —Quién le dice que no sean fantasmas. El hombre se rio. —Tal vez todos somos fantasmas —dije. —No creo —meneó la cabeza—. No creo que los fantasmas sientan hambre. Eso sí, por menos de doscientos pesos no te venden ni un pedazo de pan. —Los fantasmas son buenos para los negocios. —La llevaría —dijo—, pero toda la zona de Siete Caminos está cerrada. —¿Y eso? —¿No oyó las noticias? Una mujer se tiró de un edificio. Tenía un hijo así, de la edad del suyo. Mauro no levantó la cabeza; iba jugando con las manos hundidas en la tierra dentro de la canasta. Murmuraba algo, alguna historia inventada que lo mantenía ajeno a nosotros. —Parece que el viento la enloqueció. Antes de saltar se arrancó la ropa. —¿Y qué va a pasar con el niño? —No —dijo el hombre, y me miró por el retrovisor—. Saltó con el niño. Al llegar a casa prendí el televisor. Efectivamente, hablaban de la mujer que había saltado al vacío abrazada a su hijo. Un video captado por un dron alcanzaba a mostrar un punto negro cayendo desde el piso nueve. Eran apenas dos segundos de video; la imagen estaba tomada desde demasiada distancia y la definición no era suficiente para mostrar nada humano. Si alguien hubiera encendido el televisor en ese momento, habría visto solamente un píxel fallido, una mosca en vuelo. De todo lo demás se encargarían las noticias. Dijeron: locura, inestable, fuera de sí. Dijeron: injusticia, atrocidad, derecho inalienable, mientras repetían una y otra vez la imagen de la mosca en vuelo, ahora marcada con un círculo rojo para que todos pudiéramos identificarla. Cuando la cámara enfocó la calle, se vio la zona precintada, con las mismas cintas amarillas que sellaban el acceso a las playas, y un enjambre de policías con máscaras alemanas. Los cuerpos yacían en la vereda cubiertos por bolsas plásticas. Todo tiene un borde: al océano también lo cerca el continente. ¿Un borde es la frontera de sí mismo? Un borde es el comienzo de otro borde. ¿Y cuál sería el borde de la distancia? El punto más cercano entre dos cosas. ¿Y el borde de la mente? El olvido. Abrí los placares de mi cuarto de par en par. Busqué en la parte alta, donde guardaba almohadas y colchas envueltas en nailon, y bajé el bolso negro. Lo tiré sobre la cama y alrededor empecé a amontonar camisetas, pantalones y buzos. Mauro se asomó a la puerta, con la canasta en la mano. —¿Caballos? —Sí —dije—, nos vamos de paseo. Él se acercó y apoyó la canasta sucia sobre la colcha. —Andá para allá, Mauro. Dejame arreglar el bolso. Ni siquiera se había sacado la ropa térmica, pero yo no me di cuenta de eso hasta mucho después. A toda velocidad seguía amontonando cosas: pasaporte, plata, un cuaderno prácticamente en blanco donde tenía anotados algunos teléfonos y direcciones. Del cuarto de Mauro traje calzoncillos y medias, los zapatos de cordones, la campera impermeable. Iba y venía, construyendo una montaña de ropa demasiado alta para el tamaño del bolso negro y alargado, con cantidad de cierres y compartimentos ocultos. De a poco la idea fue decantando, con sus límites y posibilidades, y tiré al piso todo lo que no fuera esencial: ropa, juguetes, productos de baño, objetos que no tenían otra función más que disparar el recuerdo. Ingeniero, ¿qué va a pasar?, oí decir en la tele. La historia de la mujer suicida había quedado atrás, y ahora hablaban otra vez del incendio y la pérdida de los animales. ¿Cuál es el pronóstico? Habré pasado dos o tres horas en esa tarea, aunque el tiempo de aquel tiempo se medía con otros relojes: viento o niebla, gris o rojo, luz o apagón, un tiempo regulado por los ciclos del hambre de Mauro, la preparación de comidas y mi capacidad para mantenerme alejada de Max. Cada bomba con su tic tac particular. Así que cuando hablo de días, semanas y horas lo hago para encontrar una manera de organizar el pensamiento, de darle un sentido al recuerdo estancado. Y aun así hubo un momento en que las cosas se precipitaron. Como un tajo en una tela tensa. Como si, por un brevísimo instante, la niebla se hubiera abierto para revelar sus entrañas, hechas de otro tiempo y otra sustancia. Primero, me pareció oír golpes en la puerta. ¿Golpes o un golpe? La ilusión sonora me tomó tan de sorpresa que pensé en mi madre. Algo muy típico de ella, pensé, hacer las cosas así, obligando a todo el mundo a tener el corazón en la boca. Con los años, mi madre se había convertido, para mí, en un gran lugar común, y no podía referirme a ella excepto mediante frases hechas, algo que mi jefa de redacción me hubiera reprochado: no gastar pólvora en chimangos, el corazón en la boca y adiós que te vaya bien. Sobre la cama había quedado el bolso, relativamente liviano y vacío en las puntas, hacia donde irían rodando algunos zapatos o medias. Mauro se había arrancado el gorro y el suéter térmico, y jugaba en el suelo desparramando la tierra y acomodando tallos y hojas en un extraño ikebana. Yo caminaba en círculos por la casa. Cualquier quietud podía frenar el impulso, lo sabía, así que me obligué a seguir ordenando ropa, abrir y cerrar cajones, verificar escondites, escrutar zonas olvidadas. Un momento antes le había pedido a Mauro que cambiara de canal y él agarró el control remoto y presionó botones hasta que dimos con un programa especial sobre la mujer suicida. Ahora entrevistaban a un antiguo vecino suyo. Reservada, dijo el hombre, nunca se sabía lo que estaba pensando. Entonces volvieron los golpes. Ahora sí; decididos, insistentes. Mauro y yo nos sobresaltamos. Los dos miramos hacia la puerta. ¿Qué hicimos entonces? Sé que Mauro se asustó y corrió a esconderse en su cuarto. Yo esperé un momento más, pensé en mi madre, sentí la rabia vibrar como una cuerda, pero terminé lo que estaba haciendo, obligándome a la calma. Después fui hasta la puerta y acerqué el ojo a la mirilla, un lente abombado que me recordaba a aquellos viejos conos de plástico que llevaban una pequeña foto en la punta. La foto siempre se veía lejana y fantasmal, iluminada de atrás por cualquier fuente de luz contra la que se levantara el dispositivo. Había que cerrar un ojo al mundo de afuera y abrirlo al mundo de adentro, que seguía existiendo en ese espacio de luz. La mirilla de la puerta estaba sucia; había una pelusa atrapada entre los dos vidrios, así que solo pude distinguir una silueta demasiado cerca de la puerta, una silueta que, al menos, no era un policía. Abrí, y en el hueco de la puerta, con su trajecito gris, empresarial e impecable, en el pasillo frío y deshabitado del edificio, vi a la madre de Mauro. Pero mi cabeza terca, tan aferrada a las cosas, seguía pensando en mi madre, pensaba que acaso esta mujer trajera noticias de ella, que se habrían conocido allá adentro, en alguna tertulia ridícula de piano y lectura. Ahora sí, pensé, ahora estás donde siempre quisiste estar. —Perdón —dijo—. Las líneas están caídas. Y entonces reparé en que no traía las cajas de comida. Solo estaba ella, que como mucho debía medir un metro cincuenta, enfundada en el trajecito gris color ratón y con un pañuelo azul enroscado en la garganta. Era inconcebible que Mauro hubiera salido de ese cuerpo minúsculo, perfectamente altivo en su levedad y su planicie. La invité a pasar, pero ella no quiso. Prefería no enterarse del enchastre, el aire viciado, el sillón con manchas de comida, hundido en el centro, y las ollas pegoteadas de arroz y garbanzos. Prefería llevarse a Mauro como a una encomienda. —No tenía cómo avisar —dijo. Giré hacia adentro, con la mano aún sobre el picaporte. —Mirá quién vino —grité, y mi voz no delató ningún temblor—. Mauro, vení. Pero él no se asomó, y las dos nos quedamos en silencio, midiéndonos, esperando el sonido de sus pasos o alguna respuesta, y en este momento que lo cuento... en este momento que lo cuento vuelvo a pensar en aquel pez diminuto que se alzó en el aire, atado a la caña del pescador, y vibró apenas, ofreciéndonos su brillo plateado, su diminuta vida. Una falta de aire. —No preparé la ropa —dije—. De haber sabido... Ella intentó una sonrisa. No le importaba eso, le compraría ropa, le compraría todo lo que su niño monstruo pidiera, incluso comida, y cuando hice el gesto de moverme, ella me detuvo, me pidió que no guardara nada, que tenían poco tiempo. Hablaba rápido, a la velocidad con la que hablaría un cuerpo de su tamaño, sin peso suficiente para retener el aire adentro. —La niebla está espesa —dije, y me sentí ridícula, como una antigua navegante de los mares, guiándome por las constelaciones y la luna. Así me habrá visto, también. Pensaría: lo que ha hecho esto con ella. O tal vez simplemente: ella se lo buscó. —No teníamos comida —dije—. No teníamos nada. —Te pido perdón, hubo que organizar muchas cosas. No había teléfono, no había cómo. Entonces se dio cuenta de algo. Se palpó los bolsillos. Dio dos pasos sobre la moquette áspera y sucia y me extendió el sobre. Yo estiré la mano como una autómata, como una máquina de dinero, esos cajeros automáticos que chupan billetes, y enseguida noté que estaba más abultado que los otros meses. —Estamos muy agradecidos por todo —dijo—. De verdad, mi marido y yo. Los dos. Lo que hiciste por Mauro. —Pero él no está preparado —dije—. No la esperaba. La mujer suspiró, y por un momento creí que iba a poner su mano sobre la mía. —Mirá. Él no piensa en mí ni en vos. Solo piensa en su próxima comida. Mauro se asomó a la puerta de su cuarto: la cabeza, el pelo abundante y enmarañado, los ojos finitos, achinados por el esfuerzo estrábico. —¿Quién vino? —dije, incapaz de responder yo misma a la pregunta. Él se asomó otro poco, sacó la pierna, un hombro y el brazo, y la vio. Estaba vestido, aunque sin zapatos—. Calzate rápido —dije, pero sentía ese cansancio, ese cansancio tan atroz. Estaba harta de darle órdenes, de ser una maquinita de comandos. Quería que jugáramos a bajar la escalera de la mano, saltando los escalones de dos en dos; quería jugar a la escondida entre la niebla y subir a las hamacas inmóviles. Mauro dijo que no, que no quería irse. Tenía tierra en las manos, los dedos negros apoyados en la pared. Mientras tanto, la mujer se balanceaba, dejaba caer el peso de una pierna a la otra. El frío le traspasaba el trajecito y la tenía temblando. —Decile que no tenemos tiempo —me ordenó, aunque podía ver a Mauro tanto como yo. —Ya oíste a tu madre —dije. En ese momento solté el picaporte por primera vez. ¿Estábamos a tiempo? Sí, estábamos ahí, todavía, y en ninguna otra parte. El picaporte se había calentado y sentí el contacto frío del aire en la palma de mi mano. Fui hasta Mauro, lo agarré del brazo y lo llevé al sofá. Él se sentó con los pies colgando; no alcanzaba a tocar la alfombra. Traje los zapatos y abrí bien los cordones. No quería forcejear con él; pedirle que me ayudara y tener que rezongarlo: ayudame, Mauro, empujá el pie. No quería que esa mujer viera mi calvario y se compadeciera de mí. No quería que nada me hermanara a ella. Le puse a Mauro los zapatos. Sin medias. Iba a darle frío. Estaría sintiendo la rugosidad de las costuras en el pie. Le apreté el empeine, una presión suave para reconfortarlo, para indicarle que ya estaba listo. —Vas a ver los caballos —le dije—, eso te gusta. —No —dijo él—, no me gusta. —¿Cómo no te va a gustar? —Le agarré la mano sucia y le besé la palma, que era como un cuenco húmedo—. Claro que te gusta. Después Mauro se irá llorando. Caminará a regañadientes, delante de mí, hacia la puerta. —Despedite, Mauro —dirá la mujer—. Despedite bien. Él va a abrazarme, va a aferrarse a mis piernas, y yo tendré que sostenerme de la puerta para no perder el equilibrio. Ella repetirá varias veces su nombre. Mauro, dirá, Mauro. No querrá mostrarse exasperada. Veré el odio en sus ojos. Sabrá que no estoy colaborando, que no estoy dando las órdenes que funcionan, las mentiras efectivas y piadosas. Desprenderá una de las manos de Mauro de mi pierna y él se dejará hacer, dócil, pero no soltará la otra, que voy a sentir como una serpiente que se enrosca y ciñe. Me dejaré estrangular, sin oponer resistencia a la presión del brazo. La mujer tirará de la mano libre de Mauro y luego cinchará, odiándome como nunca, hasta que el brazo irá perdiendo agarre y saldrá disparado con un grito. Naaaa, naaaa. Mauro caerá al suelo y ella tendrá que arrastrar su gordura blanda por la alfombra que raspa y quema la piel. Como mil quemaduras chinas, pensaré, pero seguiré inmóvil. Antes de irse, parada cerca de la escalera, la mujer va a volverse hacia mí. —Estoy esperando —dirá, sin alegría ni entusiasmo ni nada. Me tomará un momento entender qué espera. Qué más espera de mí. Creeré tener lágrimas en la cara y sentiré vergüenza, pero al tocarme las mejillas las encontraré secas. En cambio, veré la mano de la mujer posarse en la parte baja del vientre, tan tenso y plano como una sábana. No sabré qué decir, me quedaré callada, moviendo la cabeza. Luego diré que manejen con cuidado. Diré: está así porque no lo preparé. Mauro seguirá berreando. Veré la decepción en los ojos de la mujer, en la mano que protege el vientre como si quisiera proteger al nuevo niño de mí. —Deberías irte, ¿sabés? —dirá ella—. Hoy, antes. No completará la frase, la mano de Mauro colgando de la suya como la extensión de un solo cuerpo. A pesar de su tamaño, de su escaso metro cincuenta, se verá muy alta en relación con el niño enfermo, con el síndrome, que seguirá tirado en la alfombra, con la cara escondida entre los brazos, como si se hubiera echado a dormir ahí: una roca con forma humana. Desde la altura, ella volverá a decir el nombre de Mauro, que ahora va a sonar como su propiedad; ella es la única que puede pronunciarlo y también es la única que puede agarrar brutalmente la mano flácida y tironear de él, del niño ballena, del niño dinosaurio, escalera abajo. Me pagaban para que, cuando llegara ese día, lo dejara ir. ¿Dentro de la nada qué hay? Nada. ¿Y dentro de esa nada? El infinito. Los camiones llegaron y cargaron a la gente. La madre de Mauro sabía algo, lo entendí entonces, y también entendí que no podía contar lo que sabía. ¿Hasta qué punto los padres de Mauro tenían poder? Llevarían a la gente a campamentos de reubicación, eso dijeron en la tele. El nombre técnico para alguna otra cosa que nada tendría que ver con fogones y guitarreadas. Lo que yo vi fueron los camiones militares con techo de lona estacionados en las esquinas y el hilito de gente que iba saliendo de los edificios. Parecían rendidos, con vergüenza de haberse entregado a una fantasía. La luz se fue varias veces durante el fin de semana, pero siempre volvía con las mismas imágenes: la gente saliendo de los huecos más inverosímiles, como ratones encantados, trepando a los camiones con las manos vacías o con valijas que deberían abandonar en la vereda. Ahora caminaban con la cabeza gacha, como niños de escuela que se han metido en un lío sin precedentes y lo saben. Esto es lo que les pasa, niños, sarna con gusto no pica. Aprenderán. Son traviesos, son tontos. Aprenderán y todo quedará en el pasado, como un mal recuerdo. Los niños se subirán a los camiones con frío, con hambre, con piojos y pulgas, con los dientes partidos y el estómago reventando de tanto mascar cal y semillas secas. Subirán a los camiones agradecidos. Y ese agradecimiento será la única recompensa que el Estado necesite. Durante dos días y sus noches evacuaron a la gente. Nadie habría pensado que quedaran tantos. Las imágenes no mostraban a los que se resistían, pero yo podía imaginar lo que pasaba con ellos, cómo los arrastraban, arrancándoles la ropa, cómo los subían esposados a camiones herméticos. Solo una vez mostraron la barricada en Barrio Alto, que se resolvió sin mayores incidentes. Nada de proyectiles o granadas artesanales, solo un grupo de vecinos demasiado débiles y flacos detrás de unas chapas de metal corrugado. Los policías patrullaban las calles y subían a los edificios en busca de sobrevivientes. El domingo por la tarde los oí recorrer el mío. Iban haciendo escándalo, se gritaban órdenes entre ellos, manoteaban los picaportes, golpeaban con su porra en cada puerta. Yo estaba muy quieta, sentada en el sillón y con el televisor apagado, mientras los escuchaba moverse en el pasillo. Iban gritando: —Cinco-uno, cinco-dos, cinco-tres. Imaginé que alguno llevaría una planilla de los apartamentos que ya habían sido inspeccionados, que habría un policía burócrata, sin músculos, poco adepto a la violencia, encargado de poner un tic en su planilla junto al número de cada puerta. Me preparé. Sabía que iban a golpear y no quería sobresaltarme. La porra se estrelló contra mi puerta. Bam, bam, bam. Solo tres veces, pero con fuerza bruta, como si quisieran tirar la puerta abajo. —Policía. Evacuación —gritó uno. Oí cómo manoteaban el pestillo. Un puño se estrelló contra la puerta, pero no intentaron forzar la entrada. Lo harían más tarde, sin duda, cuando las cámaras de los noticieros se hubieran desplazado a otros lugares y a otras historias; tirarían abajo cada puerta de la ciudad y se llevarían cualquier cosa que aún tuviera precio. —Policía —volvieron a golpear. Yo no me moví. Tenía los nervios alterados, pero logré quedarme quieta. El corazón me latía a tal velocidad que tuve la impresión de haberme tragado un colibrí. Alguna vez me enorgullecí de saber ese tipo de cosas. El colibrí bate las alas cincuenta y cinco veces por segundo. Se llama vuelo quieto sostenido. Así estuve yo, en mi vuelo quieto sostenido, mientras ellos pasaban y luego se iban al piso de arriba. Recién cuando oí los camiones arrancar y dejar el puerto sumido en el silencio, me atreví a pararme. Miré por la ventana. Nada parecía haber cambiado, y sin embargo la niebla se veía más compacta, endurecida, como si se hubiera cerrado sobre mí. Bajé las persianas y prendí el televisor. En el canal de las noticias anunciaban el traslado del Hospital de Clínicas. ¿A dónde? A alguna ciudad de adentro, pero todavía no dirían a cuál, para evitar motines y más protestas. Transmitían en vivo. Se veía cómo transportaban a los enfermos en sillas de ruedas por los gigantescos ascensores, en camillas, con los cables de suero, con máscaras de oxígeno. Nadie de adentro querría que llenaran sus ciudades hiperhigiénicas con despellejados, no se arriesgarían a que alguien perdiera la piel, como quien se quita una bata mugrosa, y la dejara caer en su suelo fértil, lleno de vida. ¿Entonces qué harían con ellos? ¿Qué iban a hacer con Max? Estaba imantada a la televisión porque algo me decía que lo vería pasar entre los enfermeros y médicos que corrían de un lado a otro. Pero en mi fantasía lo imaginé vestido con un traje negro muy fino, como un cantante de otros tiempos; salía caminando del Clínicas, con la media sonrisa que se levantaba más de un lado que del otro, y miraba a la cámara, me miraba, y extendía la mano con el gesto ceremonioso de quien saca a bailar a una dama. —Así que vos también te vas... Pero él no respondió, no podía oírme y permaneció con la mano extendida, una mano grande como una hoja abierta de eucalipto, una mano oscura que se abría pero no ofrecía nada, igual que las manos de los magos. ¿Quién quiere un conejo? ¿Quién quiere una flor? Lo que queremos es un buen pollo rostizado, una papa que haya salido de la tierra, una frutilla que no sepa a agua de caño. Una vez, mi madre me dijo que Max no me había dado nada, excepto la continuidad de una pérdida. En parte tenía razón, pero la ausencia no era nada, y a veces podía ser mucho. La ausencia era algo lo suficientemente sólido a lo que aferrarse, y hasta era posible construir una vida sobre ese sedimento. Volví al cuarto, y del bolso negro saqué la plata. Los billetes chicos estaban en un sobre blanco, los grandes en una bolsa negra, de basura, empaquetada con cinta adhesiva. Ya era de noche, y después de apagar el televisor, levanté una por una las persianas, que resonaron con su estruendo de relámpago. Más allá brillaban las luces de las grúas y se intuía el volumen de los contenedores. Abrí una ventana y enseguida reconocí el olor del puerto, mezcla de algas y gasolina derramada. Ese olor era mío, tanto como eran míos los billetes. Los saqué del sobre. No los conté; no era necesario contar lo que nadie iba a quitarme. Miré las luces de ese cementerio de máquinas y ellas me devolvieron su mirada de un solo ojo, lastimero, expectante, un foco en la punta de cada grúa, ¿para qué?, tal vez para que ningún helicóptero del Estado quedara ensartado en ellas. Solté un billete que planeó lento, casi resistiéndose a caer en la malla espesa de la noche. Después otro y otro. Al menos las leyes de la física seguían siendo las mismas, y quién hubiera dicho que una constatación así podría traerme consuelo. Las pequeñas cosas inmutables, incomprensibles pero inmutables. Los billetes cayeron rasgando la niebla, y después volví al sofá y dormité unas horas, sorda de silencio. Por momentos me sobresaltaba mi propia respiración, el roce de mis piernas. Y en algún punto de la noche la luz se fue y ya nunca volvió. Era como una larga espera, ¿pero de qué? A veces tengo pensamientos absurdos. Pienso, por ejemplo, en el color de las cosas. ¿De qué color es el silencio? Podría preguntárselo a los comentadores de la tele. Blanco, dirán, como si te envolvieran la cabeza en algodones. Negro, dirán, como la muerte misma. Pero no hay nada tan dramático en el silencio. Si fuera un color sería gris, como la niebla, que sin ser sólida ni líquida, oscura ni transparente, anula todas las cosas. Y Mauro es rojo. Una mancha roja en un jardín. Un paisaje interior. No dejo de repasar la mueca amarga que hizo la madre de Mauro luego de decir que estaba esperando. ¿Qué sabía su cuerpo que ella no? Cada vez me convenzo más de que no le importó mi falta de respuesta. La misma mano que se apoyó blanda sobre el vientre luego arrastró a Mauro por el pasillo; tironeaba de él, pero sus dedos no alcanzaban a cerrarse sobre la circunferencia fofa de la muñeca. Antes de bajar por la escalera, cuando se dio vuelta a mirarme, reconocí otra vez el gesto, ya no en la boca sino en la cara entera. Me miró como si yo fuera una isla y ella un náufrago que se alejara sin remedio. ¿Podés imaginar el espacio entre tus ojos? ¿Podés imaginar el espacio que llena tu lengua? ¿Podés imaginar el espacio dentro de tu paladar, tus encías, tus dientes? ¿Podés imaginar el espacio detrás de tus ojos? ¿Podés imaginar el espacio que llena tu cabeza, tu cerebro, tu boca, la garganta que se hincha para ocupar tu cuello? ¿Podés imaginar la distancia entre tus hombros y tus codos? ¿Podés imaginar la distancia entre los codos y las muñecas, el espacio que llena tu antebrazo? ¿Podés imaginar el espacio dentro de tus dedos, incluido el espacio entre la carne y los huesos? ¿Podés imaginar el espacio dentro de tu pecho, el espacio que llena tus pulmones? ¿Podés imaginar el espacio entre tu clavícula y tus vértebras, la distancia entre tu rodilla y tu pie? ¿Podés imaginar el espacio que llena todo tu cuerpo al mismo tiempo? ¿Podés imaginar ese espacio extendiéndose fuera de vos, hacia adelante, infinitamente? ¿Podés imaginar el espacio que se extiende debajo de vos a través de la tierra y más allá y más allá, infinitamente, al otro lado de las estrellas? ¿Podés imaginar el espacio que llena tu cuerpo y el espacio infinito que se extiende en todas direcciones, infinito, en todas direcciones, un espacio continuo? ¿Podés imaginar el espacio que llena tu estómago? En un trasplante de riñón, el órgano defectuoso se reemplaza por uno sano. El nuevo órgano puede ser producto de un acto supremo de entrega o el resultado de una larga serie de azares burocráticos. ¿Alguien podría diferenciarlos? ¿El cirujano? ¿El forense? ¿Hay alguna marca en el órgano sano que indique su origen, los rastros del sacrificio? El nuevo riñón a veces tarda en arrancar, y a ese período se le llama retraso en la función del injerto. Pienso en ese lapso, suspendida en un tiempo en que lo viejo no funciona y lo nuevo se resiste a reemplazarlo. El cuerpo de Mauro seguirá creciendo, pero el resto permanecerá igual, para siempre perdido en sus bloques de Lego y en sus libros de animales. Aprenderá algunas palabras nuevas, variaciones de juegos. ¿Pero cuántos años o meses le durará mi recuerdo? ¿Sentirá una pérdida, por mínima que sea, como quien repasa con la lengua el hueco de un diente caído? La última noche que pasé en la casa tuve otro sueño lúcido: los animales entraban a una enorme caja negra, parecida a las cajas que usaban los magos para serruchar a sus asistentas. Había vacas y chanchos y gallinas y había también caballos y carpinchos y mulitas. Los animales iban entrando y, una vez adentro, caían por una puerta trampa, una especie de doble fondo que los lanzaba a una gigantesca fosa del tamaño del océano. Ahí abajo había un altar, hecho de pájaros muertos y bolsas de basura, donde una gente se arrodillaba y ofrendaba algo, no veía bien qué, algo que parecía ser arena, pero mucho más brillante y blanco. Dejaban caer ese polvo resplandeciente de su puño cerrado a los pies del altar, mientras de la puerta trampa seguían lloviendo animales. Dormí poco y mal, siempre observándome a mí misma mientras soñaba, y cuando me levanté del sofá aún no había amanecido. Un hilito de saliva y sangre se me había escurrido de la boca y la mancha oscura resaltaba en la tela gris. Salí del edificio a eso de las seis. No llevaba más que los documentos y las latas de atún en la mochila. Tampoco llevaba un rumbo ni tenía un plan. El amanecer mortecino me encontró sentada en el banco de hormigón de la rambla. Esa luz pálida, gradual, no se fue llenando de sonidos, como en otros tiempos, solo reveló algunos contornos: la silueta del edificio portuario, el templo de los masones, la estructura metálica del tanque de gas y el muelle que se metía como una lengua en una boca enferma. Después distinguí los tonos del agua, secciones rojas, islotes de algas mecidos apenas por la respiración del río. La humedad trepaba por la piedra. Podía sentir la niebla encima, pegándose a mí, como si yo fuera una estatua y ella el musgo que acabaría por erosionarme. El sol intentaba penetrar el cielo. No lo lograría. Se quedaría lejano, tenue, perdido detrás de anillos y anillos de nubes. Saqué una lata de la mochila, la abrí tirando de la presilla, y comí con los dedos. El hambre me dolía en los huesos y en la cabeza, y había acallado cualquier pensamiento. Cuando terminé de sorber el aceite, la tiré al río, que estaba calmo como un charco, la espuma turbia y rojiza amontonada contra el muro. La lata flotó un momento hasta que el agua logró entrar y se la llevó al fondo. Abrí otra. Mastiqué y tragué, pero no era yo la que comía sino Mauro. Mauro tragaba y su estómago agradecía por un segundo antes de reclamar más. Volví a sorber el aceite y lo sentí derramarse por mi garganta, darme un poco de vida. Lamí la tapa, enroscada hacia atrás, tanteando los bordes peligrosos con la lengua. Con esa hoja filosa de metal Max se había cortado los brazos una vez. Aún podían verse las cicatrices blancas si lo mirabas con cuidado. Lo hizo una tarde en que yo había salido a la agencia, el único momento de la semana en que me animé a dejarlo solo, con la precaución de esconder los cuchillos y las hojas de afeitar. Después, en una de esas peleas amargas previas al divorcio, le reproché que yo lo había cuidado en sus épocas más oscuras. Se lo dije gritando. Él, también gritando, me dijo que vigilar no era lo mismo que cuidar. La segunda lata se hundió más rápido que la primera. La imaginé cayendo, despacio, hasta asentarse sobre la basura que tapizaba el fondo. El río la absorbió sin burbujas ni ondas concéntricas y busqué en vano un rastro del lugar exacto donde la lata había abierto el agua. La niebla se aferraba al aire. Me eché hacia atrás en el banco, con la cabeza apoyada sobre la mochila, y me quedé dormida, mientras el agua lamía el muro como la lengua de un gato y me mecía en su arrullo. ¿En dónde se guardarán las horas borradas, las imágenes perdidas? Una imagen es la reproducción de un objeto por la luz que procede de él. ¿Y qué luz puede proceder de lo que no está? Escribirlo es inútil, debo soñarlo, pulverizar los trozos de la vasija rota para que nadie, ni yo misma, pueda reconstruirla. Por un segundo creo que voy en bicicleta cuesta abajo, con las rodillas levantadas para que los pedales enloquecidos no se me enganchen en los pies. Siento la brisa en la cara. Y allá abajo me espera Delfa, con los brazos abiertos para atajarme. Pero no, nadie me espera, y la ruta se extiende larga y llena de espejismos, el asfalto reverberando bajo el sol. No sé en qué momento abro los ojos de nuevo. La niebla presiona con su puño gris y ni un solo reflejo rosado perturba el cielo. El olor de las algas se siente denso y ácido, como miles de frutas fermentándose al tiempo. Me levanto. Camino hacia el cerro: un humo escaso se eleva detrás de las grúas. Pasarán horas antes de ver al camión, un Ford viejo con la caja llena de fierros, muebles rotos y botellas reciclables. Junto a él, una sombra. Una silueta quebrada: la mitad superior del cuerpo oculta dentro del contenedor de basura, la otra mitad una plomada que lo mantiene a salvo. No puedo detener un futuro que ya está aquí. Lento, se irá cerrando todo. Nos alejaremos despacio, con los focos fantasmales perforando la noche. La ciudad también quedará vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte. Agradecimientos Para la escritura de esta novela conté con el apoyo del premio SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez (Madrid, 2018) y el programa de escritor en residencia de la Universidad de los Andes. A todos ellos, muchas gracias. Índice Índice Mugre rosa Dedicatoria Epígrafe Mugre rosa Agradecimientos Sobre este libro Sobre la autora Créditos Legal Título: Mugre rosa Primera edición en Literatura Random House: octubre de 2020 Primera edición en Colombia: abril de 2021 © 2020, Fernanda Trías c/o VicLit Agencia Literaria. © 2021, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. S. Cra 5A No 34A – 09, Bogotá – Colombia. PBX: (57-1) 743-0700 penguinlibros.com Diseño y fotografía de cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial / Fernanda Montoro Fotografía de la autora: © Fernanda Montoro Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. ISBN 978-958-5581-46-3 Conversión a formato digital: Libresque Portada @page {padding: 0; margin:0} body { text-align: center; padding:0; margin: 0; } div { margin: 0; padding: 0; } Sinopsis   «Mugre rosa es una metáfora poderosísima de un mundo afectivo en crisis, donde todo está a punto de hundirse, aunque sostenido todavía por los hilos débiles de la memoria, la ternura, la solidaridad y el esfuerzo para llegar a un lugar donde la vida sea otra cosa. El lenguaje está cargado de aliento poético, y al mismo tiempo es concreto, sabiamente apoyado en los detalles. La lectura de esta novela singular resulta a la vez estimulante y perturbadora, y después de cerrarla sus imágenes seguirán persiguiéndonos por mucho tiempo, con su carga de belleza y melancolía. Realmente extraordinaria». Piedad Bonnett En una ciudad portuaria asolada por una plaga misteriosa, una mujer intenta descifrar por qué su mundo se desmorona. No es sólo el acecho de la enfermedad y la muerte, las algas y los vientos pestíferos, los amasijos rosáceos que son ya lo único que se puede comer, sino el colapso de todos sus vínculos afectivos, la incertidumbre, la eclosión de una soledad radical. Con una prosa inquietante y rica en hallazgos poéticos, Fernanda Trías construye un universo extraordinario que descubre la inmensa belleza y el inmenso dolor que hay en la fragilidad de la vida y de las relaciones humanas.