EL CAZADOR CAZADO: LA IMAGEN DEL HÉROE EN EL TEATRO DE ALEJANDRO RICAÑO Y LEGOM Daniel Vázquez Touriño Universidad Masaryk En noviembre de 2012, en el coloquio internacional de teatro iberoamericano organizado por la Universidad Iberoamericana, en México, el investigador Antonio Marquet relataba su experiencia como espectador consistente en asistir dos veces, junto a sendos grupos de estudiantes de secundaria, a la puesta en escena de Más pequeños que el Guggenheim, de Alejandro Ricaño, que durante los últimos años cosechaba un inesperado éxito en una sala alternativa del D.F. En su ponencia, el investigador recalcaba su asombro ante las enormes carcajadas y muestras de entusiasmo de este tipo de público, cuyos hábitos de consumo cultural están por lo general alejados de las salas donde se representa teatro de autor. Reflexionando ante este ejemplo tan palpable de lo que ha sido uno de los fenómenos teatrales más significativos de los últimos tiempos en México, Marquet venía a preguntarse ¿qué hace que el público más diverso se sienta identificado con estos héroes ridículos, estos perdedores sin futuro? Y es que el éxito de Más pequeños que el Guggenheim supera con creces la mayores esperanzas de cualquier dramaturgo nacional con pretensiones de hacer teatro de arte. El montaje, dirigido por el propio Ricaño, pasó tres años viajando por festivales y salas institucionales de todo México y diversos países de habla hispana, hasta que en 2011 se estableció en el Foro Shakespeare, en el D.F. para disfrutar de una temporada de continuo lleno absoluto con dos sesiones diarias. Para colmo, a finales de 2012 el propio Ricaño preparó una adaptación para una sala comercial de gran aforo, donde se satisfizo durante meses la demanda de un público que jamás pisaría una sala de teatro independiente, pero que se vio, también, reflejado en las peripecias de Sunday, Gorka, Al y Jam. Por supuesto, también la crítica profesional y académica se ha volcado a analizar esta obra. Más pequeños que el Guggenheim es un caso excepcional por su éxito y repercusión, pero no se trata de una obra aislada en cuanto a la imagen de la sociedad contemporánea que nos presenta. Otros textos dramáticos de este mismo autor y de su contemporáneo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio destacan por presentar ridículos (anti)héroes vapuleados una y otra vez, hombres imbéciles e incompetentes a los que, paradójicamente, solo redime la insignificancia de su fracaso. En las siguientes páginas intentaré demostrar que las aspiraciones de este tipo de personajes, su utopía, se corresponden con los sueños de todos los que habitamos los tiempos líquidos del mundo posmoderno, tal y como lo caracteriza el pensador de origen polaco Zygmunt Bauman. Por razones de espacio, analizaré únicamente dos piezas: la aclamada Más pequeños del Guggenheim y Demetrius o la caducidad, de Legom, obra escrita en 2008 y estrenada en diversos espacios alternativos e institucionales de todo México en puestas en escena producidas, precisamente, por miembros de la compañía que produjo Más pequeños que el Guggenheim. Jacqueline Bixler define los personajes del teatro de Alejandro Ricaño como «seres memorablemente estúpidos» (Bixler, p. vi). Estas palabras también se adecuan perfectamente a la sensación que los seres que pueblan el teatro de Legom dejan en el espectador, si bien en el caso de este autor la memorable estupidez se manifiesta ante todo en el uso que hacen del lenguaje. El estilo^[1]^1 (García Barrientos, p. 65) de los diálogos presenta una marcada unidad, caracterizada, por una parte, por la vulgaridad, con abundantes palabras gruesas, insultos, referencias sexuales explícitas y crudas –cargadas de machismo y homofobia– y, por otra, por una estupidez grandilocuente y hasta tierna, de tan ingenua. —Y después de mucho buscar en trabajos que no eran trabajos por fin encontró su lugar en el mundo. —Tomó un empleo en Sears vendiendo lavadoras de burbujas. —Un empleo en Sears es la solución perfecta para el hombre moderno. —Pensó Demetrius. —No te hacen exámenes capciosos de avanzar, detenerse, avanzar, detenerse, avanzar, detenerse. —Si consigues llegar a la puerta cuando alguien grita fuego repetidamente, estás preparado para ser un vendedor de Sears. —Y no te apures por el elegante saco, la elegante y delgada corbatita morada, esos los pone la empresa. —Tú pones los pantalones, los zapatos, ellos el saco y la corbata y juntos son la pura elegancia de vendedor. (Demetrius, pp. 4-5) No puedo evitar, por lo que se refiere a esta verborrea vacía –tan desbordante como inocua– dejar de asociar estos parlamentos a la figura de Cantinflas. De él dice Roger Bartra, en un capítulo dedicado al «pelado» –ese proletario urbano para el cual el «relajo» es como la astucia para el pícaro del siglo de oro–: «Cantinflas no sólo es el estereotipo del mexicano pobre de las ciudades: es un simulacro lastimero del vínculo profundo y estructural que debe existir entre el despotismo del Estado y la corrupción del pueblo» (Bartra, p. 170). Los héroes de Legom, así como los de Alejandro Ricaño, son pelados de nuevo cuño y les sirven a su autores, que los pintan grotescos por medio del lenguaje, para denunciar el despotismo del sistema. Sin embargo, el teatro de Ricaño y de Legom no refleja la opresión ya «clásica» de un Estado-nación oligárquico sobre sus ciudadanos más desfavorecidos; más bien estamos ante un ejemplo brillante del fenómeno descrito por Zygmunt Bauman como la «actitud del cazador», propia de la posmodernidad y de la incertidumbre que esta era conlleva. En relación con la idea de utopía, Bauman señala que «la postura premoderna hacia el mundo era semejante a la de un guardabosque, mientras que la metáfora más adecuada para expresar la concepción y la práctica del mundo moderno es aquella del jardinero» (Bauman, p. 140). El primero se esforzaría por defender y preservar el «equilibrio natural» diseñado por Dios o la Naturaleza. Ahora bien, el jardinero no piensa así: «da por sentado que no habría orden en el mundo (o al menos en aquella pequeña parte del mundo a su cargo) si no fuese por sus cuidados y esfuerzos continuados», que obedecen a un proyecto preconcebido (Bauman, p. 140).      Sin embargo, si, en su momento, la actitud del jardinero, propia de la modernidad, sustituyó a la del guardabosques, «ahora está cediendo el paso a la del cazador»: Hoy en día todos somos cazadores, […] y lo más seguro es que cada vez que miremos a nuestro alrededor veamos a otros cazadores solitarios como nosotros, o a cazadores que se agrupan del modo en que los cazadores suelen hacerlo» (Bauman, pp. 141-142). La desaparición de los jardineros y la creciente profusión de cazadores es lo que se ha venido a llamar «individualización». A su vez, la extinción de la filosofía del guardabosque «es lo que los políticos ensalzan sirviéndose del término «liberalización». Para este pensador, en los sueños contemporáneos la imagen del "progreso" parece haberse distanciado de la noción de mejoras compartidas para empezar a significar supervivencia individual. Cuando uno piensa en el progreso, ya no tiene en mente un impulso por ir hacia delante, sino permanecer en la carrera por todos los medios. (Bauman, p. 145) El argumento de Más pequeños que el Guggenheim se puede entender como una transposición del conflicto que surge entre los sueños propios de la modernidad y los sueños posmodernos determinados por el individualismo. El espectador va descubriendo paulatinamente que la obra de teatro que estos héroes ridículos están preparando es una suerte de exorcismo que permitirá a Gorka y Sunday aceptar por fin el fracaso que supuso, diez años antes, su intento de triunfar, auténticos cazadores, como artistas en Europa. Una de las primeras escenas nos pone rápidamente al día acerca de cómo vivieron la desilusión los años siguientes a su vuelta de Europa. Al: Durante nueve de esos diez años, nos contaría Gorka más tarde, Sunday había trabajado para poner un café teatro, y había depositado en ese café teatro sus últimas esperanzas. Jam: No pasarían más de seis meses para que el café teatro cerrara. Al: Y otros seis meses para que Sunday, haciendo tambalear una silla, intentara colgarse del techo viejo y desquebrajado de su departamento. Gorka: Valió rotundamente verga, me explicó. El café y todo. Lo único que necesito es un techo que resista. Al: Gorka por su parte había trabajado durante esos diez años en un Walmart. El puesto que ocupaba, se defendería, tenía que ver después de todo con su profesión. Sunday: ¿Hay un departamento de libros? Gorka: Una sección pequeñita. No es que valga la pena. Sólo son un par de estanterías detrás de los shampoos. Sunday: ¿Eres el encargado? Gorka: Desde hace diez años. Sunday: ¿Puedes opinar? Gorka: Sí Sunday: ¿Te escuchan? Gorka: No. Al: Y por esos mismos días lo despedirían, argumentando que ciertamente no hacía falta un dramaturgo para organizar un par de estanterías detrás de los shampoos. (Guggenheim, p. 5) Sin embargo, el conflicto de los personajes no deriva únicamente del fracaso que sufrieron en Europa, sino del choque que se se produce entre sus sueños de cazadores y la soledad que estos sueños les generan, soledad que, en el caso de Gorka, lo obliga a abandonar cualquier ilusión y a Sunday lo lleva a varios intentos (fallidos, dada su estupidez) de suicidio: (Gorka saca una fotografía de su cartera y se la entrega a Sunday.) Gorka: ¡Mira! Sunday: Qué miro si no se ve ni madres. Está desenfocada. Gorka: Es un reflejo. Sunday: ¿De qué? Gorka: De nosotros. Sunday: ¿Frente al Guggenheim? (Mira la fotografía.) ¿Yo dónde estoy? Gorka: Abajo. Es que casi no alcanzas a salir. Sunday: ¿Ésta es otra de tus mamadas filosóficas como la del pato? Gorka: Somos más pequeños. Sunday: Estás alto, Gor, pero no mames, es un museo. Gorka: Metafóricamente. Sunday: Metafóricamente te digo que no mames. Yo ni alcanzo a salir. Gorka: Haz un esfuercito mental y recuerda esa tarde. Hiciste gárgaras con el semen de un vasco para que nos dejaran salir del hospital, luego de que a mí me diera un coma diabético por no comer en dos días. Dormimos en una puta banca de metal y en la tarde se te ocurrió que debíamos ir a ver el Guggenheim, sólo por fuera, claro, porque nuestros últimos cinco euros los gastaste en una puta horchata valenciana artificial para ver el brazo biónico de la máquina de mierda esa. Así es que ahí nos quedamos, contemplando ese jodido muro inmenso de placas de titanio, cuando descubrí nuestro reflejo. Y éramos insignificantes. Me dio una clara dimensión de nosotros frente a ese... mundo al que queríamos entrar. Y supe que no teníamos posibilidades, que era mejor volver. Así es que tomé esta fotografía. Para después no tener que reprocharme nada por si llegaba a arrepentirme. (Guggenheim, pp. 50 – 51) La empatía que generan estos personajes antipáticos proviene, entre otras cosas, por su incapacidad de triunfar cuando intentan llevar a cabo planes verdaderamente malévolos y ambiciosos, es decir, cuando comprobamos que sus esfuerzos por participar de la cacería postmoderna, son más ridículos que los nuestros propios: Gorka: Contábamos con el café de Sunday para ensayar. Contábamos con un entusiasmo casi juvenil. Contábamos con doscientos treinta pesos con sesenta centavos... Sunday: Nico está cuidando un lote de autos desmadrados. Gorka: ¿Y qué? Sunday: Tienes que preguntar para qué. Gorka: Perdón. ¿Para qué? Sunday: ¿Para qué? Nos robamos el carro de tu mujer para venderlo, luego buscamos uno igual de los del lote, lo estacionamos frente a tu casa y le decimos a tu mujer que es el suyo, que alguien lo desmadró. ¿A quién se la va a hacer de pedo? Gorka: Notará que no es el suyo. Sunday: Buscamos uno más o menos desmadrado, irreconocible. Jam: Irreconocible significaba hecho mierda. Gorka: ¿Estás seguro que es un vocho? Sunday: Parece, ¿no? Gorka: ¿Sí? Sunday: Dile a Nico que meta la grúa. Al: Que arrastra el vocho impostor hasta la banqueta de enfrente de la casa de Gloria. Jam: En tanto que el vocho de Gloria, que venderían más tarde, lo estacionan frente a un convento, donde permanecería seguro. Al: Un plan cabrón. Jam: Imposible cagarla. Al: No había margen para el error. Gorka: ¡Te dije que era café! Sunday: ¡De noche era blanco! Gorka: ¿Cómo va a ser blanco por la noche, y volverse café por la mañana? Sunday: Quiero decir que parecía blanco por la noche. Tú mismo lo dudaste. Gorka: Dije que podía ser cremita. Gloria me despertó emputadísima. Esperaba que me dijera, alguien chocó nuestro carro, y en cambio dijo, hay un carro café desmadrado enfrente de la casa. (Guggenheim, p. 6) A pesar de todo, como explica Bixler, “[a]unque los personajes de Ricaño no llegan a realizar sus sueños, estas obras terminan con un tenue rayo de esperanza” (Bixler, p. vii). Al final del proceso del montaje de la obra, después de muchas nuevas decepciones y situaciones grotescas en las que el espectador no para de reírse, estos cazadores fracasados terminan por darse cuenta de que hay alternativas distintas a ese “permanecer en la carrera por todos los medios” que describe Bauman. Los protagonistas de Más pequeños que el Guggenheim no son buenos cazadores en el mundo globalizado, pero, a diferencia de los que sí lo son, se tienen los unos a los otros: Gorka: ¿Tú estás donde imaginaste? Sunday: Nadie está donde imaginó. Gorka: Algunos sí. Sunday: Pues, no pertenecemos a ese grupo. Pertenecemos a los que se dan en la madre cuando echan un vistazo atrás. Gorka: Ya gastamos esa carta. Pertenecemos a los que están ahí, simplemente, y esperan. Sunday: Entonces ya valimos verga. No nos queda nada. (Un amplio silencio. Los cuatro permanecen sentados.) Gorka: Voy a escribir otra obra. Sunday: ¿De qué? Gorka: Dos amigos regresan de España. No se ven durante diez años porque... Bueno, no quieren recordar algunas cosas. Pero se reúnen para hacer una obra de teatro. Así es que consiguen a dos no actores: un albino que no tiene a nadie y un cajero que lo abandona su mujer. Pero la obra sale mal. Y uno de los amigos intenta suicidarse. Así es que su amigo le dice, voy a escribir otra obra, una obra sobre ellos mismos. (Pausa.) En eso termina. Termina con él diciéndole, en eso termina. Y se sienten bien. (Guggenheim, p. 59) La carrera a la que se refiere el sociólogo polaco, y en la cual los personajes de Legom y Ricaño no consiguen mantener el paso, es la que provoca la sociedad de consumo con su «énfasis en deshacerse de las cosas» (Bauman, p. 146) que se hayan quedado atrasadas, fuera de moda, bienes distintos de los que posee y constituyen a la gente «normal». La conciencia del progreso le hace a uno cauteloso, le fuerza a agudizar los sentidos: al oír hablar de que "los tiempos están cambiando", nos preocupa si nos estamos quedando atrás, si estaremos cayendo por la borda de un vehículo que acelera sin parar, si no encontraremos asiento en la siguiente ronda del "juego de las sillas". (Bauman, p. 145) Demetrius, protagonista de la obra homónima de Legom, es un ejemplo claro de la zozobra que produce el mundo líquido y en continuo cambio que describe Zygmunt Bauman: —Solo le preocupaba que un día llegara una nueva tecnología, una de esas que aparecen de vez en cuando en la historia de la humanidad y desplazan, así, de la nada, al vapor, o más modernamente, a las burbujitas. —Y entraba en pánico porque no sabía lo que pasaría con su vida llegado el tiempo de los cambios. —Cada mañana, entraba en pánico cuando veía al gerente caminar hacia él: —Demetrius, qué crees, se acabó la historia de las burbujitas. Las burbujitas se fueron a la mierda, así como lo oyes. Vamos a tirar todas las lavadoras de burbujitas a una gran pira, junto con los libros de matemáticas y el nuevo catecismo. Las vamos a quemar, porque ahora, ahora las que vienen son las lavadoras en seco para casa. Los solventes acabaron con las burbujitas. Así que entrega por favor tus corbatas moradas y pasa a la caja por tu liquidación y ve enterrando tu “doce meses sin intereses, campeón”, porque ya no lo vas a poder usar. (Demetrius, p. 8) En nuestra sociedad liberalizada e individualizada de consumidores, escapar es el sustituto lógico de la utopía. «Si uno no quiere hundirse, debe seguir haciendo surf, y eso implica cambiar de vestuario, de muebles, de papel pintado, de aspecto y de hábitos –cambiar uno mismo, en definitiva– tan a menudo como le sea posible.» (Bauman, p. 146) Aprovechándose de la insuperable estupidez de Demetrius, todo el mundo en su entorno le va convenciendo de contratar televisión por cable, comprar un coche, pasar las vacaciones en la playa. —Y así continuó la vida familiar. —Pero todo cambió cuando Demetrius se decidió por la televisión por cable. —Me la paso todo el día como pendeja en la casa sin nadie con quien platicar. —Y las telenovelas del trece ya me tienen hasta la madre. —Y yo qué culpa tengo que tu mamá sea muda. —Tú tienes la culpa porque no contratas cable. —No tenemos dinero para el cable. —Claro, como tu mamá sí habla. —Mi mamá está muerta. —Bueno, pero habla, con los muertos pero se habla. Yo, en cambio, aquí sola como loca, con una mamá muda y un hijo que come a picotazos. —Y sobra decir que solo le platicaba en ininteligibles monosílabos. —Si no contratas el cable me voy. —Y contrataron el cable y la vida de Demetrius comenzó a cambiar. (Demetrius, p. 16) En cierta manera, la pieza relata un viaje que Demetrius empieza equilibrado e integrado en su entorno (aunque estúpido, eso sí) para morir absolutamente solo (e igualmente estúpido) soñando que conduce un tren que no puede detener, el tren de la carrera globalizadora, individualista y liberalizada. —Un largo y pesado sueño en el que solo pudo soñar, por un instante antes del fin, —Que iba por un túnel largo, con una luz al final. —Y á lo largo del túnel dos cuatro rieles de metal brillantes, sedosos. —Y Demetrius pisó el acelerador y picó el botón de avanzar. —Y avanzó y avanzó viendo pasar bajo sus llantas a todos los suicidas de todos los subterráneos de la historia. —Y cuando quiso detener el tren buscando una última oportunidad, el tren siguió avanzando por el subterráneo. —Y Demetrius por fin supo. —Que todo. —Absolutamente todo. —Había terminado. (Demetrius, p. 42) En un mundo en el que los Estados-nación van cediendo cada vez más áreas de poder a fuerzas globales imposibles de influir, lo que nos queda, explica Bauman, «lo que requiere nuestro esfuerzo y nuestra atención, es luchar para no perder: intentar estar al menos entre los cazadores, puesto que la única alternativa en caso contrario es pasar a engrosar las filas de los cazados.» (Bauman, p. 147) Los personajes de Legom y de Alejandro Ricaño son estúpidos y descarados como lo era Cantiflas y, al igual que este, nos muestran la puerta de atrás, la cara B de la imagen utópica de la sociedad. Pero, a diferencia de lo que ocurría en la edad moderna en que se gestó la figura del pelado Cantinflas, la utopía de los tiempos líquidos no está en el futuro, sino en el presente siempre cambiante. Las risas que nos provocan las obras que aquí hemos estudiado tienen su base en algo tan primitivo como es la satisfacción de ver a alguien a quien las cosas le van aún peor que nosotros. Pero la universalidad de la empatía que despiertan estos seres, la profunda humanidad que sentimos en sus fracasos, proviene del reconocimiento de la zozobra y la incertidumbre compartidas y de la intuición de que, en cualquier momento, podemos ser nosotros los que nos caigamos de la ola. Referencias bibliográficas Bartra, Roger. 1987 La jaula de la melancolía. México D.F.: Grijalbo. Bauman, Zygmunt. 2007. Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Trad. Carmen Corral. Barcelona: Tusquets. Bixler, Jacqueline E. 2012. Historias para ser contadas: El teatro de Alejandro Ricaño. In Bixler, Jacqueline E. (ed.) Historias para ser contadas: El teatro de Alejandro Ricaño, pp. v-xiv. Lawrence: LATR Books. García Barrientos, José Luis. 2012. Cómo se comenta una obra de teatro: ensayo de un método. Primera edición corregida y aumentada. México D.F.: Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas: Paso de Gato. Gutiérrez Ortiz Monasterio, Luis Enrique. 2008. Demetrius o la caducidad. Microsoft Word File. Monsiváis, Carlos. 2006. Aires de familia: cultura y sociedad en América Latina. Barcelona: Anagrama. Ricaño, Alejandro. 2012. Más pequeños que el Guggenheim. In Bixler, Jacqueline E. (ed.) Historias para ser contadas: El teatro de Alejandro Ricaño, pp 1-60. Lawrence: LATR Books. [2]1 El método que se utilizará para categorizar los rasgos característicos de la escritura dramática legomiana será el establecido por José Luis García Barrientos en su Cómo se comenta una obra de teatro. Este método dramatológico proporciona una caracterización precisa de los recursos formales que permitirá nombrar con rigor las decisiones tomadas por el dramaturgo en la composición de su obra, paso previo necesario para interpretarlas adecuadamente en el contexto de la dramaturgia contemporánea, cuyo estudio peca a menudo de cierta ambigüedad terminológica que impide comparar adecuadamente las poéticas de los autores más experimentales.